PRIMER TURNO Legado Prólogo 2110 Bajo las colinas del condado de Fulton, Georgia Al volver entre los vivos, Troy se encontró dentro de una tumba. Despertó en un mundo de confinamiento, con una gruesa plancha de vidrio esmerilado pegada a la cara. Al otro lado de la glacial oscuridad se movían unas sombras. Trató de levantar los brazos, de golpear el vidrio, pero estaba demasiado débil. Quiso gritar, pero sólo pudo toser. La boca le sabía a rayos. En sus oídos repicó el chasquido metálico de unas gruesas cerraduras que se abrían, el siseo del aire, el chirrido de unas bisagras que llevaban mucho tiempo inmóviles. Sobre su cabeza las luces eran brillantes, y las manos que lo tocaban, cálidas. Lo ayudaron a incorporarse mientras él no dejaba de toser formando nubes de vaho en el aire gélido. Alguien le dio agua. Luego unas pastillas. El agua estaba fría y las pastillas amargas. Troy tragó con dificultad. Era incapaz de sostener el vaso sin ayuda. Las manos le temblaban mientras los recuerdos regresaban tumultuosamente, escenas de largas pesadillas. En su interior se entremezclaron las sensaciones de un sueño profundo y muchos días pasados. Se estremeció. Un camisón de papel. El escozor de una cinta adhesiva que le arrancaban. Un tirón en el brazo, un tubo extraído de su ingle. Dos hombres vestidos de blanco lo ayudaron a salir del ataúd. El vapor formado por el aire que se condensaba y dispersaba a su alrededor lo rodeaba. Tras incorporarse, con el parpadeo de unos ojos que llevaban mucho tiempo cerrados, Troy recorrió con la mirada las hileras de sarcófagos llenos de personas como él que se extendían hasta las lejanas paredes curvas. El techo parecía muy bajo. La asfixiante presión de la tierra se acumulaba sobre su cabeza. Y los años. Habían pasado muchos. Todos aquellos a los que había querido alguna vez habrían desaparecido. Todo había desaparecido. Las pastillas le habían inflamado la garganta. Intentó tragar saliva. Los recuerdos se desvanecieron como los sueños al despertar y sintió que todo aquello que siempre había conocido comenzaba a escurrírsele entre los dedos. Se dejó caer hacia atrás… pero los hombres de blanco lo estaban esperando. Lo cogieron y lo ayudaron a tumbarse lentamente, con un crujido del camisón de papel sobre la piel temblorosa. Las imágenes volvieron; los recuerdos llovieron a su alrededor como bombas y luego desaparecieron. Las pastillas no podían hacer más, de momento. La destrucción del pasado llevaría su tiempo. Troy comenzó a sollozar con la cara enterrada en las palmas de las manos y unos dedos se apoyaron sobre su cabeza en una muestra de consuelo. Los dos hombres de blanco le dejaron aquel momento para sí. No intentaron precipitar el proceso. Era una deferencia transmitida de un durmiente a otro, algo con lo que se encontrarían todos los hombres que dormían en aquellos sarcófagos un día, al despertar. Y que luego, más tarde o más temprano, olvidarían. 1 2049 Washington D. C. Las altas vitrinas de cristal habían servido en su día como librerías. Había indicios de ello. Los objetos que albergaban tenían siglos de antigüedad, mientras que los goznes y las diminutas cerraduras de las puertas de vidrio no pasaban de décadas. Los marcos que rodeaban los cristales eran de madera de cerezo, pero las estanterías habían sido construidas en roble. Alguien había tratado de disimular esta diferencia añadiendo unas capas de pintura, pero la textura era distinta. El color no era el mismo. Para una persona perceptiva, eran detalles que saltaban a la vista. El congresista Donald Keene se fijó en todo aquello sin pretenderlo. Simplemente se dio cuenta de que, tiempo atrás, en aquel lugar se había producido una gran purga, una generación forzada de espacio. En algún momento del pasado habían expurgado la sala de espera del senador de los preceptivos libros de derecho, salvo unos pocos elegidos. Estos volúmenes descansaban silenciosos en los rincones más umbríos de las vitrinas de cristal. Tenían el lomo surcado de grietas y el viejo cuero se les desprendía por capas, como piel vieja quemada por exceso de sol. Un puñado de colegas de Keene, todos ellos recién elegidos, ocupaban la sala de espera, sumidos en un estado de agitación que les impedía permanecer quietos. Al igual que Donald, eran jóvenes y estaban dominados aún por un impenitente optimismo. Iban a llevar el cambio a la colina del Capitolio. Esperaban conseguir lo que sus predecesores, tan ingenuos como ellos, no habían logrado. Mientras esperaban a que les llegara el turno de reunirse con Turman, el poderoso senador de su estado natal de Georgia, charlaban nerviosamente entre sí. Eran un hatajo de sacerdotes, se dijo Donald, puestos en fila para conocer al nuevo papa, para besarle el anillo. Suspiró con fuerza y se concentró en el contenido de la vitrina, ensimismado en la contemplación de los tesoros que había detrás del cristal, mientras otro representante del estado de Georgia parloteaba sobre los centros de Control y Prevención de Enfermedades de su distrito. —… Y en su página web tienen una guía detallada de respuesta y contingencia para… no te lo pierdas, para una invasión zombi. ¿A que parece increíble? Putos zombis. Como si el mismísimo CDC creyese que puede suceder que, de repente, empecemos a comernos unos a otros… Donald contuvo una sonrisa temiendo que su reflejo fuese visible en el cristal. Desvió la mirada hacia una colección de fotografías que ocupaba la pared, en las que se veía al senador con cada uno de los cuatro últimos presidentes. En cada toma se veía la misma postura, el mismo apretón de manos y el mismo fondo formado por banderas y enormes y bonitos escudos. El senador era siempre el mismo, mientras que los presidentes iban y venían. Tenía el cabello cano en la primera foto y seguía teniéndolo en la última; parecía absolutamente ajeno al paso de las décadas. Pero aquellas fotografías colocadas allí, unas junto a otras, resultaban devaluadas de algún modo. Las escenas parecían montajes. Falsas. Era como si todos los miembros de aquel grupo, formado por los hombres más poderosos del mundo, hubieran suplicado la oportunidad de posar con él en un escenario de cartón piedra, en la atracción de una feria de pueblo. Donald se echó a reír y uno de los congresistas de Atlanta se unió a él. —Sí, ¿verdad? Zombis. Es para morirse de risa. Pero vamos a pensarlo un momento, ¿de acuerdo? ¿Para qué iba a publicar el CDC ese manual, si no…? Donald sintió el deseo de corregir al otro congresista, de explicarle de qué se reía en realidad. «Mire esas sonrisas», hubiera querido decir. Sólo se veían en las caras de los presidentes. La expresión del senador parecía indicar que habría preferido estar en cualquier otro lugar. Era como si cada uno de los que formaban aquella sucesión de comandantes en jefe del país hubiera sabido quién era el hombre más poderoso en aquella sala, quién seguiría estando allí mucho después de que ellos hubieran pasado y se hubiesen marchado. —… Con consejos como que todo el mundo debe tener un bate de béisbol, linternas y velas, ¿no? Por si acaso. Ya sabe, para aplastarles el cerebro. Donald sacó el teléfono y consultó la hora. Miró de reojo la puerta de la sala y se preguntó cuánto más tendría que esperar. Después de guardar el teléfono, dirigió de nuevo la mirada hacia la vitrina y estudió un estante en el que habían colocado un uniforme con tanto cuidado como si hubiera sido una delicada pieza de origami. La pechera izquierda de la chaqueta estaba cubierta por una panoplia de medallas. Las mangas estaban plegadas y recogidas con alfileres para resaltar las trenzas doradas cosidas a los puños. Delante del uniforme, sobre un expositor de madera, descansaba una colección de monedas conmemorativas, demostraciones de aprecio a hombres y mujeres que se encontraban en otros países. Eran verdaderos ejercicios de elocuencia: el uniforme aludía al pasado y las monedas a los soldados desplegados en aquel mismo momento en el frente. Ambos, pertenecientes a un par de guerras distintas. En una de ellas, el senador había combatido de joven. La otra había tratado de impedirla cuando era un hombre mayor y más sabio. —… Sí, parece una locura, pero ¿sabe lo que le hace la rabia a un perro? Es decir, lo que le hace de verdad, en términos biológicos… Donald se inclinó hacia adelante para examinar mejor las monedas conmemorativas. El número y lema de cada una de ellas representaba un grupo operativo. ¿O era un batallón? No lo recordaba. Su hermana Charlotte lo sabría. Ella estaba allí, en alguna parte, en el campo de batalla. —Oiga, ¿no lo pone esto un poco nervioso? Donald se dio cuenta de que la pregunta estaba dirigida a él. Se volvió y miró al locuaz congresista. Debía de tener unos treinta y tantos años, como él. Al verlo, Donald reconoció su propia calvicie incipiente, los primeros indicios de barriga que él también estaba desarrollando: el desagradable descenso hacia la madurez. —¿Que si me ponen nervioso los zombis? —respondió con una carcajada—. No. La verdad es que no. El otro congresista se colocó a su lado y sus ojos se dejaron atraer por el imponente uniforme que tenía delante, hinchado como si el pecho del soldado que lo había llevado en su día aún lo ocupara. —No —dijo el hombre—. Me refiero a estar aquí para verlo a él. La puerta de la sala de recepción se abrió y desde el otro lado se oyeron por un momento los timbres de los teléfonos. —¿Congresista Keene? Había una recepcionista de avanzada edad en la puerta, ataviada con una blusa blanca y una falda negra que resaltaban su delgada y atlética figura. —El senador Turman lo recibirá ahora —anunció. Donald le dio unas palmaditas en el hombro al congresista de Atlanta al pasar a su lado. —Eh, buena suerte —balbuceó el otro a su espalda. Donald sonrió. Reprimió la tentación de volverse y decirle que conocía muy bien al senador, que había brincado sobre sus rodillas de niño. Pero estaba demasiado ocupado conteniendo su propio nerviosismo como para hacer tonterías. Atravesó la puerta, forrada de arriba abajo de paneles de maderas nobles, y entró en el santuario del senador. No era como cruzar el vestíbulo de la casa de un hombre para ir a recoger a su hija antes de una cita. Esto era algo distinto. Era la presión de reunirse como colegas, a pesar de que Donald seguía sintiéndose como si fuese aquel niño. —Por aquí —dijo la recepcionista. Lo condujo entre un par de grandes mesas, en las que trinaba una docena de teléfonos con breves ráfagas de timbrazos. Jóvenes de los dos sexos, con trajes y blusas impecables, respondían las llamadas de dos en dos. Sus expresiones de hastío indicaban que el volumen de trabajo era el habitual para la mañana de un día laborable cualquiera. Donald alargó una mano al pasar por delante de una de las mesas y rozó la madera con las yemas de los dedos. Caoba. En aquel sitio los ayudantes tenían mesas de mejor calidad que la suya. Por no hablar de la decoración: la gruesa alfombra, las grandes y antiguas molduras de las paredes, el techo de azulejos, las lámparas colgantes que parecían estar hechas de cristal genuino… Al otro lado de la sala de los timbrazos y los pitidos se abrió otra puerta también forrada de paneles de madera. Tras ella apareció el congresista Mick Webb, cuya reunión acababa de terminar. Mick no se fijó en Donald, demasiado absorto en la carpeta abierta que tenía delante. Donald se detuvo y esperó a que se acercase su colega y antiguo compañero de universidad. —Bueno —preguntó—, ¿qué tal ha ido? Mick levantó la mirada y cerró bruscamente la carpeta. Se la guardó debajo del brazo y asintió. —Bien, bien. Ha ido de maravilla. —Sonrió—. Siento que hayamos tardado tanto. El viejo parece no aburrirse de mí. Donald se echó a reír. Era cierto. Mick había conseguido el cargo con facilidad. Poseía el carisma y la confianza que suelen acompañar a los hombres altos y apuestos. Donald solía tomarle el pelo diciendo que si no se le hubiera dado tan rematadamente mal recordar nombres, algún día habría podido ser presidente. —Tranquilo —repuso mientras señalaba hacia atrás con el pulgar—. Estaba haciendo nuevos amigos. Mick sonrió. —Ya me lo imagino. —Sí, bueno, ya te veré en el rancho. —Claro. —Mick le tocó en el hombro con la carpeta a modo de despedida y se encaminó a la salida. Donald, al reparar en la mirada de pocos amigos que le dirigía la recepcionista del senador, apretó el paso. La mujer lo invitó a entrar en una oficina en penumbra y cerró la puerta tras él. —El congresista Keene. El senador Paul Turman se levantó detrás de su mesa y le tendió la mano. Esbozó su ya clásica sonrisa, una sonrisa con la que Donald había acabado por familiarizarse a fuerza de verla en fotografías y en televisión, así como cuando era niño. A pesar de su edad —debía de acercarse a los setenta años, si es que no había cruzado aún esa barrera—, el senador estaba delgado y parecía en buena forma. Su camisa Oxford cubría un torso de constitución marcial. Un grueso cuello surgía por debajo de la corbata, y llevaba el cabello cano tan pulcra e impecablemente recortado como un recluta. Donald atravesó la sala a oscuras y le estrechó la mano. —Me alegro de verlo, señor. —Siéntate, por favor. —Turman le soltó la mano y señaló uno de los sillones que había al otro lado de su mesa. Donald se sentó en el de cuero rojo brillante, con los brazos tachonados de ojales dorados tan consistentes como los recios remaches de una viga de acero. —¿Cómo está Helen? —¿Helen? —Donald se alisó la corbata—. Muy bien. Ha vuelto a Savannah. Se alegró mucho de verlo en la recepción. —Tienes una mujer preciosa. —Gracias, señor. —Donald hizo un esfuerzo por relajarse, lo que no lo ayudó nada a conseguirlo. En aquella oficina reinaba la oscuridad de un crepúsculo, a pesar de que la lámpara del techo estaba encendida. En el exterior, el cielo estaba cubierto por nubes bajas y oscuras que resultaban desagradables. Si se ponía a llover, tendría que utilizar el túnel para volver a su oficina. Detestaba estar allí abajo. A pesar de las alfombras y de los pequeños candelabros que había en las paredes a intervalos regulares, él sabía que estaba bajo tierra. Los túneles de Washington lo hacían sentir como una rata en una alcantarilla. Siempre tenía la sensación de que el techo estaba a punto de ceder. —¿Cómo te trata el trabajo? —El trabajo está bien. No paro, pero me gusta. Se disponía a preguntarle al senador por Anna, pero en aquel momento se abrió la puerta que había tras él y perdió la ocasión de hacerlo. La recepcionista entró con dos botellas de agua. Donald le dio las gracias y, al ir a desenroscar el tapón, vio que ya la habían abierto. —Espero que no estés demasiado ocupado como para hacer algo por mí. —El senador Turman enarcó una ceja. Donald tomó un sorbo de agua mientras se preguntaba si aquello, lo de la ceja, sería una habilidad que se podía llegar a dominar. Cada vez que lo veía hacerlo sentía el impulso de ponerse firmes y saludar marcialmente. —Seguro que puedo sacar tiempo —asintió—. Sobre todo después de lo mucho que hizo por mí. Dudo que hubiera pasado de las primarias por mí mismo —concluyó mientras jugueteaba nerviosamente con la botella en el regazo. —Mick Webb y tú sois Bulldogs los dos, ¿verdad? Donald tardó un momento en darse cuenta de que el senador se refería a su mascota de la universidad. No había seguido mucho los deportes cuando estaba estudiando en Georgia. —Sí, señor. Bueno, Dawgs. Esperaba no haberse equivocado. El senador sonrió. Se inclinó hacia adelante para que su rostro captase parte de la suave luz que caía sobre la mesa. Bajo la atenta mirada de Donald, aparecieron las sombras de unas arrugas fáciles de pasar por alto en cualquier otra circunstancia. El rostro enjuto y la barbilla cuadrada de Turman lo hacían parecer más joven de cara que de perfil. Era un hombre que conseguía que se le abriesen puertas abordando a los demás de frente, no tendiendo emboscadas. —Estudiaste arquitectura en Georgia. Donald asintió. Era fácil olvidarse de que conocía mejor a Turman que el senador a él. Uno de los dos aparecía con bastante más frecuencia en los titulares de la prensa. —Así es. Allí obtuve la licenciatura, así como un máster en Administración Pública. Pensé que podría hacer más bien gobernando a la gente que dibujando cajas de cerillas para meterla dentro. Sintió un vacío en el estómago al darse cuenta de lo que acababa de decir. Era una frase tonta que había acuñado en la universidad, algo que tendría que haber dejado enterrado en el pasado, junto con la costumbre de aplastar latas de cerveza con la frente o la fascinación por las minifaldas y los traseros de las estudiantes. Por enésima vez, se preguntó para qué lo habrían convocado allí junto con los demás congresistas novatos. Cuando recibió la invitación, pensó que se trataba de un acto puramente social. Luego, cuando Mick comenzó a alardear de su cita, supuso que se trataría de una formalidad o una tradición. Pero ahora se preguntaba si no sería algún juego de poder, la ocasión de ganarse a los representantes de Georgia para cuando llegase el momento en que Turman necesitase que la cámara baja (y ciertamente menor) votase en algún sentido. —Dime una cosa, Donny, ¿qué tal se te da guardar secretos? Donald sintió que se le helaba la sangre. A pesar de que tenía los nervios a flor de piel, se obligó a bromear. —Logré que me eligieran, ¿no? El senador Turman sonrió. —Así que probablemente aprendiste la mejor lección que se puede aprender sobre los secretos. —Levantó la botella a modo de saludo—. La negación. Donald asintió y tomó un trago de agua. No sabía muy bien adónde quería ir a parar el senador, pero estaba empezando a sentirse incómodo. Podía oler uno de los chanchullos que había prometido erradicar a sus votantes si salía elegido. El senador se reclinó en su asiento. —La negación es el secreto fluido vital de esta ciudad —dijo—. Es el sabor que liga el resto de los ingredientes. Siempre les digo lo mismo a los recién elegidos: la verdad saldrá a la luz, como siempre lo hace… pero mezclada con todas las mentiras. —Agitó una mano en el aire—. Hay que negar cada verdad y cada mentira con el mismo vigor. Dejar que esas páginas web y esos zumbados que no paran de hablar sobre las conspiraciones confundan al público por ti. —Eh… sí, señor. —Donald no sabía qué más decir, así que optó por tomar otro trago de agua. El senador volvió a enarcar una ceja. Se mantuvo un instante en silencio y entonces, como si tal cosa, preguntó: —¿Crees en los extraterrestres, Donny? A Donald casi se le sale el agua por la nariz. Se tapó la boca con la mano, tosió y tuvo que secarse la barbilla. El senador se mantuvo impávido. —¿Extraterrestres? —Donald negó con la cabeza y se secó la palma mojada en los pantalones—. No, señor. Me refiero a todo eso de las abducciones. ¿Por qué? Se preguntó si irían a informarlo sobre algo. ¿Por qué le había preguntado el senador si era capaz de mantener un secreto? ¿Se disponía a ponerlo al corriente acerca de algún asunto de seguridad nacional? El senador se mantuvo en silencio. —No existen —dijo al fin. Buscó algún indicio o tic revelador con la mirada—. ¿Verdad? El anciano sonrió. —De eso se trata —asintió—. Pero lo sean o no, la gente seguiría diciendo las mismas tonterías. ¿Te sorprendería que te dijese que son muy reales? —Caray, sí, me sorprendería mucho. —Bien. —El senador empujó una carpeta que había sobre la mesa hacia él. Donald la miró y levantó una mano. —Espere. ¿Existen o no? ¿Qué está intentando decirme? El senador Turman se echó a reír. —Pues claro que no. —Levantó la mano de la carpeta y apoyó los codos sobre la mesa—. ¿Has visto lo mucho que le está costando a la NASA convencernos de que organicemos un viaje de ida y vuelta a Marte? Nunca llegaremos a otro planeta. Nunca. Y nadie va a venir aquí. ¿Para qué iban a hacerlo? Donald no sabía qué pensar, pero se sentía mucho mejor que apenas un minuto antes. Entendía lo que quería decir el senador, que la verdad y la mentira podían parecer blancas y negras, pero cuando se mezclaban todo se volvía gris y confuso. Dirigió los ojos hacia la carpeta. Era muy similar a la que llevaba Mick. Le recordó el cariño que parecía sentir el gobierno por todas las cosas anticuadas. —Esto es un ejemplo de negación, ¿no? —Estudió al senador—. Lo que está haciendo ahora mismo. Está tratando de despistarme. —No. Lo que estoy haciendo es decirte que dejes de ver tantas películas de ciencia ficción. A ver, ¿por qué crees que esos cabezas de chorlito siempre están soñando con colonizar otros planetas? ¿Tienes la menor idea de lo que costaría? Es ridículo. Absurdo, desde el punto de vista de la eficiencia de costes. Donald se encogió de hombros. No creía que fuese ridículo. Volvió a enroscar el tapón de la botella. —Soñar con los espacios abiertos está en nuestra naturaleza —dijo—. Buscar espacio para extendernos. ¿No es así como terminamos aquí? —¿Aquí? ¿En América? —El senador se echó a reír—. El espacio no nos lo encontramos al llegar. Infectamos a un montón de gente, los matamos y así apareció el espacio. —Turman señaló la carpeta con el índice —. Lo que nos lleva a esto. Tengo un proyecto en el que me gustaría que trabajases. Donald dejó la botella sobre el forro de cuero del imponente escritorio y cogió la carpeta. —¿Se trata de un comité? Trató de atenuar sus esperanzas. Era tentador pensar que podía aparecer como coautor de un proyecto de ley en su primer año en el cargo. Abrió la carpeta y la inclinó hacia la ventana. En el exterior estaba formándose una tormenta. —No, nada de eso. Se trata del INS-COE. Donald asintió. «Cómo no». De pronto, el preámbulo sobre los secretos y las conspiraciones tenía todo el sentido del mundo, al igual que la presencia de los congresistas de Georgia en el exterior. Se trataba de la Instalación de Contención y Eliminación, conocida por el acrónimo INS-COE, el eje del nuevo proyecto de ley sobre la energía del senador, el depósito que albergaría algún día la mayoría de los residuos nucleares del mundo. O, si uno hacía caso a las páginas web que había mencionado Turman, la próxima Área 51, o el lugar donde estaban construyendo una nueva y mejorada superbomba, o la instalación de contención para grupos de anarquistas que se habían pasado de la raya al comprar armas. Tenías donde elegir. Había tanto ruido que era muy fácil ocultar cualquier verdad. —Sí —dijo Donald un poco desanimado—. Hemos recibido algunas llamadas muy divertidas de mi distrito sobre este asunto. —Optó por no mencionar una sobre reptilianos—. Quiero que sepa, señor, que en privado respaldo el proyecto al ciento por ciento. —Levantó la mirada hacia el senador—. Me alegro de no haber tenido que votar por él en público, pero ya iba siendo hora de que alguien diese la cara, ¿no? —Exactamente. Por el bien común. —El senador Turman tomó un largo trago de agua y se aclaró la garganta—. Eres un joven brillante, Donny. No todos se dan cuenta de lo importante que será esto para nuestro estado. Un verdadero salvavidas. —Sonrió—. Perdona, aún te llaman Donny, ¿no? ¿O ya sólo Donald? —Lo que usted prefiera —mintió Donald. Ya no le gustaba que lo llamaran Donny, pero cambiar de nombre en mitad de la vida de uno es prácticamente imposible. Devolvió su atención a la carpeta y obvió la carta de presentación. Debajo había un esbozo que se le antojó fuera de lugar. Era… demasiado familiar. Familiar y al mismo tiempo ajeno, como si procediese de otra vida. —¿Has visto la memoria económica? —preguntó Turman—. ¿Sabes cuántos puestos de trabajo ha creado el proyecto de la noche a la mañana? —Chasqueó los dedos—. Cuarenta mil. Y eso sólo en Georgia. Y muchos de ellos en tu distrito, entre transportistas y estibadores. Claro, ahora que se ha aprobado, nuestros colegas menos diligentes se quejan de que no les hayan dejado presentar sus propias propuestas… —Esto lo dibujé yo —lo interrumpió Donald mientras sacaba el esbozo. Se lo mostró a Turman como si creyese que al senador iba a sorprenderle su presencia en la carpeta. Donald se preguntó si sería cosa de la hija del senador, una especie de chiste o un saludo con un guiño por parte de Anna. Turman asintió. —Sí, bueno, hay que detallarlo más, ¿no te parece? Donald estudió el boceto arquitectónico mientras se preguntaba a qué clase de prueba estaban sometiéndolo. Recordaba el esbozo. Era un proyecto que había realizado en el último minuto para la clase de biotectura, en su último año. No había nada inusual o extraordinario en él, sólo era un gran edificio cilíndrico de unos cien pisos, recubierto de hormigón y vidrio, con balcones de jardines colgantes y un corte lateral que permitía ver las zonas de alojamiento, trabajo y comercio. La estructura era sencilla allí donde, según recordaba, sus compañeros habían sido más audaces, y meramente práctica donde podría haber corrido mayores riesgos. Unos voladizos verdes sobresalían del techo, un horrible cliché, un guiño a la neutralidad del carbono. En suma, un proyecto monótono y aburrido. Donald era incapaz de imaginarse un diseño tan simple en medio de los desiertos de Dubái, entre la última y extraordinaria hornada de rascacielos autosuficientes. Y, desde luego, no comprendía para qué lo quería el senador. —Detallarlo más —repitió las últimas palabras de éste en un murmullo. Hojeó el resto de la carpeta en busca de pistas. —Espere. —Vio una lista de requisitos como las que detallan los clientes cuando buscan contratistas—. Esto parece una propuesta de diseño. —Palabras que había olvidado haber aprendido alguna vez captaron repentinamente su atención: «flujo de tráfico interior», «planes de bloqueo», «HVAC», «hidroponía»… —Me temo que tendrás que renunciar a la luz del sol —dijo el senador Turman mientras se inclinaba hacia adelante haciendo chirriar su silla. —¿Disculpe? —Donald levantó la carpeta—. ¿Qué es exactamente lo que quiere que haga? —Yo sugeriría las luces que utiliza mi esposa. —Formó un diminuto círculo con las manos, apuntando hacia el centro—. Las usa para que las semillas germinen en invierno, pero cada bombilla me cuesta una verdadera fortuna. —Se refiere a luces de crecimiento. Turman volvió a chasquear los dedos. —No te preocupes por los costes. Tú pide lo que necesites. Además, dispondrás de ayuda para la parte técnica. Ingenieros. Un equipo técnico. Donald siguió hojeando la carpeta. —¿Para qué es esto? ¿Y por qué yo? —Es lo que llamamos un edificio de contingencia. Lo más probable es que no lleguemos a utilizarlo nunca, pero no nos dejarán almacenar las barras de combustible agotado si no ponemos este monstruo cerca. Es como la ventana que tuve que abrirle a mi sótano para que la casa pudiera pasar la inspección. Era un… ¿cómo lo llamáis vosotros? —Punto de salida —dijo Donald, usando un término técnico que había acudido a su mente sin habérselo propuesto. —Sí, un punto de salida. —Señaló la carpeta—. Ese edificio es como esa ventana. Algo que tenemos que construir para que el resto del proyecto pueda pasar la inspección. Éste será el sitio donde se refugiarán los empleados de la instalación en el improbable caso de que se produzca un ataque o una fuga. Un refugio. Y tiene que ser perfecto, porque de lo contrario el proyecto se irá al garete en menos que canta un gallo. El hecho de que nuestro proyecto haya sido aprobado no significa que ya esté todo hecho, Donny. Hace décadas hubo otro en la zona oeste que también aprobaron y que recibió la financiación que necesitaba, pero al final acabó cancelándose. Donald sabía a qué se refería. Una instalación de contención enterrada debajo de una montaña. La comidilla en el Capitolio era que el proyecto de Georgia tenía las mismas probabilidades de salir adelante. De repente, le parecía que la carpeta pesaba tres veces más. Lo que le estaban pidiendo era que participase en un futuro fracaso. Que lo apoyase con todo el peso del cargo que acababa de obtener. —He puesto a Mick Webb a trabajar en algo relacionado: logística y planificación. Tendréis que colaborar en algunas cosas. Y Anna va a dejar su puesto en el MIT para echar una mano. —¿Anna? —Donald buscó el agua a tientas con una mano temblorosa. —Claro. Dirigirá el equipo de ingenieros del que te he hablado. Ahí hay una lista con lo que va a necesitar. Es bastante extensa. Donald tomó un sorbo de agua y se obligó a tragar. —Sí, sé que podría pedírselo a otra gente, pero el proyecto no debe fracasar, ¿comprendes? Necesito que quede en familia. Por eso quiero gente a la que conozco, gente en la que puedo confiar. —El senador Turman entrelazó los dedos—. Si te han elegido para algo, ha sido para hacer esto. Y quiero que lo hagas bien. Precisamente por eso te ayudé. —Claro. —Donald ladeó la cabeza para ocultar su confusión. Durante las elecciones le había preocupado que el apoyo del senador se debiese a sus antiguos vínculos familiares. Por alguna razón, la realidad era aún peor. No era Donald el que había estado aprovechándose del senador; era justo al contrario. Mientras estudiaba el boceto que tenía en el regazo, el nuevo congresista se dio cuenta de que un trabajo para el que nunca se había sentido preparado se esfumaba delante de sus ojos… reemplazado por otro que parecía igualmente aterrador. —Un momento —dijo con la mirada clavada en el viejo boceto—. No lo entiendo. ¿Para qué son las luces de crecimiento? Turman sonrió. —Porque —respondió— el edificio que quiero que diseñes para mí estará bajo tierra. 2 2110 Silo 1 Troy contuvo el aliento y trató de guardar la calma mientras el médico bombeaba con la perilla de caucho. La banda hinchable se infló alrededor de su bíceps hasta pellizcarle la piel. No sabía si ralentizar la respiración y calmar el pulso afectaría a su presión sanguínea, pero sentía un fuerte deseo de impresionar al hombre de la bata blanca. Quería que sus constantes volviesen a la normalidad. Su brazo palpitó un par de veces mientras la aguja brincaba arriba y abajo y el aire salía con un siseo. —Algo más de ochenta y cinco. —La banda emitió un sonido de desgarro al soltarse. Troy se frotó el punto donde le había pellizcado la piel. —¿Eso está bien? El médico anotó algo en la hoja de su portapapeles. —Un poco bajo, pero dentro de lo normal. —Tras él, el ayudante puso una etiqueta a un recipiente lleno de orina de color gris oscuro, antes de guardarlo en un pequeño frigorífico. Troy vislumbró por un instante un sándwich a medio comer entre las muestras; ni siquiera estaba envuelto. Bajó la mirada hacia su rodilla desnuda, que sobresalía del camisón de papel azul. Tenía las piernas pálidas y más finas de lo que recordaba. Más huesudas. —Aún no puedo cerrar los puños —le dijo al médico mientras abría y cerraba la mano. —Eso es perfectamente normal. Recobrará las fuerzas. Mire hacia la luz, por favor. Troy siguió el haz brillante tratando de no parpadear. —¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto? —preguntó al doctor. —Es usted mi tercer revivido. —Bajó la linterna y le sonrió—. Yo mismo sólo llevo despierto unas pocas semanas. Puedo asegurarle que recobrará las fuerzas. Troy asintió. El ayudante del médico le dio otra pastilla y un vaso de agua. Troy titubeó. Se quedó mirando la pastillita azul que tenía en la palma de la mano. —Esta mañana dosis doble —dijo el médico—, y luego una con el desayuno y otra con la cena. No se salte el tratamiento, por favor. Troy levantó la mirada. —¿Qué pasaría si no me las tomo? El médico negó con la cabeza y frunció el ceño, pero no dijo nada. Troy se metió la pastilla en la boca y la tragó con un poco de agua. Un sabor amargo le subió por la garganta. —Uno de mis ayudantes le traerá ropa y una comida en forma líquida para ayudar a sus tripas a ponerse en movimiento. Si siente mareos o escalofríos, debe llamarme al instante. En cualquier otro caso, nos veremos dentro de seis meses. —Anotó algo más y rió para sí—. Bueno, alguien lo verá. Mi turno habrá terminado para entonces. —De acuerdo —respondió Troy con un escalofrío. El médico levantó la mirada del portapapeles. —No tiene frío, ¿verdad? Aquí la temperatura se mantiene un poco más alta de lo normal. Troy vaciló antes de responder. —No, doctor. No tengo frío. Ya no. Troy entró en el ascensor que había al final del pasillo, con las piernas todavía temblorosas, y estudió el panel de botones numerados. Las instrucciones que le habían dado incluían el camino hasta su oficina, pero apenas las recordaba. La orientación había sobrevivido prácticamente intacta a las décadas de sueño. Recordaba haber estudiado el mismo libro una vez tras otra, como miles de hombres asignados a distintos turnos, que recorrían las instalaciones antes de que los pusiesen a dormir, al igual que a las mujeres. Tenía la sensación de haber sido orientado el día antes. Eran los recuerdos más antiguos los que parecían estar esfumándose. Las puertas del ascensor se cerraron automáticamente. Su apartamento estaba en el piso treinta y siete. De eso se acordaba. Su oficina en el treinta y cuatro. Alargó el brazo hacia un botón, con la intención de dirigirse lo antes posible a su mesa, pero su mano, casi sin que se diese cuenta, se deslizó hasta la parte más alta del panel. Aún disponía de algunos minutos antes de que tuviese que estar en alguna parte y sentía el extraño impulso, o la necesidad más bien, de subir todo lo posible, de elevarse a través de la tierra que se cernía sobre él desde todos lados. El ascensor cobró vida con un zumbido y empezó a acelerar. Se produjo un estruendo al cruzarse con algo, otro ascensor o puede que el contrapeso. Los redondeados botones parpadeaban cuando pasaban por delante de un piso. Había muchísimos, setenta en total. El roce de infinitos dedos los había ido desgastando por el centro con el paso de los años. Le resultaba raro. En sus recuerdos era como si la víspera todavía estuvieran nuevos y relucientes. Y es que, en realidad, la víspera todo lo estaba. El ascensor empezó a detenerse. Troy se apoyó en las paredes, con las piernas todavía temblorosas. La puerta emitió una pequeña advertencia y se abrió. Troy parpadeó bajo las brillantes luces del pasillo. Salió del ascensor y caminó un breve trecho en dirección a una sala de la que salían numerosas voces. Las botas nuevas aún estaban un poco rígidas y el mono estándar de color gris le provocaba picores. Trató de imaginarse despertando de aquel modo nueve veces más, así de débil y desorientado. Diez turnos a razón de seis meses. Diez turnos para los que no se había presentado voluntario. Se preguntó si cada vez le resultaría más fácil o todo lo contrario. El bullicio de la cafetería remitió al entrar. Algunas cabezas se volvieron en su dirección. Lo primero en lo que se fijó fue en que su mono gris no era tan estándar. Había distintos colores en las mesas: muchos rojos, un buen número de amarillos y uno naranja. Gris, sólo el suyo. La primera comida que le habían dado, una pasta pegajosa, volvió a revolverle el estómago. No le permitían comer otra cosa hasta dentro de seis horas, lo que hacía que el olor de la comida enlatada fuese casi irresistible. Recordaba haber comido aquello mismo durante la orientación. Semanas y semanas alimentándose de la misma pasta. Ahora serían meses. Serían cientos de años. —Señor. Un joven lo saludó con la cabeza al pasar a su lado, de camino a los ascensores. Troy creyó reconocerlo, pero no podía estar seguro. Desde luego, el joven parecía haberlo reconocido a él. ¿O sería el mono gris lo que había llamado su atención? —¿Primer turno? Un caballero de mayor edad, flaco y con una corona de pelo blanco y ensortijado alrededor de su calvicie, se acercó a él. Llevaba una bandeja en las manos y sonreía. Abrió un cubo de reciclaje, metió la bandeja entera dentro y la dejó caer con estrépito. —¿Viene por las vistas? —preguntó el hombre. Troy asintió. En la cafetería sólo había hombres. Sólo hombres. Le habían explicado las razones por las que era más seguro así. Trató de recordarlas mientras el hombre con las marcas de la edad en la piel cruzaba los brazos y se plantaba frente a él. No hubo presentaciones. Troy se preguntó si los nombres carecerían de significado en aquellos turnos de seis meses. Levantó la mirada por encima de las abarrotadas mesas hacia la enorme pantalla que cubría la pared opuesta. Había una explanada repleta de escombros dispersos, cubierta por nubes de polvo y nubarrones bajos. El suelo estaba erizado de postes de metal abandonados, vestigios de tiendas y banderas que habían desaparecido hacía tiempo. Troy recordó algo pero fue incapaz de ponerle nombre. Sintió que el estómago se le encogía como un puño alrededor de la pasta y la amarga pastilla. —Éste va a ser mi segundo turno —dijo el hombre. Troy apenas lo oyó. Sus ojos humedecidos vagaban por las colinas carbonizadas, las grisáceas laderas que ascendían hacia las nubes sombrías y amenazantes. Los escombros que se veían por todas partes estaban carcomidos por el óxido. Al turno siguiente, o al otro, todo habría desaparecido. —Desde el vestíbulo la vista llega más lejos. —El hombre se volvió y abarcó la pared con un ademán. Troy sabía bien a qué sala se refería. Aquella parte del edificio le resultaba familiar de tal manera que aquel hombre no podía ni sospechar. —No, gracias —respondió con un balbuceo. Hizo un gesto para quitarse al hombre de encima—. Creo que ya he visto suficiente. Los rostros curiosos se volvieron de nuevo hacia sus bandejas y el parloteo se reanudó, salpicado de tintineos emitidos por las cucharas y tenedores al entrar en contacto con los cuencos y bandejas de metal. Troy se volvió y salió sin decir una palabra más. Dejó tras de sí aquella visión espantosa, le dio la espalda a su tácito y sobrecogedor misterio. Se apresuró tembloroso hacia el ascensor, con las rodillas débiles por algo más que su prolongado descanso. Tenía que estar solo, no quería a nadie cerca esta vez, no quería que unas manos comprensivas lo reconfortaran mientras lloraba. 3 2049 Washington D. C. Donald mantuvo la gruesa carpeta en el interior de la chaqueta mientras caminaba a paso vivo bajo la lluvia. Había optado por empaparse para cruzar la plaza en lugar de enfrentarse a su claustrofobia en los túneles. El tráfico siseaba sobre el asfalto mojado. Esperó a que se despejase un momento e, ignorando los semáforos en rojo, cruzó corriendo la calle. Frente a él resplandecían traicioneramente los peldaños de mármol del Rayburn, el edificio de oficinas de la Cámara de Representantes. Los subió fatigado y saludó al portero al entrar. En el interior, un agente de seguridad permaneció impasible a su lado mientras los ojos rojos e implacables del escáner examinaban entre pitidos los códigos de barras de su identificación. Comprobó la carpeta que le había dado Turman para asegurarse de que se mantenía seca, mientras se preguntaba por qué la gente seguía pensando que aquellas antiguallas eran más seguras que un mensaje de correo electrónico o una copia digital. Su despacho estaba un piso más arriba. Se dirigió a la escalera, que prefería a los viejos y lentos ascensores del Rayburn. Sus zapatos chirriaron sobre las baldosas del suelo al abandonar el felpudo que había al cruzar la puerta. En la escalera reinaba el revuelo de costumbre. Dos miembros del programa de becarios del Congreso pasaron a toda prisa, presumiblemente en busca de café. A la entrada del despacho de Amanda Kelly había un equipo de televisión y una joven periodista, bañada por la luz casi diurna de las cámaras. Se podía identificar a los consternados votantes y a los impacientes miembros de los lobbies por los pases de invitado que llevaban al cuello. A su vez, los dos grupos eran fáciles de distinguir entre sí. Los votantes tenían el ceño fruncido e invariablemente parecían perdidos. Los miembros de los lobbies eran los sujetos de sonrisa sibilina que caminaban por los pasillos con aire de mayor seguridad que los congresistas recién electos. Donald abrió la carpeta y fingió enfrascarse en su lectura mientras avanzaba en medio del caos, con la esperanza de evitar conversaciones. Pasó entre los cámaras de televisión y abrió la siguiente puerta, que era la de su despacho. Margaret, su secretaria, se levantó. —Señor, tiene visita. Donald recorrió la sala de espera con la mirada. Estaba vacía. Vio que la puerta de su despacho estaba entreabierta. —Lo siento, la he dejado pasar. —Margaret simuló con gestos estar cargando una caja, con las manos a la altura de la cintura y la espalda arqueada—. Le trae algo. Ha dicho que de parte del senador. Donald aplacó las preocupaciones de su secretaria con un gesto. A sus cuarenta y tantos años, Margaret era mayor que él y venía muy recomendada, pero tenía aire de conspiradora. Puede que fuese el fruto inevitable de sus muchos años de experiencia en Washington. —No pasa nada —la tranquilizó. Era interesante que, a pesar de que hubiera un centenar de senadores, dos de ellos de su propio estado, sólo a uno lo llamasen «el senador»—. Ahora me ocupo. Entretanto, necesito que me hagas sitio en la agenda. Lo ideal sería una hora o dos por la mañana. — Le mostró la carpeta—. Tengo algo que va a consumir una parte importante de mi tiempo. Margaret asintió y se sentó frente a su ordenador. Donald se encaminó hacia su despacho. —Ah, señor… Donald se volvió. La secretaria le señaló la cabeza. —Su pelo —susurró. El congresista se pasó los dedos por la cabellera, de la que salieron despedidas gotas de agua como una bandada de moscas sobresaltadas de repente. Margaret frunció el ceño y se encogió de hombros con aire de resignación. Donald, sin prestarle atención, abrió la puerta de su despacho. Suponía que se encontraría a alguien sentado frente a su mesa. Pero lo que vio fue a alguien contorsionándose debajo de ella. —¿Hola? La puerta había chocado contra algo que había en el suelo. Donald asomó la cabeza y vio una caja de gran tamaño con el dibujo de un monitor. Dirigió la mirada hacia la mesa y vio que la pantalla ya estaba montada sobre ella. —¡Ah, hola! El saludo llegó amortiguado desde el hueco de debajo de la mesa. Unas caderas esbeltas enmarcadas por una falda de espiga retrocedieron meneándose hacia él. Donald supo de quién se trataba antes de que apareciese la cabeza. Su presencia allí, sin previo aviso, le hizo sentir una punzada de culpa y de rabia. —Oye, deberías decirle a la señora de la limpieza que aspire ahí debajo de vez en cuando. —Anna se levantó y sonrió. Juntó las manos dando una palmada y se las limpió antes de ofrecerle una. Donald se la estrechó con cierto nerviosismo—. Hola, forastero. —Ya. Hola. —Las gotas de lluvia que resbalaban por sus mejillas y su cuello disimularon un repentino ataque de transpiración—. ¿Qué pasa aquí? —Rodeó la mesa para hacer un poco de espacio entre ellos. Un monitor nuevo descansaba inocentemente sobre el escritorio, con la pantalla cubierta por una película de plástico protector. —Papá ha pensado que podía hacerte falta. —Anna se metió unos rizos sueltos de color castaño detrás de la oreja. Seguía teniendo un fascinante aire de criatura élfica cuando dejaba que se le viesen las orejas de aquel modo—. Me he ofrecido a traértelo —le explicó con un encogimiento de hombros. —Oh. —Donald dejó la carpeta sobre la mesa y se acordó del boceto del edificio y de que había pensado que podía ser cosa de ella. Y ahora estaba allí. Al verse reflejado en la pantalla, reparó en el penoso estado en que le había quedado el pelo. Trató de alisárselo con la mano. —Otra cosa —continuó Anna—. El ordenador estaría mejor sobre la mesa. Sé que queda feo, pero el polvo lo va a asfixiar. Es mortal para esos trastos. —Sí, vale. Al sentarse, Donald se dio cuenta de que ya no podía ver la silla del otro lado de la mesa. Deslizó el nuevo monitor a un lado mientras Anna daba un rodeo se plantaba frente a él, con los brazos cruzados. Parecía totalmente relajada, como si se hubieran visto el día antes. —Bueno —dijo él—. Así que estás en la ciudad. —Desde la semana pasada. Iba a pasar a veros a Helen y a ti el domingo, pero he estado muy ocupada instalándome en mi apartamento. Deshaciendo cajas, ¿sabes? —Ya. —Tocó accidentalmente el ratón y el monitor se iluminó. El ordenador estaba encendido. El terror que le inspiraba el hecho de estar en la misma habitación que una antigua novia remitió lo justo para que cayese en la cuenta de la sucesión de los acontecimientos de aquel día. —Un momento. —Se volvió hacia Anna—. ¿Estabas aquí, instalando esto mientras tu padre me preguntaba si estaba interesado en el proyecto? ¿Y si lo hubiera rechazado? Anna enarcó una ceja. Donald se dio cuenta de que no era algo que se pudiera aprender. Era un talento innato en aquella familia. —Prácticamente te regaló la elección —respondió en tono monocorde. Donald alargó la mano hacia la carpeta y hojeó los folios como si estuviera barajando unas cartas. —Simplemente, me habría hecho ilusión la ficción de que tengo libre albedrío. Anna se echó a reír. Estaba a punto de alborotarse el cabello, comprendió Donald. Apartó una mano de la carpeta y se palpó el bolsillo de la chaqueta en busca del teléfono. Era como si Helen estuviera allí con él. Sintió el impulso de llamarla. —¿Al menos ha sido amable contigo? Al levantar la mirada hacia ella, vio que no se había movido. Aún tenía los brazos cruzados y no se había revuelto el pelo. No había razón alguna para sentir pánico. —¿Cómo? Oh, sí. Como en los viejos tiempos. De hecho, es como si no hubiera envejecido un solo día. —La verdad es que no envejece, ¿sabes? —Cruzó la habitación, sacó de la caja unos bloques de gomaespuma moldeada de gran tamaño y volvió a dejarlos donde estaban, haciendo mucho ruido. Donald se dio cuenta de que sus ojos comenzaban a rondar las proximidades de su falda y se obligó a apartar la mirada. —Se somete a sus nanotratamientos casi religiosamente. Empezó por lo de las rodillas. El Ejército se lo costeó durante algún tiempo. Ahora no puede pasar sin ellos. —No lo sabía —mintió Donald. Había oído rumores, claro. Era el «bótox de cuerpo entero», decía la gente. Mejor que los suplementos de testosterona. Costaba una fortuna y no era la receta de la vida eterna, pero desde luego podía aliviar los problemas del envejecimiento. Anna entornó los ojos. —Te parece mal, ¿verdad? —¿Qué? No. Supongo que está bien. Sólo que yo no lo… Un momento. ¿Por qué lo preguntas? No me digas que tú has estado… Anna puso los brazos en jarras y ladeó la cabeza. Había algo extrañamente seductor en la postura que adoptaba cuando se ponía a la defensiva, algo que difuminaba todos los años que habían pasado desde la última vez que la vio. —¿Crees que me hace falta? —preguntó. —No, no. No es eso lo que quería… —Agitó las manos en el aire—. Lo que sucede es que yo nunca lo usaría, creo. Una leve sonrisa afinó los labios de Anna. La madurez había endurecido un poco su belleza y refinado su esbelta figura, pero la ferocidad de su juventud seguía ahí. —Eso dices ahora —respondió—, pero espera a que comiencen a dolerte las articulaciones o te dé una contractura en el cuello por algo tan sencillo como volver la cabeza rápidamente. Ya veremos entonces. —Muy bien. Vale. —Donald juntó las manos dando una palmada—. Ha sido una mañana muy complicada y no creo que sea buen momento para ponernos al día. —Sí, así es. ¿Cuándo te viene mejor? —Anna entrelazó las pestañas de la caja y la empujó con el pie hacia la puerta. Rodeó la mesa por el otro lado y se detuvo detrás de él, con una mano en su silla y la otra estirada hacia el ratón. —¿Que cuándo…? Mientras él la observaba, cambió unos parámetros de la configuración y el nuevo ordenador se encendió. Donald sintió una palpitación en la entrepierna al oler su familiar perfume. El aire que había desplazado al atravesar la habitación parecía moverse todavía a su alrededor. Se parecía tanto a una caricia, a un contacto físico, que se preguntó si no estaría engañando a Helen en aquel mismo momento, mientras Anna no hacía otra cosa que ajustar valores en el panel de control de su ordenador. —Sabes cómo se usa esto, ¿no? —Deslizó el puntero del ratón de una pantalla a la otra, arrastrando una partida de solitario. —Eh… sí —Donald se removió en el asiento—. Mmm… ¿Qué querías decir con lo de que cuándo me viene mejor? Anna soltó el ratón. Fue como si hubiera levantado la mano de su muslo. —Papá quiere que me encargue de la parte de mecánica de los planos. —Hizo un ademán hacia la carpeta, como si supiese exactamente lo que contenía—. Me voy a tomar un año sabático en el MIT hasta que el proyecto de Atlanta esté en marcha. He pensado que convendría que nos reuniésemos una vez a la semana para repasar las cosas. —Oh, vaya. Bueno, ya te lo diré. Mi agenda es una verdadera locura. Cambia cada día. Se imaginaba lo que le parecería a Helen que Anna y él se viesen una vez por semana. —Podemos… ya sabes, organizar un espacio compartido en AutoCAD —sugirió—. Puedo vincularte a mi documento… —Sí, podemos hacer eso. —Y hablar por correo electrónico o por videoconferencia. Anna frunció el ceño. Donald se dio cuenta de que estaba siendo demasiado transparente. —Sí, algo así —asintió ella. Hubo un destello de desilusión en su cara cuando se volvió para recoger la caja, y Donald sintió el impulso de disculparse, pero eso sería como exponer el problema a voces: «No me fío de mí mismo cuando tú estás cerca. No vamos a ser amigos. ¿Qué coño haces aquí?». —En serio, tienes que hacer algo con el polvo. —Volvió la cabeza hacia su mesa—. De verdad, se te va a asfixiar el ordenador. —Vale. Lo haré. —Se levantó y rodeó rápidamente la mesa para acompañarla a la salida. Anna se detuvo para recoger la caja—. Yo la cojo. —No seas tonto. —Se incorporó con la gran caja apoyada entre un brazo y la cadera. Sonrió y volvió a remeterse el pelo tras la oreja. Y fue como cuando se marchaba de su dormitorio de la facultad. El mismo momento incómodo de cuando se despedía por la mañana, con la ropa arrugada de la noche anterior. —Bueno, ¿tienes mi correo electrónico? —preguntó él. —Ahora estás en las páginas azules —le recordó ella. —Cierto. —Estás estupendo, por cierto. —Y antes de que él pudiera retroceder un paso o hacer algo para defenderse, se revolvió el pelo con una sonrisa en los labios. Donald se quedó petrificado. Cuando recuperó la movilidad, algún tiempo más tarde, Anna se había marchado y lo había dejado allí, empapado de culpabilidad. 4 2110 Silo 1 Troy iba a llegar tarde. El primer día de su primer turno ya era un desastre a esas alturas y encima iba a llegar tarde. En su precipitación por salir de la cafetería, por estar solo, se había olvidado de coger el café. Ahora, mientras él hacía enormes esfuerzos por recobrar la compostura, el ascensor parecía empeñado en parar en todos los pisos para cargar y descargar pasajeros. Se pegó a una esquina mientras el ascensor volvía a detenerse y un hombre metía a empujones un carrito lleno de pesadas cajas. Otro con un cargamento de cebollas se pegó a él y permaneció a su lado durante varios pisos. Nadie hablaba. Cuando el hombre se marchó, el olor de las cebollas siguió allí. Troy se estremeció con una violenta sacudida que le recorrió la espalda y los brazos, pero no le dio importancia. Se bajó en el treinta y cuatro y trató de recordar por qué se había alterado tanto. El hueco central del ascensor daba a un pasillo estrecho que lo condujo hasta un puesto de seguridad. La distribución del piso le resultaba vagamente familiar y al mismo tiempo un poco ajeno. Resultaba inquietante fijarse en los signos de desgaste de la alfombra y en las marcas de uso del acero en el punto medio del torno giratorio, donde lo habían rozado una y otra vez los muslos a lo largo de los años. Eran unos años que no existían para Troy. Todo aquello había aparecido como por arte de magia, como los daños provocados por una noche de borrachera. El solitario guardia apartó un momento la mirada del libro que estaba leyendo y lo saludó con la cabeza. Troy apoyó la palma de la mano sobre una pantalla que parecía deslustrada a fuerza de usarla. No hubo comentarios pasajeros ni conversaciones intrascendentes, ninguna expectativa de entablar una relación duradera. La luz que había sobre la consola parpadeó en verde una vez, el torno emitió un nítido chasquido y Troy se llevó unas moléculas más de la barra giratoria al empujarla con el muslo. Se detuvo al llegar al final del pasillo y sacó sus órdenes del bolsillo del pecho. El médico había escrito una nota en el reverso. Les dio la vuelta para orientar el pequeño mapa en la dirección correcta. Estaba bastante seguro de recordar el camino, pero los recuerdos aparecían y desaparecían de su cabeza por momentos. Las líneas rojas del mapa le recordaban a unos planes de evacuación de incendios que había visto en las paredes de otro lugar. La ruta que debía seguir lo llevó frente a una hilera de pequeñas oficinas. El traqueteo de los teclados, las voces de las personas, el campanilleo de los teléfonos… Los sonidos del trabajo hicieron que se sintiera fatigado de pronto. Y provocaron además que despertara en su interior una sensación de inseguridad por haber aceptado un trabajo que seguramente no sería capaz de desempeñar. —¿Troy? Se detuvo y devolvió la mirada al hombre que se encontraba en el umbral de una puerta frente a la que acababa de pasar. Una rápida ojeada a su mapa le confirmó que había estado a punto de pasar de largo su despacho. —Soy yo. Merriman. —El hombre no le ofreció la mano—. Llegas tarde. Entra. Se volvió y desapareció en la oficina. Troy lo siguió con las piernas entumecidas tras la larga caminata. El hombre le era conocido, o eso creía. No recordaba si lo había conocido durante la orientación o en otro momento. —Siento el retraso —comenzó a disculparse—. Me he equivocado de ascensor y… Merriman levantó una mano. —No pasa nada. ¿Necesitas beber algo? —Me han dado de comer. —Claro. —Merriman cogió un termo de su mesa, cuyo contenido era de un color azul brillante, y le dio un trago. Troy recordaba que aquello tenía un sabor desagradable. El otro hombre, mayor que él, chasqueó los labios y exhaló un suspiro mientras volvía a dejar el termo sobre la mesa. —Esta cosa es un asco —dijo. —Sí. —Troy recorrió con la mirada la oficina, su puesto de trabajo durante los próximos seis meses. El lugar, supuso, habría envejecido bastante. Y Merriman. No era fácil decir si había encanecido en seis meses, pero al menos había mantenido el lugar en orden. Decidió que haría extensiva la misma cortesía a su sucesor. —¿Recuerdas la charla informativa? —Merriman apiló algunas carpetas sobre su mesa. —Como si la hubiera recibido ayer. Merriman lo miró con una pequeña sonrisa en el rostro. —Bien. Pues no ha pasado nada emocionante durante los últimos meses. Tuvimos algunos problemas mecánicos cuando comencé mi turno, pero los solventamos. Hay un tío llamado Jones que te será útil. Lleva unas semanas despierto y es bastante más listo que el anterior. Para mí ha sido una bendición de Dios. Trabaja en la central eléctrica de la sesenta y ocho, pero es un manitas. Puede reparar cualquier cosa. Troy asintió. —Jones. Entendido. —Muy bien. Bueno, te he dejado unas notas en estas carpetas. A algunos trabajadores ha habido que ponerlos en congelación profunda, porque ya no eran aptos para otro turno. —Lo miró con expresión seria—. No te lo tomes a broma. Aquí hay muchos que preferirían seguir durmiendo a trabajar. No recurras a la congelación profunda salvo que estés seguro de que no pueden con ello. —No lo haré. —Bien. —Merriman asintió—. Espero que tengas un turno tranquilo. Me voy corriendo antes de que esto haga efecto. —Tomó un trago largo y Troy, al verlo, sintió una oleada de empatía. Merriman le dio unas palmaditas en el hombro y luego, mientras se encaminaba a la salida, alargó la mano hacia el interruptor de la luz. En el último instante se detuvo, miró hacia atrás, asintió y se marchó. Y Troy se quedó al mando. —¡Eh, espera! —Recorrió la oficina con la mirada una vez y salió corriendo tras Merriman, que ya se encontraba al final del pasillo, cerca de la puerta de seguridad. Troy aceleró para alcanzarlo. —¿Te has dejado las luces encendidas? —preguntó Merriman. Troy se volvió. —Sí, pero… —Buenas costumbres —dijo Merriman. Sacudió el termo—. Adóptalas. Un hombre entrado en carnes salió precipitadamente de su despacho y trotó con ciertas dificultades para alcanzarlos. —¡Merriman! ¿Ha terminado tu turno? Los dos compartieron un cálido apretón de manos. Merriman sonrió y asintió. —Sí. Troy, aquí presente, me sustituye. El hombre se encogió de hombros y no se presentó. —A mí me toca dentro de dos semanas —dijo, como si eso justificara su indiferencia. —Mira, llego tarde —se excusó Merriman mientras dirigía una rápida mirada a Troy con un atisbo de culpabilidad. Dejó el termo en manos de su amigo—. Ten, puedes quedarte el resto. —Se volvió y Troy lo siguió. —¡No, gracias! —exclamó el hombre con una carcajada mientras agitaba el termo en el aire. Merriman miró a Troy de soslayo. —Lo siento, ¿tienes alguna pregunta? —Traspasó el torno, seguido por Troy. El guardia no apartó la mirada de la tableta. —Unas cuantas, sí. ¿Te importa si te acompaño? En la orientación me quedé un poco… rezagado. Mi ascenso fue algo repentino. Querría que me aclararas algunas cosas. —Oye, no puedo impedírtelo. Ahora eres tú el que manda. —Merriman pulsó el botón de llamada del ascensor. —A ver, entonces… Básicamente, ¿estoy aquí por si algo va mal? La puerta del elevador se abrió. Merriman se volvió y observó a Troy con los ojos entornados, como si estuviera tratando de valorar si lo decía en serio. —Tu trabajo consiste en asegurarte de que nada va mal. —Entraron los dos en el ascensor, que salió disparado hacia abajo. —Vale. Claro. A eso me refería. —Has leído la Orden, ¿no? Troy asintió. «Pero no para este trabajo», le habría gustado decir. Había estudiado para dirigir un simple silo, no para ser el que los supervisara todos. —Pues limítate a seguir el guión. De vez en cuando recibirás preguntas de los demás silos. Yo he descubierto que lo mejor es decir lo menos posible. Mantenerse callado y escuchar. Ten siempre presente que la mayoría de ellos son supervivientes de segunda y tercera generación, así que su vocabulario ya es un poco diferente. En la carpeta tienes una chuleta y una lista de palabras prohibidas. Troy sintió un instante de mareo y estuvo a punto de caer al suelo a consecuencia del incremento de masa provocado por el ascensor al frenar. Seguía estando increíblemente débil. La puerta se abrió. Siguió a Merriman por un pasillo corto, el mismo por el que había llegado él horas antes. El médico y su ayudante esperaban en la sala siguiente, preparando un goteo. El médico dirigió a Troy una mirada llena de curiosidad, como si no esperase verlo tan pronto… o incluso volver a verlo alguna vez. —¿Se ha terminado la última cena? —preguntó el doctor mientras indicaba a Merriman que tomase asiento en un banquillo. —Hasta la última y repulsiva gota. —Merriman se desabrochó la parte superior del mono y dejó que cayese sobre su cintura. Se sentó y extendió una mano con la palma hacia arriba. Troy vio lo pálida que tenía la piel y se fijó en una maraña de líneas moradas que la recorrían más allá del codo. Trató de no mirar cómo penetraba la aguja. —Voy a repetir lo que ya figura en mis notas —le dijo Merriman—, pero te conviene ir a ver a Victor a la oficina psiquiátrica. Está justo al otro lado del pasillo. Están pasando algunas cosas raras en algunos de los silos, más fracturas de las que esperábamos. Procura dejar ese tema resuelto para tu sucesor. Troy asintió. —Tenemos que llevarlo a la cámara —dijo el médico. Su joven ayudante estaba de pie a su lado, con un camisón de papel en las manos. El proceso entero transmitía una sensación de familiaridad. El médico se volvió hacia Troy como si fuese una mancha que había que limpiar. Troy salió por la puerta y desvió la mirada hacia la zona de congelación profunda, pasillo adelante. Allí dormían las mujeres y los niños, junto con los hombres que no eran capaces de soportar los turnos. —¿Le importa si…? —Sentía una atracción muy real procedente de allí. Tanto Merriman como el médico fruncieron el ceño. —No me parece muy buena idea… —comenzó a decir el médico. —Yo no lo haría —le advirtió Merriman—. Visité el lugar unas cuantas veces durante las primeras semanas. Es un error. Déjalo. Troy no apartó la mirada del pasillo. De todos modos, tampoco sabía muy bien lo que iba a encontrar allí. —Limítate a dejar que pasen los seis meses —continuó Merriman—. Lo harán muy deprisa. Aquí todo pasa muy deprisa. Troy asintió. El médico lo invitó a marcharse con la mirada mientras Merriman comenzaba a desatarse las botas. Troy se volvió, lanzó un vistazo a la gruesa puerta que había al final del pasillo y finalmente echó a andar en dirección a los ascensores. Esperaba que Merriman tuviese razón. Mientras pulsaba el botón de llamada trató de imaginar que su turno entero pasaba volando. Y luego el siguiente. Y el siguiente. Hasta que aquella locura hubiera llegado al final de su curso, no tenía mucho sentido pensar en lo que vendría después. 5 2049 Washington D. C. El tiempo pasaba deprisa para Donald Keene. Transcurrió otro día, luego otra semana, y a él seguía faltándole tiempo. Parecía que acababa de salir el sol cuando levantó la mirada y se dio cuenta de que eran más de las once de la noche. «Helen». Sintió un momento de pánico mientras buscaba el teléfono con manos nerviosas. Le había prometido a su mujer que la llamaría siempre antes de las once. Sintió un acaloramiento fruto de la culpabilidad alrededor del cuello. Se la imaginó sentada, con la mirada clavada en el teléfono, esperando y esperando. Su mujer respondió al primer tono. —Ya era hora —dijo con voz baja y soñolienta, y una entonación que revelaba más alivio que indignación. —Cielo… Dios, lo siento muchísimo, he perdido por completo la noción del tiempo. —No pasa nada, cariño. —Su mujer bostezó y Donald tuvo que combatir el contagioso impulso de hacer lo mismo—. ¿Has redactado alguna buena ley? Donald se echó a reír mientras se frotaba la cara. —No me dejan hacer eso. Aún no. Más que nada, lo que me tiene ocupado es un pequeño proyecto del senador… Se calló. Había pasado toda la semana rumiando el mejor modo de contárselo y tratando de decidir qué partes debía contarle y qué partes convenía mantener en secreto. Miró de reojo el nuevo monitor que había sobre su mesa. De algún modo, el perfume de Anna perduraba aún en el aire una semana más tarde. La voz de Helen subió ligeramente de intensidad. —¿Ah, sí? Podía imaginársela con toda nitidez: en camisón, con el lado de la cama de él inmaculado y un vaso de agua en la mesita de noche. La echaba terriblemente de menos. La culpabilidad que sentía, a pesar de que era inocente, intensificaba ese sentimiento. —¿Qué quiere que hagas? Algo legal, espero. —¿Cómo? Pues claro que es legal. Es… En realidad es un trabajo de arquitectura. —Se inclinó hacia adelante para apurar el dedo de dorado escocés que aún quedaba en el vaso—. Para serte sincero, se me había olvidado lo mucho que me gusta este tipo de trabajo. Creo que habría sido un arquitecto aceptable si hubiera seguido con ello. —Tomó un ardiente trago y miró los monitores, que se habían apagado para proteger las pantallas. Se moría de ganas de continuar. Todo se esfumaba, desaparecía por completo, cuando se enfrascaba en el dibujo. —Cariño, no creo que los contribuyentes te enviaran a Washington para diseñarle un nuevo cuarto de baño al senador. Donald sonrió y se terminó la copa. Podía imaginarse perfectamente la sonrisa de su esposa al otro lado de la línea. Volvió a dejar el vaso encima de la mesa y apoyó los pies sobre ella. —No es eso —dijo—. Se trata de los planos de una instalación que están construyendo a las afueras de Atlanta. O de una pequeña parte, en realidad. Pero si no lo hago bien, el proyecto entero podría venirse abajo. Observó la carpeta abierta que había sobre su mesa. Su esposa soltó una risa soñolienta. —¿Por qué han tenido que pedirte que hagas algo así? —preguntó—. Si tan importante es, ¿por qué no se lo encargan a alguien que sepa lo que se hace? Donald se echó a reír con fingida indignación, a pesar de que estaba totalmente de acuerdo. No podía quitarse de encima la sensación de que era víctima de la costumbre de Washington de asignar trabajos a gente que no estaba preparada para ellos, como los contribuyentes a las campañas que acababan convertidos en embajadores. —Lo cierto es que se me da bastante bien —dijo a su mujer—. Comienzo a pensar que valgo más como arquitecto que como congresista. —Seguro que eres un genio en ello. —Su esposa volvió a bostezar—. Pero si querías ser arquitecto podrías haberte quedado en casa. Aquí también podrías trabajar hasta tarde. —Ya, lo sé. —Donald recordaba las discusiones que habían tenido cuando estaba pensando si debía presentarse al cargo, sobre cómo podía afectar eso a su relación. Y ahora estaba trabajando fuera de casa haciendo la misma cosa que había renunciado a hacer—. Creo que es algo que tenemos que pasar el primer año —dijo—. Considéralo una especie de beca. Luego mejora. Además, creo que es buena señal que me haya elegido para este trabajo. Para él, Atlanta es una especie de proyecto familiar, algo que quiere mantener dentro de casa. De hecho, se ha fijado en parte del trabajo que hice en… —Un proyecto familiar. —Bueno, no en sentido literal, sino más bien… —No era así como quería decírselo. Es lo que pasaba por postergarlo, por esperar hasta estar cansado y un poco achispado. —¿Por eso estás trabajando hasta tarde? ¿Por eso me llamas después de las diez? —Cielo, he perdido la noción del tiempo. Estaba en el ordenador. — Miró el vaso y vio que aún contenía unas gotas, apenas el dorado residuo que había resbalado por las paredes de cristal después del último trago—. Es una buena noticia para nosotros. Gracias a esto, podré volver a casa temprano más días. Estoy seguro de que necesitarán que vaya a ver las obras, que despache con los capataces… —Sería una buena noticia, sí. La perra te echa de menos. Donald sonrió. —Seguro que tú también. —Ya sabes que sí. —Bien. —Removió el vaso para reunir las últimas gotas y lo apuró—. Y escucha, sé cómo te va a hacer sentir esto, y te aseguro que es algo que escapa a mi control, pero la hija del senador está trabajando conmigo en el proyecto. Y Mick Webb. ¿Te acuerdas de él? Un silencio helado. Y entonces: —Me acuerdo de la hija del senador. Donald se aclaró la garganta. —Sí, bueno, Mick se encarga de tareas administrativas. Ya sabes, comprar los terrenos, tratar con los contratistas… Al fin y al cabo, es prácticamente su distrito. Y ya sabes que ninguno de los dos estaría donde está si el senador no nos hubiera dado un empujoncito… —Lo que sé es que habías salido con ella. Y que flirteaba contigo incluso cuando yo estaba delante. Donald se echó a reír. —¿Lo dices en serio? ¿Anna Turman? Vamos, cielo, eso fue hace una eternidad… —De todos modos, pensaba que ibas a pasar más tiempo en casa. Al menos los fines de semana. —Oyó que su mujer suspiraba lentamente—. Mira, es tarde. ¿Por qué no dormimos un poco? Ya hablaremos de ello mañana. —Vale. Sí, claro. Y, cariño… Su mujer esperó en silencio. —Nada se va a interponer entre nosotros, ¿vale? Ésta es una enorme oportunidad para mí. Y algo que se me da muy bien. Había olvidado de lo bien que se me da. Hubo una pausa. —Se te dan bien muchas cosas —dijo su esposa—. Eres un buen marido y sé que serás un buen congresista. Lo que pasa es que no me fío de la gente de la que te estás rodeando. —Pero sabes que no habría llegado hasta aquí sin él. —Lo sé. —Mira, tendré cuidado. Te lo prometo. —Vale, hablaremos mañana. Que duermas bien. Te quiero. Colgó, y Donald, al mirar el teléfono, vio que tenía una docena de mensajes. Decidió ignorarlos hasta la mañana siguiente. Movió el ratón para encender los monitores. Ellos podían permitirse el lujo de echarse una siestecita, pero él no. En medio de la nueva pantalla se veía el plano esquemático de un apartamento. Donald amplió el zoom y el apartamento disminuyó de tamaño y a su lado apareció un pasillo y luego docenas de aposentos con la misma forma triangular. Las especificaciones del edificio describían un búnker capaz de albergar a diez mil personas durante al menos un año: una sobresaturación total. Donald había abordado la tarea como si fuese cualquier otro proyecto de diseño. Se imaginó allí, tras un vertido tóxico, una fuga u otro tipo de accidente nuclear, un ataque terrorista o cualquier otra circunstancia capaz de obligar a los trabajadores a refugiarse bajo tierra, donde tendrían que permanecer durante semanas o meses hasta que descontaminasen la zona. La vista siguió retrocediendo hasta que aparecieron otros pisos por encima y por debajo, plantas vacías que más adelante rellenaría con almacenes, pasillos y más apartamentos. Había reservado algunos de ellos para que Anna incluyese las zonas de mecánica… —¿Donny? La puerta se abrió antes de que oyese pronunciar su nombre. Donald movió el brazo tan violentamente debido al sobresalto que el ratón resbaló sobre la alfombrilla y se alejó rodando por la mesa. Enderezó la espalda, asomó la cabeza por encima de los monitores y vio que Mick Webb le sonreía desde la puerta. Tenía la chaqueta bajo el brazo, la corbata floja y un rastro de barba cobriza sobre la piel morena. Se echó a reír al ver la expresión atribulada de Donald y se acercó cruzando la habitación. Donald buscó el ratón a tientas y minimizó rápidamente la ventana del AutoCAD. —Mierda, tío, no habrás empezado a operar en bolsa, ¿verdad? —¿Operar en bolsa? —Donald se reclinó en el asiento. —Sí. ¿A qué viene el nuevo equipo? —Mick rodeó la mesa y apoyó un brazo en el respaldo de su silla. Una partida abandonada de FreeCell esperaba acusadoramente en la menor de las dos pantallas. —Ah, el monitor nuevo. —Donald minimizó la partida y se volvió en la silla—. Me gusta tener varios programas abiertos a la vez. —Ya veo —ironizó Mick mientras señalaba con un ademán los monitores vacíos y los florecidos cerezos del monumento a Jefferson del salvapantallas. Donald se echó a reír y se frotó la cara. Podía sentir su propia barba incipiente y se había olvidado de cenar. El proyecto sólo llevaba una semana en marcha y ya estaba hecho unos zorros. —Salgo a tomar una copa —le dijo Mick—. ¿Quieres venir? —Lo siento. Todavía tengo trabajo aquí. Mick le apretó el hombro con tanta fuerza que le hizo daño. —Siento tener que ser yo el que te lo diga, colega, pero vas a tener que empezar otra vez. Cuando entierras un as de ese modo, luego no hay vuelta atrás. Venga, vamos a tomar una copa. —En serio, no puedo. —Donald se zafó de la mano de su amigo y se volvió hacia él—. Estoy trabajando en los planos de Atlanta. En teoría, no puedo dejar que los vea nadie. Es alto secreto. Para subrayar su afirmación, alargó el brazo y cerró la carpeta que había sobre su mesa. El senador le había dicho que no debían escatimar precauciones para proteger el proyecto. —Ohhh. Alto secreto. —Mick agitó las dos manos en el aire—. Yo trabajo en el mismo proyecto, cretino. —Hizo un ademán en dirección al monitor—. ¿Y te encargan los planos a ti? ¿Cómo es posible? Si yo saqué mejores notas. —Se inclinó sobre la mesa y examinó la barra de tareas—. ¿AutoCAD? Mola. Venga, déjame verlo. —Qué más quisieras. —Venga, coño. No seas crío. Donald se echó a reír. —Mira, ni siquiera la gente de mi equipo va a ver los planos enteros. Y yo tampoco. —Eso es absurdo. —No, es como se hacen las cosas en el gobierno. ¿Acaso me ves a mí espiando tu trabajo? Mick obvió el comentario con un ademán. —Lo que tú digas. Coge el abrigo. Vámonos. —Vale, de acuerdo. —Se dio unas palmadas en las mejillas tratando de despejarse—. Trabajaré mejor por la mañana. —Mañana es sábado. Turman debe de quererte mucho. —Eso espero. Dame un par de minutos para cerrar esto. Mick volvió a reírse. —Adelante. No estoy mirando. —Se dirigió a la puerta mientras Donald guardaba el trabajo. Cuando Donald se levantaba de la silla para marcharse, sonó su teléfono. Su secretaria ya no estaba, así que era alguien que tenía su línea directa. Donald alargó la mano hacia el aparato mientras levantaba un dedo en dirección a Mick. —Helen… Alguien se aclaró la garganta al otro lado. Una voz profunda y ronca se disculpó: —No, lo siento. —Oh. —Donald miró de reojo a Mick, que estaba dando unos golpecitos con el índice a su reloj para que se diera prisa—. Hola, señor. —¿Vais a salir, chicos? —preguntó el senador Turman. Donald se volvió hacia la ventana. —¿Perdone? —Mick y tú. Es viernes por la noche. ¿Vais a ir a la ciudad? —Eh… Sólo a tomar una copa, señor. Lo que Donald quería saber era cómo demonios se había enterado el senador de que Mick estaba allí. —Bien. Dile a Mick que quiero verlo el lunes a primera hora de la mañana. En mi despacho. Y a ti. Tenemos que organizar vuestra primera visita al lugar de la obra. —Oh. De acuerdo. Donald esperó, sin saber si había algo más. —Vais a colaborar muy estrechamente en el proyecto. —Bien. Claro. —Como hablamos la semana pasada, no hay ninguna necesidad de que comentes detalles con otros miembros del proyecto. Y lo mismo va por Mick. —Sí, señor. Desde luego. Recuerdo la conversación. —Excelente. Que os lo paséis bien, chicos. Ah, y si Mick comienza a irse de la lengua, tienes mi permiso para liquidarlo allí mismo. Hubo un momento de silencio, seguido por la risa vigorosa de un hombre cuyos pulmones parecían mucho más jóvenes de lo que eran en realidad. —Ah. —Donald observó a Mick, que había destapado una botella para olfatear su contenido—. Muy bien, señor. Pierda cuidado, lo haré. —Excelente. Nos vemos el lunes. El senador colgó bruscamente. Mientras Donald dejaba el auricular sobre el aparato e iba a coger el abrigo, su nuevo monitor permaneció mudo sobre la mesa, observándolo impasible. 6 2110 Silo 1 La desgastada bandeja de plástico de Troy avanzaba por la línea que había detrás de una plancha de cristal cubierta de salpicaduras. Una vez escaneada su placa, una ración medida de judías en lata salió de un tubo y acabó formando una humeante pirámide sobre su plato. Un trozo de pavo perfectamente redondeado, con los contornos de la lata que lo contenía aún visibles, cayó con un sonido blando del siguiente tubo. El final de la línea soltó una masa de puré de patatas, como un escupitajo expelido por la cerbatana de un niño. Lo siguió un chorro de salsa con un ruido que hacía perder el apetito. Tras la fila de comensales permanecía de pie un hombre voluminoso vestido con un mono blanco, con las manos agarradas detrás de la espalda. No parecía interesado en la comida. Toda su atención estaba concentrada en los trabajadores que se alineaban para recibirla. Cuando la bandeja de Troy llegó al final, un joven con un mono verde claro, que seguramente no superaría los treinta años, colocó unos cubiertos y una servilleta junto al plato. Un vaso de agua procedente de una bandeja repleta de otros idénticos se incorporó al conjunto. El último paso fue como una especie de apretón de manos ritual, que Troy recordaba bien tras los meses de orientación: le entregó un vasito de plástico con una pastilla en el fondo, una forma azul y borrosa que apenas resultaba visible a través del plástico transparente. Troy avanzó arrastrando los pies. —Hola, señor. Una sonrisa joven. Dientes perfectos. Todo el mundo lo llamaba señor, incluso gente mucho mayor que él. Siempre resultaba desconcertante, con independencia de la procedencia. La pastilla traqueteó en el fondo del vaso de plástico. Troy lo cogió y se la echó a la boca. Se la tragó de golpe y levantó la bandeja para no retrasar a los que lo seguían. Mientras buscaba un asiento reparó en que el hombretón del mono blanco lo estaba observando. Todo el mundo parecía pensar que Troy estaba al mando, pero él no se dejaba engañar. No era más que otra persona que hacía su trabajo, que seguía un guión preestablecido. Encontró un sitio vacío frente a la pantalla. Al contrario que aquel primer día, la imagen del arrasado mundo exterior ya no lo alteraba. Se había vuelto extrañamente reconfortante. Le provocaba un dolor apagado en el pecho, pero al menos eso se parecía un poco a sentir algo. Un bocado de puré de patatas con salsa se llevó el regusto de la pastilla. El agua nunca lo conseguía, nunca lograba quitarle el amargor de la boca. Mientras masticaba metódicamente, contempló cómo se ponía el sol en la primera semana de su primer turno. Sólo le faltaban otras veinticinco. Dicho así parecía mucho menos que medio año. Un anciano de mono azul y cabello ralo tuvo la amabilidad de sentarse en diagonal frente a él para no taparle la vista. Troy lo reconoció. Habían hablado una vez junto a la unidad de reciclaje. Cuando levantó la mirada, lo saludó con la cabeza. En la cafetería reinaba un agradable runrún mientras comían. Las escasas conversaciones subían y bajaban de volumen. El plástico, el vidrio y el metal interpretaban una pieza carente de ritmo. Troy dirigió los ojos hacia la imagen del exterior y tuvo la sensación de que había algo que debía saber, algo que siempre olvidaba. Cada mañana, al despertar, vislumbraba unas formas familiares en el borde de su campo de visión, pero para la hora del desayuno ya empezaban a desvanecerse. Y al llegar la de la cena, las había perdido del todo. Esto lo dejaba sumido en una especie de tristeza, una sensación fría que era como tener el estómago vacío, aunque de un modo distinto al hambre, como los días de lluvia cuando era niño y no sabía en qué ocupar el tiempo. El anciano que se había sentado a su mesa se le acercó un poco y se aclaró la garganta. —¿Van bien las cosas? —preguntó. A Troy le recordaba a alguien. La piel recubierta de manchas colgaba flácida alrededor de un rostro ajado. Tenía la papada caída, un pliegue de carne de aspecto desagradable que le colgaba de la nuez. —¿Las cosas? —repitió Troy devolviéndole la sonrisa. —Todo, supongo. Sólo era una pregunta. Me llaman Hal. —El anciano levantó el vaso. Troy hizo lo mismo. Era el equivalente a un apretón de manos. —Troy —dijo. Suponía que a algunas personas aún les importaban los nombres. Hal tomó un trago largo de su vaso. Su cuello se hinchó mientras engullía ruidosamente. Troy, cohibido, dio un pequeño trago y tomó un bocado de judías y pavo. —Me he fijado en que hay gente que se sienta de cara y gente que lo hace de espaldas. —Hal señaló con el pulgar por encima de su hombro. Troy dirigió la mirada hacia la pantalla. Masticó su comida sin decir nada. —Supongo que los que se sientan y miran intentan recordar algo — especuló Hal. Troy tragó y se obligó a sí mismo a encogerse de hombros. —En cuanto a los que no miramos —continuó Hal—, supongo que intentamos no recordar. Troy sabía que no debería estar manteniendo aquella conversación, pero ahora que había empezado, quería saber adónde lo llevaba. —Son sólo las cosas malas —prosiguió Hal mientras desviaba los ojos hacia los ascensores—. ¿Se ha dado cuenta? Sólo desaparecen las cosas malas. Las menudencias las recordamos perfectamente. Troy no dijo nada. Removió las judías, a pesar de que no tenía la intención de comérselas. —Eso hace que te plantees algunas cosas, ¿no? Como por ejemplo: ¿por qué nos sentimos todos tan podridos por dentro? Hal se terminó la comida, se despidió con un silencioso asentimiento con la cabeza y se levantó para marcharse. Troy se quedó solo. Sin darse cuenta, se encontró mirando fijamente la pantalla, sumido en un dolor sordo que era incapaz de identificar. Era la hora exacta de la tarde en la que empezaban a desaparecer las colinas, a oscurecerse y fundirse con el cielo rebosante de estrellas. 7 2049 Washington D. C. Donald se alegraba de haber tomado la decisión de ir andando a la reunión con el senador. Las lluvias de la semana pasada habían remitido al fin y el tráfico en DuPont Circle estaba embotellado. Mientras avanzaba por la avenida Connecticut, ligeramente encorvado para protegerse del viento helado, se preguntó por qué habría decidido organizar la reunión precisamente en Kramerbooks. Había una docena de cafeterías mucho mejores cerca de la oficina. Cruzó una calle lateral y subió a paso vivo el corto tramo de escalones de piedra de la entrada de la librería. La puerta principal de Kramerbooks era una de ésas de madera que los establecimientos antiguos exhibían con cierta presunción, como un testimonio de su capacidad de resistencia. Al abrirla, los goznes chirriaron y las campanillas del techo tintinearon, y una joven que estaba ordenando libros en la mesa de los más vendidos, en el centro del establecimiento, levantó la mirada y lo saludó. La cafetería, comprobó Donald, estaba repleta de hombres y mujeres en traje de chaqueta que bebían a pequeños sorbos de tazas de porcelana blanca. No había ni rastro del senador. Donald sacó el teléfono para comprobar si había llegado demasiado pronto, pero en ese momento reparó en un agente del servicio secreto. El fornido individuo se encontraba de pie cerca de un pasillo, junto al pequeño rincón de la librería que habían habilitado como cafetería. Donald se rió por lo bajo al constatar lo sospechosamente evidente de su condición: el auricular, el bulto a la altura de las costillas y las inevitables gafas de sol puestas, a pesar de que se encontraba dentro del establecimiento. Al aproximarse a él, los tablones del suelo evidenciaron su avanzada edad con sus gemidos. El agente desvió la mirada en su dirección, aunque no era fácil saber si lo observaba a él o la puerta principal. —Estoy aquí para ver al senador Turman —dijo Donald con voz ligeramente temblorosa—. Tengo una cita. El agente movió la cabeza hacia un lado. Donald siguió el gesto y vio a Turman al final de un pasillo, hojeando libros. —Ah, gracias. —Se internó entre las enormes estanterías de viejos volúmenes, donde la luz se atenuaba un poco y una mezcla de moho y cuero reemplazaba el olor del café. —¿Qué te parece éste? El senador Turman levantó un libro al ver que Donald se acercaba. Sin más saludos, sólo aquella pregunta. Donald leyó el título, grabado en letras doradas sobre una gruesa tapa de cuero. —No lo conozco —admitió. El senador Turman se echó a reír. —Pues claro. Tiene más de cien años. Y está en francés. Me refería a la encuadernación. Le entregó el libro. A Donald le sorprendió su peso. Lo abrió ligeramente y pasó algunas páginas. Parecía un libro de derecho, tenía su mismo peso e idéntica densidad, pero los espacios en blanco entre los diálogos evidenciaban que se trataba de una novela. Al pasar las páginas le llamó la atención su extremada delgadez. Estaban cosidas al lomo con finísimos hilos de color azul y dorado. Tenía amigos que aún preferían los antiguos libros impresos en papel, y no como elementos decorativos, sino para leerlos. Al estudiar el que tenía entre las manos, Donald pudo entender su nostálgico afecto. —Es extraordinaria —respondió mientras lo acariciaba con las yemas de los dedos—. Es un libro muy hermoso. —Le devolvió la novela al senador—. ¿Así es como elige los libros que compra? ¿Por su aspecto exterior? Turman se guardó el libro bajo el brazo y sacó otro. —Sólo es una muestra para otro proyecto en el que estoy trabajando. — Se volvió hacia Donald y lo observó con ojos entornados. Donald se sintió incómodo bajo aquella mirada. Lo hizo sentir como una presa—. ¿Cómo le va a tu hermana? —preguntó el senador. La pregunta lo cogió desprevenido. Se le hizo un nudo en la garganta. —¿A Charlotte? Le… le va bien, supongo. La han cambiado de destino. Seguro que ya lo sabía. —Sí. —Turman volvió a dejar el libro donde estaba y sopesó el que había recibido las alabanzas de Donald—. Me enorgulleció que se reenganchara. Es un orgullo para todo el país. Donald pensó en lo que podía costarle a una familia el orgullo de un país. —Sí —dijo—. Es decir, sé que mis padres estaban deseando que se quedase en casa, pero tuvo problemas para adaptarse al ritmo de vida de aquí… Lo cierto es que no creo que sea capaz de relajarse de verdad hasta que termine la guerra, ¿sabe? —Sí. Y puede que ni siquiera entonces. No era ésa la respuesta que Donald quería oír. Vio que el senador pasaba los dedos por un recargado lomo, repleto de protuberancias y letras en bajorrelieve. Los ojos del anciano parecían clavados en algo que había más allá de los libros. —Puedo hacerle llegar un mensaje, si quieres —dijo—. A veces, lo único que necesita un soldado es saber que no tiene nada de malo ver a alguien. —Si se refiere a un psicólogo, no lo aceptará. —Donald recordaba bien los cambios que había experimentado su hermana durante la época en que había acudido a terapia—. Ya lo hemos intentado. Turman apretó los labios, que formaron una línea fina rodeada de arrugas. Su preocupación revelaba signos ocultos de su edad. —Hablaré con ella. Estoy bastante familiarizado con el orgullo propio de la juventud, te lo aseguro. A su edad yo tenía la misma actitud. Creía que no necesitaba ayuda, que podía resolverlo todo yo solo. —Se volvió hacia Donald—. El ejército ha hecho grandes progresos. Ahora tienen pastillas que pueden ayudar a los soldados con la fatiga de guerra. Donald negó con la cabeza. —No. Las probó durante algún tiempo. Hacían que se le olvidasen las cosas. Y le provocaban… —Titubeó. No quería hablar de ello—… un tic. Había estado a punto de decir «temblores», pero sonaba demasiado dramático. Y aunque agradecía la preocupación del senador —que se comportaba como si fuese miembro de la familia— no se sentía cómodo hablando de los problemas de su hermana. Se acordaba de la última discusión que habían tenido sobre las fotografías que Helen y él habían sacado en México. Le preguntó a Charlotte si se acordaba del viaje que habían hecho de niños a Cozumel, y ella había insistido en que nunca habían estado allí. La discusión había degenerado en pelea y Donald había mentido al decir que sus lágrimas eran de frustración. Parte de la vida de su hermana había desaparecido, borrada por completo, y los médicos sólo habían podido explicarlo diciendo que debía de ser algo que ella prefería olvidar. ¿Y qué podía haber de malo en ello? Turman le puso una mano en el hombro. —Confía en mí —dijo en voz baja—. Hablaré con ella. Sé por lo que está pasando. Donald inclinó la cabeza. —Sí. Muy bien. Se lo agradezco. —Estuvo a punto de añadir que no serviría de nada y que posiblemente sería contraproducente, pero la verdad es que era un gesto de agradecer. Y provenía de alguien a quien su hermana admiraba, y no de su familia. —Y oye, Donny, pilota drones. —Turman lo estudió evaluando su preocupación—. Tampoco es que corra peligro físico. Donald acarició el lomo de uno de los libros de la estantería. —No, físico no. Guardaron silencio un momento y Donald exhaló con fuerza. Desde donde estaban se oían las conversaciones procedentes de la cafetería, el tintineo de una cuchara que removía el azúcar de una taza, los ruidos de las campanillas en la vieja puerta de madera, los siseos de la leche en ebullición. Había visto videos de lo que hacía Charlotte, imágenes grabadas por los drones y luego por los misiles que aquellos guiaban hasta sus objetivos. Su calidad era extraordinaria. Podías ver cómo los objetivos se volvían hacia el cielo con expresión de sorpresa, podías presenciar el último momento de su vida, podías repasar la grabación fotograma a fotograma para determinar — después del hecho— si se trataba del hombre al que buscabas o no. Sabía lo que hacía su hermana y con lo que tenía que lidiar. —Antes he hablado con Mick —comentó Turman. Parecía haberse dado cuenta de que había tocado un tema muy delicado—. Os voy a mandar a Atlanta para supervisar cómo marcha la excavación. Donald volvió a la realidad al instante. —Claro. Sí, estará bien verlo de primera mano. La semana pasada avancé mucho con los planos. Estoy empezando a asimilar las dimensiones del proyecto. Se da cuenta de la profundidad que tiene, ¿no? —Por eso están excavando ya los cimientos. Empezarán a rellenar las paredes exteriores en las próximas semanas. —El senador Turman le dio unas palmaditas en el hombro y señaló con la cabeza el final del pasillo, para indicarle que ya habían terminado con los libros. —Espere. ¿Ya están excavando? —Donald echó a andar a su lado—. Sólo he terminado un primer esbozo. Confío en que dejen mi parte para el final. —Estamos trabajando en todo el complejo al mismo tiempo. De momento están con las paredes exteriores y los cimientos, cuyas dimensiones son fijas. Iremos rellenando la estructura de abajo arriba. Completaremos cada piso antes de continuar con el siguiente. Pero por eso os necesito allí. La planificación in situ está siendo una pesadilla. Hay un centenar de cuadrillas de doce países distintos trabajando mientras los materiales se apilan por todas partes. No puedo estar en diez sitios distintos a la vez, así que necesito que comprobéis cómo van las cosas y me informéis. Al llegar junto al agente del servicio secreto, al final del pasillo, el senador le entregó el viejo volumen con el título grabado en francés. El hombre de las gafas de sol asintió y se encaminó al mostrador. —Mientras estás allí —continuó Turman—, quiero que te reúnas con Charlie Rhodes. Es el proveedor de la mayoría de los materiales. Pregúntale si necesita algo. —¿Charles Rhodes? ¿El gobernador de Oklahoma? —El mismo. Servimos juntos. Y oye, estoy pensando en ascenderos a Mick y a ti a los niveles superiores del proyecto. A nuestro equipo de dirección aún le faltan una docena de miembros. Así que seguid trabajando así de bien. Habéis impresionado a algunas personas importantes y Anna parece convencida de que podréis sacar el trabajo adelante con antelación. Dice que formáis un gran equipo. Donald asintió. Experimentó un momento de orgullo… y también el peso de las nuevas responsabilidades sobre su ya escaso tiempo. A Helen no le gustaría saber que su participación en el proyecto podía incrementarse. De hecho, tenía la sensación de que Mick y Anna eran las dos únicas personas con las que podía compartir la noticia, las únicas con las que podía hablar. Parecía que hasta el más pequeño detalle del proyecto estaba rodeado por enrevesadas capas de autorizaciones. No habría podido decir si era por miedo a los residuos nucleares, a la amenaza terrorista o a la posibilidad de que el proyecto se viniese abajo. El agente regresó y tomó posiciones junto al senador con una bolsa en la mano. Miró a Donald y pareció estudiarlo a través de aquellas gafas impenetrables. No por primera vez, el congresista se sintió vigilado. El senador Turman le estrechó la mano y le dijo que lo mantuviese informado. Otro agente salió de la nada y se situó a su lado. Llevaron al senador al otro lado de la tintineante puerta, y Donald sólo consiguió relajarse una vez que se perdieron de vista. 8 2110 Silo 1 El libro de la Orden yacía abierto sobre su mesa, formando dos líneas onduladas con las hojas a partir de un lomo cosido para durar. Troy volvió a estudiar el siguiente procedimiento, su primer acto oficial como jefe de la operación Cincuenta, y sin poder evitarlo pensó en la clásica inauguración con cinta roja, donde un hombre armado con unas tijeras se atribuía el mérito por el duro trabajo de los demás. La Orden, había decidido, más que un manual de operaciones era un libro de recetas. Los loqueros que la habían escrito lo habían tenido en cuenta todo, hasta la última de las particularidades de la naturaleza humana. Y como sucedía en el campo de la psicología (o en cualquier campo que implicase el estudio del ser humano), las partes que no parecían tener sentido solían servir a un fin más profundo. Este pensamiento lo llevó a preguntarse cuál era el suyo. ¿En qué medida era necesario su cargo? A fin de cuentas, había estudiado para un trabajo muy distinto: iba a ser el jefe de un solo silo, no de todos ellos. Lo habían ascendido en el último momento y esto le hacía sentir que se trataba de un proceso arbitrario, como si cualquiera pudiera encajar en su lugar. Claro que, aunque su puesto fuera más que nada testimonial, seguramente sirviese a un fin simbólico. Puede que estuviera allí no tanto para dirigir como para que los demás tuvieran la ilusión de que alguien los dirigía. Retrocedió dos párrafos. Sus ojos habían pasado por encima de las palabras, pero ninguna de ellas se había grabado en su cabeza. Todos los aspectos de su nueva vida parecían volverlo propenso a la distracción, le hacían pensar demasiado. Estaba todo perfectamente organizado —los pisos, las tareas y las descripciones de los trabajos—, pero ¿para qué? ¿Para maximizar la apatía? Levantó la mirada y vio a Victor al otro lado del pasillo, sentado a su mesa de la oficina de Servicios psicológicos. Sería muy sencillo cruzarlo para hablar con él. Ellos, más que ningún arquitecto, eran los verdaderos diseñadores del lugar. Podía preguntarle cómo lo habían hecho, cómo habían conseguido que todo el mundo se sintiese tan vacío por dentro. La situación de las mujeres y los niños tenía su importancia, Troy estaba convencido de ello. Las mujeres y los niños del silo Uno habían recibido el regalo de seguir durmiendo mientras los hombres permanecían despiertos y cubrían los turnos. Esto eliminaba la pasión de la ecuación, eliminaba la posibilidad de que los hombres acabaran luchando entre sí. Y luego estaba la rutina, aquella rutina que aturdía la mente. Era la castración del pensamiento, la trituración cotidiana de un trabajador de oficina que pasaba su jornada sentado en su despacho, fichaba al salir, veía la televisión hasta que lo vencía el sueño, apagaba tres veces el despertador y volvía a repetirlo todo. Sólo que, encima, sin fines de semana. No tenían días libres. Eran seis meses de trabajos y luego décadas de sueño. Sentía envidia del resto de las instalaciones, de los demás silos, donde las risas de los niños y las voces de las mujeres, la pasión y la felicidad que faltaban en aquel búnker, que era el corazón de todos los demás, resonaban en los pasillos. Allí no había más que estupor, docenas de salas comunitarias donde se reproducían películas en pantallas planas en ciclos interminables, ante docenas de ojos que no parpadeaban, sentados en cómodos asientos. Nadie estaba realmente vivo en aquel lugar. Y eso debía de tener una razón. Consultó la hora en el ordenador y vio que había llegado el momento de marcharse. Un día menos hasta el final de su turno. Cerró su copia de la Orden, la guardó bajo llave en la mesa y se dirigió a la sala de comunicaciones, situada al final del pasillo. Al entrar, un par de cabezas se volvieron hacia él desde los puestos de radio y lo miraron con el ceño fruncido y expresión adusta por encima de los monos marrones. Troy aspiró hondo e hizo acopio de compostura. Era un trabajo. Y él estaba al mando. Sólo tenía que impedir que aquella mierda se viniese abajo. Estaba allí para cortar una cinta. Saul, uno de los técnicos de radio de rango superior, se quitó los auriculares y se levantó para saludarlo. Troy lo conocía vagamente. Vivían en la misma zona ejecutiva y se veían en el gimnasio de vez en cuando. Al estrecharle la mano, el rostro ancho y apuesto de Saul removió algún recuerdo enterrado profundamente, un hormigueo que Troy había aprendido a ignorar. Puede que fuese alguien a quien había conocido durante el período de orientación, mucho antes de su largo sueño. Saul le presentó al otro técnico con el mono naranja del departamento de comunicaciones, quien lo saludó sin quitarse los auriculares. El nombre se borró de su cabeza al instante. No era importante. Cogieron otros auriculares de un estante y se los ofrecieron. Troy los aceptó y se los colgó del cuello, aunque sin ponérselos para poder oír a los demás. Saul cogió el conector plateado de los suyos y pasó los dedos por un panel con cincuenta enchufes numerados. Tanto la disposición como la propia sala recordaban a Troy las antiguas fotografías de las salas de operadoras del pasado, antes de que las reemplazasen con ordenadores y voces computerizadas. Aquella imagen de tiempos pasados se mezcló con el estado mental que le provocaban las pastillas, y Troy sintió una repentina burbuja de risa que se formaba por debajo de la superficie. Faltó poco para que se le escaparan las carcajadas, pero al final logró contenerlas. No sería buena señal que el director general de operaciones sufriese un ataque de histeria cuando se disponía a valorar la aptitud de un futuro jefe de silo. —… Y sólo tiene que hacerle las preguntas establecidas —estaba diciéndole Saul en aquel momento. Le ofreció una tarjeta de plástico y Troy, aunque estaba bastante seguro de que no la necesitaba, la cogió de todas formas. Había dedicado la mayor parte del día a memorizar la rutina. Además, estaba convencido de que tampoco importaba mucho lo que dijese. La tarea de valorar la idoneidad de un candidato era mejor dejársela a las máquinas y los ordenadores, los sensores instalados en unos distantes auriculares. —Muy bien. Aquí está la llamada. —Saul señaló una de las luces parpadeantes en un panel repleto de luces parpadeantes—. Se la voy a pasar. Troy se ajustó los cascos mientras el técnico realizaba la conexión. Oyó unos pitidos antes del chasquido que indicaba que se había establecido la comunicación. Alguien respiraba con fuerza al otro lado de la línea. Troy se recordó a sí mismo que aquel joven estaría más nervioso que él. Al fin y al cabo, le tocaba responder las preguntas. Troy sólo tenía que hacerlas. Miró la tarjeta que tenía en la mano. De repente se había quedado en blanco y se alegraba de tenerla. —¿Nombre? —preguntó al joven. —Marcus Dent, señor. Había una callada confianza en aquella voz joven, el sonido de un pecho henchido de orgullo. Troy recordó haberse sentido así alguna vez, mucho antes. Y entonces pensó en el mundo en el que había nacido Marcus Dent y en un legado que sólo conocería a través de los libros. —Háblame de tu formación —dijo leyendo en la tarjeta. Trató de utilizar una voz pausada, profunda, rebosante de autoridad, a pesar de que sabía que los ordenadores se encargarían de modularla. Saul hizo un círculo con los dedos pulgar e índice para que supiese que estaban recibiendo los datos del joven a través de los cascos. Troy se preguntó si los suyos estarían equipados de manera similar. ¿Sabría alguien en aquella sala, o en cualquier otra, lo nervioso que estaba? —Bueno, señor, fui sombra del ayudante Willis antes de que me trasladaran a seguridad de Informática. Eso fue hace un año. Llevo seis semanas estudiando la Orden. Creo que estoy listo, señor. «Sombra». Troy se había olvidado de que era así como lo llamaban. Tendría que haberse traído la tarjeta de vocabulario. —¿Cuál es tu primer deber para con… el silo? —Había estado a punto de decir «la instalación». —Vigilar que se cumpla la Orden, señor. —¿Y qué debes proteger por encima de todo? Mantuvo la voz controlada. Cuanta menos emoción se transmitiese al hombre al que estaban evaluando, más útiles serían las lecturas. —La vida y el legado —recitó Marcus. Troy tuvo dificultades para leer la pregunta siguiente. Se lo impidió la aparición repentina de unas lágrimas en sus ojos. Le temblaba la mano. Bajó la tarjeta antes de que alguien se diese cuenta. —¿Y qué hace falta para proteger aquello que nos es más querido? — preguntó. Su voz sonaba como la de otra persona. Apretó los dientes para impedir que le castañetearan. Algo le pasaba. Algo muy malo. —Sacrificios —respondió Marcus, firme como una roca. Troy parpadeó rápidamente para aclararse la visión y Saul levantó la mano para indicarle que podía continuar, que estaban recibiendo las lecturas. Ahora necesitaban algunos parámetros de referencia para que los sistemas biométricos pudieran evaluar la sinceridad del muchacho con respecto a las primeras preguntas. —Dime, Marcus, ¿tienes novia? No sabía por qué fue eso lo primero que acudió a su mente. Puede que fuese la envidia por los demás silos, que no congelaban a sus mujeres ni a nadie. Ninguno de los presentes reaccionó o mostró preocupación alguna por la pregunta. La parte formal de la prueba ya había terminado. —Oh, sí, señor —afirmó Marcus, y Troy, al oír cómo cambiaba su respiración, se imaginó que su cuerpo se relajaba. —Hemos solicitado permiso para casarnos. Estamos esperando a que nos respondan. —Bueno, no creo que tengáis que esperar mucho tiempo. ¿Cómo se llama ella? —Melanie, señor. Trabaja aquí, en Informática. —Estupendo. —Troy se secó los ojos. Los temblores pasaron. Saul hizo un círculo con el dedo sobre su cabeza para indicarle que podía acabar. Ya tenían suficiente. —Marcus Dent —dijo Troy—, bienvenido a la operación Cincuenta del Orden mundial. —Gracias, señor. —La voz del joven se elevó una octava. Hubo una pausa, seguida por el sonido de una honda inhalación y su correspondiente exhalación. —Señor, ¿se me permite hacer una pregunta? Troy miró a los demás. Hubo algunos encogimientos de hombros y poco más. Pensó en la posición que acababa de asumir aquel joven. Conocía bien lo que se sentía cuando te ascendían a nuevas responsabilidades, aquella mezcla de miedo, entusiasmo y confusión. —Claro, hijo. Una. —A fin de cuentas, estaba al mando. Suponía que podía establecer algunas normas propias. Marcus se aclaró la garganta y Troy se imaginó, sentados juntos en una sala distante, a aquella sombra, aquel estudiante, examinado por el jefe del silo, su maestro. —Perdí a mi bisabuela hace unos años —dijo Marcus—. A veces se le escapaban cosas sobre el mundo de antes. No es que quisiera incumplir la ley, sólo era cosa de su demencia. Según los médicos, era resistencia a la medicación. A Troy no le gustaba aquello de que algunos supervivientes de tercera generación estuvieran recibiendo información sobre el pasado. Puede que Marcus acabara de recibir autorización para conocer aquellas cosas, pero no era el caso de los demás. —¿Cuál es la pregunta? —dijo. —El Legado, señor… También he leído algo sobre ello… sin descuidar mis estudios sobre la Orden y el Pacto, por supuesto… Y hay algo que necesito saber. Volvió a inhalar profundamente. —¿Es cierto todo lo que contiene? Troy reflexionó sobre ello. Pensó en la gran colección de libros que contenían la historia del mundo… una historia cuidadosamente editada. En su mente, pudo ver de nuevo los lomos de cuero y las páginas doradas, las hileras e hileras de libros que le habían mostrado durante la orientación. Asintió y, una vez más, descubrió que tenía que secarse los ojos. —Sí —respondió con voz seca y monocorde—. Es cierto. Alguien carraspeó en la sala. Sabían que la ceremonia se había prolongado más que suficiente. —Absolutamente todo es cierto. No añadió que el Legado no lo contenía todo. Habían dejado muchas cosas fuera. Y sospechaba que había algunas que ninguno de ellos sabía, que habían borrado tanto de los libros como de las mentes. El Legado era la verdad autorizada, sintió deseos de decir, la verdad que se transmitía de generación en generación. Pero las mentiras, añadió para sí, eran lo que transmitían allí, en el silo Uno, aquel manicomio sumido en el sopor de los fármacos al que, por alguna razón, habían encomendado la supervivencia de la humanidad. 9 2049 Condado de Fulton, Georgia La excavadora emitió un rugido gutural al ascender trabajosamente por la colina, mientras expelía un géiser de monóxido de carbono por el tubo de escape. Al llegar a la cúspide, un cargamento de tierra cayó en avalancha desde su cubeta erizada de dientes, y Donald se dio cuenta de que, más que trepar por la colina, estaba creándola. Por toda la obra estaban apareciendo montículos de tierra recién removida como aquel. Entre ellos —a través de aberturas temporales dispuestas como una especie de laberinto ordenado—, los camiones de carga se llevaban la tierra y las rocas de los cavernosos pozos que estaban abriéndose en el suelo. Donald, que conocía los planos topográficos, sabía que algunas de aquellas aberturas se cerrarían dejando poco más que un pliegue apenas visible en el punto donde cada colina se juntaba con la siguiente. En pie sobre uno de aquellos montículos en crecimiento, observaba la danza de la maquinaria pesada mientras Mick Webb hablaba sobre retrasos con un contratista. Con sus camisas blancas y las corbatas ondeando al viento, los dos congresistas parecían fuera de lugar en medio de todo aquello. Quienes estaban en su sitio eran los hombres de rostro con la piel curtida, callos en las manos y nudillos prominentes. Mick y él, con las chaquetas bajo el brazo y manchas de sudor cada vez más grandes, provocadas por el húmedo calor de Georgia, estaban —teóricamente— al mando de aquel desmedido e inmenso caos. Otra excavadora dejó un montículo de tierra en el suelo mientras Donald dirigía la mirada hacia el centro de Atlanta. Más allá del enorme claro abierto en las colinas, por encima de las copas de los árboles aún despojadas de hojas por el invierno en retirada, se alzaban las torres de vidrio y acero de la vieja ciudad sureña. Habían despejado un rincón completo del condado de Fulton. A un lado se veían aún los restos de un campo de golf, donde las máquinas todavía no habían removido el suelo. Junto al aparcamiento principal, en una zona de descarga tan grande como varios campos de fútbol, descansaban millares de contenedores de carga con material de construcción, más del que Donald creía necesario. Pero estaba aprendiendo sobre la marcha que así es cómo funcionan los proyectos del gobierno, donde las expectativas públicas son tan elevadas como el presupuesto. Las cosas se hacían de manera excesiva o no se hacían. Los planes que le habían ordenado trazar tenían dimensiones rayanas en la locura y su edificio ni siquiera era un componente necesario de la instalación. Sólo estaba allí como eventualidad para el peor de los escenarios posibles. Entre Donald y el campo de contenedores se extendía una amplia ciudad de remolques. Algunos hacían las veces de oficinas, pero la mayoría servían como alojamientos. Era allí donde los millares de hombres y mujeres que trabajaban en las obras podían quitarse el casco, cambiarse de ropa al final de la jornada y disfrutar de un bien merecido descanso. Sobre muchos de los remolques ondeaban banderas, pues el personal contratado para aquella obra era tan multinacional como una villa olímpica. Las barras de combustible nuclear agotado del mundo entero descansarían un día bajo el prístino suelo del condado de Fulton. Eso significaba que al mundo entero le interesaba el éxito del proyecto. La pesadilla logística que suponía esto no parecía preocupar a quienes se lucraban con él. Mick y él estaban descubriendo que muchos de los retrasos iniciales que se estaban produciendo podían atribuirse a las barreras idiomáticas, pues la mayor parte de las cuadrillas eran incapaces de comunicarse entre sí y, a todas luces, habían dejado de intentarlo. La gente se limitaba a trabajar en la parte de los planos que le tocaba, con la cabeza gacha, y a ignorar el resto. Más allá de aquella ciudad provisional de casitas de metal se extendía el enorme aparcamiento del que habían salido Mick y él. Podía ver allí su coche de alquiler, el único eléctrico (y por ende silencioso) de todo el lugar. Pequeño y plateado, parecía amilanado entre los estruendosos camiones y volquetes que lo rodeaban por todas partes. Y así era exactamente como se sentía Donald, tanto en aquella colina como en la del Capitolio, en Washington. —Dos meses de retraso. Mick le dio en el brazo con el portapapeles. —Eh, ¿me has oído? Empezaron a excavar hace sólo seis meses y ya llevan dos de retraso. ¿Cómo es posible tal cosa? Donald se encogió de hombros mientras abandonaban la compañía de los ceñudos capataces y descendían por la ladera de la colina en dirección al aparcamiento. —Puede que porque han elegido a unos representantes que fingen hacer un trabajo que debería corresponder al sector privado —respondió. Mick se echó a reír y le apretó el hombro. —¡Caray, Donny, hablas como un puñetero republicano! —¿Sí? Tengo la sensación de que esto nos supera. —Señaló la depresión que estaban rodeando, una profunda cuenca abierta en la tierra. Varios camiones hormigonera estaban vertiendo cemento en el agujero que tenía en el centro. Unos cuantos más esperaban tras ellos, con el depósito trasero girando impacientemente. —¿Te das cuenta —dijo Donald— de que uno de esos agujeros va a albergar el edificio que me han hecho diseñar? ¿No te da miedo? Todo ese dinero… Y esa gente… A mí me aterroriza. Mick le clavó los dedos en el cuello dolorosamente. —Tómatelo con calma. Y ahórrame las reflexiones psicológicas. —Lo digo en serio —continuó Donald—. Miles de millones de dólares de los contribuyentes van a terminar enterrados, en una cosa diseñada por mí. Hasta ahora parecía algo… abstracto. —Escúchame, aquí lo de menos son tus planos o incluso tú mismo. — Mick tocó a su amigo con el portapapeles y señaló con él el campo de contenedores. Al otro lado de una nube de polvo, un tipo alto con sombrero vaquero los saludó con el brazo—. Además —dijo Mick mientras se dirigían hacia él—, ¿qué probabilidades hay de que alguien llegue a utilizar tu pequeño búnker? Estamos hablando de independencia energética. Del final del carbón. Mira, es como si todos los demás estuviéramos construyendo una gran mansión por aquí mientras tú estás en un rincón, deprimido porque no sabes dónde vas a colgar el extintor… —¿Mi pequeño búnker? —Donald levantó la chaqueta para protegerse la boca de una nube de polvo que el viento empujaba hacia ellos—. ¿Sabes cuántos pisos de profundidad tendrá? Si estuviera sobre la superficie, sería el edificio más alto del mundo. Mick se echó a reír. —No por mucho tiempo. Lo has diseñado tú. El tipo del sombrero vaquero se les acercó. Esbozó una gran sonrisa mientras caminaba por el polvo para llegar junto a ellos, y finalmente Donald reconoció su rostro, que había visto varias veces en televisión: Charles Rhodes, gobernador de Oklahoma. —¿Sois los chicos del senador Tawman? El gobernador Rhodes sonrió. Tenía un acento auténtico, a juego con su sombrero auténtico, sus botas auténticas y su hebilla auténtica. Apoyó las manos sobre las anchas caderas. Llevaba un portapapeles en una de ellas. Mick asintió. —Sí, señor. Soy el congresista Webb y éste es el congresista Keene. Le estrechó la mano. Donald lo hizo a continuación. —Gobernador —dijo. —Tengo vuestro pedido. —Señaló la zona de descarga con el portapapeles—. Casi cien contenedores. Irán llegando más todas las semanas. Necesito que alguno de vosotros me firme aquí. Mick alargó la mano y cogió el portapapeles. Donald vio la oportunidad de preguntar algo sobre el senador Turman, una cosa que imaginaba que conocería un antiguo camarada de guerra. —¿Por qué lo llaman Tawman[1]? —preguntó. Mick hojeó el documento del portapapeles, cuyas páginas mantenía en su sitio la fuerza de la brisa. —No es la primera vez que oigo que lo llaman así a sus espaldas — explicó Donald—. Pero me daba miedo preguntar. Mick apartó la mirada del portapapeles con una sonrisa en los labios. —Porque fue un asesino a sangre fría en la guerra, ¿a que sí? Donald se encogió. El gobernador Rhodes se echó a reír. —No es por eso —dijo—. Es cierto, pero no es por eso. Los miró alternativamente. Mick le pasó a Donald el portapapeles y señaló la página que correspondía a la instalación de alojamiento de emergencia. Donald examinó la lista de materiales. —¿Sabéis algo sobre la ley anticriogenia? —preguntó el gobernador. Le ofreció a Donald una pluma, como si esperase que se limitara a firmar el documento sin examinarlo con demasiado detenimiento. Mick negó con la cabeza y se protegió los ojos del sol de Georgia. —¿Anticriogenia? —preguntó. —Sí. Joder, supongo que se promulgó antes de que nacieseis. El senador Tawman fue el que firmó la ley que ilegalizó los tratamientos criogénicos. Prohibió que esas empresas se aprovecharan de los ricos transformándolos en cubitos de hielo. Luego, la ley pasó por el Tribunal Supremo, que la aprobó por cinco votos contra cuatro, y de repente hubo que descongelar a decenas de miles de tíos con más dinero que sentido común y enterrarlos como Dios manda. ¡Era gente que se había dejado congelar con la esperanza de que la medicina del futuro descubriese la manera de sacar sus millonarias cabezas de sus millonarios culos! El gobernador se echó a reír y Mick lo secundó. Una línea del informe captó la atención de Donald. Dio la vuelta al portapapeles y se lo mostró al gobernador. —Esto… Aquí pone dos mil rollos de fibra óptica, pero estoy seguro de que en mis especificaciones decía sólo cuarenta. —A ver. —El gobernador Rhodes cogió el portapapeles y sacó un bolígrafo de su bolsillo. Apretó el botón superior tres veces, tachó la cantidad y escribió una nueva cifra al lado. —Espere, ¿y el precio? —El precio es el mismo —respondió el gobernador—. Tú limítate a firmar abajo. —Pero… —Hijo, por eso los martillos le cuestan al Pentágono su peso en oro. Se llama «contabilidad del gobierno». Sólo necesito una firma, por favor. —Pero es cincuenta veces más fibra de la que necesitamos —protestó Donald. Pero al mismo tiempo que lo hacía garabateó su nombre en el espacio correspondiente. Le pasó el portapapeles a Mick, que firmó por el resto del material. —Oh, no pasa nada. —Rhodes cogió el portapapeles y se dio un tironcito en el ala del sombrero—. Seguro que le encontraremos alguna utilidad. —Oiga, una cosa —terció Mick—. Me acuerdo de aquella ley contra la criogenia. Estudiamos el caso en la Facultad de Derecho. Hubo algunas demandas, ¿no? ¿No denunciaron algunas familias a los federales por asesinato? El gobernador sonrió. —Sí, pero no llegaron demasiado lejos. Es difícil demostrar que has matado a alguien cuando la ley ya lo ha declarado muerto. Y luego estaba el asunto de las inversiones de Tawman. Literalmente, le salvó el pellejo. Introdujo el pulgar por debajo del cinturón e hinchó el pecho. —Resulta que había invertido una fortuna en una de las empresas de criogenia antes de investigar más y replantearse las… consideraciones éticas. Puede que el viejo Tawman perdiese el dinero, pero eso le salvó el culo en Washington. Lo hizo quedar como una especie de santo. Sólo habría quedado mejor si hubiera enterrado a su querida y vieja madre con todos los demás. Mick y el gobernador se echaron a reír. Donald no entendía qué les parecía tan gracioso. —Muy bien. Cuidaos, muchachos. El buen estado de Oklahoma tendrá otro cargamento preparado para vosotros dentro de pocas semanas. —Suena bien —dijo Mick mientras aceptaba la enorme zarpa de aquel oriundo del Medio Oeste. Donald le estrechó la mano a continuación y luego regresó con Mick al vehículo de alquiler. Sobre sus cabezas, por delante del resplandeciente azul del cielo sureño, unas hileras de vapor parecidas a finas hebras de hilo blanco marcaban la trayectoria de los numerosos reactores que despegaban del aeropuerto internacional de Atlanta. Y cuando el ronco estrépito de las máquinas remitió un momento, los cánticos de los manifestantes antinucleares se dejaron oír al otro lado de las verjas de seguridad. Mientras traspasaban la puerta para entrar en el aparcamiento, el guardia los saludó con el brazo. —Oye, ¿te importa si te dejo en el aeropuerto un poco antes? — preguntó Donald—. Me gustaría coger un vuelo anterior y llegar a Savannah antes de que anochezca. —Ya —dijo Mick con una sonrisa—. Es decir, que has quedado con alguna tía esta noche. Donald se echó a reír. —Vale, tío. Me abandonas para estar con tu mujer. ¿Te parece bonito? —Gracias. Mick sacó las llaves del coche de alquiler. —¿Sabes?, esperaba que me invitases. Podría cenar con vosotros y quedarme en vuestra casa a dormir. Así saldríamos a tomar algo por ahí, como antes. —Ni lo sueñes —rehusó Donald. Mick le colocó una mano en la nuca y apretó. —Sí, bueno, feliz aniversario de todos modos. Donald se encogió al sentir el apretón de su amigo en el cuello. —Gracias —respondió—. Saludaré a Helen de tu parte. 10 2110 Silo 1 Troy estaba haciendo un solitario mientras el silo Doce se desmoronaba. El juego tenía algo que lo sumía en un feliz aturdimiento. Su monótona repetición era más eficaz que las pastillas para mantener a raya las oleadas de la depresión. Su nula exigencia en materia de habilidad permitía ir más allá de la distracción y entrar en el reino de la completa anulación mental. La verdad era que el jugador ganaba o perdía la partida en el mismo momento en el que el ordenador repartía las cartas. El resto sólo era el proceso de averiguar cuál era el resultado. Para ser un juego de ordenador, era absurdamente tosco desde el punto de vista tecnológico. En lugar de cartas sólo tenía una serie de letras y números. Los palos se indicaban con los símbolos * , &, % y +. A Troy le fastidiaba no saber qué símbolo representaba los corazones y cuál las picas. Aunque se trataba de algo arbitrario y en realidad no tenía la menor importancia, el mero hecho de ignorarlo le resultaba frustrante. Había tropezado con el juego por accidente, mientras curioseaba por unas carpetas del ordenador. Tuvo que experimentar un poco para aprender que se barajaba con la barra espaciadora y las cartas se repartían con las flechas, pero tenía tiempo de sobra para cosas así. Aparte de reunirse con los jefes de departamento, repasar las notas de Merriman y releer la Orden, tenía muy poco que hacer. Así que le sobraba el tiempo para desplomarse en el baño de su oficina y llorar hasta que le corrían regueros de baba por la barbilla, para sentarse bajo el chorro ardiente de la ducha, para meterse las pastillas en los carrillos y así disponer de una pequeña reserva para los peores momentos, para preguntarse por qué los fármacos ya no eran tan eficaces como antes, a pesar de que había doblado la dosis por decisión propia. Puede que la capacidad de aturdimiento del juego fuese precisamente la razón de su existencia, del esfuerzo que alguien había invertido para crearlo y de que después hubiera decidido esconderlo. Lo había visto en el rostro de Merriman mientras bajaban en el ascensor, en el último día de su turno. Los productos químicos sólo aplacaban lo peor del dolor, esa angustia indefinible. Pero las heridas menores volvían a aflorar a la superficie. Esos arranques de repentina tristeza tenían que salir de alguna parte. Mientras colocaba en su lugar las últimas cartas, su mente vagaba libremente. El ordenador le había concedido una victoria al barajar y Troy iba a llevarse todo el mérito por verificarlo. En la pantalla apareció un «¡BUEN TRABAJO!» en grandes letras negras. Resultaba extrañamente satisfactorio que un juego de producción casera le dijese esto, que había hecho un buen trabajo. Le inspiraba un sentimiento de realización, de haber hecho algo fructífero durante el día. Dejó que el mensaje parpadease en la pantalla y mientras tanto recorrió el despacho con la mirada en busca de algo que hacer. Tenía que terminar algunas enmiendas a la Orden, redactar anuncios para los jefes de los demás silos y asegurarse de que el vocabulario de los memorandos cumplía con una normativa siempre cambiante. Él mismo se equivocaba muchas veces y los llamaba búnkers en lugar de silos. Era complicado para quienes habían vivido en los tiempos del Legado. A pesar de la medicación, pervivía un viejo léxico, una manera de ver el mundo. Sentía envidia de los hombres y las mujeres de los demás silos, que nacerían y morirían en sus propios mundos en miniatura, que se enamorarían y dejarían de estar enamorados, que conservarían sus sufrimientos en el recuerdo, los sentirían, aprenderían de ellos y serían transformados por ellos. La intensidad de sus celos era aún mayor que la envidia que sentía por las mujeres de su propio silo, perpetuamente dormidas en sus cámaras salvavidas… Alguien llamó a la puerta, a pesar de que estaba abierta. Al levantar la mirada vio a Randall, uno de los miembros de la oficina psiquiátrica del otro lado del pasillo, plantado en el umbral. Lo invitó a pasar con una mano mientras minimizaba el juego con la otra. Luego la apoyó sobre su copia de la Orden, encima de la mesa, tratando de aparentar que estaba ocupado. —Tengo el informe sobre creencias que quería. —Randall agitó una carpeta en el aire. —Oh, bien, bien. —Troy la cogió. Siempre estaban con las carpetas. Le recordaban a los dos grupos que habían construido aquel lugar: políticos y médicos. Ambos procedían de una época pretérita, una época de papeleo. ¿O es que ninguno de ellos se fiaba de ningún dato que no se pudiese triturar o quemar? —El jefe del silo Seis ha escogido y preparado a su sucesor. Quiere programar la presentación para formalizarlo. —Muy bien. —Troy hojeó la carpeta y vio las transcripciones mecanografiadas de la sala de comunicaciones de cada silo. Esperaba con impaciencia la ceremonia de formalización. Cualquier tarea que ya hubiera realizado antes le inspiraba algo menos de miedo. —Aparte de eso, la población del silo Treinta y dos está dando algunos problemas. —Randall rodeó la mesa y se pasó la lengua por los labios antes de proceder a presentar el informe. Troy miró de reojo el monitor para asegurarse de que había minimizado la partida—. Están acercándose al límite a toda velocidad. El doctor Haines cree que podría tratarse de un lote de implantes anticonceptivos fallidos. El jefe del Treinta y dos, un tal Biggers… aquí está… —Randall sacó el informe correspondiente—… lo niega y dice que ninguna mujer con un implante activo se ha quedado embarazada. Dice que la lotería está amañada o que les pasa algo a nuestros ordenadores. —Mmm. —Troy cogió el informe y lo estudió. El silo Treinta y dos había llegado a los nueve mil habitantes y su edad de promedio había descendido hasta los veintipocos años—. Hay que programar una llamada para mañana a primera hora de la mañana. No me trago lo de la lotería amañada. De hecho, ni siquiera deberían organizarla, ¿verdad? Al menos hasta que haya espacio. —Eso es lo que le he dicho. —Y los recuentos de población de todos los silos los realizan los mismos equipos. —Procuró formular la frase como si no fuese una pregunta, pero lo era. No lo recordaba. —Así es —confirmó Randall. —Lo que significa que nos están mintiendo. Es decir, algo así no sucede de la noche a la mañana. Biggers debió de verlo venir, lo que quiere decir que: o lo sabía de antes, lo que querría decir que es cómplice, o ha perdido el control de la situación. —Exacto. —Muy bien. ¿Qué sabemos sobre el segundo de Biggers? —¿Su sombra? —Randall titubeó—. Tendría que buscar su archivo, pero lleva bastante tiempo en el puesto. Estaba allí antes de que comenzásemos nuestros turnos. —Bien. Hablaré con él por la mañana. Sólo con él. —¿Cree que deberíamos reemplazar a Biggers? Troy asintió con expresión lúgubre. La Orden era muy clara con respecto a aquellos problemas que carecían de explicación: «Comenzar por arriba. Asumir que la explicación es una mentira». Debido a esta norma, Randall y él estaban hablando de un hombre al que iban a apartar de su puesto como si fuese una pieza de maquinaria rota. —Muy bien, una cosa más… El atronador ruido de unas botas que se acercaban por el pasillo interrumpió la frase. Randall y Troy levantaron los ojos mientras Saul irrumpía en la sala, con los ojos abiertos de par en par por el miedo. —Señores… —Saul, ¿qué pasa? El oficial de comunicaciones tenía cara de haber visto un millar de fantasmas. —Lo necesitamos en la sala de comunicaciones, señor. Ahora mismo. Troy se apartó de la mesa. Randall lo siguió. —¿De qué se trata? —preguntó Troy. Saul se alejó a paso vivo por el pasillo. —Es el silo Doce, señor. Pasaron corriendo junto a un hombre con una escalerilla que estaba reemplazando una bombilla averiada hacía tiempo. La gran placa de plástico rectangular que había quitado del techo parecía un portal abierto a los cielos. Troy tuvo dificultades para seguir a los otros sin quedarse sin aliento. —¿Qué pasa en el silo Doce? —resopló. Saul se volvió un instante hacia él, con el rostro crispado de preocupación. —Creo que lo estamos perdiendo, señor. —¿El qué, el contacto? ¿No puede hablar con ellos? —No. El silo, señor. El silo. Todo él. 11 2049 Savannah, Georgia Donald no acostumbraba a utilizar servilletas, pero, en cumplimiento de los principios del decoro, sacudió en el aire el pedazo de tela y, una vez abierto, se lo puso sobre el regazo. Las servilletas de las demás mesas estaban plegadas en forma piramidal, entre la cubertería. No recordaba que el Corner Diner utilizara servilletas de tela cuando él iba al instituto. ¿No tenían aquellos dispensadores de servilletas de metal, abollados por años de uso? Hasta los pequeños juegos de salero y pimentero de tapa plateada habían mejorado. Cerca del centro de flores había un plato con lo que suponía que era sal marina, y si querías pimienta tenías que esperar a que viniese un camarero y te la espolvorease directamente sobre la comida con un pimentero. Iba a mencionárselo a su esposa cuando se fijó en que ella estaba mirando la mesa de al lado, a su espalda. Donald se volvió haciendo crujir el vinilo del asiento. Una pareja de ancianos ocupaba la mesa en la que Helen y él se habían sentado en su primera cita. —Te juro que les pedí que nos la reservaran —dijo Donald. La mirada de su esposa volvió lentamente a él. —Supongo que se confundirían cuando les dije cuál quería —observó haciendo un gesto de frustración con la mano—. O puede que me confundiese yo por teléfono. Helen hizo un ademán. —Olvídalo, cielo. Aunque estuviéramos en casa, comiendo queso gratinado, estaría encantada. Sólo estaba mirando al vacío. Desplegó su propia servilleta con delicadeza, casi como si estuviera estudiando los pliegues para saber cómo volver a plegarla después, cómo devolver a su estado original una cosa desmontada. El camarero se acercó y les llenó las copas de agua con cierto descuido. Algunas gotas salpicaron el mantel blanco. Se disculpó por haberlos hecho esperar y luego los dejó esperando un poco más. —Desde luego, este sitio ha cambiado —apuntó Donald. —Sí, ahora parece más serio. Los dos alargaron la mano hacia el agua al mismo tiempo. Donald sonrió y levantó la copa. —Quince años desde el día en que tu padre cometió el error de dejar que volvieses más tarde. Helen sonrió y tocó la copa de su marido con la suya. —Por otros quince —brindó. Bebieron a la vez. —Si la cosa sigue así, dentro de quince años no podremos permitirnos el lujo de venir —dijo Donald. Helen se echó a reír. Apenas había cambiado desde aquella primera cita. O puede que los cambios fuesen tan sutiles que él apenas los apreciaba. No era como si se hubieran visto en aquel restaurante al cabo de cinco años y se encontrasen con todos los cambios de una vez. Ellos envejecían como hermanos, no como primos lejanos. —¿Tu vuelo sale por la mañana? —preguntó Helen. —Sí, pero esta vez es a Boston. Tengo una reunión con el senador. —¿Y por qué en Boston? Donald hizo un ademán en el aire. —Le están dando uno de esos tratamientos con nanomáquinas. Creo que tiene que permanecer una semana entera ingresado. Pero aun así, no sé cómo, consigue sacar el trabajo adelante… —Yo sí, obligando a sus sicarios… —No somos sus sicarios —protestó Donald con una carcajada. —… A acudir a besarle el anillo y dejarle presentes de mirra. —Vamos, no es así. —Me preocupa que estés trabajando demasiado, nada más. ¿Qué parte de tu tiempo libre dedicas a su proyecto? «Una gran parte», sintió deseos de decir Donald. Le habría gustado poder contarle a su mujer lo largas que eran las horas, pero sabía cómo reaccionaría. —Tampoco es tanto como piensas. —¿En serio? Porque últimamente es lo único de lo que hablas. Ya ni siquiera sé a qué más te dedicas. Su camarero pasó por delante con una bandeja llena de copas y les dijo que sólo tardaría un momento más. Helen estudió el menú. —Habré terminado con mi parte de los planos en pocos meses —le dijo él—. Y ya no volveré a aburrirte con ese tema. —Cariño, no es que me aburras. Lo que pasa es que no quiero que se aproveche de ti. No te eligieron para eso. Decidiste no ejercer como arquitecto, ¿no te acuerdas? En caso contrario te habrías quedado en casa. —Cariño, quiero que sepas… —Bajó la voz—… que este proyecto en el que estamos trabajando es… —Muy importante, ya lo sé. Me lo has dicho y te creo. Pero luego, cuando te entran las dudas, reconoces que la parte que te ha tocado a ti es superflua y de todas maneras nunca se va a utilizar. Donald no recordaba haber dicho tal cosa. —Simplemente, me alegraré cuando termines —dijo ella—. Por mí como si pasan las barras de combustible por nuestro barrio. Que las entierren y las tapen, y así podremos olvidarnos del tema de una vez. Ése era otro problema. Donald pensó en las llamadas telefónicas y los mensajes de correo electrónico que le habían llegado desde el distrito, los titulares y los temores sobre la ruta que seguirían las barras de combustible desde el puerto al circunvalar Atlanta. Cada vez que Helen oía cualquier cosa sobre el proyecto, lo único en lo que podía pensar era en su marido, perdiendo el tiempo con aquello en lugar de hacer su trabajo de verdad. O en el hecho de que, si iba a dedicarse a eso, lo mismo podría haberse quedado en Savannah. Helen se aclaró la garganta. —Bueno… —titubeó un momento—. ¿Y Anna ha estado hoy en la obra? Le clavó la mirada por encima del borde de la copa y Donald comprendió, en aquel mismo instante, en qué pensaba realmente su mujer cada vez que surgía el tema del proyecto INS-COE y las barras de combustible. Era la inseguridad que le provocaba pensar que su marido estaba trabajando con ella, tan lejos de casa. —No. —Negó con la cabeza—. Lo cierto es que no tenemos por qué vernos en persona. Sólo intercambiamos planos. Hemos estado Mick y yo, sólo nosotros dos. Él se encarga de coordinar la mayoría de los materiales y las cuadrillas… En ese momento llegó el camarero, sacó una libreta del bolsillo del delantal y apretó el botón de su bolígrafo. —¿De beber? Donald pidió dos copas del Merlot de la casa. Helen declinó la oferta de un aperitivo. —Siempre que la menciono —dijo una vez que el camarero se alejó en dirección a la barra— me sales con Mick. Deja de cambiar de tema. —Por favor, Helen, ¿podemos no hablar de ella? —Donald entrelazó las manos sobre la mesa—. La he visto sólo una vez desde el comienzo del proyecto. He organizado las cosas de tal modo que no tenga que verla, porque sabía que no te haría gracia. No siento nada por ella, cielo. Absolutamente nada. Por favor. Ésta es nuestra noche. —¿Y trabajar con ella no está haciendo que te replantees las cosas? —¿Qué cosas? ¿Haber aceptado este proyecto? ¿O trabajar como arquitecto? —Las cosas… Todo. —Volvió a desviar la mirada hacia la otra mesa, la mesa que él tendría que haber reservado. —No. Dios, no. Cariño, ¿por qué dices algo así? El camarero volvió con el vino. Abrió la libreta de tapas negras y los miró a ambos. —¿Ya saben lo que quieren? Helen abrió el menú y apartó los ojos del camarero para mirar a Donald. —Yo voy a tomar lo de siempre. —Señaló lo que antes era un sencillo sándwich de queso a la parrilla con patatas fritas y ahora llevaba tomates verdes fritos, queso Gruyère, un glaseado de sirope de arce y patatas paja con un tartar. —¿Y para el señor? Donald estudió el menú. La conversación lo había alterado, pero sentía la presión de escoger y hacerlo cuanto antes. —Creo que voy a tomar algo diferente —dijo, y al instante se dio cuenta de que había escogido mal las palabras. 12 2110 Silo 1 El silo Doce se estaba desmoronando, y para cuando Troy y los demás llegaron a la sala de comunicaciones, flotaba en el aire el ruido de las conversaciones por radio y un fuerte olor a sudor. Había cuatro hombres apelotonados alrededor de un puesto de comunicaciones que normalmente tenía un solo operador. Su aspecto reflejaba a la perfección lo que sentía Troy. Aterrorizados y superados por los acontecimientos, parecían estar deseando hacerse un ovillo y esconderse en cualquier parte. Su pánico era la fuerza de Troy. Le permitía fingir. Podía mantener el control de las cosas. Dos de los hombres llevaban la camisa del pijama en lugar del mono naranja, lo que parecía indicar que los habían despertado para que acudieran a la sala. Troy se preguntó cuánto tiempo habría pasado antes de que se decidieran a llamarlo a él. —¿Qué novedades tenemos? —preguntó Saul al más veterano de los presentes, que tenía un auricular pegado a la oreja. El hombre se volvió. Su cabeza pelada relucía bajo la luz del techo y tenía las arrugas de la frente cubiertas de sudor y las cejas blancas enarcadas por la preocupación. —No consigo que nadie responda en el servidor —explicó. —Quiero oír las comunicaciones del Doce —dijo Troy mientras señalaba a uno de los otros trabajadores. Un hombre al que conocía hacía apenas una semana se quitó los cascos y pulsó un interruptor. Los altavoces de la sala escupieron una retahíla de gritos y órdenes superpuestos. Los demás dejaron lo que estaban haciendo y prestaron atención. Uno de los trabajadores, un hombre de treinta y tantos años, estaba revisando docenas de grabaciones en video. El caos reinaba por todas partes. En una de las escenas se veía una escalera de caracol rebosante de gente que intentaba avanzar a empujones. Una cabeza desapareció, alguien que había caído al suelo y que presumiblemente sería pisoteado por el resto al avanzar. Todos los ojos estaban abiertos de par en par y las mandíbulas apretadas o los labios separados en un grito. —A ver la sala de servidores —dijo Troy. El hombre que estaba en los controles tecleó algo. La escena del gentío desapareció, reemplazada por una imagen tranquila de los equipos, perfectamente inmóviles. Sobre las carcasas de los servidores y las planchas del suelo se reflejaban las luces parpadeantes de una llamada sin respuesta. —¿Qué ha pasado? —preguntó Troy. Sentía una calma inusitada. —Aún estamos tratando de averiguarlo, señor. Le pusieron una carpeta en las manos. Había varias personas en el pasillo asomadas al interior. La noticia estaba propagándose y comenzaba a reunirse una multitud. Troy sintió que un reguero de sudor le resbalaba por la nuca, pero también la misma calma espeluznante de antes, aquella resignación a un destino inevitablemente estadístico. Una voz desesperada, dominada por un pánico palpable, se abrió camino entre todas las que llegaban por la radio: —… Están entrando. Joder, están atravesando la puerta. Van a pasar… Todos los presentes en la sala de comunicaciones contuvieron el aliento. Los comentarios y la actividad cesaron un momento mientras escuchaban y esperaban. Troy estaba bastante seguro de saber a qué puerta se refería el hombre aterrorizado. Sólo una compuerta separaba la cafetería de la esclusa. Tendrían que haberla hecho más sólida. Muchas cosas tendrían que haber sido más sólidas. —Estoy solo aquí arriba, muchachos. Van a pasar. Mierda, van a pasar… —¿Es un ayudante? —preguntó Troy al tiempo que hojeaba los documentos de la carpeta. Había varios informes rutinarios del director de Informática del silo Doce. Ninguna alarma. Hacía dos años de la última limpieza. El índice de temor era de ocho la última vez que lo habían medido. Un poco alto, pero no demasiado. —Sí, creo que sí —asintió Saul. El hombre que estaba revisando las imágenes de video volvió a mirar a Troy. —Señor, vamos a tener un éxodo masivo. —Sus radios están apagadas, ¿no? Saul asintió de nuevo. —Hemos desconectado los repetidores. Pueden hablar entre ellos, pero nada más. Troy combatió el impulso de volverse hacia los rostros de los curiosos que observaban desde el pasillo. —Bien —dijo. En aquel tipo de situaciones, la prioridad era contener el brote. No dejar que se propagase a las células adyacentes. Era un cáncer. Había que extirparlo sin lamentar las pérdidas. La voz de la radio volvió a oírse entre chirridos: —Ya casi están, ya casi están, ya casi están… Troy trató de imaginarse la estampida, la presión de los seres humanos, la propagación del pánico. La Orden establecía con toda claridad la prohibición de intervenir, pero él se sentía como si tuviese la conciencia aturdida. Alargó una mano hacia el operador de radio. —Déjeme hablar con él —dijo Troy. Varias cabezas se volvieron en su dirección. Un grupo de personas que se regían estrictamente por el protocolo lo miraron aturdidas. Al cabo de un momento, alguien le puso el micrófono en la mano. Troy no vaciló. Pulsó el botón de transmisión. —¿Ayudante? —¿Hola? ¿Comisario? El operador de video pasó entre las distintas cámaras hasta que, de pronto, agitó una mano en el aire y señaló uno de los monitores. En una esquina de la pantalla se veía el número «72» y había un hombre con un mono plateado desplomado sobre una mesa. Tenía una arma en la mano y se veía un charco de sangre alrededor de un teclado. —¿Es el comisario? —preguntó Troy. El operador se secó la frente y asintió. —¿Comisario? ¿Qué hago? Troy pulsó el botón del micrófono. —El comisario está muerto —dijo al ayudante, sorprendido por la firmeza de su propia voz. Sin soltar el botón de transmisión se preguntó por la suerte de aquel desconocido. En aquel momento se acordó de que la mayoría de los moradores de los silos se creían solos. No sabían de la existencia de los demás ni de su verdadero propósito. Y ahora, de pronto, Troy había entrado en contacto con él, como una voz incorpórea llegada desde las nubes. En una de las pantallas apareció el ayudante, que tenía un comunicador en la mano, con un cable en espiral unido a un equipo de radio instalado en la pared. El número que se veía en la esquina era el «1». —Debe encerrarse usted en la celda —le dijo Troy, consciente de que la solución menos evidente era la mejor. Al menos de manera temporal—. Asegúrese de que tiene todas las llaves en su poder. Observó la reacción del ayudante en el monitor. Todos los presentes, tanto en la sala como en el pasillo, tenían la mirada clavada en el hombre de la pantalla. La puerta de la sala de seguridad superior era visible apenas en la imagen deformada de la vista de la cámara. Los bordes de la puerta parecían combarse hacia el exterior debido al efecto de las lentes. Y el centro de la puerta estaba combado hacia el interior debido a la fuerza de la multitud. Estaban aporreando la puerta. El ayudante no respondió. Soltó el micrófono y rodeó la mesa a toda prisa. Le temblaban las manos de tal modo que cuando las estiró hacia las llaves, la baja resolución de la cámara casi fue incapaz de captarlas. Una grieta apareció en el centro de la puerta. En la sala de comunicaciones alguien exhaló de manera audible. Troy sintió el impulso de perorar sobre las estadísticas. Había estudiado aquella situación y se había preparado para vivirla desde el otro extremo, para dirigir a un pequeño grupo de personas en caso de catástrofes, no para dirigirlas a todas. Puede que por eso estuviera tan calmado. Estaba presenciando un horror que tendría que haber vivido en primera persona, un horror al que debería haberse enfrentado antes de morir. Finalmente, el ayudante logró sacar las llaves. Atravesó la habitación a la carrera y desapareció. Troy se lo imaginó tratando de abrir la cerradura mientras la puerta reventaba hacia dentro y una multitud furiosa se abría paso a través de la grieta abierta en la superficie de madera. Era una puerta sólida y resistente, pero no lo suficiente. Era imposible saber si el ayudante había logrado ponerse a salvo. Pero tampoco es que importase demasiado. Era algo temporal. Todo era algo temporal. Si abrían las puertas, si lograban salir, sufrirían un destino mucho peor que el de ser pisoteado. —La compuerta interior de la esclusa está abierta, señor. Están tratando de salir. Troy asintió. Seguramente el problema se había iniciado en Informática y se había propagado a partir de allí. Puede que el responsable fuese el jefe, pero lo más probable es que hubiera sido su sombra. Alguien que tenía acceso a los códigos de anulación. Ésa era la maldición: tenía que haber alguien al mando, una persona tenía que guardar los secretos. Podría ser que hubiera alguien que no pudiera hacerlo. Era un hecho estadísticamente predecible. Se recordó a sí mismo que era algo inevitable, que las cartas ya estaban repartidas y que sólo había que esperar a que la partida siguiese su curso hasta el final. —Señor, una brecha. La compuerta exterior. —Active las bombonas. Ya —ordenó Troy. Saul llamó a la sala de control del otro lado del pasillo y transmitió la orden. En la pantalla, una neblina blanca inundó la esclusa. —Cierren la sala de servidores —añadió Troy—. Bloquéenla. Había memorizado esa parte de la Orden. —Asegúrense de que disponemos de la copia de seguridad más reciente, por si acaso. Y conéctela a nuestro sistema eléctrico. —Sí, señor. Los presentes que tenían algún cometido parecían menos nerviosos que los otros, que no podían hacer otra cosa que moverse en el sitio mientras observaban y escuchaban. —¿Y la imagen exterior? —preguntó Troy. La imagen del gentío que trataba de avanzar a empujones en medio de una nube blanca fue reemplazada por otra, una amplia toma exterior de una claustrofóbica muchedumbre cuyos miembros caían de rodillas y se arañaban la cara y el cuello mientras, a su alrededor, una nube se propagaba en todas direcciones desde la abarrotada rampa. Nadie en la sala de comunicaciones se movió o dijo palabra alguna. Sonó un grito ahogado procedente del pasillo. Troy no tendría que haber permitido que se quedaran a mirar. —De acuerdo —dijo—. Desconéctenlo. La imagen del exterior se puso negra. No tenía ningún sentido presenciar la lucha de la multitud por regresar o asistir a la muerte de un montón de hombres y mujeres aterrorizados en aquellas colinas. —Quiero saber por qué ha sucedido. —Troy se volvió y estudió a todos los presentes—. Quiero saberlo y también quiero saber lo que vamos a hacer para impedir que se repita. —Devolvió la carpeta y el micrófono a los hombres de los puestos—. No se lo comuniquen aún a los jefes de los demás silos. Al menos hasta que tengamos respuestas para las preguntas que sin duda nos plantearán. Saul levantó una mano. —¿Y la gente que queda dentro del Doce? —La única diferencia entre los habitantes del silo Doce y los del Trece es que en el Doce no habrá futuras generaciones. Nada más. Todos los habitantes de los silos morirán más tarde o más temprano. Todos moriremos, Saul. Incluso nosotros. Simplemente, a ellos les ha tocado hoy. —Señaló el monitor apagado con la cabeza y trató de no imaginarse lo que estaría sucediendo realmente en el interior de aquel lugar—. Sabíamos que esto podía pasar y que no será la última vez. Concentrémonos en los demás. Procuremos aprender de lo sucedido. Hubo gestos de asentimiento por toda la sala. —Quiero informes individuales antes de que termine el turno —dijo Troy. Por primera vez se sentía como si realmente estuviera al mando de algo—. Y si logramos contactar con alguien de Informática del Doce, interróguenlo a fondo. Quiero saber quién, cómo y por qué. Varios de los exhaustos ocupantes de la sala se pusieron tensos un momento y luego fingieron que estaban atareados. La multitud del pasillo se disolvió al comprender que el espectáculo había terminado y el jefe se encaminaba en su dirección. El jefe. Troy sentía en su plenitud la realidad de su puesto por primera vez, el peso de la responsabilidad. De regreso a su oficina lo siguieron los murmullos y las miradas de reojo. Hubo cabeceos de aprobación y simpatía, gente que daba gracias por ocupar un puesto inferior al suyo. Troy pasó por delante de todos ellos. «Otros intentarán escapar», pensó. Por muchas precauciones que tomaran, era imposible crear un sistema infalible. Lo máximo que podían hacer era planificar, hacer acopio de provisiones y suministros, no pararse a llorar por el cilindro abandonado y muerto y centrar sus esperanzas y esfuerzos en los demás. Al volver a su despacho, cerró la puerta y se apoyó en ella un momento. Sentía el mono pegado a la espalda debido a la fina película de sudor que le había provocado la acelerada caminata. Respiró hondo varias veces antes de acercarse a la mesa y apoyar las manos sobre su copia de la Orden. Seguía temiendo que sus creadores se hubieran equivocado. ¿Cómo podía planificar cualquier eventualidad una sala llena de doctores? ¿De verdad serían más fáciles las cosas con el paso de las generaciones, a medida que la gente olvidara y se esfumaran los susurros de los supervivientes originales? Troy no estaba tan seguro. Observó la pared de los planos, con uno de gran tamaño en el que se veían todos los silos esparcidos por las colinas, cincuenta círculos separados entre sí como las estrellas de la antigua bandera a la que había servido antaño. Un potente estremecimiento recorrió el cuerpo de Troy: sus hombros, sus codos y sus manos se retorcieron. Tuvo que agarrarse al borde de la mesa hasta que pasó. Abrió el primer cajón, sacó un rotulador rojo y se acercó al enorme mapa, con el pecho contraído aún por los temblores. Antes de que tuviese tiempo de pensar en la perdurabilidad de lo que iba a hacer, antes de que pudiese darse cuenta de que la marca que iba a trazar quedaría a la vista de todos los turnos futuros, antes de plantearse siquiera que podía convertirse incluso en una tendencia, en una acción imitada por sus sucesores, estampó una gruesa «X» sobre el silo Doce. El rotulador chirrió al avanzar violentamente sobre el papel. Fue como si llorase. Troy parpadeó para ahorrarse la borrosa visión de la X roja y cayó de rodillas. Se inclinó hacia delante hasta apoyar la frente contra el grueso haz de planos, que crujieron y se arrugaron mientras su pecho se estremecía con fuertes sollozos. Con las manos en el regazo y los hombros encorvados bajo el peso de otra tarea que le había sido impuesta, Troy lloró. Lloró en silencio, para que no pudieran oírlo desde el otro lado del pasillo. 13 2049 Hospital RYT, centro médico Dwayne Donald había visitado una vez el Pentágono, dos veces la Casa Blanca y entraba y salía del Capitolio una docena de veces por semana, pero nada de lo que había visto en la capital lo había preparado para la seguridad del Centro Médico Dwayne. Los larguísimos controles lograron que la reunión con el senador, por muy larga y aburrida que pudiera llegar a ser, pareciese una perspectiva deseable. Cuando por fin pasó por los escáneres de cuerpo entero que había a la entrada del ala de nanobiotecnología, lo habían obligado a desvestirse, le habían dado un par de pijamas médicos de color verde, le habían tomado una muestra de sangre y habían utilizado toda clase de escáneres y luces brillantes para sondear sus ojos y grabar —según ellos— el patrón de capilaridad infrarroja de su cara. Unas gruesas puertas y unos individuos fornidos bloqueaban todos los pasillos de la sala NBT. Al ver a los agentes del servicio secreto —a los que sí les habían permitido conservar los trajes y las gafas negras— supo que se estaba acercando. Una enfermera lo escaneó desde la última puerta de acero inoxidable. La cámara nanobiótica lo esperaba al otro lado. Donald observó con cautela las enormes máquinas. Hasta entonces sólo las había visto en la televisión y en persona parecían todavía más grandes. Era como si hubiesen amarrado un pequeño submarino a los pisos superiores del RYT. De su curvado e inmaculado exterior de color blanco salían gruesos haces de cables. Tenían una serie de pequeñas ventanas de cristal a lo largo de toda su superficie que recordaban a los ojos de buey de los barcos. —¿Seguro que puedo entrar sin peligro? —preguntó a la enfermera—. Porque siempre puedo esperar y verlo cuando salga. La enfermera sonrió. No debía de tener ni treinta años y llevaba el cabello castaño recogido detrás de la cabeza, en un peinado bonito y sencillo. —Es perfectamente seguro —le confirmó—. Los nanos no interactuarán con su cuerpo. Muchas veces tratamos a varios pacientes en una sola cámara. Lo condujo hasta un extremo de la máquina y giró la rueda de cierre. La escotilla se abrió con el sonido de despegue de los sellos de goma y dejó escapar una leve exhalación de aire provocada por las diferencias de presión. —Y si es tan seguro, ¿por qué tiene unas paredes tan gruesas? La enfermera soltó una risilla. —No le pasará nada —dijo mientras lo invitaba a entrar en la cámara—. Cuando cierre la puerta, oirá un leve zumbido y pasarán unos segundos antes de que se abra la escotilla. Sólo tiene que girar la rueda y empujarla para abrir. —Sufro un poco de claustrofobia —admitió Donald. «Dios, escúchate». Era un hombre adulto. ¿Por qué no podía decir que no quería pasar y punto? ¿Por qué dejaba que lo obligaran a hacer esto? —Usted limítese a entrar, señor Keene. La enfermera le apoyó una mano en la parte baja de la espalda. Por alguna razón, la presión de la mujer joven y bonita que lo estaba mirando fue más fuerte que el abyecto terror que le inspiraba aquella cápsula colosal, con sus máquinas invisibles. Se encogió y, casi sin darse cuenta, con la garganta agarrotada por el miedo, agachó la cabeza para cruzar la escotilla. La puerta que había quedado atrás se cerró con estruendo y lo dejó encerrado en un espacio que a duras penas habría podido albergar a dos personas. Con un chasquido, los cierres penetraron en la jamba. A ambos lados había sendos bancos plateados que salían de las paredes curvas. Trató de quedarse en pie, pero su cabeza rozaba el techo. Un intenso zumbido invadió la cámara. Donald sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y que la atmósfera se cargaba de electricidad. Buscó un intercomunicador, algún medio para hablar con el senador sin tener que seguir adelante. Empezó a sentir que no podía respirar. Necesitaba salir. En la compuerta exterior no había rueda de cierre. No tenía control alguno sobre la situación… Los cierres de la escotilla interior emitieron un chasquido. Donald se abalanzó hacia la compuerta e intentó abrirla. Contuvo la respiración mientras salía de la pequeña esclusa y penetraba en la cámara más espaciosa que ocupaba el centro de la cápsula. —¡Donald! —El senador Turman levantó la vista del grueso libro que estaba leyendo. Estaba sentado sobre un alargado banco que recorría el cilindro de lado a lado. Sobre una pequeña mesa había un cuaderno y una pluma. Una bandeja de plástico contenía los restos de su cena. —Hola, señor —dijo Donald sin apenas separar los labios. —No te quedes ahí, pasa, que se escapan esos cabroncetes. En contra de todos sus impulsos, Donald terminó de entrar en la cápsula y cerró la compuerta. El senador Turman se echó a reír. —Puedes respirar, hijo. Si quisieran, también podrían metérsete a través de la piel. Donald exhaló y se estremeció. Puede que fuese su imaginación, pero le parecía sentir pequeños alfilerazos por toda la piel, picaduras como las de los minúsculos mosquitos de Savannah en los días de verano. —No puedes sentirlos —le aseguró el senador Turman—. Es tu imaginación. Nos distinguen perfectamente. Donald bajó la mirada y vio que se estaba rascando el brazo. —Siéntate —dijo Turman mientras señalaba el asiento que tenía enfrente. Llevaba el mismo pijama verde que Donald y tenía el rostro cubierto por una barba de varios días. Donald se fijó en que el otro extremo de la cápsula daba a un pequeño baño con una ducha de manguera flexible colgada de la pared. Turman bajó los pies descalzos del banco, cogió una botella de agua medio vacía y tomó un trago. Donald, obediente, se sentó. Tenía el cuerpo cubierto por una fina capa de sudor nervioso y le picaba. Al final del banco había un montón de mantas dobladas y unos cuantos almohadones. Vio que el banco podía convertirse en una pequeña cama, pero no consiguió imaginarse cómo podía dormir nadie en aquel sarcófago sellado. —¿Quería verme, señor? —dijo tratando de impedir que se le quebrara la voz. El aire le sabía metálico, como si las máquinas que contenía estuviesen dejándole un regusto en la lengua. —¿Quieres beber algo? —El senador abrió una pequeña nevera que había bajo el banco y sacó una botella de agua. —Gracias. —Donald aceptó la botella, pero en lugar de abrirla, se limitó a disfrutar de la sensación de frescor en la palma de la mano—. Mick me ha dicho que lo ha puesto al día. —Sintió deseos de añadir que aquella reunión le parecía innecesaria. Turman asintió. —Así es. Nos vimos ayer. Es un muchacho muy fiable. —El senador sonrió y asintió con la cabeza—. Lo más irónico es que probablemente vuestra promoción sea la mejor que ha visto el Capitolio desde hace mucho tiempo. —¿Y eso qué tiene de irónico? Turman desechó la pregunta con un ademán. —¿Sabes lo que más me gusta de este tratamiento? «¿Que le permitirá vivir prácticamente para siempre?», estuvo a punto de soltar Donald. —Que me da tiempo para pensar. Unos cuantos días aquí dentro, sin aparatos electrónicos ni otra cosa que libros para leer y algo para escribir… Te aclara la cabeza, en serio. Donald optó por guardarse sus opiniones. No quería admitir lo incómodo que lo hacía sentir aquel procedimiento, lo aterrador que resultaba estar en aquella habitación en aquel momento. La idea de que unas máquinas microscópicas estaban recorriendo el cuerpo del senador, revisando sus células una a una y realizando reparaciones, lo repelía. Decían que la orina se volvía de color carbón cuando las máquinas se desactivaban. Se echó a temblar sólo de pensarlo. —Es magnífico, ¿no te parece? —preguntó Turman. Aspiró hondo y soltó el aire poco a poco—. Este silencio. Donald no respondió. Se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración otra vez. Turman bajó la mirada hacia el libro que tenía en el regazo y luego la levantó para estudiar a Donald. —¿Sabías que tu abuelo me enseñó a jugar al golf? Donald se echó a reír. —Sí. He visto las fotos de los dos. —En su cabeza apareció por un instante la imagen de su abuela hojeando los viejos álbumes de fotos. Tenía la anticuada costumbre de imprimir en papel las fotografías que guardaba en el ordenador, para ponerlas en álbumes de fotos. Decía que cuando las veía así le parecían más reales. —Tu hermana y tú siempre habéis sido como de la familia para mí — dijo el senador. Aquella repentina demostración de franqueza le resultaba incómoda. La cápsula tenía un pequeño respiradero en una esquina por el que entraba aire, pero aun así hacía calor. —Se lo agradezco, señor. —Te quiero en el proyecto —dijo Turman—. Hasta el final. Donald tragó saliva. —Estoy plenamente comprometido, señor, se lo aseguro. Turman levantó una mano y negó con la cabeza. —No, no me refiero a… —Bajó la mano y lanzó una mirada de reojo hacia la puerta—. Antes pensaba que ya no se podía ocultar nada. En esta época, me refiero. Está todo ahí, ¿sabes? —Agitó los dedos en el aire—. Joder, te has presentado a un cargo y has pasado por todo eso. Ya sabes cómo va la cosa. Donald asintió. —Sí. He tenido que reconocer algunas cosas. El senador juntó las manos formando un cuenco. —Es como tratar de contener el agua sin que se escape ni una gota. Donald asintió de nuevo. —Ya ni le pueden hacer una mamada al presidente sin que se entere todo el mundo. La expresión de confusión de Donald provocó un nuevo ademán de Turman. —Una cosa de hace unos años. Pero la cuestión, lo que he aprendido tanto en Washington como en el extranjero, es ésta: lo que se filtra son sólo las tonterías. Los pecadillos. Las cosas vergonzosas, no los asuntos de vida o muerte. ¿Quieres invadir otro país? Mira el Día D. Coño, mira lo de Pearl Harbor. O el 11S. No es problema. —Perdone, señor, no sé adónde… Turman alargó bruscamente la mano y sus dedos pellizcaron el aire. Por un momento, Donald pensó que estaba diciéndole que guardase silencio, pero entonces el senador se inclinó hacia él y le acercó las yemas de los dedos en aquella posición, como si hubiera atrapado un mosquito. —Mira —dijo. Donald se acercó, pero no logró distinguir nada. Negó con la cabeza. —No veo nada, señor… —Exacto. Y tampoco lo verías venir. En eso han estado trabajando esas víboras. El senador Turman separó los dedos y se miró el pulgar un instante. Sopló sobre él. —Pueden deshacer cualquier cosa que puedan hacer estos cachorros. Levantó la mirada hacia Donald. —¿Sabes por qué entramos en Irán la primera vez? No por las armas nucleares, eso ya te lo digo yo. Me he arrastrado por todos los agujeros que se han abierto en esas dunas y te digo que esas ratas escondían un tesoro mucho más importante que las armas nucleares. Verás, habían averiguado cómo atacarnos sin que los viéramos, sin tener que volarse a sí mismos por los aires y sin ninguna repercusión. Donald tenía la certeza de que no estaba autorizado a oír nada de aquello. —Bueno, en realidad, más que descubrirlo por sí mismos, se lo robaron a los israelíes. —Le dirigió una sonrisa a Donald—. Así que, claro, tuvimos que empezar a jugar al escondite. —No entiendo… —Estos bichitos están programados para trabajar con mi ADN, Donny. Piensa en ello. ¿Alguna vez te han hecho un estudio de procedencia genética? —Miró a Donald de arriba abajo, como si fuese un chucho callejero—. ¿Qué eres, por cierto? ¿Escocés? —Puede que irlandés, señor. Sinceramente, no sabría decirle. —No quería admitir que era algo que no le importaba. Parecía que a Turman sí, y mucho. —Bueno, el caso es que estos cabroncetes sí lo sabrían. Si alguna vez consiguen perfeccionarlos, me refiero. Podrían decirte hasta de qué clan procedes. Y en eso estaban trabajando los iraníes; en una arma invisible e imparable, una arma que si decide que eres judío, o que tienes aunque sea una gota de sangre judía en el cuerpo… —Se pasó el pulgar por delante del cuello. —Creía que nos habíamos equivocado en eso. No encontramos armas biológicas en Irán. —Porque las destruyeron. Por control remoto. Puf. —El anciano abrió los ojos de par en par. Donald se echó a reír. —Habla usted como uno de esos teóricos de la conspiración… El senador Turman se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en la pared. —Donny, los teóricos de la conspiración hablan como nosotros. Donald esperó a que el senador se echara a reír. O sonriese. No hizo ninguna de las dos cosas. —¿Qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó—. ¿O con el proyecto? Turman cerró los ojos, con la cabeza aún inclinada hacia atrás. —¿Sabes por qué son tan bonitas las puestas de sol de Florida? Donald sintió deseos de gritar. Sintió deseos de aporrear la puerta hasta que lo sacaran de allí con una camisa de fuerza. Lo que hizo fue tomar un trago de agua. Turman entreabrió un ojo. Volvió a estudiarlo. —Por la arena de África que arrastra el viento desde el otro lado del Atlántico. Donald asintió. Ya entendía adónde quería ir a parar el senador. Había oído cosas muy similares en boca de los agoreros que aparecían en los canales de noticias de veinticuatro horas, diciendo que las toxinas y las máquinas microscópicas pueden dar la vuelta al mundo, como las semillas y el polen llevan milenios haciendo. —Se está acercando, Donny. Lo sé. Tengo ojos y oídos por todas partes, incluso aquí dentro. Te he pedido que te reúnas conmigo aquí porque quiero que estés invitado a la fiesta de después. —¿Señor? —Tú y Helen, los dos. Donald se rascó el brazo y miró la puerta de reojo. —De momento sólo es un plan de emergencia, ¿comprendes? Hay planes previstos para todo. Montañas donde el presidente podrá esconderse llegado el caso. Pero necesitamos otra cosa. Donald se acordó del congresista de Atlanta y sus tonterías sobre zombis y el CDC. Lo que estaba oyendo se parecía bastante a aquello. —Con mucho gusto participaré en cualquier comité que usted considere importante… —Bien. —El senador cogió el libro de su regazo y se lo ofreció a Donald—. Lee esto —dijo. Donald examinó la tapa. Le resultaba familiar, sólo que éste no estaba en francés y decía: «La Orden». Abrió el grueso volumen por una página al azar y comenzó a hojearlo. —A partir de ahora, ésa es tu biblia, hijo. Cuando estuve en la guerra, conocí a chicos que no te llegaban ni a la altura de las rodillas y que se sabían el Corán entero de memoria. Hasta el último versículo, joder. Pues no espero menos de ti. —¿De memoria? —Hasta donde te sea posible. No te preocupes. Tienes un par de años. Donald enarcó las cejas con sorpresa y estudió el lomo del libro. —Me alegro. Me van a hacer falta. —Quería saber si aquello supondría un ascenso y si tendría que participar en mil reuniones de algún comité. Parecía algo absurdo, pero no podía decirle que no al viejo teniendo en cuenta que tenía que presentarse a la reelección cada dos años. —Muy bien. Bienvenido a bordo. —Turman se inclinó hacia adelante y le ofreció la mano. Donald trató de colocar la palma de la suya lo más adelante posible. De este modo, los apretones del anciano dolían bastante menos—. Ya puedes irte. —Gracias, señor. Se levantó y exhaló un suspiro de alivio. Con el libro entre los brazos, se encaminó hacia la puerta de la cámara. —Ah, Donny, una cosa. Se volvió. —¿Sí, señor? —La Convención Nacional es dentro de un par de años. Ponlo en tu agenda. Y asegúrate de que Helen también va. Donald sintió que se le ponía la carne de gallina. ¿Significaba una posibilidad de ascenso real? ¿Tal vez incluso un discurso en el escenario principal? —Desde luego, señor. —Se dio cuenta de que estaba sonriendo. —Oh, y me temo que no he sido totalmente sincero contigo con respecto a los bichitos que hay aquí. —¿Perdone? —Donald tragó saliva. Su sonrisa se esfumó. Tenía una mano apoyada en la rueda de cierre. Su mente volvió a jugarle malas pasadas: sintió de nuevo el regusto metálico en la lengua y los pinchazos por toda la piel. —Algunos de estos cabroncetes sí que son para ti. El senador Turman se lo quedó mirando un instante y luego se echó a reír a mandíbula batiente. Donald se volvió y, con la frente perlada por una cristalina película de sudor, comenzó a girar la rueda con la mano que no tenía ocupada. Hasta que no hubo cerrado la escotilla y los sellos amortiguaron el ruido de las carcajadas del senador no pudo volver a respirar. A su alrededor, el aire emitió un zumbido, una descarga de estática para acabar con cualquier nanomáquina que hubiera logrado escapar. Donald exhaló con más fuerza de la habitual y salió de allí con paso poco firme. 14 2110 Silo 1 Los loqueros mantuvieron cerrada la puerta de Troy y le llevaron las comidas mientras analizaba los informes del silo Doce en completa soledad. Había colocado las páginas sobre el teclado, lejos del borde de la mesa. De este modo, cuando se le escapaba alguna lágrima, no manchaba el papel. Por alguna razón, no podía dejar de llorar. Los loqueros que habían confeccionado la estricta dieta a la que estaba sometido le habían retirado la medicación durante dos días, tiempo suficiente para que Troy pudiese recopilar todos sus descubrimientos en estado de lucidez, sin el aturdimiento que provocaban las pastillas. Tenía una fecha límite. Una vez que redactase sus notas definitivas, le darían algo para combatir el dolor. Las imágenes de los agonizantes interferían con sus pensamientos, los recuerdos del exterior, de la gente que se asfixiaba caída de rodillas. Troy recordaba haber dado la orden. Lo que más lamentaba era que otro hubiera tenido que pulsar el botón. La retirada de la medicación había hecho aflorar otros recuerdos fortuitos, que igualmente lo atormentaban. Empezó a acordarse de su padre y de cosas que habían sucedido antes de la orientación. Luego comenzó a preocuparlo el hecho de que los miles de millones que habían perecido le provocasen sólo un pequeño malestar en las entrañas, mientas que los pocos miles que habían muerto tratando de salir del silo Doce le hiciesen sentir ganas de tumbarse, hecho un ovillo, y dejarse morir. Los informes que descansaban sobre su teclado contaban la historia de una sombra que había sucumbido a la desesperación, de una directora de Informática que no se había percatado del abismo que estaba abriéndose a sus pies y de un jefe de Seguridad honesto que había tomado una mala decisión. Lo único que había pasado era que un grupo de gente aparentemente decente había colocado a la persona equivocada en el poder y luego había pagado las consecuencias de su inocente decisión. Los códigos de identificación de los videos estaban en los márgenes. Le recordaban a un viejo libro que había leído en su día. Las referencias tenían un estilo similar. «Jason 2:17» identificaba uno de los videos de la sombra de la directora de Informática. Troy siguió la acción desde su monitor. Había un joven de unos veinte años, poco más o menos, sentado en el suelo de la sala de los servidores. Estaba de espaldas a la cámara y se veían las esquinas de una bandeja de plástico en su regazo. Estaba inclinado sobre la comida y las protuberancias óseas de su columna vertebral proyectan sombras de forma redondeada sobre la tela del mono, en su espalda. Troy lo observaba con atención. Miró de reojo el informe para comprobar el código de la hora. No quería perdérselo. En el video, el codo derecho de Jason se movía adelante y atrás. Parecía que estaba comiendo. El momento se aproximaba. Troy hizo un esfuerzo para no parpadear, a pesar de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Un ruido sobresaltó a Jason. La joven sombra de la directora de Informática volvió la mirada hacia un lado y su perfil se hizo visible por un momento, un rostro anguloso y enjuto tras semanas de privación. Cogió la bandeja de su regazo. Era la primera vez que Troy podía ver que llevaba el mono arremangado. Y entonces, mientras el muchacho pugnaba con los puños para volver a bajárselos, vio las líneas paralelas que recorrían sus antebrazos y se dio cuenta también de que en la bandeja no había nada parecido a un cuchillo. En el resto del video se veía a Jason hablando con la directora de Informática, que lo trataba con actitud maternal y delicada, le tocaba el brazo e incluso le apretaba el codo un par de veces. Troy podía imaginarse su voz. Había hablado con ella en un par de ocasiones para recibir sus informes. Incluso habían programado una conversación con Jason para dentro de pocas semanas con el fin de oficializar su nombramiento. El video terminaba cuando Jason volvía a meterse en el espacio que había bajo el suelo de la sala de los servidores, una sombra tragada por otras sombras. La directora de Informática, la verdadera líder del silo Doce, se quedaba allí un momento, con la mano en la barbilla. Parecía tan viva… Troy sintió el impulso pueril de alargar la mano y pasar los dedos por el monitor, como forma de otorgar su reconocimiento a aquel fantasma, de disculparse por haberla dejado caer. Pero entonces vio algo que se les había pasado por alto y no figuraba en los informes. El cuerpo de la mujer se volvía bruscamente hacia la escotilla y se detenía, permanecía allí parada un momento y al fin se daba media vuelta. Troy utilizó el control deslizante de la parte inferior de la pantalla para reproducir el video de nuevo. Allí estaba ella, acariciando el hombro de su sombra, hablando con él, mientras Jason asentía. Volvió a apretarle el codo, preocupada por él. Jason le aseguró que todo iba bien. Cuando se marchó, cuando ella se quedó sola, las dudas y los miedos la dominaron. Troy no podía asegurarlo, pero lo sintió. Ella se había dado cuenta de que la oscuridad estaba abriéndose a sus pies, pero aún tenía la ocasión de destruirla. Con el rostro contraído de preocupación, se volvió por un instante hacia allí, pero entonces se lo pensó mejor y se marchó. Troy detuvo el video, tomó algunas notas y anotó los momentos exactos. Los loqueros tendrían que verificar sus conclusiones. Hojeó los papeles mientras se preguntaba si había algo que tenía que volver a ver. Una mujer decente había terminado asesinada porque no había sido capaz de matar para proteger. Y un jefe de Seguridad había dejado suelto a un monstruo que había dominado el arte de ocultar su dolor, un joven que había aprendido a manipular a los demás para conseguir lo que deseaba, que era salir. Redactó sus conclusiones. Era una edad peligrosa para ser sombra, escribió en su informe. Se trataba de un muchacho de unos veinte años, una edad rica en dudas y escasa en capacidad de control. Troy se preguntó en el informe si alguien de esa edad podía estar capacitado para cumplir con aquella tarea. Hizo mención al primer jefe de Informática al que había examinado, a la pregunta que le había hecho el muchacho sobre las historias que contaba su bisabuela demente. ¿Era correcto exponer a alguien a esas verdades? ¿Cabía esperar que alguien recibiese tales golpes a una edad tan frágil sin saltar en pedazos? Lo que no escribió (pero se preguntaba) era si alguien, de cualquier edad, podía estar preparado para algo semejante. Había precedentes, escribió, para limitar el acceso a determinados puestos de autoridad en función de la edad. Y aunque el resultado sería que tendrían mandatos más cortos —lo que significaba someter a más almas desgraciadas al abuso del encierro en el que se les revelaba el Legado—, ¿no era mejor tener que recurrir con más frecuencia a un proceso moralmente cuestionable que correr tales riesgos? Sabía que su informe no tenía demasiada importancia. Era imposible planificar la locura. Con el número suficiente de revoluciones y elecciones, de traspasos de poder, más tarde o más temprano un loco acabaría con las riendas en sus manos. Era inevitable. Y la eventualidad estaba integrada en sus cálculos. Por eso habían construido tantos silos. Se levantó de la mesa, caminó hasta la puerta y le dio una sonora palmada. En una esquina de la oficina, una impresora emitió un zumbido y escupió cuatro páginas. Troy las cogió: informes sobre los que habían muerto y los que todavía estaban muriendo. Aún estaban calientes cuando los introdujo en la carpeta, pero podía sentir cómo a las páginas impresas se les escurría el calor y la vida. Pronto estarían tan frías como el aire que las rodeaba. Cogió una pluma de su mesa y firmó al pie. Una llave crujió en la cerradura antes de que se abriese la puerta. —¿Ya ha terminado? —preguntó Victor. El psiquiatra de pelo cano se detuvo al otro lado de su mesa y volvió a guardarse las llaves en el bolsillo. Llevaba un vasito de plástico en la mano. Troy le entregó la carpeta. —Los indicios estaban ahí —dijo al médico—, pero nadie hizo nada. Victor cogió la carpeta con una mano mientras le tendía el vaso de plástico con la otra. Troy introdujo algunos códigos en el ordenador para borrar su copia de los videos. Las cámaras no servían de nada para predecir y prevenir este tipo de problemas. Había demasiadas. No había personal suficiente para vigilar una población entera. Estaban ahí para que, después, pudieran hurgar entre los escombros. —Tiene buena pinta —dijo Victor mientras hojeaba el informe. El vaso de plástico quedó sobre la mesa de Troy, con sus dos pastillas dentro. Habían incrementado la dosis hasta los niveles que tomaba al comienzo del turno, un pequeño extra para combatir el dolor. —¿Quiere que le traiga un poco de agua? Troy negó con la cabeza. Titubeó. Apartó la mirada del vaso y se dirigió a Victor: —¿Cuánto tiempo crees que tardará? El silo Doce, me refiero. En quedarse sin gente. Victor se encogió de hombros. —No mucho, supongo. Días. Troy asintió. Victor lo observó con detenimiento. Troy echó la cabeza hacia atrás y las pastillas, rodando desde el fondo del vaso, pasaron entre sus labios temblorosos. Sintió su sabor amargo en la lengua. Fingió que se las tragaba. —Siento que haya pasado en su turno —comentó Victor—. Sé que no era el trabajo que pensaba que iba a desempeñar. Troy asintió. —Lo cierto es que me alegro de que me haya tocado a mí —replicó al cabo de un momento—. No me habría gustado que hubiese tenido que hacerlo otro. Victor posó una mano sobre la carpeta. —Incluiré una mención positiva sobre usted en mi informe. —Gracias —dijo Troy. Aunque no sabía muy bien por qué. Victor agitó la carpeta en el aire a modo de despedida y finalmente se volvió y regresó a su mesa, al otro lado del pasillo, donde podría sentarse y mirar de vez en cuando a Troy. En el breve momento que tardó en llegar hasta allí, de espaldas a Troy, éste escupió las pastillas en la palma de su mano. Movió el ratón para encender el monitor y poder iniciar una partida de solitario y dirigió una mirada sonriente hacia Victor, que respondió con otra sonrisa. Las dos pastillas, aún pegajosas por la capa exterior medio disuelta por su saliva, estaban escondidas en la otra mano. Cansado de olvidar, Troy había decidido empezar a recordar. 15 2049 Savannah, Georgia Donald circulaba a toda velocidad por la 17. Una luz roja parpadeante en el salpicadero le advertía de que había excedido el límite de velocidad. Pero le daba igual que lo detuvieran, que le pusieran una multa o que el seguro se le pusiese por las nubes. Todo le parecía trivial. El hecho de que su coche tuviese circuitos que controlaban todo lo que hacía era una broma en comparación con la sospecha de que su torrente sanguíneo contenía unas máquinas que estaban haciendo exactamente lo mismo. Los neumáticos chirriaron al salir de la autopista a demasiada velocidad. Se incorporó a Berwick Boulevard como un cohete y la luz de las farolas parpadeó en rápida sucesión sobre el cristal del parabrisas al pasar por debajo de ellas. Donald desvió un momento la mirada hacia su regazo y le pareció ver que el libro de letras doradas palpitaba al ritmo generado por el paso de las luces. La Orden. La Orden. La Orden. Había leído lo suficiente para empezar a preocuparse, para preguntarse dónde se había metido. Helen tenía razón al advertirlo, aunque se había equivocado al medir la magnitud del peligro. Al entrar en su vecindario, Donald recordó una conversación que habían mantenido mucho antes. Ella le suplicó que no se presentara a las elecciones y le dijo que no podría arreglar nada allí arriba, pero en cambio corría el peligro de que se rompiera algo en casa. Cuánta razón tenía. Aparcó junto a la casa, en la calle. El Jeep de su mujer ocupaba la entrada. Un hábito adquirido en su ausencia, otro detalle que le recordaba que ya no vivía allí, que había dejado de tener un hogar de verdad. Dejó el equipaje en el maletero y salió sólo con el libro y las llaves. El tomo ya pesaba bastante. Al acercarse al porche, la célula fotoeléctrica activó las luces de la entrada. Vio una figura al otro lado de la ventana y oyó unos frenéticos arañazos detrás de la puerta. Helen abrió y Karma salió como una exhalación, sacudiendo la cola de un lado a otro y con la lengua fuera. En las pocas semanas que había estado fuera había crecido muchísimo. Donald se agachó, le acarició la cabeza a la perra y dejó que le lamiese la mejilla. —Buena chica —dijo. Intentaba parecer alegre. Pero su hogar intensificaba la fría vaciedad que sentía dentro del pecho. Las cosas que tendrían que haberlo reconfortado no conseguían sino hacerlo sentir peor. —Hola, cielo —saludó mientras dirigía una mirada sonriente hacia su esposa. —Llegas temprano. Helen le echó los brazos al cuello al levantarse. Karma se sentó y gimoteó al tiempo que barría el asfalto con la cola. El beso de su esposa le supo a café. —He podido coger un vuelo anterior. Se volvió hacia las calles a oscuras del vecindario. Ya, como si alguien tuviera la necesidad de seguirlo… —¿Dónde está el equipaje? —Lo sacaré por la mañana. Venga, Karma, vamos a casa. —Condujo a la perra hacia la puerta. —¿Va todo bien? —preguntó Helen. Donald entró en la cocina. Dejó el libro sobre la repisa y buscó un vaso en una de las alacenas. Su mujer lo miró con preocupación al ver que sacaba también una botella de brandy. —¿Qué sucede, cielo? —Puede que nada —respondió él—. Están locos… —Se sirvió tres dedos de licor y luego se volvió hacia Helen y levantó la botella para ver si también quería. Ella negó con la cabeza—. Claro que —continuó—, puede que sí pase algo. —Se sirvió otro trago. Su otra mano no había soltado aún el cuello de la botella. —Cielo, te comportas de una manera muy rara. Ven a sentarte. Quítate el abrigo. Donald asintió y dejó que su mujer lo ayudase a quitárselo. Se aflojó la corbata, y al ver la expresión de preocupación de su esposa, comprendió que era un reflejo de la suya. —¿Qué harías si creyeses que todo se va a ir al garete? —preguntó a su mujer—. ¿Qué harías? —¿Si qué? ¿Hablas de nosotros? Oh, te refieres a la vida. ¿Es que ha muerto alguien, cariño? Cuéntame lo que pasa. —No, alguien no. Todo el mundo. Entero. Se metió la botella bajo el brazo y, con el libro y el vaso en las manos, se dirigió al salón. Helen y Karma lo siguieron. Karma ya estaba en el sofá, esperándolo, antes de que llegara. No entendía nada de lo que decía, simplemente se alegraba de que la manada volviese a estar reunida. —Parece que ha sido un día muy largo —comentó Helen tratando de encontrar alguna excusa para su comportamiento. Donald se sentó en el sofá y dejó la botella y el libro en la mesita de café. Apartó el vaso del hocico curioso de Karma. —Tengo que contarte una cosa —dijo. Helen se detuvo en medio del salón, con los brazos cruzados. —Estará bien, para variar. —Sonrió para que él supiese que estaba de broma. Donald asintió. —Lo sé, lo sé —admitió. Sus ojos recayeron sobre el libro—. No se trata del proyecto. Y, sinceramente, ¿crees que me gusta no poder contarte las cosas de mi vida? Helen se acercó hasta la butaca reclinable que había junto al sofá y tomó asiento. —¿De qué se trata? —preguntó. —Me han dicho que puedo hablarte sobre… un ascenso. Bueno, un puesto, más que un ascenso. O ni siquiera un puesto; en realidad es algo así como pertenecer a la Guardia Nacional. Para una posible emergencia… Helen alargó el brazo y le apretó suavemente la rodilla. —Tranquilo —susurró. Tenía las cejas gachas, y una mezcla de confusión y preocupación acechaba en las sombras que se formaban debajo de ellas. Donald aspiró hondo. Aún estaba acelerado por la conversación que había mantenido en su propia cabeza y por el exceso de velocidad. En las semanas que habían transcurrido tras la reunión con Turman había tenido tiempo para leer buena parte del libro… y para mantener esa conversación consigo mismo. No sabía si estaba juntando las piezas de algún rompecabezas… o simplemente perdiendo la cordura. —¿Qué sabes sobre lo de Irán? —le preguntó a su mujer mientras se rascaba el brazo—. ¿Y sobre lo de Corea? Helen se encogió de hombros. —Lo que leo en internet. —Mmm. —Tomó un ardiente trago de brandy, apretó los labios y trató de relajarse y disfrutar del escalofriante aturdimiento que le recorría el cuerpo—. Están trabajando en un plan para acabar con todo —dijo. —¿Quiénes? ¿Nosotros? —preguntó Helen alzando la voz—. ¿Vamos a acabar con ellos? —No, no… —¿Estás seguro de que puedes contarme esto…? —No, cielo, están diseñando armas para acabar con nosotros. Armas que no podríamos parar, contra las que no tendríamos defensa. Helen se inclinó hacia adelante con las manos entrelazadas y los codos apoyados en las rodillas. —¿Son cosas de las que te estás enterando en Washington? ¿Materia reservada? Donald agitó una mano en el aire. —Más que reservada. Mira, ya sabes para qué entramos en Irán… —Sé para qué dicen que entramos… —Pues no era mentira —la interrumpió—. O bueno, puede que sí. Puede que aún no hubieran averiguado cómo, no hubieran perfeccionado el sistema… —Cariño, calma. —Ya. —Volvió a inhalar con fuerza. En su cabeza flotaba la imagen de una enorme montaña situada al oeste, una carretera de asfalto que se adentraba en el interior de la roca y unas enormes puertas que permanecían abiertas mientras una fila de políticos se agolpaba allí dentro con sus familias. —Me reuní con el senador hace unas semanas. —Se quedó mirando el licor de color pardo que contenía su vaso. —En Boston —recordó Helen. Su marido asintió. —Exacto. Bueno, pues quiere que estemos en el grupo de alerta… —Mick y tú. Se volvió hacia su esposa. —No…, nosotros. —¿Nosotros? —Helen se puso una mano en el pecho—. ¿Qué quiere decir nosotros? ¿Tú y yo? —Escúchame… —Me has apuntado como voluntaria en uno de sus… —Cielo, no tenía ni la menor idea de lo que pasaba. —Dejó el vaso sobre la mesa y cogió el libro—. Me dio esto para que lo leyese. Helen frunció el ceño. —¿Qué es? —Es como un manual de instrucciones… para el día después. Creo. Helen se levantó de la butaca y se colocó entre la mesa de café y él. Apartó a Karma, que rezongó ofendida. Se sentó junto a su marido y le puso una mano en la espalda, con un brillo de preocupación en la mirada. —Donny, ¿has estado bebiendo en el avión? —No. —Se apartó de ella—. Tú sólo escúchame. Lo de menos es quién los tenga. Lo que importa es cuándo. ¿No lo entiendes? Es la amenaza definitiva. Algo capaz de destruir el mundo. He estado leyendo sobre ello en una página web… —Una página web —repitió ella con voz teñida de monocorde escepticismo. —Sí. Escucha. ¿Te acuerdas de los tratamientos que le dan al senador? Esos nanos son como criaturas sintéticas. Imagínate que alguien los convirtiese en un virus al que no le importa su huésped, que no nos necesita para propagarse. Podrían estar ya aquí dentro. —Se dio una palmada en el pecho, recorrió la habitación con una mirada suspicaz y aspiró hondo—. Podrían estar dentro de todos nosotros ahora mismo, como pequeñas bombas de relojería, esperando a que llegue el momento… —Cariño… —Hay gente muy mala que está trabajando en esto, tratando de convertirlo en realidad. —Alargó la mano hacia el vaso—. No podemos sentarnos y dejar que ataquen primero. Así que vamos a hacerlo nosotros. —Había ondas en la superficie del licor. Le temblaba la mano—. Dios, nena, estoy convencido de que vamos a hacerlo nosotros antes de que ellos tengan la ocasión. —Me estás asustando, cielo. —Bien. —Otro trago ardiente. Sujetó el vaso con las dos manos para refrenar el temblor—. Hay razones para estar asustados. —¿Quieres que llame al doctor Martin? —¿A quién? —Se apartó pegándose al brazo del sofá—. ¿Al médico de mi hermana? ¿El loquero? Helen asintió con expresión grave. —Presta atención a lo que te estoy contando —dijo Donald levantando un dedo—. Esas máquinas microscópicas son de verdad. —Su mente corría a toda velocidad. Si seguía así iba a ponerse a desvariar y sólo lograría convencerla de que estaba paranoico—. A ver —continuó—, los usamos en el campo de la medicina, ¿verdad? Helen asintió. Estaba dándole una oportunidad, por pequeña que fuese. Pero Donald se dio cuenta de que lo que realmente quería era llamar a alguien. A su madre, a un médico, a la madre de él… —Es como cuando descubrimos la radiación, ¿sabes? Al principio pensamos que sería una cura, un descubrimiento médico, los rayos X. Pero entonces la gente empezó a tomarse el radio a gotas, como si fuese un elixir mágico… —Se envenenaron —asintió Helen—, creyendo que estaban haciendo algo bueno. —Pareció relajarse un poco—. ¿Es eso lo que te da miedo? ¿Qué los nanos puedan mutar y se vuelvan contra nosotros? ¿Sigues alterado por haber estado dentro de esa máquina? —No, no es eso. Lo que digo es que aunque empezamos buscando aplicaciones médicas, terminamos usándolo como arma. Pues en este caso es lo mismo. —Hizo una pausa para darle tiempo a su mujer a entenderlo —. Empiezo a creer que también nosotros las estamos fabricando. Máquinas diminutas, como las que se utilizan para curar heridas y lesiones de las articulaciones. Sólo que éstas matarían a la gente. Helen no reaccionó. No dijo ni una palabra. Donald se dio cuenta de que parecía un loco, de que hasta la última de sus palabras estaba ya en la red y en programas de radio emitidos desde sótanos solitarios en solitarias ondas radioeléctricas. El senador tenía razón. Si mezclas la verdad con las mentiras, nadie podrá distinguirlas. El libro que había sobre su mesita de café y una guía de supervivencia contra zombis recibirían el mismo tratamiento. —Te digo que son de verdad —exclamó, incapaz de contenerse—. Podrán reproducirse. Serán invisibles. Cuando los lancen, lo harán sin previo aviso. Llegarán como el polvo en la brisa, ¿entiendes? Se reproducirán y reproducirán y a nuestro alrededor se librará una guerra invisible mientras nosotros acabamos convertidos en polvo. Helen siguió en silencio. Donald comprendió que estaba esperando a que terminase y que luego llamaría a su madre y le preguntaría qué debía hacer. O telefonearía al doctor Martin para pedirle consejo. Se dispuso a protestar. Podía sentir cómo crecía la rabia en su interior y supo que cualquier cosa que dijera sólo serviría para confirmar los temores de su mujer, en lugar de convencerla de que los suyos estaban justificados. —¿Algo más? —susurró ella. Estaba esperando que él acabara para levantarse y hacer sus llamadas, para hablar con alguien racional. Donald se sentía aturdido. Impotente y solo. —La Convención Nacional se celebrará en Atlanta. —Se secó la parte inferior de los ojos, tratando de aparentar que era sólo fatiga, el agotamiento del viaje—. El comité nacional no lo ha anunciado aún, pero Mick me lo dijo antes de que embarcara. —Se volvió hacia Helen—. El senador nos quiere allí, está preparando algo grande. —Claro, cariño. —Apoyó una mano en su muslo y lo miró como si fuese su paciente. —Y voy a pedir que me dejen pasar más tiempo aquí. Puedo hacer parte de mi trabajo desde casa los fines de semana, para mantenerme más cerca del proyecto. —Eso sería estupendo. —Apoyó la otra mano sobre su brazo. —Quiero que estemos juntos —dijo—. El tiempo que nos quede… —Ssh, cariño, tranquilo. —Lo rodeó con un brazo y volvió a susurrarle palabras tranquilizadoras—. Te quiero. Él volvió a secarse los ojos. —Lo superaremos —declaró su mujer. Donald ladeó la cabeza. —Ya lo sé —asintió—. Lo sé. La perra gimoteó y apoyó la cabeza en el regazo de Helen, consciente de que pasaba algo raro. Donald le rascó el cuello. Miró a su esposa con lágrimas en los ojos. —Sé que lo superaremos —repitió tratando de serenarse—. Pero ¿qué pasará con todos los demás? 16 2110 Silo 1 Troy habría tenido que ver a un médico. Se le habían formado llagas a ambos lados de la boca, en la mandíbula inferior, entre las encías y la cara interna de los carrillos. Las notaba como pequeñas bolitas de delicado algodón metidas en la carne. Por las mañanas se guardaba la pastilla en el lado izquierdo de la boca. A la hora de la cena, en el derecho. En los dos casos, el amargo mordisco de la medicina le quemaba y resecaba la boca, pero estaba dispuesto a soportarlo. Raras veces utilizaba servilletas en las comidas, una mala costumbre que había adquirido hacía tiempo. Se limitaba a ponérselas en el regazo para no parecer un grosero y luego, al terminar, las dejaba sobre el plato. Ahora tenía una rutina distinta: tomaba un pequeño bocado de cualquier cosa, se llevaba la servilleta a la boca, escupía la ardiente cápsula azul, engullía un enorme trago de agua y se enjuagaba la boca con ella. Lo más complicado era comprobar si alguien lo estaba vigilando mientras escupía. Permanecía sentado de espaldas a la pantalla, imaginando que unos ojos ajenos lo taladraban desde los dos lados de la cabeza, pero aun así mantenía la mirada orientada hacia adelante y seguía comiendo. Como siempre desde entonces, procuró acordarse de usar la servilleta de vez en cuando, de cogerla con las dos manos —siempre con las dos manos —, de pasársela por los labios, de que pareciera algo habitual. Sonrió a la persona que tenía delante, con cuidado para que no se cayese la pastilla. La mirada del otro estaba fija en algo que había detrás de la cabeza de Troy, en la imagen del mundo exterior sobre la pantalla. Troy no se volvió para mirar. Seguía sintiendo la misma atracción hacia el último piso del silo, la misma compulsión de estar lo más arriba posible, de escapar de sus asfixiantes profundidades, pero ya no quería ver el exterior. Algo había cambiado. Vio a Hal dos mesas más allá: lo reconoció por el cráneo pelado y con manchas. El viejo estaba sentado de espaldas a Troy. Le habría gustado que se diese la vuelta y lo viese, pero no lo hizo. Se terminó el maíz y continuó con la remolacha. Ya había pasado el tiempo suficiente desde que escupiese la píldora para arriesgarse a echar un vistazo a la fila de los nuevos comensales. Los tubos vomitaban la comida; los platos traqueteaban sobre las bandejas; uno de los médicos de la oficina de Victor se encontraba detrás del cristal, con los brazos cruzados y una sonrisa vacua en la cara. Observaba a los hombres de la fila y a los que ya estaban sentados. ¿Por qué? ¿Qué había allí que hubiese que vigilar? Troy quería saberlo. Tenía docenas de preguntas candentes como aquélla. A veces, las respuestas se presentaban solas, pero en cuanto trataba de enfocar la atención sobre ellas, se escabullían. La remolacha estaba incomible. Tragó los últimos bocados mientras el sujeto que había al otro lado de la mesa se levantaba. Alguien ocupó su puesto al poco tiempo. Troy observó las mesas cercanas. La inmensa mayoría de los trabajadores se sentaban al otro lado, para poder ver. Sólo unos pocos hacían como Hal y él. Era raro que nunca se hubiese fijado. En las últimas semanas había empezado a darse cuenta de que le resultaba más fácil detectar patrones, al mismo tiempo que otras facultades parecían aletargarse. Al cortar un trozo de gomoso jamón enlatado, su cuchillo resbaló sobre el plato con un chirrido y Troy se preguntó cuándo lograría conciliar el sueño. No podía pedir ayuda a los médicos, porque habría tenido que enseñarles las encías. Podrían deducir que no estaba tomándose la medicación. El insomnio era espantoso. A veces lograba dormitar durante un minuto o dos, pero el sueño profundo lo eludía. Y en lugar de recordar cosas concretas, lo único que tenía eran esos anhelos sordos, esos accesos de terrible tristeza, la ineludible sensación de que algo marchaba terriblemente mal. Se percató de que uno de los médicos lo vigilaba. Observó la mesa y comprobó que al otro lado, los hombres, pegados unos a otros, contemplaban la vista. No hacía tanto que también él había sentido el deseo de sentarse allí para contemplar fijamente las grisáceas colinas de la pantalla, hipnotizado. Pero ahora se sentía enfermo con sólo vislumbrarla. Su mera visión lo dejaba al borde de las lágrimas. Se levantó con la bandeja, pero entonces lo asaltó el temor de estar siendo demasiado transparente. La servilleta se le cayó del regazo y algo rodó por el suelo desde su pie. El corazón le dio un vuelco. Se agachó para recoger la servilleta y avanzó rápidamente por el pasillo en busca de la pastilla. Chocó contra una silla que estaba separada de la mesa correspondiente y sintió sobre sí todos los ojos de la sala. La pastilla. Al localizarla se inclinó para recogerla con la servilleta, aunque la bandeja se inclinó peligrosamente. Se incorporó y volvió a recomponerse. Un reguero de sudor resbaló por su cuero cabelludo y comenzó a bajarle por la nuca. Todos lo sabían. Se volvió y se dirigió hacia la fuente, sin atreverse a levantar los ojos en dirección a las cámaras o los médicos. Estaba perdiendo la cabeza. Volviéndose paranoico. Y a su turno apenas le quedaba poco más de un mes. Un mes que pondría a prueba hasta el último ápice de su fuerza de voluntad. Caminar con naturalidad con tantos ojos clavados en él era imposible. Apoyó la bandeja en la fuente, pulsó el pedal con el pie y acercó el vaso. Por eso se había levantado: estaba sediento. Se sentía como si lo estuviese proclamando en voz alta. Al volver a las mesas, se metió entre otros dos trabajadores, frente a la pantalla. Arrugó la servilleta, palpó la pastilla escondida entre sus pliegues y la sujetó entre los muslos. Permaneció allí, tomándose el agua a sorbitos, de cara a la pantalla como todos los demás, como se esperaba de él. Pero sin atreverse a mirar. 17 2051 Washington D. C. Los goterones de lluvia que caían sobre el toldo del restaurante De’Angelo sonaban como el tamborileo arrítmico de unos dedos sobre un tambor. El tráfico en la calle L siseaba al pasar sobre los charcos que se formaban en la calzada, y el asfalto que asomaba por un instante entre coche y coche reflejaba la luz de las farolas en destellos brillantes y negros. Donald se echó en la palma de la mano dos pastillas de un frasco de plástico. Dos años con medicación. Dos años completamente libre de ansiedad, sumido en un glorioso aturdimiento. Al ver la etiqueta se acordó de Charlotte, de la necesidad de cumplimentar la receta a nombre de su hermana, y entonces se metió las pastillas en la boca. Tragó. La lluvia lo ponía enfermo. Prefería la limpieza de la nieve. Una vez más, el invierno había sido demasiado cálido. Para mantener a raya el ruido del tráfico que entraba por las puertas, se tapó la oreja con el auricular del teléfono y escuchó pacientemente los esfuerzos que hacía su esposa para conseguir que Karma hiciese pis. —Puede que no tenga ganas —sugirió. Se guardó el frasco en el bolsillo de la chaqueta y protegió el teléfono con la mano mientras la señora que había a su lado esparcía gotitas de agua a su alrededor en su lucha con el paraguas. Helen siguió tratando de engatusar a Karma con palabras que la pobre perra no comprendía. Era típico de las conversaciones que mantenían últimamente. No tenían nada interesante que decirse. —Pero es que no lo ha hecho desde la hora de la comida —insistió Helen. —No lo habrá hecho en algún sitio de la casa, ¿verdad? —Tiene cuatro años. Donald lo había olvidado. Últimamente, era como si el tiempo estuviese atrapado en una burbuja. Se preguntó si sería cosa de la medicación o del exceso de trabajo. Ahora, siempre que algo le parecía… diferente, lo achacaba a los fármacos. Hubo unos gritos al otro lado de la calle. Dos mendigos se peleaban a voces bajo la lluvia por una bolsa llena de latas. Otras mujeres sacudieron sus paraguas y más vestidos elegantes entraron en el restaurante ondeando las faldas. Era una ciudad que tenía encomendado el gobierno de todas las demás y ni siquiera era capaz de gobernarse a sí misma. Antes, este tipo de reflexiones lo preocupaban más. Dio unas palmaditas al frasco de pastillas que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, un hábito reconfortante que había adquirido. —No quiere —dijo su esposa, agotada. —Cariño, siento tener que estar aquí y que tú tengas que ocuparte de todo eso. Pero escucha, tengo que entrar, en serio. Tenemos que dejar cerrada la última revisión de los planos esta noche. —¿Qué tal marcha eso? ¿Has terminado? Pasó una hilera de taxis en busca de clientes, con el siseo de serpiente de los neumáticos al pasar sobre los charcos. Mientras Donald observaba, uno de ellos frenó sobre el asfalto mojado haciendo chirriar las ruedas. No reconoció al hombre que salía, con la cabeza tapada por el abrigo. No era Mick. —¿Eh? Ah, va de maravilla. Sí, básicamente ya hemos terminado. Sólo faltan los últimos detallitos. Las paredes exteriores ya están terminadas y los pisos inferiores están… —Me refiero a si has terminado de trabajar con ella. Donald se alejó del tráfico para oír mejor. —¿Con quién, con Anna? Sí. Mira, ya te lo he dicho. Sólo hemos tenido un par de reuniones. La mayor parte de la comunicación es por vía electrónica. —¿Y Mick está ahí? —Claro. Otro taxi aminoró al pasar por delante. Donald se volvió, pero el coche no se detuvo. —Vale. Bueno, no trabajes hasta muy tarde. Y llámame mañana. —Claro. Te quiero. —Y yo a ti… ¡Oh! ¡Buena chica! Muy bien, Karma… —Te llamo maña… Pero la comunicación ya se había cortado. Donald miró el teléfono un instante antes de guardarlo y sintió un escalofrío provocado por el frío de la noche y la humedad del aire. Se abrió paso entre la gente que había al otro lado de la puerta y se acercó a la mesa. —¿Todo bien? —preguntó Anna. Estaba sola en una mesa con tres cubiertos. Llevaba un jersey de cuello amplio que dejaba un hombro a la vista. Cogió su segunda copa de vino por el delicado tallo. El borde exhibía la media luna de color rosa que le había dejado su lápiz de labios. Tenía el cabello castaño recogido en un moño y las pecas que salpicaban los alrededores de su nariz resultaban casi invisibles bajo una fina capa de maquillaje. Aunque pareciese imposible, estaba aún más atractiva que en la universidad. —Sí, todo bien. —Donald empezó a dar vueltas a su alianza con el pulgar. Otro hábito—. ¿Sabes algo de Mick? —Metió la mano en el bolsillo, sacó el teléfono y revisó los mensajes. Pensó en mandarle otro, pero había ya cuatro sin respuesta en la lista de enviados. —No. ¿No llegaba de Texas esta mañana? Puede que su vuelo se haya retrasado. Donald vio que su copa, que había dejado medio vacía al salir, estaba llena hasta el borde. Sabía que a Helen no le gustaría que estuviese allí, sentado a solas con Anna, a pesar de que no iba a pasar nada. Nunca. —Siempre podemos dejarlo para otro momento —sugirió—. No quiero que Mick se lo pierda. Anna dejó la copa y estudió la carta. —Ya que estamos aquí, por lo menos vamos a cenar. Es un poco tarde para buscar otro sitio. Además, los temas logísticos que lleva Mick no tienen relación directa con nuestros diseños. Siempre podemos mandarle luego los informes de materiales. Se inclinó a un lado para buscar algo dentro de su bolso y al hacerlo su jersey se abrió peligrosamente. Donald apartó la mirada al instante, con un repentino acaloramiento en la nuca. Anna sacó una tableta, y al dejarla encima de la carpeta manila de Donald, la pantalla se encendió. —Creo que el tercio inferior del diseño es sólido. —Dio la vuelta al dispositivo para que Donald pudiera verlo—. Me gustaría dejarlo cerrado para que puedan empezar con los siguientes pisos. —Bueno, esa parte es casi toda tuya —dijo él refiriéndose a las zonas de mecánica, en la parte inferior de la estructura—. Me fío de tu criterio. Levantó la tableta, aliviado al comprobar que la conversación no se había desviado de los asuntos de trabajo. De pronto se sintió como un idiota por pensar que Anna podía tener otros propósitos en mente. Llevaban dos años intercambiando mensajes de correo electrónico y mutuas aportaciones a los planos del otro sin que hubiera habido el menor atisbo de algo inadecuado. Se dijo que no debía dejarse engañar por el ambiente, la música y la blanca mantelería del local. —Hay un cambio de última hora que no te va a gustar —comentó ella —. Hay que modificar un poco el hueco central. Pero creo que podemos seguir utilizando el plano general. No afectará en nada a los pisos. Donald examinó los planos hasta detectar la diferencia. Habían trasladado la escalera de emergencia de un lado del hueco central al mismo centro. A su vez, el hueco parecía más pequeño, aunque puede que esto se debiese a que todos los elementos con los que lo había llenado habían desaparecido. Ahora era sólo un espacio vacío y las plantas circulares de los pisos parecían dónuts. Al apartar la mirada de la tableta vio que su camarero se acercaba. —Espera, ¿sin ascensor? —Quería asegurarse de que lo había entendido bien. Pidió agua al camarero y le dijo que necesitaban un poco más de tiempo para decidirse. El camarero hizo un gesto de asentimiento y se marchó. Anna dejó la servilleta sobre la mesa y se pasó a la silla de al lado. —La junta dice que tienen sus razones. —¿La junta médica? —Donald resopló. Estaba más que harto de sus injerencias y sugerencias, pero ya había renunciado a luchar contra ellos. Nunca ganaba—. ¿No debería preocuparles más que la gente pueda caerse por esas barandillas y se rompa el cuello? Anna se echó a reír. —Ya sabes que ese campo de la medicina no es el suyo. Sólo piensan en lo que pueden tener que pasar los trabajadores desde el punto de vista emocional al estar atrapados allí durante semanas. Han dicho que querían algo más sencillo. Más… abierto. —Más abierto. —Donald se rió entre dientes mientras alargaba la mano hacia la copa de vino—. ¿Y a qué se refieren con eso de atrapados durante semanas? Anna se encogió de hombros. —Tú eres el cargo electo. Imagino que conocerás mejor que yo la tendencia del gobierno al absurdo. Yo sólo soy una asesora técnica. A mí me pagan para poner las tuberías. Apuró la copa mientras el camarero regresaba con el agua de Donald para tomar la comanda. Anna enarcó la ceja, un gesto familiar que significaba: «¿Estás listo?». Antes, en mucho más sentidos, pensó Donald mientras examinaba la carta de reojo. —¿Y si eliges por mí? —dijo al fin, incapaz de decidirse. Anna pidió por los dos y el camarero tomó nota. —Así que ahora sólo quieren una escalera, ¿eh? —Pensó en la cantidad de hormigón que haría falta y luego en un diseño en espiral hecho de metal. Sería más resistente y barato—. Podemos mantener el montacargas, ¿no? ¿Por qué no podemos trasladar esto y ponerlo aquí? Le mostró la tableta. —No. Sin ascensores. Todo debe ser sencillo y abierto. Es lo que han dicho. Aquello no le gustaba. Aunque la instalación no fuese a utilizarse nunca, había que diseñarla como si pensaran hacerlo. De lo contrario, ¿para qué molestarse? Había visto una lista parcial de los suministros que almacenarían en su interior. Meterlos por una escalera parecía imposible, salvo que planeasen hacerlo piso a piso antes de ir colocando las secciones prefabricadas. Eso correspondía al departamento de Mick. Era otra de las razones por las que le habría gustado que su amigo estuviese allí. —¿Sabes?, por eso no me he dedicado a la arquitectura. —Fue pasando los planos y revisando todos los cambios que habían introducido en sus diseños—. Recuerdo la primera clase en la que tuvimos que tratar con clientes ficticios: siempre pedían cosas imposibles o directamente absurdas… o ambas cosas. En aquel momento supe que no estaba hecho para eso. —Así que te metiste en política —dijo Anna con una carcajada. —Sí, buen argumento. —Donald sonrió, consciente de la ironía—. Pero oye, a tu padre le funcionó. —Papá se metió en política porque no sabía qué otra cosa hacer. Había dejado el ejército y derrochado demasiado dinero en proyectos empresariales fracasados, así que pensó que podía servir a su país de otro modo. Lo estudió durante largo rato. —Éste es su legado, ¿sabes? —Se inclinó hacia adelante, apoyó los codos sobre la mesa y tocó la tableta con uno de sus finos dedos—. Es una de esas cosas que todos decían que nunca se podría hacer y él la está haciendo. Donald dejó la tableta sobre la mesa y se retrepó en su silla. —Es lo mismo que siempre me dice a mí: «Esto, el proyecto, es nuestro legado» —respondió—. Yo siempre replico que me siento demasiado joven para estar trabajando en la gran obra de mi vida. Anna sonrió. Tomaron un sorbo de vino. Les dejaron una cesta de pan cerca, pero ninguno alargó la mano hacia ella. —Hablando de legados y de dejar algo después de nosotros —dijo Anna —, ¿Helen y tú habéis decidido no tener hijos por alguna razón? Donald dejó la copa en la mesa. Anna levantó la botella pero él la detuvo con un gesto. —Bueno, no es que no queramos tener. Los dos nos pusimos a trabajar nada más salir de la universidad, ¿sabes? Pero seguimos pensando… —Que hay tiempo, ¿no? Que todavía podéis. Que no hay prisa. —No. No se trata de que… —Acarició el mantel con las yemas de los dedos y sintió que el suave y caro tejido resbalaba sobre el mantel que había debajo. Imaginaba que cuando terminasen de comer y saliesen por la puerta, los camareros doblarían el superior y se lo llevarían con sus migas, dejando el otro a la vista, como una segunda piel. U otra generación. Tomó un sorbito de vino y dejó que los taninos le adormeciesen los labios. —Yo creo que es justamente eso —insistió Anna—. Cada generación espera más y más para apretar el gatillo. Mi madre tenía casi cuarenta años cuando me tuvo, y eso es cada vez más frecuente. Se remetió un rizo rebelde detrás de la oreja. —Puede que todos pensemos que podríamos ser la primera generación que, simplemente, no va a morir —continuó—. Que va a vivir eternamente. —Levantó las cejas—. Ahora lo normal es llegar a los ciento treinta años, e incluso más. Lo vemos como un derecho. Así que mi teoría es… —Se inclinó hacia adelante. Donald se sentía incómodo con el curso que estaba tomando la conversación—. Antes, nuestro legado eran los niños, ¿no? Eran nuestra manera de vencer a la muerte, de transmitir al futuro una pequeña parte de nosotros. Pero ahora creemos que podemos hacerlo nosotros mismos. —¿Hablas de la clonación? Precisamente por eso es ilegal. —No me refiero a la clonación… Aparte de que, por muy ilegal que sea, tú y yo sabemos que hay gente que recurre a ella. —Tomó un trago de vino y señaló con la cabeza una familia sentada a una mesa lejana—. Mira. El chaval lo ha heredado todo de su padre. Donald siguió su mirada y observó al muchacho durante un momento, hasta que se dio cuenta de que Anna sólo pretendía ilustrar un argumento. —O mi padre —continuó ella—. Los nanobaños que se da, todas las vitaminas con células madre que se toma. Cree de verdad que va a vivir para siempre. ¿Sabías que, hace un montón de años, compró una gran cantidad de acciones de una de aquellas empresas de criogénica? Donald se echó a reír. —Algo he oído. Aunque creo que no le salió demasiado bien. Además, llevan años intentando cosas de ésas… —Pues cada vez están más cerca —replicó ella—. Lo único que necesitaban era una manera de reparar los daños que sufren las células en la congelación, y ahora ya no parece un sueño tan absurdo, ¿verdad? —Bueno, yo espero que la gente que sueña esas cosas consiga lo que quiere, pero en nuestro caso te equivocas. Helen y yo hablamos de tener niños constantemente. Sé de gente que ha tenido al primero a los cincuenta años. Aún tenemos tiempo. —Mmm. —Apuró la copa y alargó la mano hacia la botella—. Eso piensas tú —dijo—. La gente piensa que tienen todo el tiempo del mundo. —Le lanzó una mirada directa con sus fríos y grises ojos—. Pero nunca se paran a preguntar cuánto tiempo le queda al mundo. Tras la cena esperaron bajo el toldo del exterior a que llegase el coche de Anna. Donald declinó la oferta de compartirlo aduciendo que tenía que volver a la oficina y que prefería coger un taxi. La lluvia que caía sobre el toldo había cambiado, se había vuelto más oscura. En el mismo momento en que llegaba el coche de Anna, un flamante Lincoln negro, el teléfono de Donald comenzó a vibrar. Metió la mano precipitadamente en el bolsillo de la chaqueta mientras ella se inclinaba para darle un abrazo y un beso en la mejilla. A pesar del fresco de la noche, sintió una nueva oleada de calor, pero entonces, al ver que era Mick el que llamaba, respondió. —Vaya, ¿acabas de aterrizar o qué? —preguntó Donald. Hubo una pausa. —¿Aterrizar? —Mick parecía confundido. Se oía un ruido de fondo. El chófer rodeó corriendo el Lincoln para abrirle la puerta a Anna—. Cogí un vuelo nocturno —dijo Mick—. Llegamos a primera hora de la mañana. Acabo de salir del cine y he visto tus mensajes. ¿Qué pasa? Anna se volvió y se despidió con la mano. Donald hizo lo propio. —¿Del cine? Pero si acabamos de cenar en De’Angelo. Te lo has perdido. Anna dice que te mandó como mínimo tres mensajes de correo electrónico para avisarte. Miró el coche de reojo al mismo tiempo que Anna introducía la pierna. Por un instante vislumbró sus tacones rojos y luego el conductor cerró la puerta. Las gotas de lluvia sobre los cristales resplandecían como piedras preciosas. —Ah. Pues me los habré saltado. Lo más probable es que terminasen en la carpeta de correo basura. No pasa nada. Ya me pondréis al día. Además, acabo de ver una película rarísima. Si estuviéramos en los tiempos locos de la universidad, te obligaría a que vinieras para ver el pase de medianoche. Aún estoy alucinando… Donald siguió con la mirada al chófer, que volvía corriendo al otro lado del coche para refugiarse de la lluvia. La ventanilla de Anna descendió unos centímetros. Mientras su mano asomaba un momento para despedirse, el coche se incorporó al escaso tráfico. —Sí, bueno, esos días son cosa del pasado, amigo mío —replicó Donald, distraído. Un trueno rugió en la lejanía. Un paraguas se abrió con un crujido mientras, a su lado, alguien se preparaba para afrontar la tormenta—. Por no mencionar —continuó—, que hay cosas que es mejor que se queden ahí. Donde deben estar. 18 2110 Silo 1 La sala de ejercicios del piso doce olía a sudor, como si la hubieran utilizado hacía poco. En una esquina, amontonadas, descansaban varias pesas, y alguien se había dejado olvidada una toalla en el banco, colgando de una barra con más de cincuenta kilos de peso. Troy observó el desorden mientras sacaba el último tornillo del costado de la bicicleta de ejercicios. Al levantar la tapa, llovieron arandelas y tornillos desde distintos agujeros y rebotaron sobre el suelo. Troy los recogió y los dejó a un lado, en un ordenado montoncito. Examinó las entrañas de la bicicleta y vio un engranaje de gran tamaño, con los dientes acusadoramente vacíos. La cadena que hacía todo el trabajo colgaba flácida alrededor del eje del engranaje. A Troy le sorprendió su presencia allí. Habría apostado a que el mecanismo utilizaba una cinta de plástico. Aquello parecía demasiado frágil. No era una buena opción para todo el tiempo que tendría que durar. De hecho, resultaba raro pensar que aquella máquina tenía ya cincuenta años… y debería poderse utilizar varios siglos más. Se secó la frente. Aún estaba sudando por la caminata de varios kilómetros que se había dado. Hurgó en el interior de la caja de herramientas que le había prestado Jones hasta encontrar un destornillador de punta plana, con el que comenzó a colocar de nuevo la cadena en su sitio. Cadenas y engranajes. «Cadenas y engranajes». Se rió por dentro. ¿Podía ser de otro modo? —Perdone, señor. Troy se volvió y vio que Jones, su jefe de mecánica hasta el final de la semana, se encontraba en la puerta del gimnasio. —Ya casi he terminado —dijo—. ¿Necesitas las herramientas? —No, señor. El doctor Henson lo está buscando. —Levantó una mano. Llevaba una de aquellas aparatosas radios. Troy sacó un viejo trapo de la caja de herramientas y se limpió la grasa de los dedos. Era agradable trabajar con las manos, ensuciarse. Suponía una distracción grata, algo que hacer aparte de comprobar el estado de las llagas de su boca o perder el tiempo en su despacho o en su apartamento, esperando a que las lágrimas volviesen a empezar sin motivo. Dejó la bicicleta y cogió la radio que Jones le ofrecía. Sintió un momento de envidia por el viejo. Le encantaría tener que levantarse por la mañana, ponerse aquel mono vaquero con rodilleras, agarrar la vieja caja de herramientas y enfrentarse a una lista de reparaciones. Cualquier cosa habría sido mejor que pasarse el día sentado, esperando a que se averiase algo mucho más grande. Pulsó el botón que tenía la radio en un costado y se la acercó a la boca. —Soy Troy —dijo. El nombre le resultaba extraño. En las últimas semanas, cada vez le desagradaba más pronunciarlo u oírselo a los demás. Se preguntaba lo que habrían dicho al respecto el doctor Henson y los demás loqueros. Una voz cargada de estática respondió: —¿Señor? Detesto molestarlo… —No, no pasa nada. ¿Qué sucede? —Troy volvió junto a la bicicleta de ejercicios y cogió la toalla de la barra de pesas. Se secó la frente y vio que Jones observaba con voracidad la bicicleta desmontada y las herramientas tiradas por el suelo. Al ver que le lanzaba una mirada interrogativa, Troy le dio permiso con un ademán. —Tenemos a alguien aquí que no responde al tratamiento —dijo el doctor Henson—. Parece que tenemos otro candidato para la congelación profunda. Necesito su firma para la autorización. Jones apartó la mirada de la bicicleta y frunció el ceño. Troy se frotó la nuca con la toalla. Recordaba que Merriman le había advertido que fuese cauto a la hora de conceder ese tipo de autorizaciones. Había multitud de hombres perfectamente capaces que preferirían pasar durmiendo todo aquello en lugar de cumplir con sus turnos. —¿Están seguros? —preguntó. —Lo hemos intentado todo. Está maniatado. Seguridad lo lleva en este mismo momento en el expreso. ¿Nos vemos allí abajo? Tiene que firmar para que podamos ingresarlo. —Claro, claro. —Troy se frotó la cara con la toalla. El olor a detergente de la tela recién lavada se abrió paso entre la peste a sudor de la sala y la grasa de la bicicleta desmontada. Jones cogió uno de los pedales con su enorme mano y le dio una vuelta. La cadena volvía a estar metida en el engranaje y la máquina funcionaba de nuevo—. Nos veremos abajo —dijo antes de soltar el botón y devolverle la radio al mecánico. Algunas cosas eran agradables de reparar. Otras no. Troy llegó a los ascensores a tiempo de ver cómo se alejaba el techo del expreso en dirección a los pisos inferiores. Mientras pulsaba el botón de llamada para el siguiente ascensor, trató de imaginarse la triste escena que estaría desarrollándose allí. Quienquiera que fuese el protagonista, contaba con sus simpatías. Un violento estremecimiento sacudió su cuerpo. Culpó de ello al frío aire del pasillo y a la humedad de su piel. En la sala recreativa que había al doblar la esquina, una pelota de ping-pong saltaba de lado a lado entre los chirridos de las zapatillas de los jugadores que iban tras ella. En la misma sala estaban proyectando una película en un aparato de televisión, del que salía una voz femenina. Troy miró hacia abajo y reparó, un poco avergonzado, en que iba en camiseta y pantalones cortos. A sus ojos, lo único que le prestaba una cierta autoridad era el mono, pero no tenía tiempo de subir a ponérselo. Con un pequeño campanilleo, la puerta del ascensor se abrió y la conversación que estaban manteniendo sus ocupantes cesó al momento. Troy saludó con la cabeza y los dos hombres de mono amarillo hicieron lo propio. Los tres permanecieron en silencio durante varios pisos, hasta el cuarenta y cuatro, un piso de alojamientos generales, donde se bajaron los dos de mono amarillo. Antes de que se cerraran las puertas, Troy vio que un balón de color brillante pasaba rodando por delante, seguido por dos individuos. Gritaban y reían a carcajadas, pero al reparar en la presencia de Troy dejaron de hacerlo. En sus rostros se dibujaron expresiones de culpabilidad. Las puertas metálicas se cerraron con un chasquido sobre aquel breve atisbo de unas vidas más modestas y normales. Con un estremecimiento, el ascensor continuó hacia las profundidades. Troy podía sentir cómo lo acogotaban la tierra y el hormigón desde todas direcciones y cómo se iban acumulando sobre su cabeza. La sudoración provocada por el nerviosismo se mezcló con la del ejercicio. «Estaba saliendo del estado generado por la medicación», pensó. Cada mañana sentía cómo regresaba una semblanza de su antiguo yo, y cada vez se prolongaba durante más tiempo. Pasó por delante de los pisos que se extendían entre el cincuenta y el sesenta. Nadie paraba nunca en ellos. Los pasillos que había más allá estaban repletos de suministros de emergencia y Troy esperaba que nadie los necesitara nunca. Recordaba partes de las sesiones de orientación, cuando todavía estaban todos despiertos. Recordaba los nombres en clave de todos, la manera en que nublaban el pasado con etiquetas nuevas. Había allí algo que lo carcomía por dentro, pero no era capaz de recordarlo exactamente. Luego estaban los departamentos mecánicos y los almacenes generales, seguidos por los dos pisos que albergaban el reactor. Y finalmente, el cargamento más importante de todos los que allí se almacenaban: el Legado, los hombres y las mujeres que dormían en sus brillantes ataúdes, los supervivientes del «antes». El ascensor se detuvo con una sacudida y las puertas emitieron un pitido antes de abrirse. Troy oyó al instante el revuelo procedente de la oficina del doctor: Henson estaba gritándole órdenes a su ayudante. Corrió por el pasillo con la ropa del gimnasio mientras el sudor se enfriaba sobre su piel. Cuando entró en la sala de preparación, vio un hombre maniatado en una camilla y sujeto por dos empleados de Seguridad. Era Hal. Lo recordaba de la cafetería, recordaba haber hablado con él el primer día de su turno y varias veces más desde entonces. El doctor y su ayudante buscaban precipitadamente instrumental médico en cajones y armaritos. —¡Me llamo Carlton! —rugió Hal agitando los brazos, mientras las correas de sujeción de la camilla, sueltas, se balanceaban de un lado a otro a causa de la violencia de sus movimientos. Troy supuso que lo habrían bajado maniatado en el ascensor y se preguntó si se habría soltado al llegar. Henson y su ayudante encontraron lo que necesitaban y se acercaron a la camilla. Los ojos de Hal se abrieron como platos al ver la aguja; el fluido que contenía era del color de un cielo despejado. El doctor Henson desvió la mirada y vio a Troy allí de pie, con su ropa de deporte, paralizado mientras observaba la escena. Hal volvió a gritar que se llamaba Carlton y siguió sacudiendo violentamente las piernas. Sus pesadas botas golpearon la camilla. Los dos hombres de Seguridad tenían grandes dificultades para mantenerlo pegado a ella. —¿Nos echa una mano? —Gruñó Henson con los dientes apretados mientras pugnaba con uno de los brazos de Hal. Troy corrió a la camilla y alargó los brazos hacia una de las piernas de Hal. Se apoyó en la espalda de uno de los agentes y la agarró tratando de impedir que le diese una patada. Dentro del voluminoso mono, las piernas de Hal parecían las patitas de un ave, pero lanzaban coces con la fuerza de una mula. Uno de los agentes logró sujetarle una con una de las correas. Troy apoyó el peso de su cuerpo sobre su espinilla mientras le colocaban la otra. —¿Qué le pasa? —preguntó. Sus preocupaciones con respecto a sí mismo se habían desvanecido en presencia de la locura auténtica. ¿Era ése el destino que le esperaba a él? —La medicación está dejando de hacerle efecto —dijo Henson. «O no se la está tomando», pensó Troy. El ayudante del médico usó los dientes para quitarle el capuchón a la jeringuilla. Hal tenía la muñeca inmovilizada. La aguja desapareció en su brazo tembloroso y el émbolo introdujo el líquido azul claro en su carne pálida y cubierta de manchas. Troy se encogió al ver cómo se hundía la aguja en el brazo tembloroso del anciano…, y las piernas de Hal perdieron la fuerza al instante. Todos suspiraron profundamente al ver que su cabeza se inclinaba hacia un lado, un último e inarticulado grito se iba apagando en su garganta hasta transformarse en un gemido y al fin, con una profunda y sonora exhalación, se sumía en un estado de inconsciencia. —¿Qué coño…? —Troy se secó la frente con el antebrazo. Estaba cubierto de sudor, en parte por el esfuerzo que acababa de hacer, pero sobre todo por la escena que había presenciado, por sentir cómo se desvanecía un hombre bajo sus brazos, cómo perdían sus piernas las fuerzas y la voluntad al hundirse en un sueño forzado. Su propio cuerpo se estremeció, sacudido por un temblor repentino y violento que desapareció antes incluso de que supiese de dónde había salido. El médico mostraba una mirada ceñuda. —Mis disculpas —dijo. Una mirada cargada de reproche, dirigida a los agentes, evidenciaba a quiénes culpaba por lo ocurrido. —No nos había dado ningún problema —afirmó uno de ellos mientras se encogía de hombros. Henson se volvió hacia Troy. La posición inclinada de la cabeza, en un gesto de decepción, hacía que se le hinchase la papada. —Detesto tener que pedirle que firme esto, pero… Troy se secó la cara con la camisa y asintió. Todos contaban con que hubiese pérdidas, tanto individuales como de silos enteros, pero eso no quería decir que no fuesen dolorosas. —Claro —asintió. Era su trabajo, ¿no? Firmar aquello. Decir aquellas palabras. Seguir el guión. Era un chiste. Todos ellos estaban leyendo el texto de una obra que ninguno podía recordar. Pero él estaba empezando a hacerlo. Podía sentirlo. Henson buscó en un cajón lleno de formularios mientras su ayudante le desabrochaba el mono a Hal. Los agentes de Seguridad preguntaron si los necesitaban, comprobaron las correas una última vez y luego se marcharon, obedeciendo los gestos del médico. Uno de ellos se rió en voz alta de algo que había dicho el otro mientras el sonido de sus botas se perdía en dirección al ascensor. Troy, mientras tanto, estaba absorto contemplando el rostro lacio de Hal, el ascenso y descenso casi imperceptibles de su flaco pecho. «Ésa era la recompensa por recordar», pensó. Aquel hombre había despertado de la rutina del manicomio. No había enloquecido. Había sufrido un repentino acceso de lucidez. Había entreabierto los ojos y había visto a través de la niebla. Cogieron un portapapeles de una pared y metieron el formulario adecuado entre sus fauces de metal. Le pasaron una pluma a Troy. Escribió su nombre, devolvió el portapapeles y observó el trabajo de los médicos; se preguntó si sentirían algo de lo que sentía él. ¿Y si todos estaban interpretando el mismo papel? ¿Y si todos y cada uno de ellos ocultaba las mismas dudas, sólo que ninguno lo decía porque todos se sentían completamente solos? —¿Podría soltarla? El ayudante del médico estaba de rodillas, desenroscando algo en la base de la camilla. Troy vio que tenía ruedas. El ayudante señaló con la cabeza en dirección a los pies de Troy. —Claro. —Troy se agachó para soltar la rueda. Él formaba parte de todo aquello. La firma que figuraba en el formulario era la suya. Era él quien estaba soltando la rueda que permitiría llevarse la camilla por el pasillo. Ahora que Hal estaba sedado, le quitaron las correas y lo desvistieron con cuidado. Troy ayudó con las botas. Desató los cordones y luego las dejó a un lado. Esta vez, el camisón de papel no era necesario: el pudor del dormido ya no era un factor relevante. Le pusieron la aguja de una vía y la sujetaron con cinta adhesiva. Troy sabía que la utilizarían para conectarlo a la cámara criogénica. Sabía lo que se sentía cuando el hielo comenzaba a reptar por tus venas. Se llevaron la camilla por el pasillo y traspasaron las puertas de acero reforzado de la cámara de congelación profunda. Troy estudió las puertas. Le resultaban familiares. Creía recordar que en una ocasión había elaborado una lista de especificaciones para un proyecto similar, pero en su caso se trataba de una sala llena de máquinas. No, de ordenadores. El teclado de la pared emitió un trino en respuesta al código introducido por el médico. Con un sordo crujido, las hojas de la puerta se retiraron al interior de la gruesa jamba. —Las vacías están al final —dijo Henson mientras señalaba con la cabeza en dirección al otro extremo de la sala. Hileras y más hileras de cámaras selladas llenaban la cámara de congelación. Sus ojos recayeron sobre la pantalla que había en la base de cada una de ellas. Contenía unas luces verdes, sin parpadeos, sin espacio para pulsos o latidos, sólo los nombres de pila, sin modo alguno de relacionar aquellos desconocidos con sus vidas pasadas. Cassie, Catherine, Gabriella, Gretchen. Nombres inventados. Gwynn. Halley. Heather. Todo en orden. Para ellas no había turnos. De ese modo, los hombres no tendrían razones para pelear entre sí. Todo sucedería en un instante. Se habrían subido al bote salvavidas y, tras un momento de sueño, volverían a estar en tierra firme. Otra Heather. Duplicados sin apellidos. Troy se preguntó cómo funcionaría aquello. Empujó la camilla entre las hileras mientras el médico y su ayudante charlaban sobre el procedimiento. Entonces, su vista periférica captó un nombre concreto y un feroz temblor recorrió sus miembros. Helen. Y luego otra: Helen. Troy soltó la camilla y estuvo a punto de caerse. Las ruedas se detuvieron con un chirrido. —¿Señor? Dos Helen. Y ante él, delante de una pantallita que mostraba los datos de un sueño profundo, otra: Helena. Troy se aparto tambaleándose de la camilla y del cuerpo desnudo de Hal. Volvió a oír el eco de los débiles gritos del anciano, asegurando que era alguien llamado Carlton. Pasó las manos sobre la tapa curvada de la cámara criogénica. Ella estaba allí. —¿Señor? En serio, tendríamos que seguir… Troy ignoró al médico. Mientras acariciaba el escudo de cristal, el frío de su interior comenzó a filtrarse hasta su mano. —Señor… Una telaraña de escarcha cubría el cristal. Limpió la película de condensación para poder ver el interior. —Tenemos que proceder con la instalación de este hombre… Unos ojos cerrados yacían en el interior de aquel lugar frío y oscuro. La mujer tenía unas dagas de hielo prendidas de las pestañas. Era un rostro que le resultaba familiar, pero no era el de su esposa. —¡Señor! Troy trastabilló e intentó aferrarse al frío ataúd para no perder el equilibrio, mientras los recuerdos hacían aflorar un torrente de bilis a su garganta. Oyó el ruido de las arcadas al brotar de su pecho, sintió que le temblaban los miembros y se le doblaban las rodillas. Cayó al suelo entre dos de las cápsulas y se estremeció violentamente, con los labios cubiertos de saliva, mientras unos recuerdos intensos luchaban a brazo partido con los últimos residuos del fármaco que todavía circulaban por sus venas. Los dos hombres de blanco gritaban. Unas zancadas levantaron la escarcha que cubría el acero del suelo y se alejaron en dirección a la distante y gruesa puerta. Un gorgoteo inhumano llegó hasta los oídos de Troy. Sonaba apagado, como si procediese de sí mismo. ¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué estaban haciendo todos ellos? Aquélla no era Helen. Él no se llamaba Troy. Unos pasos atronadores se precipitaron hacia él. Sintió que tenía el nombre en la punta de la lengua mientras la aguja le mordía la carne. «Donny». Pero tampoco era así. Y entonces la oscuridad se apoderó de él y envolvió todas las cosas espantosas de su pasado que su mente era incapaz de soportar. 19 2052 Condado de Fulton, Georgia Una combinación de festival musical, reunión familiar y feria estatal se había aposentado sobre el rincón más meridional del condado de Fulton. Durante las dos pasadas semanas, y bajo la atenta mirada de Donald, había aflorado una infinita ciudad de tiendas de todos los colores sobre su flamante instalación de contención de residuos radiactivos. Las banderas de cincuenta estados ondeaban sobre otras tantas depresiones excavadas en la tierra. Habían erigido escenarios y un interminable desfile de suministros recorría las colinas, transportados en convoyes de carritos de golf y quads, tupperwares, cestas de verduras y frutas… Algunos incluso llevaban pequeños remolques cargados con ganado. Se habían trazado mercados rurales de enrevesados pasillos con tenderetes y puestos, desde los que graznaban las gallinas, gruñían los cerdos y se dejaban acariciar los conejitos, entre perros sujetos con correas. Los dueños de estos últimos, de docenas de razas distintas, los guiaban entre la multitud. Sus colas ondeaban alegremente de un lado a otro mientras los hocicos húmedos olisqueaban el aire. En el escenario principal del estado de Georgia, un grupo de rock estaba realizando una prueba de sonido. Cuando pararon de tocar para que los ingenieros pudieran ajustar los niveles, Donald oyó los acordes de una banda de bluegrass procedentes más o menos de la zona donde se encontraba la delegación de Carolina del Norte. En dirección contraria, alguien estaba pronunciando un discurso desde el escenario de Florida mientras los convoyes trasladaban provisiones sobre la colina y las familias tendían mantas y preparaban picnics en las laderas de aquellas amplísimas cuencas. Las colinas, comprobó Donald, se habían transformado en las gradas de un gigantesco estadio, como si las hubieran diseñado precisamente con este propósito. Lo que no era capaz de determinar era dónde estaban guardando todas aquellas provisiones. Era como si los tenderetes las engullesen sin descanso y sin que se vislumbrase un final para ello. Los quads, con sus pequeños remolques, habían estado subiendo y bajando por las laderas las dos semanas que se llevaba preparando la Convención Nacional. Mick, montado en uno de los ubicuos y ruidosos todoterreno, paró a su lado. Dirigió una sonrisa a Donald y pisó a fondo el acelerador sin soltar el freno. El Honda se encabritó y arañó la tierra con los neumáticos. —¿Quieres dar un paseo hasta Carolina del Sur? —gritó para hacerse oír por encima del ruido del motor. Se inclinó hacia adelante para dejar pasar a su amigo. —¿Tienes gasolina suficiente para llegar hasta allí? —Donald se agarró a los hombros de Mick y tomó impulso para sentarse detrás. —Está al otro lado de la colina, memo. Donald resistió el impulso de decirle a Mick que estaba de broma. Se agarró a la estructura metálica que tenía a su espalda mientras Mick metía la marcha. Su amigo avanzó por el camino de tierra que había entre las tiendas hasta llegar a la hierba y luego viró hacia la delegación de Carolina del Sur. Los rascacielos del centro de Atlanta asomaban la cabeza a un lado. Mick volvió la cabeza mientras el Honda ascendía por la cuesta. —¿Cuándo llega Helen? —gritó. Donald inclinó el cuerpo hacia adelante. Le encantaba sentir el frescor del aire de octubre. Le recordaba a Savannah en aquella época del año, el frío de los amaneceres en la playa. Estaba justo pensando en Helen cuando Mick preguntó por ella. —Mañana —exclamó—. Viene en autobús, con los delegados de Savannah. Tras coronar la colina, Mick frenó y se desvió para continuar por la cima. Pasaron junto a un quad cargado que iba en sentido contrario. La red de lomas formaba un entrelazado laberinto de caminos sobre la cima de cada una de las depresiones que contenían las distintas instalaciones de contención. En la distancia, Donald contempló el baile de pequeños vehículos todoterreno que recorrían el paisaje de un lado a otro. Un día, imaginó, los mismos caminos temblarían con el paso de los enormes camiones que llevarían residuos nucleares y señales de peligro radiactivo. Y sin embargo, al ver las banderas que ondeaban sobre la delegación de Florida, a un lado, y el escenario de Georgia, al otro, y al pensar en que aquellas cuestas podrían albergar un número récord de participantes y ofrecerles una visión perfecta de cada uno de los escenarios, Donald no pudo sino preguntarse si aquella concatenación de felices casualidades serviría a un propósito mayor. Era como si se hubiera planeado desde el principio que las instalaciones estuviesen allí para la Convención Nacional de 2052, como si las hubieran construido con otro objetivo, aparte de su fin original. Una gran bandera azul, con un árbol blanco y una luna creciente, ondeaba perezosamente sobre el escenario de Carolina del Sur. Mick aparcó el todoterreno delante de otros vehículos similares que rodeaban el gran pabellón de bienvenida. Al seguir a Mick entre los vehículos aparcados, Donald vio que se dirigían a una tienda más pequeña, como muchas otras de las personas que caminaban por allí. —¿Qué venimos a hacer aquí? —preguntó. Tampoco es que importase demasiado. En los últimos días habían hecho un poco de todo: llevar bolsas de hielo a las sedes de distintos estados, reunirse con congresistas y senadores para ver si necesitaban algo, asegurarse de que los voluntarios y delegados eran debidamente alojados en los remolques correspondientes… Cualquier cosa que el senador necesitase. —Oh, nada, dar un pequeño paseo —respondió Mick en tono críptico. Invitó a Donald a entrar en la pequeña tienda, donde por un lado entraban trabajadores cargados y por el otro salían con las manos vacías. El interior del pequeño pabellón estaba iluminado con reflectores y el suelo de tierra y hierba aplastado y endurecido por el tráfico constante. Una rampa de hormigón se adentraba en la tierra. Por uno de los lados subía una fila de trabajadores con acreditaciones de voluntario. Mick se incorporó a la otra fila, la que bajaba. Donald comprendió adónde se dirigían. Reconoció la rampa. Corrió para alcanzar a Mick. —Es uno de los depósitos de barras. —Fue incapaz de disimular la emoción que teñía su voz. Es más, ni siquiera lo intentó. Se moría de ganas de ver cómo era el otro proyecto, en papel o en persona. Sólo conocía la parte que le había tocado diseñar, el búnker. El resto de las instalaciones permanecía envuelto en misterio para él—. ¿Podemos entrar así, sin más? A modo de respuesta, Mick comenzó a bajar por la rampa junto a todos los demás. —El otro día supliqué que me dejasen visitarlo —susurró Donald—, pero Turman me largó un sermón sobre la seguridad nacional… Mick se echó a reír. A mitad de camino de la rampa, el techo de la tienda desapareció en la oscuridad, por encima de ellos, y aparecieron unas paredes de hormigón a ambos lados que canalizaban a los trabajadores hacia unas puertas de acero abiertas de par en par. —No vas a ver el interior de una de las otras instalaciones —le dijo Mick. Le puso una mano en la espalda y lo invitó a atravesar la cámara de acceso, una zona de aspecto industrial que le resultaba familiar. Algo más adelante, el torrente de personas ralentizaba su avance para traspasar una pequeña escotilla de uno en uno. Donald se volvió. —Espera. —Vislumbró parte de lo que había al otro lado de las escotillas—. ¿Qué coño es esto? Éste es mi diseño. Avanzaron arrastrando los pies. Mick se apartó para dejar pasar a los que salían y apoyó una mano en el hombro de Donald para obligarlo a avanzar. —¿Qué hacemos aquí? —preguntó éste. Habría jurado que el búnker que había diseñado estaba en la zona de Tennessee. Pero la verdad es que durante las últimas semanas habían hecho tantos cambios que era posible que se hubiera confundido. —Anna me ha dicho que te entró el canguelo y no quisiste venir a la visita. —Menuda estupidez. —Donald se detuvo al llegar a la escotilla ovalada. Reconocía hasta el último de los remaches—. ¿Por qué iba a hacer tal cosa? Estuve aquí. Corté la puta cinta. Mick lo empujó. —Avanza. Estás retrasando la fila. —No quiero entrar. —Indicó a la gente que esperaba para salir que podían pasar. Los trabajadores que había detrás de Mick, con pesados contenedores de plástico en las manos, se removieron en el sitio. —Ya vi el primer piso la última vez —dijo—. Y me basta con eso. Su amigo lo agarró del cuello con una mano y de la muñeca con la otra. Donald sintió que lo empujaba hacia adelante y tuvo que avanzar para no caerse de bruces. Trató de agarrarse a la jamba de la escotilla interior, pero Mick lo tenía cogido por la muñeca. —Quiero que veas el interior de lo que has construido —dijo. Donald entró en la oficina de seguridad dando un traspié. Mick y él se hicieron a un lado para desbloquear el atasco que habían causado. —Llevo viendo esta puta cosa todos los días de los tres últimos años — refunfuñó Donald. Se palpó el bolsillo para buscar las pastillas y se preguntó si sería demasiado pronto para tomarse otra. Lo que no le había contado a Mick era que durante todo el proyecto se había obligado a imaginar su diseño en el exterior, como un rascacielos y no como un silo enterrado. No podía decírselo a su mejor amigo, explicarle lo aterrado que se sentía en aquel momento, a pesar de que no tenía más de diez metros de tierra y hormigón sobre la cabeza. Dudaba mucho que Anna hubiese utilizado las palabras «te ha entrado el canguelo», pero eso era exactamente lo que le había pasado después de cortar la cinta. Mientras el senador llevaba a un grupo de dignatarios a recorrer el complejo, Donald corría en busca de un trecho de hierba en el que no tuviese encima nada más que cielo despejado. —Esto es realmente importante, joder —recalcó Mick. Chasqueó los dedos frente al rostro de Donald. Dos filas de trabajadores pasaron por delante. Tras ellos había un hombre sentado en un pequeño cubículo, con una brocha en una mano y una lata de pintura en la otra. Estaba aplicando una mano de pintura gris a unos barrotes de acero. A su lado, un técnico estaba colgando de la pared una especie de pantalla gigantesca. No todo lo que había allí se estaba terminando conforme a las especificaciones de Donald. »Donny, escúchame. Lo digo en serio. Hoy es el último día que podemos mantener esta conversación, ¿vale? Quiero que veas lo que has construido. —Su perpetua sonrisa de picardía había desaparecido y tenía las cejas enarcadas. Si acaso, parecía triste—. ¿Quieres entrar conmigo, por favor? Donald respiró hondo, combatió el impulso de echar a correr en busca del aire fresco de las colinas, lejos de aquella multitud asfixiante, y casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, asintió. En la expresión de la cara de su amigo era mortalmente seria, como si estuviese a punto de contarle la muerte de uno de sus seres más queridos. Mick le dio unas palmadas en el hombro en señal de gratitud. —Por aquí. Mick lo condujo hacia el hueco central. Atravesaron la cafetería, que estaba abierta. Había algunos trabajadores en las mesas, comiendo en bandejas de plástico mientras se tomaban un descanso. El olor de la comida llegaba flotando desde las cocinas, situadas más allá. Donald se echó a reír. Nunca había pensado que llegasen a utilizarla. Una vez más, tuvo la impresión de que la convención le había otorgado un propósito al lugar. Esto le hizo sentir un momento de felicidad. Se había imaginado el complejo entero desprovisto de vida. Los trabajadores se afanarían en el exterior, almacenando las barras de combustible nuclear agotado, mientras aquel edificio, que de haber estado sobre la tierra habría llegado a rozar las nubes, permanecía totalmente vacío. Al final de un corto pasillo, el acero reemplazaba las baldosas en el suelo y un ancho cilindro se adentraba en el corazón de la instalación. Anna tenía razón. Era algo realmente digno de verse. Al llegar a la barandilla, Donald se detuvo para asomarse. La inmensidad de la altura lo hizo olvidar por un momento que estaba bajo tierra. Al otro lado del rellano, una cinta transportadora, accionada por una ruidosa colección de engranajes, subía hasta allí una inagotable sucesión de bandejas de carga vacías. La imagen hizo pensar a Donald en los cubos de una rueda hidráulica. Las bandejas se daban la vuelta antes de volver a adentrarse en las entrañas del edificio. Los hombres y mujeres provenientes del exterior depositaban los contenedores que traían sobre las bandejas vacías antes de salir. Donald buscó a Mick con la mirada y vio que se alejaba escaleras abajo. Corrió tras él, perseguido por su claustrofobia. —¡Oye! Sus zapatos golpetearon sobre los escalones recién pintados. Sólo el dibujo de rombos antideslizante impidió que resbalara en su precipitación. Alcanzó a Mick al completar una primera vuelta del enorme agujero. Los contenedores de plástico, llenos de suministros de emergencia — suministros que, sin que nadie los utilizase, acabarían por descomponerse —, seguían descendiendo de manera ominosa más allá de la barandilla. —No quiero bajar más —decidió. —Dos pisos solamente —respondió Mick sin volverse—. Vamos, tío, quiero que veas esto. Donald obedeció, un poco aturdido. Habría sido peor volver a la superficie solo. En el primer rellano al que llegaron había un trabajador junto a la cinta transportadora, con una especie de arma en las manos. Cuando pasó el siguiente contenedor, disparó contra su costado un destello rojizo, con un zumbido de su escáner. El trabajador se apoyó en la barandilla para esperar al siguiente mientras el contenedor continuaba su lento descenso. —¿Me he perdido algo? —preguntó Donald—. ¿Aún no hemos cumplido con las fechas límite? ¿Qué son todos esos suministros? Mick ladeó la cabeza. —Fechas límite, tú lo has dicho… —respondió. O al menos eso fue lo que le pareció oír a Donald. Su amigo parecía absorto en sus pensamientos. Siguieron bajando en espiral hasta llegar al siguiente rellano, atravesando otros diez metros de hormigón reforzado, de espacio desaprovechado. Donald conocía el piso. Y no sólo por los planos. Mick y él habían recorrido uno idéntico en la fábrica donde los habían construido. —Yo ya he estado aquí —le dijo a su amigo. Mick asintió. Invitó a Donald a entrar en un pasillo. Luego escogió una de las puertas, al azar, y la abrió para su amigo. La mayoría de los pisos eran prefabricados y los habían acoplado en la posición que les correspondía ya terminados e incluso amueblados. Si aquél no era exactamente el piso que habían visitado, era uno de tantos idénticos. Una vez que Donald estuvo dentro, Mick encendió las luces del apartamento y cerró la puerta. Donald vio con sorpresa que la cama estaba hecha. Sobre una silla habían dejado un montón de sábanas dobladas. Mick las depositó sobre el suelo. Se sentó y señaló los pies de la cama con la cabeza. Donald, sin hacerle caso, entró en el minúsculo cuarto de baño. —La verdad es que es agradable ver esto —confesó a su amigo. Alargó la mano hacia el grifo del lavabo y lo abrió sin esperar nada. Pero entonces, al ver que, con un gorgoteo, comenzaba a salir agua, se echó a reír sin poder contenerse. —Ya me imaginaba que reaccionarías así —comentó Mick en voz baja. Donald vio su reflejo en el espejo, con el rostro aún radiante de alegría. Solía olvidar cómo se le arrugaban los bordes de los ojos cuando sonreía. Se tocó el pelo, ya salpicado de gris a pesar de que aún le faltaban cinco años para llegar a los cuarenta. El trabajo lo estaba envejeciendo de manera prematura. Como se temía. —Resulta increíble que esto lo hayamos construido nosotros, ¿eh? — preguntó Mick. Donald se volvió y se reunió con su amigo en el estrecho cubículo. Se preguntó si lo que los había envejecido a ambos habría sido su trabajo o aquel proyecto concreto, aquella obra agotadora. —Te agradezco que me hayas obligado a bajar aquí. —Estuvo a punto de añadir que le encantaría ver el resto, pero se dio cuenta de que sería ir demasiado lejos. Además, seguramente ya los estarían buscando en el pabellón del estado de Georgia. —Oye, Donny —empezó Mick—, quería decirte algo. Donald miró a su amigo, que parecía estar buscando las palabras exactas. Observó la puerta de reojo. Mick seguía en silencio. Finalmente, Donald decidió sentarse al pie de la cama, tal como le había sugerido antes. —¿Qué pasa? —preguntó. Pero creía saberlo. El senador había incluido a Mick en su otro proyecto, el mismo que había obligado a Donald a buscar ayuda médica. Se acordó del grueso libro que había memorizado casi por completo. Su amigo no lo había llevado hasta allí para que pudiera ver lo que habían hecho, sino en busca de un sitio totalmente privado, de un lugar donde pudiera confiarle un secreto. Se palpó el bolsillo donde guardaba las pastillas, las mismas que impedían que sus pensamientos se extraviaran por sitios peligrosos. —Oye —dijo—, no quiero que me cuentes nada que no deberías… Mick levantó la mirada con expresión de sorpresa. —No hace falta que digas nada, Mick. Asume que sé lo mismo que tú. Mick negó con la cabeza con tristeza. —No es así —respondió. —Bueno, pues asúmelo de todos modos. No quiero saber nada. —Necesito que lo sepas. —Preferiría que no fuese así… —No es ningún secreto, tío. Es que… Quiero que sepas que te quiero como a un hermano. Siempre te he querido. Los dos permanecieron en silencio. Donald desvió la mirada hacia la puerta. Era una situación incómoda, pero de algún modo, oírle decir eso a Mick lo había conmovido. —Mira… —empezó a decir. —Sé que siempre me paso contigo —dijo Mick—. Joder, lo siento. De verdad me importas. Y Helen también. —Mick se volvió hacia un lado y se rascó la mejilla—. Me alegro mucho por los dos. Donald cruzó el pequeño espacio que los separaba y le apretó a su amigo el brazo. —Eres un buen amigo, Mick. Me alegro que hayamos pasado este tiempo juntos, estos últimos años, en la política y construyendo este… Mick asintió. —Sí. Y yo. Pero escucha, no te he traído hasta aquí para ponerme sentimental. —Se llevó una mano a la cara y Donald vio que se estaba secando los ojos—. Anoche tuve una charla con Turman. Me… Hace unos meses, me ofreció un puesto en el equipo, en el equipo principal, y anoche le dije que prefería que lo ocuparas tú. —¿Cómo? ¿En un comité? —Donald no podía imaginarse a su amigo renunciando a un puesto, a ningún puesto—. ¿En cuál? Mick negó con la cabeza. —No, es otra cosa. —¿Qué es? —preguntó Donald. —Mira —continuó Mick—, cuando lo averigües y comprendas lo que está pasando, quiero que pienses en mí aquí. —Miró a su alrededor, por toda la habitación. Hubo un silencio que se prolongó por espacio de varios segundos, punteado por la caída de las gotas de agua en la pila del baño—. En los próximos años, si pudiera elegir un sitio para estar, el que fuese, elegiría estar aquí mismo, con el primer grupo… —Vale. Oye, no entiendo muy bien lo que quieres decir… —Ya lo entenderás. Tú recuerda todo esto, ¿quieres? Que te quiero como a un hermano y que todo sucede por alguna razón. No habría querido que las cosas fuesen de otro modo. Ni para ti ni para Helen. —Vale. —Donald sonrió. No sabía si Mick estaba tomándole el pelo o si su amigo se había pasado con los bloody mary aquella mañana, en el pabellón de bienvenida. —Venga. —Mick se levantó de pronto. Como mínimo, se movía como si estuviera sobrio—. Salgamos de aquí, joder. Este sitio me da escalofríos. Abrió la puerta y apagó las luces. —Canguelo, ¿eh? —exclamó Donald a su espalda. Mick negó con la cabeza y los dos volvieron por el pasillo. Tras ellos quedó el pequeño apartamento escogido al azar, en la oscuridad, con el goteo de su pequeña pila. Donald intentó comprender cómo había podido confundirse, cómo era posible que el pabellón de Tennessee, en el que había cortado la cinta, se hubiera convertido en el de Carolina del Sur. Estuvo a punto de conseguirlo cuando su subconsciente le mostró por un momento una lista de suministros con cincuenta veces más fibra óptica de la que había pedido, pero al final perdió la conexión. Entretanto, los contenedores cargados de suministros seguían descendiendo por el titánico hueco, entre el ruido de los motores de la cinta transportadora. Y al volver, las bandejas que los habían transportado lo hacían vacías. 20 2110 Silo 1 Troy despertó sumido en una especie de neblina, mareado y desorientado, con una fuerte palpitación en la cabeza. Levantó las manos y tanteó frente a sí, creyendo que iba a encontrar el vidrio helado, la presión de una cúpula de acero, el terrible destino de la congelación profunda. Sus manos sólo empujaron el aire vacío. El reloj que había junto a su cama indicaba que eran poco más de las tres de la mañana. Se incorporó y vio que llevaba unos pantalones cortos de deporte. No recordaba haberse cambiado la noche antes ni tampoco haberse ido a la cama. Apoyó los pies en el suelo, los codos en las rodillas, la cabeza en las palmas de las manos, y permaneció así un momento. Le dolía todo el cuerpo. Al cabo de pocos minutos se puso el mono en la oscuridad. La luz habría empeorado su dolor de cabeza. No era una teoría que necesitase someter a prueba. El pasillo del exterior seguía en penumbra, como todas las noches, con la luz justa para encontrar el camino a los baños comunitarios. Troy lo recorrió sigilosamente en dirección al ascensor. Pulsó el botón de subida y titubeó, sin saber muy bien si era eso lo que quería. Sentía una especie de impulso. Pulsó también el botón de bajada. Era demasiado pronto para ir a su despacho, donde no podría hacer otra cosa que juguetear con el ordenador. No tenía hambre, pero siempre podía subir a ver la salida del sol. El turno de noche estaría allí, tomándose un café. O podía ir al gimnasio a correr un poco. Aunque para eso tendría que volver a su cuarto a cambiarse. El ascensor anunció su llegada con un pitido mientras aún estaba tratando de decidirse. Las dos luces, la de subida y la de bajada, se apagaron. Podía ir a donde quisiera. Entró en el ascensor. Aún no sabía lo que quería hacer. El ascensor cerró las puertas. Esperó su decisión con paciencia. Suponía que más tarde o más temprano se pondría en movimiento para responder a la llamada de otro, una persona con un propósito, alguien con un objetivo. Podía quedarse ahí y no hacer nada, dejar que fuese otro el que decidiese. Mientras esperaba, pasó el dedo por los botones y trató de recordar lo que había en cada piso. Había memorizado muchas cosas, pero no todo lo que sabía accesible. Sintió el repentino impulso de marcharse a una de las salas comunitarias para ver la televisión, dejar que pasasen las horas hasta que llegase el momento de estar en otra parte. Así es como se suponía que pasaba el turno. Esperar y luego hacer cosas. Dormir y luego esperar. Llegar hasta la hora de la cena y luego irse a la cama. El final siempre estaba a la vista. No había nada contra lo que rebelarse, sólo una rutina. El ascensor se estremeció y se puso en movimiento. Troy retiró bruscamente la mano de los botones y retrocedió un paso. No había nada que indicase adónde se dirigía, pero le parecía que estaba bajando. No habían pasado más que unos pisos cuando se detuvo. Un rostro que recordaba haber visto en la cafetería, un hombre con el mono rojo del reactor, sonrió al entrar. —Buenos días —dijo. Troy lo saludó con la cabeza. El hombre se volvió y pulsó uno de los botones inferiores, el que correspondía a uno de los pisos del reactor. Estudió el panel, por lo demás a oscuras, y lanzó a Troy una mirada intrigada. —¿Se encuentra bien, señor? —¿Mmm? Ah, sí. Troy se inclinó hacia el panel y pulsó el sesenta y ocho. La preocupación del hombre por su bienestar debía de haberle hecho pensar en el doctor, aunque Henson no entraría a trabajar hasta varias horas más tarde. Pero había otra cosa que lo carcomía por dentro, algo que necesitaba ver, un sueño que se le escabullía entre los dedos. —Será que no he pulsado bien la primera vez —se explicó mientras dirigía una mirada de soslayo a los botones. —Mmm. El silencio duró uno o dos pisos. —¿Cuánto le queda? —preguntó el mecánico del reactor. —¿A mí? Un par de semanas. ¿Y a usted? —Yo sólo llevo una semana. Pero es mi segundo turno. —Oh. Las luces bajaban indicando los pisos que iban dejando atrás. A Troy no le gustaba aquel orden numérico; pensaba que el piso uno debía ser el más bajo. Tendrían que avanzar hacia arriba. —¿Es más fácil en el segundo turno? —preguntó. La pregunta salió sola. Era como si la parte de él que se moría por saber estuviese más despierta que la que suplicaba silencio. El mecánico lo pensó un momento. —Yo no diría que más fácil. Tal vez… ¿menos incómodo? —Se rió entre dientes. Troy sintió en las rodillas que llegaban a su destino, como un tirón de la gravedad. Con una pequeña campanada, las puertas se abrieron. —Que pase un buen turno —dijo el mecánico. Ninguno de los dos había dicho cómo se llamaba—. Por si no volvemos a vernos. Troy levantó una mano. —Hasta la próxima —respondió. El hombre salió y las puertas se cerraron ante el pasillo del reactor. El ascensor reanudó su descenso con un zumbido. Las puertas volvieron a abrirse en el nivel médico. Nada más salir, Troy oyó unas voces al final del pasillo. Avanzó sigilosamente sobre las baldosas del suelo y las voces fueron ganando en volumen. Una de ellas era femenina. No era una conversación. Debía de ser una película antigua. Troy asomó la cabeza en la sala principal y vio que había un hombre en una camilla, de espaldas a él, con un televisor encendido en un rincón. Pasó de puntillas para no llamar su atención. El pasillo se dividía en dos. Se imaginó el trazado y las salas de almacenamiento en forma de triángulo, las hileras de sarcófagos de congelación profunda, los tubos y tuberías que discurrían de las paredes a las cápsulas y de éstas a las personas que contenían. Se detuvo ante una de las gruesas puertas y probó suerte con su contraseña. La luz roja se convirtió en verde. Bajó la mano. No necesitaba entrar en la sala, no sentía ganas de hacerlo. Sólo quería saber si podía. Lo que lo impulsaba estaba en otra parte. Pasó por delante de varias puertas más, en el mismo pasillo. ¿No acababa de estar allí? ¿Se había ido alguna vez? Sentía una palpitación en el brazo. Al subirse la manga vio una mancha de sangre, un círculo rojo alrededor de la diminuta cicatriz de un pinchazo. Si había sucedido algo malo, no podía recordarlo. Habían reprimido esa parte de él. Introdujo su contraseña en aquel otro panel, aquella otra puerta, y esperó a que la luz se pusiera verde. Esta vez sí pulsó el botón que la abría. No sabía lo que era, pero era consciente de que dentro había algo que tenía que ver. 21 2052 Condado de Fulton, Georgia La suave lluvia que cayó la mañana de la convención dejó empapadas las colinas artificiales y resbaladiza la hierba recién salida, pero no tuvo un gran efecto disuasorio sobre las festividades generales. Los vehículos de construcción y las camionetas manchadas de barro habían abandonado los aparcamientos. Éstos albergaban ahora centenares de autobuses y un par de esbeltas limusinas negras con manchas de lodo. Habían reservado para el uso del personal, los voluntarios, los delegados y los dignatarios que habían trabajado durante semanas para convertir aquel día en realidad el aparcamiento donde habían estado las que fueron en su día oficinas y alojamientos de los equipos de construcción. La zona estaba salpicada de pabellones de bienvenida que hacían las veces de cuarteles generales para los coordinadores de los eventos. Las multitudes de recién llegados bajaban de los autobuses y formaban filas para pasar por los puestos de seguridad del INS-COE. Había unas enormes vallas erizadas de alambre de espino, un detalle que parecía fuera de lugar e incluso un poco ridículo en la convención, pero que tenía sentido para un depósito de residuos nucleares. Aquellas barreras y compuertas mantenían a raya una extraña congregación de manifestantes: los de la derecha, que desaprobaban el uso actual del complejo, y los de la izquierda, que temían su uso futuro. Nunca había existido una Convención Nacional con tanta energía ni tantos visitantes. Atlanta se extendía más allá de las copas de los árboles, pero la ciudad parecía muy alejada del repentino bullicio de aquella parte del condado de Fulton. Donald tiritaba bajo su paraguas, en lo alto de una loma, mientras contemplaba, más allá del mar de gente congregada sobre las colinas, el escenario sobre el que ondeaba la bandera de su estado. Un sinfín de paraguas que se movían de un lado a otro como insectos acuáticos lo cubría. En alguna parte, una banda practicaba una canción con atronadora insistencia mientras pisoteaba otra colina hasta transformar su superficie en barro. Flotaba en el aire la sensación de que el mundo iba a cambiar. Por segunda vez en la vida de Donald, una mujer iba a conseguir la nominación a la presidencia. Y a juzgar por lo que decían las encuestas, esta vez tenía muchas probabilidades de conseguirlo. Salvo que la guerra en Irán diese un giro inesperado, alcanzarían un hito histórico, se haría trizas un último techo de cristal. Y todo empezaría allí, en aquellos inmensos agujeros excavados en la tierra. Los autobuses seguían atravesando el aparcamiento para desembarcar nuevas oleadas de pasajeros. Donald sacó el teléfono y consultó la hora. Pero la demanda de conectividad era tan abrumadora que seguía mostrando un icono de error. Le sorprendía que, en medio de tantos y tan cuidadosos preparativos, a nadie se le hubiera ocurrido la posibilidad de levantar una o dos torres de telefonía provisionales. —¿Congresista Keene? Donald se sobresaltó y, al volverse, vio que Anna caminaba por la cima de la colina hacia él. Miró de reojo el escenario de Georgia pero no vio su coche. Lo sorprendió que hubiera subido hasta allí caminando. Sin embargo, siempre le había gustado hacer las cosas de manera difícil. —No estaba segura de que fueses tú —le dijo ella con una sonrisa—. Todo el mundo lleva el mismo paraguas. —Sí, soy yo. —Aspiró hondo, y al hacerlo se dio cuenta de que el nerviosismo aún le constreñía el pecho cada vez que la veía, como si temiese que bastara una conversación para meterlo en un lío. Anna se paró a poca distancia, dando a entender que esperaba que él compartiese su paraguas. Donald se lo cambió de mano para cubrirla y la llovizna le salpicó el brazo expuesto. Dirigió una mirada hacia el aparcamiento y, sin demasiadas esperanzas, buscó algún indicio de la presencia de Helen. A esas horas ya debería de andar por allí. —Menudo caos —dijo Anna. —Se supone que luego se organiza todo. En el escenario de Carolina del Norte, alguien provocó un chirrido espantoso al probar el micrófono. —Ya veremos —replicó Anna. Se cerró el abrigo para protegerse del frío de la mañana—. ¿No viene Helen? —Sí. El senador Turman ha insistido. No le va a hacer mucha gracia cuando vea la de gente que hay. Detesta las multitudes. Y tampoco le va a hacer ninguna gracia el barro. Anna se echó a reír. —Yo no me preocuparía mucho por las condiciones del suelo después de esto. Donald pensó en los cargamentos de residuos radiactivos que llegarían hasta allí en camión. —Ya. —Entendía lo que quería decir. Volvió a bajar la mirada por la colina en dirección al escenario de Georgia. Sería el escenario de la primera reunión de delegados nacionales aquel día, lo que quería decir que todas las personas realmente importantes estarían concentradas en un solo pabellón. Tras el escenario y entre los puestos de comida, el único indicio de la presencia del complejo subterráneo era una pequeña torre de hormigón que sobresalía del suelo, con la cúspide erizada de antenas. Donald pensó en todo el trabajo que habría que hacer para retirar las banderas y los banderines empapados antes de que pudieran empezar a traer las barras de combustible empobrecido. —Resulta raro pensar en que varios miles de personas procedentes del estado de Tennessee van a estar pisoteando algo que hemos diseñado nosotros —dijo Anna. Su brazo rozó el de Donald. Él permaneció perfectamente inmóvil y se preguntó si habría sido un accidente—. Ojalá hubieras podido verlo mejor por dentro. Donald se estremeció, no tanto por el frío y la humedad del aire como por el esfuerzo que estaba teniendo que hacer para no comentar nada. No le había hablado a nadie de la visita que había hecho con Mick el día antes. Le habría parecido una especie de sacrilegio. Probablemente sólo se lo contaría a Helen. —Es increíble la de tiempo que hemos dedicado a construir algo que no se utilizará nunca —dijo. Anna expresó su asentimiento con un murmullo. Su brazo seguía tocando el de él. Aún no había ni rastro de Helen. Donald tenía la irracional certeza de que, de algún modo, iba a localizarla entre la muchedumbre. Era algo que normalmente podía hacer. Se acordó del balcón del hotel de Hawái en el que habían pasado su luna de miel. Desde allí arriba podía verla cuando salía a primera hora de la mañana a dar sus paseos por la playa, caminando entre la espuma que rompía sobre la arena en busca de conchas. Siempre había varios cientos de personas en la playa, pero aun así sus ojos siempre se veían inevitablemente atraídos hacia ella. —Supongo que la única manera de que nos dejasen construirlo era ofrecerles las seguridades que querían —comentó Donald. Era lo que el senador le había dicho antes a él, pero seguía pareciéndole raro. —La gente quiere sentirse segura —asintió Anna—. Quieren saber que, si sucede lo peor, tendrán algo, lo que sea, para protegerse. De nuevo, volvió a apoyarse en su brazo. Esta vez no podía ser un accidente. Donald se apartó ligeramente, a pesar de saber que ella lo notaría. —Lo que sí me apetecería es ver uno de los otros búnkers —dijo cambiando de tema—. Sería interesante ver lo que han hecho los demás equipos. Pero según parece no estoy autorizado. Anna se echó a reír. —Yo también lo he intentado. Me muero de ganas de ver lo que ha hecho la competencia. Pero puedo entender sus reticencias. Ahora mismo hay muchos ojos clavados aquí. —Volvió a pegarse a él, ignorando lo que acababa de hacer Donald—. ¿No lo percibes? —preguntó—. ¿Como si el centro de una enorme diana estuviera encima de este sitio? Es decir, a pesar de las vallas y de los muros que hay ahí abajo, puedes estar seguro de que el mundo entero va a estar fijándose en lo que pasa aquí. Donald asintió. Sabía que no se refería a la convención sino al uso que darían al lugar después de ella. —Vaya, parece que tengo que volver a bajar ahí. Donald se volvió para comprobar a qué se refería y vio que el senador Turman subía por la ladera a pie, protegido de la lluvia por un enorme paraguas negro. Parecía ajeno a la presencia del lodo y la suciedad, de un modo que no estaba al alcance de nadie más, igual que le sucedía con el paso del tiempo. Anna alargó un brazo y dio un pequeño apretón a Donald en el hombro. —Felicidades de nuevo. Ha sido muy divertido trabajar juntos en esto. —Lo mismo digo —respondió él—. Formamos un buen equipo. Anna sonrió. Por un instante, Donald se preguntó si iba a inclinarse hacia él para darle un beso en la mejilla. Parecía un gesto natural en aquel momento. Pero no lo hizo y el momento pasó. Sin quitarse el impermeable, Anna se dirigió hacia el senador. Turman levantó el paraguas, besó a su hija en la mejilla y la siguió con la mirada un momento mientras ella se alejaba colina abajo. Luego continuó subiendo para reunirse con Donald. Se quedaron el uno junto al otro en silencio, sin más sonido que el apagado golpeteo de la lluvia sobre sus paraguas. —Señor —dijo Donald al fin. Sentía una comodidad nueva en presencia del anciano. Las dos últimas semanas habían sido como un campamento de verano, lo que le había permitido constatar que al compartir casi todas las horas del día con las mismas personas se generaba un nivel de familiaridad e intimidad inalcanzable para años de encuentros ocasionales. Había algo en el confinamiento forzoso que unía a las personas, más allá de la proximidad puramente física. —Condenada lluvia —fue la respuesta de Turman. —No se puede controlar todo —replicó Donald. El senador refunfuñó, como si no estuviese de acuerdo. —¿Helen no ha llegado aún? —No, señor. —Donald metió la mano en el bolsillo y buscó su teléfono —. No sé si le llegan mis mensajes… Las redes están absolutamente colapsadas. Estoy seguro de que no hay precedentes de una reunión como ésta en este rincón del país. —Desde luego, éste es un día sin precedentes —asintió Turman—. Nunca ha habido otro igual. —Pues el mérito es casi todo suyo, señor. Es decir, no me refiero sólo a la construcción de este sitio, sino a la decisión de no presentarse. Este año, el país estaba maduro para caer en sus manos. El senador se echó a reír. —Eso se podría decir de la mayoría de los años, Donny. Pero siempre he tenido ambiciones más elevadas. Donald volvió a estremecerse. No era capaz de recordar la última vez en que el senador lo había llamado así. ¿Tal vez en la última reunión en su oficina, más de dos años atrás? El viejo parecía extrañamente tenso. —Cuando llegue Helen, quiero que vengáis al pabellón del estado a verme, ¿de acuerdo? Donald sacó el teléfono y comprobó la hora. —Sabe que me esperan en el de Tennessee dentro de una hora, ¿no? —Ha habido un cambio de planes. Quiero que estés cerca de casa. Mick se encargará de cubrirte en ese tema, así que te quiero conmigo. —¿Está seguro? Teóricamente tenía que reunirme con… —Ya. Es por una buena causa, confía en mí. Os quiero a Helen y a ti cerca del estado de Georgia, conmigo. Y oye… El senador se volvió hacia él. Donald apartó los ojos de los últimos autobuses que estaban desembarcando pasajeros. La lluvia había arreciado un poco. —Has contribuido más de lo que crees a hacer posible este día —dijo Turman. —¿Señor? —Hoy va a cambiar el mundo, Donny. Donald se preguntó si el senador se habría saltado su tratamiento de nanobaños. Tenía las pupilas dilatadas y los ojos perdidos en la distancia. De algún modo, parecía más viejo. —No sé si lo entiendo… —Ya lo harás. Ah, y tenemos una visitante sorpresa. Llegará en cualquier momento. —Sonrió—. El himno nacional es a mediodía. Después, el escuadrón 141 de las fuerzas aéreas sobrevolará la zona. Te quiero cerca en ese momento. Donald asintió. Ya había aprendido cuándo debía dejar las preguntas y limitarse a hacer lo que le pedía el senador. —Sí, señor —dijo tiritando de frío. El senador Turman se marchó. Donald le dio la espalda y recorrió los últimos autobuses con la mirada mientras se preguntaba dónde demonios se había metido su esposa. 22 2110 Silo 1 Troy caminaba entre las cámaras criogénicas como si supiese adónde se dirigía. Era como lo que había hecho su mano al pulsar el botón que lo había llevado hasta aquel piso. Todos los paneles tenían nombres inventados. De algún modo, sabía que eran inventados. Incluso recordaba haberse inventado el suyo propio. Tenía algo que ver con su esposa; era un modo de honrarla o una especie de secreto o de vínculo prohibido, para poder recordarlo en su momento. Todo esto yacía en el pasado, en lo profundo de la neblina, como un sueño olvidado. Antes de su turno había pasado por una orientación. Allí dispuso de libros familiares que tuvo que leer y releer. Y fue entonces cuando escogió su nombre. Una explosión amarga en la lengua lo hizo detenerse de pronto. Era el sabor de la pastilla al disolverse. Troy sacó la lengua y se la frotó con los dedos, pero no había nada allí. Podía sentir las llagas de las encías contra los dientes, pero no recordaba cómo se las había hecho. Siguió caminando. Algo no estaba yendo bien. En teoría, aquellos recuerdos no debían regresar. Se imaginó a sí mismo en una camilla, gritando mientras lo maniataban con correas y le clavaban agujas. Aquél no era él. Él era uno de los que habían sujetado al hombre por las botas. Troy se detuvo en una de las cápsulas y comprobó el nombre. Helen. Las tripas se le encogieron como si estuvieran buscando la medicina. No quería recordar. Ése era el ingrediente secreto: el deseo de no recordar. Eso era lo que perdían, todo aquello que los fármacos podían atrapar con sus tentáculos para hundirlo bajo la superficie. Sólo que ahora había una pequeña parte de él que se moría de ganas de recordar. Era una duda que lo consumía por dentro, la sensación de que estaba dejando atrás una parte importante de sí mismo. Y estaba dispuesto a zambullirse, llevándose consigo todo lo demás, en busca de aquellas respuestas. La escarcha que cubría el vidrio desapareció con un chirrido. No reconoció a la persona que había dentro y pasó a la siguiente cápsula. Mientras lo hacía, el recuerdo de una escena anterior a la orientación regresó a su cabeza. Troy recordaba pasillos repletos de gente deshecha en lágrimas, hombres adultos que sollozaban, pastillas que les secaban los ojos. En una pantalla de video se levantaban nubes amenazadoras. A las mujeres las habían llevado a otro sitio, por su seguridad. Como en los botes salvavidas, las mujeres y los niños primero. Troy se acordaba. No había sido un accidente. Se acordaba de una conversación que había mantenido en otra cápsula, una más grande, con un hombre que había allí dentro, una conversación sobre el fin del mundo, sobre hacer espacio, sobre acabar con todo antes de que todo decidiese acabar por sí mismo. Una explosión controlada. A veces se utilizaban bombas para apagar fuegos. Pasó la mano sobre otro cristal cubierto de escarcha. La forma durmiente de la siguiente cámara tenía las pestañas cubiertas por una titilante capa de hielo. Era una desconocida. Siguió adelante mientras regresaban todos los recuerdos. Le palpitaba el brazo. Los temblores habían desaparecido. Troy recordaba una calamidad, pero era una farsa. La amenaza de verdad estaba en el aire, invisible. Las bombas eran para conseguir que la gente se pusiera en movimiento, para inspirarles miedo, para conseguir que se echasen a llorar y olvidasen. Habían caído como canicas por un cuenco. No, por un cuenco no, por un embudo. Alguien les explicó por qué los habían elegido para salvarlos. Se acordaba de una neblina, una neblina blanca que habían atravesado. La muerte ya estaba en ellos. Troy recordó el sabor en la lengua, metálico. El hielo del panel siguiente ya había desaparecido, apartado por alguien hacía poco. Lo cubrían unas gotas de condensación que distorsionaban la luz. Al pasar la mano por allí supo lo que había sucedido. Vio a la mujer que contenía, la mujer de cabello castaño que a veces se lo recogía en un moño. No era su esposa. Era alguien que quería serlo, que lo quería a él de aquel modo. —¿Hola? Troy se volvió hacia la voz. El doctor del turno de noche se acercaba a él siguiendo una trayectoria sinuosa entre las cápsulas. Troy se tapó la herida del brazo con una mano. No quería que lo atraparan otra vez. No podían hacerlo olvidar. —Señor, no debería estar aquí. Troy no respondió. El médico llegó al pie de la cápsula. Dentro yacía dormida una mujer que no era la esposa de Troy. Que no lo era pero habría querido serlo. —¿Por qué no viene conmigo? —preguntó el médico. —Me gustaría quedarme —dijo Troy. Sentía una extraña tranquilidad. Era como si le hubiesen arrancado todo el dolor. Aquello era más fuerte que el olvido. Lo recordaba todo. Había cortado las ataduras de su alma. —No puedo dejar que se quede aquí, señor. Venga conmigo. Se va a congelar. Troy bajó la mirada. Se había olvidado de ponerse los zapatos. Flexionó los dedos de los pies para apartarlos del suelo… y luego dejó que volvieran a apoyarse en él. —¿Señor? Por favor. —El joven médico señaló hacia el pasillo. Troy se zafó de su brazo y se dio cuenta de que la respuesta era proporcional a la necesidad. Si no había patadas, no había correas. Si no había temblores, no había agujas. Oyó el chirrido de unas botas que corrían por el pasillo. Un hombretón de Seguridad apareció en la puerta de la cámara, visiblemente cansado. Troy vio por el rabillo del ojo que el médico le indicaba con gestos que se tranquilizase. No querían asustarlo. No se daban cuenta de que ya no era posible hacerlo. —Me vais a encerrar —susurró Troy. Era algo que estaba a medio camino entre una afirmación y una pregunta. Era una constatación. Se preguntó si le pasaría como a Hal, como a Carlton, si las pastillas no volverían a hacer efecto. Dirigió la mirada hacia el otro extremo de la sala, donde estaban las cápsulas vacías. Allí lo enterrarían. —Calma —dijo el médico. Condujo a Troy hacia la salida. Lo embalsamaría con aquel cielo azul y brillante. Las cámaras iban quedando atrás mientras caminaban juntos en silencio. El hombre de Seguridad respiraba entrecortadamente en la entrada. Su ancho pecho subía y bajaba por debajo del mono. El chirrido de otras botas anunció la llegada de un compañero. Troy comprendió que su turno había terminado. A dos semanas del final. Casi lo había conseguido. El médico indicó con las manos a los dos hombretones que se apartaran de la entrada. Parecía tener la expectativa de no necesitarlos. Pero ellos se colocaron a ambos lados de la salida. Parecían pensar otra cosa. Llevaron a Troy por el pasillo, guiado por la esperanza y flanqueado por el miedo. —Usted lo sabe, ¿no? —preguntó Troy al médico mientras se volvía para estudiarlo—. Lo recuerda todo. El médico no lo miró. Se limitó a asentir. Aquello parecía una traición. No era justo. —¿Por qué a ustedes sí se les permite recordar? —preguntó Troy. Quería saber por qué los que dispensaban la medicina no tenían que tomarla. El médico lo invitó a entrar en su despacho. Su ayudante estaba allí, con la camisa del pijama puesta y una bolsa de transfusiones llena de líquido azul. —Algunos de nosotros recordamos —dijo el médico—, porque sabemos que lo que hemos hecho no es malo. —Frunció el ceño mientras ayudaba a Troy a subir a la camilla. Parecía realmente triste por el estado de su paciente—. Aquí hacemos un buen trabajo —continuó—. Estamos salvando el mundo, no destruyéndolo. Y la medicina sólo afecta a aquellas cosas que nos producen remordimientos. —Levantó la mirada—. Algunos de nosotros no tenemos nada de que arrepentirnos. El umbral de la puerta estaba repleto de hombres de Seguridad. Rebosante. El ayudante desabrochó el mono de Troy. Éste lo observaba como sumido en una especie de estupor. —Se necesitaría un fármaco distinto para borrar lo que sabemos nosotros —le explicó el médico. Cogió un portapapeles de la pared y le introdujo una hoja entre las fauces. Tras una pausa, alguien le puso a Troy una pluma en la mano. Troy se echó a reír mientras firmaba su propio confinamiento. —¿Y por qué yo, entonces? —preguntó—. ¿Por qué estoy aquí? — Siempre había querido preguntárselo a alguien que lo supiera. Eran las plegarias de la juventud, sólo que con alguna posibilidad de obtener respuestas. El médico sonrió mientras cogía el portapapeles. Tendría casi treinta años y su turno había comenzado hacía pocas semanas. Troy rayaba los cuarenta. Y sin embargo era el otro el que poseía toda la sabiduría, todas las respuestas. —Es positivo tener gente como usted al mando —respondió el médico. Parecía creerlo de verdad. Devolvió el portapapeles al gancho de la pared. Uno de los hombres de Seguridad bostezó y se tapó la boca. Mientras Troy se limitaba a observar, le bajaron el mono hasta la cintura. Una uña hace un sonido muy característico al golpear una aguja. —Me gustaría pensar un poco en esto —apuntó. Sintió que una oleada de pánico repentino se apoderaba de él. Sabía que lo que iba a pasar era inevitable, pero sólo quería unos minutos más a solas con sus pensamientos, para saborear aquel breve acceso de lucidez. Quería dormir, desde luego, pero todavía no. Los hombres de la puerta se removieron al percibir las dudas de Troy. Podían ver el miedo en sus ojos. —Ojalá hubiera otro modo —replicó el médico con tristeza. Apoyó una mano en el hombro de Troy y lo guió de nuevo hacia la camilla. Los agentes de Seguridad se aproximaron. Troy sintió un pinchazo en el brazo, una profunda mordedura que llegó sin previo aviso. Al bajar la mirada, vio que la aguja plateada se introducía en su vena y comenzaba a bombear en su interior el líquido azulado. —No quiero… —protestó. Notó unas manos en las espinillas y en las rodillas y un peso en los hombros. El que sentía en el pecho provenía de otra parte. Un torrente candente recorrió su cuerpo, seguido al instante por un entumecimiento. No estaban haciéndolo dormir. Estaban matándolo. Troy lo supo tan repentina y absolutamente como comprendió que su esposa estaba muerta y que otra había intentado ocupar su lugar. Esta vez acabaría en un ataúd para siempre. Y al menos la tierra que habría sobre su cabeza serviría por fin a un propósito. La oscuridad fue estrechando su campo de visión. Cerró los ojos, trató de gritarle al médico que parara, pero no salió sonido alguno de sus labios. Quería dar patadas y pelear, pero ahora no eran sólo unas manos las que lo sujetaban. Estaba hundiéndose. Sus últimos pensamientos fueron para su preciosa esposa, pero no tenían mucho sentido. Eran el fruto del mundo del sueño, que lo invadía ya. «Está en Tennessee», pensó. No sabía cómo o por qué lo sabía. Pero ella estaba allí, esperando. Ya estaba muerta y había una fosa vacía a su lado, esperándolo a él. Troy sólo tenía una pregunta más, un nombre que buscaba a tientas con la esperanza de atraparlo antes de hundirse del todo, una parte de sí mismo que quería llevarse consigo a las profundidades. Lo tenía en la punta de la lengua, como una de aquellas pastillas amargas, tan próximo que podía saborearlo… Pero entonces olvidó. 23 2052 Condado de Fulton, Georgia Cuando la lluvia cesó por fin, una batalla de anuncios y melodías se libraba en la atmósfera de las abarrotadas colinas. Donald pensó que, mientras preparaban el escenario principal para la gala de la noche, el ruido invitaba a pensar que la acción de verdad estaba teniendo lugar en los demás estados. Bajo el estruendo de las diferentes bandas que tocaban en los escenarios, el ruido de los todoterrenos remitió hasta casi desaparecer. Estar en el fondo de la depresión donde se levantaba el escenario del estado de Georgia le provocaba una cierta sensación de claustrofobia. Donald sentía constantemente el impulso de buscar un punto situado a mayor altura, de encontrarse en la cima de la colina, desde donde podría divisar lo que estaba sucediendo. Se imaginaba que desde allí podría contemplar los miles de visitantes esparcidos por cada una de aquellas colinas y captar el fervor político que se olía en el aire, el entusiasmo de familias de ideología similar que celebraban la promesa de un cambio. Por mucho que él pensase que deseaba sumarse a su celebración, lo que realmente quería era que terminase de una vez. Esperaba con impaciencia el final de la convención. Las últimas semanas estaban pasándole factura. Lo único que anhelaba era una cama de verdad, un poco de privacidad, su ordenador, un servicio de telefonía fiable, salir a cenar y, por encima de todo, tiempo para estar a solas con su esposa. Sacó el teléfono del bolsillo y comprobó los mensajes por enésima vez. Faltaban pocos minutos para el himno nacional y el paso del escuadrón 141, que vendría después. También había oído decir algo sobre unos fuegos artificiales, para que la convención comenzase por todo lo alto. Según el teléfono, la última media docena de mensajes no habían sido enviados aún. La red estaba colapsada y el móvil le mostraba un mensaje que nunca había visto. Pero al menos parecía que algunos de los anteriores sí se habían enviado. Buscó a su esposa entre las empapadas cuestas. Tenía la esperanza de verla bajar hacia él, con una sonrisa que habría podido divisar desde cualquier distancia. Alguien se colocó a su lado en el escenario. Al apartar la mirada de las colinas, Donald vio que era Anna. —Allá vamos —dijo ella en voz baja mientras recorría la multitud con los ojos. Parecía nerviosa y hablaba como si lo estuviera. Puede que fuese por su padre, que no había escatimado esfuerzos para organizar el escenario principal y asegurarse de que todo el mundo estaba en el sitio correcto. Miró hacia atrás y vio que la gente estaba tomando asiento en las sillas remojadas por la llovizna. No eran tantos como le había parecido antes. O bien estaban trabajando en los pabellones o se habían ido a otros escenarios. Era la calma antes de la… —Ahí la tenemos. Anna agitó los brazos. Donald sintió que el corazón le daba un vuelco mientras se volvía y seguía la mirada de Anna. Su alivio se fundió con el pánico a que Helen lo viese allí con ella, los viese a los dos juntos. Quien bajaba por la colina era alguien que conocía, desde luego. Una joven con un uniforme azul perfectamente planchado, una gorra bajo el brazo y la cabellera oscura recogida en un pulcro moño. —¿Charlotte? —Donald levantó la mano para protegerse los ojos del sol de mediodía, cuyos rayos se colaban entre las finas nubes. Se la quedó mirando con expresión de incredulidad. Todo lo demás se borró de su mente al ver que su hermana los localizaba y agitaba los brazos para saludarlos. —Le gusta apurar las cosas —murmuró Anna. Donald corrió hasta su quad y giró las llaves. Apretó el botón del contacto, empujó un poco la palanca de aceleración y avanzó sobre la hierba mojada al encuentro de su hermana. Charlotte tenía una sonrisa radiante en la cara cuando frenó a su lado, al pie de la colina. Donald apagó el motor. —Eh, Donny. Su hermana se le echó encima antes de que pudiera desmontar. Le rodeó el cuello con los brazos y apretó. Él le devolvió el abrazo, a pesar de que le preocupaba arrugarle el impecable uniforme. —¿Qué haces aquí? —preguntó. Charlotte lo soltó, retrocedió un paso y se alisó la parte delantera de la guerrera. La gorra de las fuerzas aéreas desapareció de nuevo bajo su brazo, con una sucesión de movimientos tan naturales y precisos como un hábito. —¿No lo sabías? —preguntó—. Creía que el senador ya te lo habría contado a estas alturas. —Pues la verdad es que no. Bueno, puede que dijese algo sobre una visitante, pero no sobre su identidad. Creía que estabas en Irán. ¿Lo ha organizado él? Ella asintió y Donald sintió un calambre en las mejillas de tanto sonreír. Cada vez que se veían y comprobaba que seguía siendo la misma persona, lo invadía una inmensa sensación de alivio. La barbilla fina y la salpicadura de pecas alrededor de la nariz, el brillo de los ojos que ni siquiera las cosas horribles que había presenciado habían logrado apagar, seguían estando ahí. Acababa de cumplir los treinta, había pasado su cumpleaños a medio mundo de distancia, sin ningún miembro de su familia cerca, pero seguía teniendo el mismo aspecto que la adolescente que había decidido alistarse. —Creo que tengo que estar en el escenario para lo de esta noche. —Claro que sí —asintió Donald con una sonrisa—. Seguro que quieren sacarte en televisión. Ya sabes, para mostrar nuestro apoyo a las tropas. Charlotte frunció el ceño. —Oh, Dios, así que voy a ser una de ésas, ¿no? Su hermano se echó a reír. —Seguro que también tienen a alguien del ejército, de la marina y de los marines allí arriba, contigo. —Oh, Dios. Y yo voy a ser la chica. Mientras se reían juntos, al otro lado de las colinas una de las bandas de música terminó de tocar. Donald dijo a su hermana que montase mientras él arrancaba. De repente no sentía la misma opresión en el pecho. El tiempo había cambiado, las nubes se habían abierto, el ruido procedente de los escenarios estaba remitiendo y ahora llegaba alguien de su familia. Aceleró y atravesó velozmente el camino menos embarrado para volver al escenario, mientras su hermana lo abrazaba con fuerza desde atrás. Se detuvieron junto a Anna y su hermana se bajó de un salto y la cogió entre sus brazos. Mientras ellas hablaban, Donald paró el motor y comprobó los mensajes en el teléfono. Por fin había logrado llegarle uno. «En Tennessee. ¿Y tú?». Durante un momento estremecedor, su cerebro trató de asimilar el sentido del mensaje. Era de Helen. ¿Qué demonios estaba haciendo en Tennessee? Otro escenario quedó en silencio. Donald tardó un par de segundos en comprender que su mujer no estaba a centenares de kilómetros. Se encontraba al otro lado de la colina. Ninguno de sus mensajes sobre el cambio de planes y el escenario de Georgia había llegado a su destino. —Eh, ahora vuelvo. Se subió al ATV. Anna lo agarró por la muñeca. —¿Adónde vas? —preguntó. Donald sonrió. —A Tennessee. Helen acaba de mandarme un mensaje. Anna levantó la mirada hacia las nubes. Su hermana estaba ocupada inspeccionándose la gorra. En el escenario estaban acompañando a una joven hasta el micrófono. La flanqueaban dos guardias de color y los asientos frente al escenario estaban empezando a llenarse. Las miradas comenzaban a dirigirse hacia allí acompañadas de gestos de expectación. Antes de que Donald pudiera reaccionar o meter una marcha, Anna alargó el brazo, giró la llave del contacto y la sacó. —Ahora no —dijo. Donald sintió un destello de rabia. Intentó cogerle las manos, quitarle la llave, pero ella la ocultó detrás de la espalda. —Espera —murmuró con un siseo. Charlotte se había vuelto hacia el escenario. El senador Turman estaba allí, con un micrófono en la mano, junto a la jovencita, que tendría alrededor de dieciséis años. Sobre las colinas se había hecho un silencio mortal. Donald comprendió el escándalo que habría organizado su vehículo. La muchacha se disponía a cantar. —Damas y caballeros, compañeros demócratas… Hubo una pausa. Donald se bajó del vehículo, lanzó una última mirada hacia su teléfono y finalmente lo guardó. —… Y amigos independientes, los pocos que haya. El público rompió a reír. Donald se alejó al trote por el fondo de la depresión. Sus zapatos resbalaban sobre la hierba mojada y la fina capa de barro que cubría el suelo. La voz del senador Turman seguía atronando por los altavoces: —Hoy es el alba de una nueva era, de una nueva época. Donald no estaba en forma y cada vez le pesaban más los zapatos por culpa del barro. —Ahora que nos estamos reuniendo aquí, en este escenario de nuestra futura independencia… Al llegar al pie de la cuesta, ya estaba casi sin aliento. —… Me acuerdo de las palabras de uno de nuestros adversarios. Un republicano. Sonaron unas risas lejanas, pero Donald no les prestó atención. Estaba totalmente concentrado en la subida. —Fue Ronald Reagan el que dijo en una ocasión que la libertad es algo por lo que hay que luchar, que la paz es algo que hay que ganarse. Mientras escuchamos el himno nacional, compuesto hace mucho tiempo, en una época en la que se forjaba un nuevo país en medio de los cañonazos, pensemos en el precio de nuestra libertad y preguntémonos qué no estaríamos dispuestos a dar para garantizar que nunca nos la arrebaten. Cuando llevaba subida una tercera parte de la colina, tuvo que detenerse para recobrar el aliento. Sus gemelos iban a ceder antes incluso que sus pulmones. Lamentó haber utilizado el quad durante las pasadas semanas, mientras algunos de sus colegas iban a pie a todas partes. Se prometió que se pondría en forma. Al mismo tiempo que reanudaba su ascenso, una voz tan nítida como el tintineo de un cristal inundó la depresión y ascendió en sincronía por las laderas de las colinas. Donald se volvió hacia el escenario, donde la más dulce de las voces juveniles estaba interpretando el himno nacional… Y vio que Anna lo seguía corriendo con gesto de preocupación. Al instante comprendió que tenía algún problema. Se preguntó si se consideraría que subir corriendo por la cuesta en medio del himno nacional era una falta de respeto. Habían asignado los sitios para aquel momento y él había hecho caso omiso. Dio la espalda a Anna y reanudó su ascenso con renovados bríos. —… Over the ramparts we watched… Se rió, casi sin resuello, y se preguntó si aquellos terraplenes podrían considerarse baluartes defensivos. No costaba mucho ver en qué se habían convertido aquellas depresiones durante las últimas semanas, versiones en miniatura de cada uno de los estados, repletas de gente, mercancías y ganado, cincuenta ferias estatales celebradas a la vez, en todo su esplendor, para aquel día glorioso. Y todo desaparecería una vez que el complejo empezase a funcionar. —… And the rockets’ red glare, the bombs bursting in air… Al llegar a la cima se detuvo para inhalar el aire limpio y transparente a grandes bocanadas. En el escenario, allí abajo, una suave brisa mecía delicadamente las banderas. En una enorme pantalla de video se veía a una chica que cantaba sobre «superar pruebas» y «resistir». Una mano lo atenazó por la muñeca. —Vuelve —siseó Anna. Estaba jadeando. También ella estaba sin aliento y tenía barro y manchas de hierba en las rodillas. Debía de haberse tropezado al subir. —Helen no sabe dónde estoy —respondió él. —… Bannerrr yet waaaaave… Los aplausos comenzaron antes de que terminase el himno, como gesto de reconocimiento. Los reactores que aparecieron en la distancia captaron la atención de Donald incluso antes de que oyese el rugido de sus motores. Volaban en una formación de rombos cuyas puntas prácticamente se tocaban. —Vuelve ahí abajo ahora mismo, joder —gritó Anna. Le dio un fuerte tirón en el brazo. Donald se zafó. Estaba hipnotizado por la imagen de los reactores que se aproximaban. —… Over the laaand of the freeeeeee… La dulce y juvenil voz que se alzaba desde una cincuentena de agujeros en el suelo se estrelló contra el atronador rugido de los potentes reactores, gráciles y vertiginosos ángeles de la muerte. —Suéltame —exigió Donald. Anna había vuelto a agarrarlo e intentaba llevárselo colina abajo a la fuerza. —… And the hooome of the… braaaaave… El estruendo de la maniobra perfectamente acompasada de los reactores estremeció la atmósfera. Con un agudo chillido de los motores, los reactores se separaron y remontaron el vuelo hacia las nubes blancas. Anna le había rodeado los hombros con los brazos y pugnaba con él, prácticamente como si aquello fuese un combate de lucha libre. Donald salió de pronto del trance que le había provocado el paso de los reactores, la hermosa interpretación del himno nacional amplificada sobre la mitad de un condado y sus propios intentos por localizar a su esposa en la depresión siguiente. —Joder, Donny, tenemos que bajar… El primer destello se produjo antes de que ella pudiera taparle los ojos con las manos. Un punto brillante en un extremo de su campo de visión, en dirección al centro de Atlanta. Fue un relámpago que iluminó el cielo como si se hubiera hecho de día. Donald se volvió hacia allí, convencido de que el trueno lo seguiría en cualquier momento. El destello se había convertido en un resplandor cegador. Anna le había rodeado la cintura con los brazos y tiraba de él hacia atrás. Su hermana también estaba allí, jadeando, con los ojos tapados. —¿Qué coño pasa? —gritó. Otro destello, más estrellas en los ojos de todos los presentes. Los altavoces comenzaron a vomitar sirenas. Era el sonido grabado de las alarmas de ataque aéreo. Donald estaba medio ciego. Incluso después de que las nubes en forma de hongo comenzaran a ascender desde el suelo —imposiblemente grandes para estar tan lejos— tardó un instante en comprender lo que estaba sucediendo. Lo arrastraron colina abajo. Los aplausos se habían transformado en gritos que se elevaban por encima de la atronadora sirena. Donald apenas podía ver. Caminaba torpemente hacia atrás y estuvo a punto de caerse junto con las dos mujeres cuando alguno de ellos resbaló en la hierba mojada y se deslizó hacia abajo. La hinchada cúspide de las nubes ascendía más y más y siguieron viéndolas incluso después de que el resto de las colinas y los árboles se hubieran perdido de vista. —¡Esperad! —gritó. Algo se le olvidaba. No era capaz de recordar el qué. En su cabeza apareció una imagen de su vehículo todoterreno, parado en lo alto de la colina. Lo estaba dejando atrás. ¿Cómo había llegado allí arriba, si no? ¿Qué estaba pasando? —Vamos, vamos, vamos —repetía Anna. Su hermana maldecía entre dientes. Estaba aterrada y confusa, como él. Nunca la había visto así. —¡Al pabellón principal! Donald se revolvió y al hacerlo sus pies resbalaron sobre la hierba. Tenía las manos mojadas de lluvia y manchadas de césped y barro. ¿Cuándo se había caído? Llegaron dando tumbos al pie de la cuesta al mismo tiempo que el rugido del trueno lejano los alcanzaba al fin. Las nubes que había sobre ellos parecían huir a la carrera de las explosiones, impulsadas por un viento antinatural. Su parte baja estaba recorrida por destellos y parpadeos, como si estuvieran cayendo más relámpagos o detonando más bombas. Junto al escenario, la gente no corría para escapar de la depresión del terreno, sino para entrar en los pabellones, guiada por voluntarios que agitaban los brazos. Los puestos y establecimientos de comida estaban vaciándose y las filas de sillas de madera estaban en completo desorden, volcadas y amontonadas. Un perro, atado a un poste, ladraba. Algunas personas, dueñas aún de sus facultades, parecían comprender lo que estaba pasando. Anna era una de ellas. Donald vio al senador junto a una tienda más pequeña, coordinando el tráfico. ¿Adónde iba todo el mundo? Donald se sentía vacío mientras se dejaba conducir junto con todos los demás. Su cerebro tardó unos momentos en asimilar lo que había visto. Detonaciones nucleares. La contemplación en vivo y en directo de una cosa que siempre había estado confinada a las imágenes de escasa nitidez de las grabaciones militares. Bombas reales, que habían estallado en el aire real. A poca distancia. Las había visto. ¿Por qué no estaba totalmente ciego? ¿Realmente era eso lo que había sucedido? El miedo a la muerte lo dominó. En un rincón apartado de su mente era consciente de que estaban muertos. De que había llegado el final. No había forma de escapar de aquello. No había dónde esconderse. Los párrafos de un libro que había leído afloraron a su mente, miles de párrafos memorizados. Buscó las pastillas en los bolsillos de sus pantalones, pero no las encontró. Volvió la cabeza y pugnó por recordar lo que se había dejado atrás… Anna y su hermana lo llevaron a rastras más allá del senador, quien, con expresión de determinación en el rostro, frunció el ceño al ver a su hija. La puerta de la tienda rozó a Donald en la cara y penetró en una oscuridad interrumpida sólo por algunas luces colgadas del techo. En la negrura, los destellos de las explosiones volvieron a aparecer en sus ojos. Había mucha gente allí dentro, pero no tanta como él esperaba. ¿Dónde estaba toda aquella multitud? No lo comprendió hasta que se dio cuenta de que, lentamente y arrastrando los pies, comenzaba a avanzar hacia abajo. Una rampa de hormigón, cuerpos por todos lados, hombros que competían por el espacio, gente sin resuello, gritos por doquier, brazos estirados para impedir que la marea humana se llevase lejos a los seres queridos, una mujer y su marido separados, personas que lloraban, unos pocos perfectamente dueños de sí… Una mujer y su marido. ¡Helen! Donald gritó su nombre por encima de la multitud. Se dio la vuelta e intentó nadar contra el torrente de la turba aterrorizada. Anna y su hermana tiraron de él. La gente que luchaba por llegar abajo empujaba desde arriba. Lo obligaron a seguir hacia abajo, hacia las profundidades. Él quería bajar con su esposa. Quería enterrarse con ella. —¡Helen! Oh, Dios, se acordaba. Recordaba lo que había dejado atrás. El pánico remitió y el miedo ocupó su lugar. Podía ver. Se le había aclarado la visión. Pero no podía resistir el empuje de lo inevitable. Recordó una conversación que había mantenido con el senador sobre el fin de todo. Había electricidad en el aire y sentía en la lengua un regusto a metal muerto. Una neblina blanca lo rodeaba. Recordaba la mayor parte de un libro. Comprendió lo que era aquello, lo que estaba pasando. Su mundo había desaparecido. El nuevo se lo tragaba. SEGUNDO TURNO Orden 24 2212 Silo 1 Troy despertó con un sobresalto de una serie de sueños terribles. El mundo estaba ardiendo y la gente que habían enviado a apagarlo estaba dormida. Dormida y congelada, con cerillas humeantes aún en las manos, rodeados por las volutas y grisáceas espirales de sus malas obras. Lo habían enterrado y, envuelto en oscuridad, podía sentir cómo se cernían sobre él las paredes de su estrecho sepulcro. Unas formas oscuras se movían detrás del cristal y la capa de escarcha que lo cubría, hombres con palas que habían venido a liberarlo. Al tratar de abrir los ojos, fue como si sus párpados se desgarrasen, surcados de grietas. Tenía una costra en los rabillos de los ojos y un reguero de escarcha medio fundida resbalaba por su mejilla. Trató de levantar una mano para quitársela, pero sus miembros apenas respondían. La vía que tenía clavada en la muñeca tiró de él al intentarlo. Por primera vez, notó la presencia del catéter. Un hormigueo comenzó a recorrer su cuerpo entero al pasar del adormecimiento al frío. La tapa se abrió con un siseo. A un lado apareció una rendija de luz, que se fue ensanchando al mismo tiempo que retrocedían las sombras. Un médico y sus ayudantes alargaron los brazos para ayudarlo. Troy trató de hablar, pero sólo pudo toser. Hasta tragar saliva le suponía un gran esfuerzo. Tenía las manos tan débiles y los brazos tan temblorosos que tuvieron que ayudarlo con el vaso. El regusto en la lengua era metálico. Sabía a muerte. —Calma —le dijeron al ver que trataba de beber demasiado deprisa. Unas manos expertas retiraron las vías y los tubos. Sintió una presión sobre sí y alguien le pegó una gasa sobre la piel gélida. Vio un camisón de papel. —¿En qué año estamos? —preguntó con un ronco susurro a modo de voz. —Aún es pronto —dijo el médico, otro médico. Troy parpadeó bajo la hostilidad de las luces. No reconoció a ninguno de los hombres que se ocupaban de él. El mar de ataúdes que lo rodeaba seguía siendo una imagen borrosa, rodeada de neblina. —Tómese su tiempo —le aconsejó el ayudante mientras inclinaba el vaso. Troy logró tomar unos cuantos sorbos. Se sentía peor que la última vez. Había pasado más tiempo. El frío profundo seguía dentro de sus huesos. Recordaba que no se llamaba Troy. Teóricamente debía estar muerto. Parte de él lamentaba que lo hubieran despertado. Otra parte habría preferido pasar el trance durmiendo. —Señor, sentimos despertarlo, pero necesitamos su ayuda. —Su informe… Dos hombres hablaban a la vez. —Están teniendo problemas en otro silo, señor. El Dieciocho… Le ofrecieron unas pastillas. Troy las rechazó con un gesto. Ya no quería tomarlas. El médico vaciló. Las dos pastillas descansaban en la palma de su mano. Se volvió para hablar con alguien, un tercero. Troy parpadeó para enfocar de nuevo el mundo. Alguien dijo algo. Unos dedos se cerraron sobre las pastillas y al verlo sintió un enorme alivio. Lo ayudaron a incorporarse. Una silla de ruedas lo esperaba. Había un hombre detrás de ella, con el pelo tan blanco como el mono. Su mandíbula cuadrada y su férrea figura le resultaban familiares. Troy lo reconoció. Era el hombre que despertaba a los durmientes congelados. Tomó otro trago de agua apoyado en la cápsula, con las rodillas temblorosas por la debilidad y el frío. —¿Qué pasa en el silo Dieciocho? —preguntó con un hilo de voz cuando apartaron el vaso. El médico frunció el ceño y no dijo nada. El hombre que había detrás de la silla de ruedas lo estudiaba con detenimiento. —Yo te conozco —declaró Troy. El hombre de blanco asintió. La silla de ruedas estaba esperándolo a él. Sintió que se le encogía el estómago a medida que despertaban algunas partes de su cuerpo que seguían dormidas. —Eres el hombre del deshielo —dijo, pero había algo en ello que no sonaba bien. El camisón de papel estaba caliente. Crujió suavemente cuando Troy metió los brazos por las mangas con la ayuda de los otros. Los hombres estaban nerviosos. Hablaban de manera atropellada. Uno de ellos dijo que un silo estaba desmoronándose y el otro que necesitaban su ayuda. Troy sólo pensaba en el hombre de blanco. Le acercaron la silla. —¿Ha terminado todo? —preguntó. Observó al hombre sin colores mientras su visión se iba aclarando y su voz sonaba cada vez más fuerte. La verdad es que habría preferido mil veces dormir hasta el final. El hombre del deshielo negó con la cabeza con tristeza mientras ayudaban a Troy a sentarse en la silla de ruedas. —Me temo, hijo —pronunció una voz que conocía—, que sólo acaba de empezar. 25 El año del gran levantamiento Silo 18 La muerte de uno era el nacimiento de otro. Es lo que decían quienes quedaban atrás para aliviar su pena. Un anciano muere y alguien gana la lotería. Los hijos de uno lloran mientras padres esperanzados derraman lágrimas de alegría. La muerte de alguien era el nacimiento de otro y nadie lo sabía mejor que Mission Jones. Al día siguiente era su decimoséptimo cumpleaños. Tendría un año más. Y también se cumplirían diecisiete años desde la muerte de su madre. El ciclo de la vida estaba por todas partes —se enroscaba alrededor de las cosas como la gran escalera de caracol—, pero en ninguna parte con más claridad, en ningún sitio se hacía tan evidente que una vida nueva significaba una vida arrebatada, que en él. Así que Mission se acercaba a su cumpleaños sin alegría, sintiendo una pesada carga sobre su joven espalda, pensando en la muerte y sin celebrar nada. Tres pasos por debajo, moviéndose a la misma velocidad que él, Mission oía la respiración entrecortada de su amigo Cam, sin resuello por el peso de su mitad de la carga. Cuando Envíos les asignó un tándem, los dos muchachos se lo jugaron a cara o cruz y Cam había perdido. Eso quería decir que Mission iba delante, desde donde disfrutaba de una visión clara de las escaleras. También significaba que marcaba el ritmo de su avance, y los pensamientos oscuros que había en su cabeza le hacían apretar el paso. El tráfico era escaso en la escalera aquella mañana. Los niños aún no se habían levantado para ir al colegio… Los que todavía iban. Algunos tenderos ojerosos se dirigían encorvados a su trabajo. Había trabajadores de servicio, con manchas de grasa en la barriga y rodilleras cosidas, que salían a aquella hora de los últimos turnos. Un hombre bajaba, cargado con más peso de lo prudente para alguien que no era un porteador, pero Mission no estaba de humor para dejar su carga y correr a ayudarlo, así que se limitó a fulminarlo con la mirada para hacerle saber que lo habían visto. —Sólo faltan tres —dijo a Cam con un resoplido cuando dejaron atrás el piso veinticuatro. Las correas de porteador se le clavaban en los hombros, porque la carga era realmente pesada. Más aún que su destino. Mission llevaba casi cuatro meses sin volver a las granjas y exactamente el mismo tiempo sin ver a su padre. A su hermano, claro está, lo veía en el Nido de vez en cuando, aunque habían pasado algunas semanas desde la última vez. Presentarse allí tan cerca de su cumpleaños sería embarazoso, pero no podía evitarlo. Confiaba en que su padre hiciese lo mismo que de costumbre e ignorase totalmente la ocasión, la manifestación concreta del hecho de que su hijo estaba haciéndose mayor. Después del veinticuatro les tocó pasar por otro hueco entre pisos, repleto de pintadas. El nocivo olor de la pintura casera flotaba en el aire. Aquí y allá se veían regueros de pintura todavía reciente, inscripciones realizadas la noche pasada. Unas gruesas letras pintadas a lo largo del curvado muro de hormigón, mucho más allá de la escalera, que rezaban: Éste es nuestro Lo. La denominación en jerga de «silo» parecía anticuada cuando aún no se había secado la pintura. Nadie los llamaba así ya. Hacía años que no. Más arriba y mucho más antigua: Limpia esto, mami… El resto estaba escondido debajo de un chorro de pintura censora. Como si fuese posible que alguien lo leyese sin saber cómo terminaba. Y además, era en la primera parte donde estaba el pecado mortal. ¡Abajo con el tercio superior! Éste hizo reír a Mission. Se lo mostró a Cam. Posiblemente fuese obra de algún chaval nacido por encima de los pisos intermedios, rebosante de aversión por su propia condición, alguien que no era capaz de soportar su buena suerte. Mission conocía a gente así. Gente como él. Estudió todas las pintadas que había, superpuestas a las del año pasado y éstas a las de muchos años anteriores. Era allí, entre los pisos, donde las vigas de acero unían la escalera y el cemento que había más allá, donde este tipo de eslóganes se remontaban varias generaciones en el pasado. El fin se acerca… Mission pasó por delante de este último sin encontrar una razón para disentir. El fin se acercaba. Podía sentirlo en los huesos. Podía oírlo en el resollante traqueteo que circulaba por el interior del silo, con sus remaches sueltos y sus oxidadas junturas, podía verlo en la manera en que andaba últimamente la gente, con los hombros casi pegados a las orejas y las pertenencias aferradas al pecho. El fin se acercaba para todos. Su padre se reiría y se mostraría en desacuerdo, claro. Mission podía oír la voz de su padre desde varios pisos de distancia, diciéndole que la gente siempre había pensado lo mismo, mucho antes de que naciesen su hermano y él, que no era más que el insensato orgullo de cada generación lo que los llevaba a pensar otra vez lo mismo, a convencerse de que su época era especial, de que con ellos terminaría todo. Su padre decía que era la esperanza, y no el miedo, lo que los llevaba a pensar así. La gente hablaba del fin con sonrisas casi imposibles de disimular. Rezaban para que cuando llegase el momento de irse no tuvieran que hacerlo solos. Su esperanza era que nadie tuviese la buena fortuna de sobrevivirlos y llevar una vida feliz sin ellos. Este tipo de pensamientos hacían que a Mission le picara el cuello. Agarró la correa con una mano mientras se ajustaba el pañuelo alrededor de la garganta con la otra. Era una costumbre nerviosa, taparse el cuello cuando pensaba en el fin de las cosas. —¿Vas bien ahí arriba? —preguntó Cam. —Perfectamente —respondió Mission, consciente de pronto de que había aminorado la velocidad. Agarró la correa con ambas manos y se concentró en el ritmo, en el trabajo. Tenía un metrónomo en la cabeza desde sus tiempos de sombra, un tictac para los trabajos en tándem. Las parejas de porteadores con buena coordinación eran capaces de acoplarse a un ritmo constante y subir o bajar una docena de pisos sin apenas sentir el peso de la carga. Mission y Cam aún no lo habían conseguido. En su caso, siempre había uno que, de vez en cuando, tenía que arrastrar los pies o alterar el ritmo para amoldarse al del otro. Si no, la carga podía balancearse peligrosamente. La carga. Era más fácil pensar en esos términos. Mejor que pensar en que era un cuerpo, el cuerpo de un muerto. Mission se acordó de su abuelo, al que nunca había conocido. Había muerto en el levantamiento del 78, dejando un hijo que se encargaría de la granja y una hija que se convertiría en pulidora. La tía de Mission había abandonado el trabajo años atrás. Ya no se dedicaba a quitar las manchas de óxido ni a pulir y pintar el acero. Nadie lo hacía. Nadie se molestaba en hacerlo. Pero su padre seguía trabajando el mismo terruño, el mismo que habían trabajado varias generaciones de jóvenes Jones, al tiempo que aseguraban que las cosas nunca cambiarían. —Esa palabra también significa otra cosa —le había dicho su padre en una ocasión cuando Mission le habló de revolución—. También significa una vuelta. Un giro completo. Tras una revolución, vuelves al mismo sitio donde habías empezado. Era la clase de cosas que le gustaba decir al padre de Mission cuando los sacerdotes venían para enterrar a un hombre bajo su maíz. Su padre compactaba la tierra con una pala, decía que así eran las cosas y plantaba una semilla en el interior de un pulcro agujero que abría con el pulgar. Mission les había hablado a sus amigos de este otro sentido de revolución. Había fingido que era él quien lo había descubierto. Solían regalarse ese tipo de tonterías pseudointelectuales de noche, en los rellanos a oscuras, mientras inhalaban pegamento de patata de bolsas de plástico. El único al que no había impresionado era su mejor amigo, Rodny. —Las cosas no cambian hasta que no las hacemos cambiar —había respondido éste con expresión seria. Mission se preguntaba qué estaría haciendo su amigo en aquel momento. Llevaba meses sin ver a Rodny. Sus responsabilidades como sombra en Informática, fueran las que fuesen, le impedían salir demasiado. Recordaba tiempos mejores, mientras crecía en el Nido con un grupo de amigos tan unido como un puño cerrado. Recordaba haber pensado que se quedarían todos juntos y que envejecerían en el tercio superior. Vivirían en los mismos pasillos y verían jugar a los hijos que tuviesen llegado el día, como ellos lo habían hecho. Pero se habían dispersado. Costaba recordar quién fue el primero, cuál de ellos había incumplido antes las expectativas de sus padres de que siguiesen sus pasos, pero al final, la mayoría de ellos lo había hecho: habían abandonado el hogar en busca de un nuevo destino. Los hijos de los fontaneros terminaban trabajando en las granjas. Las hijas de las camareras optaban por dedicarse a coser. Los hijos de los granjeros terminaban como porteadores. Mission recordaba lo furioso que se sentía cuando abandonó su hogar. Recordaba haberse peleado con su padre, haberle arrojado la pala y haber jurado que no volvería a cavar un surco. En el Nido había aprendido que podía ser lo que quisiera, que era el dueño de su propio destino. Así que, al crecer, cuando comenzó a sentirse miserable, asumió que era la granja la que le inspiraba aquello; asumió que era cosa de su familia. Cam y él se lo habían jugado en Envíos a cara o cruz y Mission había terminado con los hombros de un cadáver pegados a los suyos. Cuando levantaba la mirada para examinar los siguientes peldaños, su nuca entraba en contacto con la coronilla de un muerto a través de la bolsa de plástico: el muerto y el vivo al que otro como él había hecho posible, pegados el uno al otro, dos caras de la misma moneda. Mission los llevaba a ambos, transportaba aquella doble carga. Siguió subiendo los peldaños de dos en dos, a un ritmo brutal, en dirección a la granja de su juventud. 26 La oficina del forense estaba en el piso treinta y dos, justo debajo de las granjas de tierra, enterrada al final de uno de aquellos pasillos oscuros y húmedos que serpenteaban bajo las raíces. En aquel nivel intermedio, los techos eran muy bajos. Las tuberías, visibles por debajo de ellos, traqueteaban furiosamente por la acción de las bombas que trasladaban los nutrientes hasta las lejanas y hambrientas raíces. Docenas de fugas de agua goteaban sobre cubos y baldes. Uno de ellos, vaciado hacía poco, emitía un repiqueteo metálico al recibir cada impacto. Otro estaba lleno a rebosar. Los suelos eran resbaladizos y las paredes húmedas como una piel sudorosa. En el despacho del forense, los muchachos levantaron el cadáver para depositarlo sobre una mesa de metal dentado y la forense firmó en el registro de Mission. Les dio una propina por entrega rápida y Cam, al ver las fichas, se olvidó al instante de la celeridad con la que lo habían obligado a subir. Nada más salir al pasillo le deseó a Mission un buen día y echó a correr hacia la salida. Mission, al ver cómo se alejaba, se sintió mucho más viejo que él, a pesar de que en realidad sólo le sacaba un año. Nadie le había contado a Cam el plan, la reunión de los porteros a medianoche. Sintió envidia por la ignorancia del muchacho. Como no quería llegar a las granjas sin nada que cargar —porque su padre le echaría un sermón sobre su pereza—, pasó por la sala de mantenimiento que había al final del pasillo para preguntar si alguien necesitaba que llevasen algo al piso de arriba. Winters, un hombre moreno de barba blanca que poseía un don innato para las bombas, estaba de guardia. Dirigió a Mission una mirada suspicaz y le aseguró que no disponía de presupuesto para porteadores. Mission le explicó que, ya que tenía que subir de todas formas, con gusto podía llevar cualquier cosa que necesitase. —En ese caso… —dijo Winters. Levantó una enorme bomba de agua y la dejó sobre su mesa de trabajo. —Justo lo que me hacía falta —respondió Mission con una sonrisa. Winters lo miró con los ojos entornados, como si pensase que le faltaba un tornillo. La bomba no cabía en su mochila de porteador, pero las correas de carga que llevaba por fuera le permitieron sujetarla agarrándola por las bocas de tubería y otros elementos sobresalientes. Winters lo ayudó a meter los brazos por debajo de las correas y cargarse la bomba a la espalda. Dio las gracias al anciano —que volvió a mirarlo con expresión suspicaz— y se puso en camino. En la escalera, el olor a moho de los húmedos pasillos se fue desvaneciendo, reemplazado por el aroma de la marga y la tierra recién arada, fragancias de su hogar que transportaron a Mission de vuelta al pasado. El rellano del treinta y uno estaba abarrotado por la multitud que intentaba entrar en las granjas en busca de las raciones del día. A unos pasos de ellos, apartada, una mujer con el mono verde de los granjeros acunaba en brazos a un bebé que lloraba sin parar. Tenía en las rodillas las manchas propias de una recolectora y la expresión agitada de alguien a quien han obligado a abandonar los campos para calmar a un retoño inconsolable. Al pasar cerca de ella, Mission oyó que le cantaba al bebé una nana que conocía. Acunaba al bebé peligrosamente cerca de la barandilla y el niño miraba el vacío con los ojos abiertos de par en par y una expresión que a Mission se le antojaba de terror genuino. Mientras se abría paso entre la multitud, el llanto del niño fue remitiendo en medio del estrépito general. Mission pensó en aquel momento en los pocos niños que se veían. No como cuando era joven. Tras el estallido de violencia de la última generación, la población había crecido de manera exponencial, pero en los últimos tiempos sólo lo hacía al ritmo reposado del goteo de muertes naturales y sorteos de lotería. Lo que significaba menos niños que lloraban y menos padres felices. Finalmente logró llegar a las puertas y entrar en la sala principal. Se secó el sudor de los labios con el pañuelo. Se había olvidado de llenar la cantimplora en el piso de abajo y ahora tenía la boca seca. De repente, las razones para subir tan deprisa se le antojaban absurdas. Era como si su cumpleaños hubiera sido una fecha límite con la que debía cumplir y cuanto antes visitase a su padre y se marchase, tanto mejor. Pero ahora, envuelto en las imágenes y los sonidos de su infancia, sus sombríos y coléricos pensamientos se habían desvanecido. Estaba en casa y, por mucho que lo detestase, era agradable encontrarse allí. Saludó a algunas personas que conocía de camino a las puertas. Algunos porteadores con los que trabajaba de vez en cuando estaban cargando sacos de frutas y verduras para la cafetería. Vio a su tía en uno de los puestos que había junto a la puerta de seguridad. Después de dejar el oficio, se había dedicado a la dudosa actividad de la venta, para lo que nunca se había formado como sombra y que no tenía derecho legal a desempeñar. Mission trató de no cruzar la mirada con ella. No quería que le echasen un sermón ni que le atusasen el pelo o le enderezasen el pañuelo. Más allá de los tenderetes, un puñado de niños pequeños, reunidos en un rincón alejado y oscuro, participaba de algún negocio turbio — seguramente vender semillas de manera clandestina— con un aire mucho menos inocente del que les habría gustado. La atmósfera que reinaba en el vestíbulo era la de un mercado negro, donde los granjeros se dedicaban a vender directamente sus productos y la gente acudía en tropel desde pisos lejanos para comprar una comida que temían no llegara hasta sus tiendas y establecimientos. El miedo engendraba miedo, el gentío se transformaba en muchedumbre, y no había que ser muy listo para darse cuenta de que en poco tiempo se transformaría en turba. De la puerta de seguridad principal se encargaba Frankie, un chaval alto y larguirucho con el que Mission había crecido. Mission se secó la frente con la parte delantera de la camiseta, que ya estaba fría y húmeda de sudor. —Eh, Frankie —lo llamó. —Mission. —Un asentimiento con la cabeza y una sonrisa. No podía haber malos sentimientos entre dos muchachos que habían sido compañeros de correrías mucho tiempo atrás. El padre de Frankie trabajaba como agente de seguridad varios pisos más abajo, en Informática. Frankie quería ser granjero, cosa que Mission nunca había entendido. Su maestra, la señorita Crowe, había aplaudido su decisión y había animado a Frankie a perseguir sus sueños. Y ahora Mission encontraba irónico que Frankie hubiera terminado trabajando en tareas de seguridad para las granjas. Era como si no pudieran escapar del sitio en el que habían crecido. Mission sonrió y señaló con un gesto la cabellera de Frankie, que llevaba crecida hasta los hombros. —¿Alguien te ha rociado con crecepelo? Frankie se metió el pelo detrás de las orejas, un poco avergonzado. —Ya lo sé, ¿vale? Mi madre siempre está amenazándome con subir para cortármelo mientras duermo. —Dile que yo te sujeto mientras lo hace —respondió Mission con una carcajada—. ¿Me cuelas? Había una compuerta ancha a un lado, para carretillas y carritos. Mission no creía que pudiera pasar por el torno con la enorme bomba sujeta a la espalda. Frankie pulsó un botón y la compuerta emitió un pitido. Mission la atravesó. —¿Qué llevas? —preguntó Frankie. —Una bomba de agua de Winters. ¿Cómo te va? Frankie recorrió con la mirada la multitud que había al otro lado de la puerta. —Un momento —dijo. Parecía estar buscando a alguien. Dos granjeros atravesaron los tornos y se alejaron. Frankie llamó con el brazo a alguien que iba de verde y le preguntó si podía cubrirlo un momento. —Vamos —dijo a Mission—. Acompáñame. Los dos viejos amigos se alejaron por la sala principal en dirección a la brillante aura de unas luces de crecimiento situadas lejos de allí. Los olores eran embriagadores y familiares. Mission se preguntó lo que significarían aquellos mismos olores para Frankie, que se había criado cerca de la fétida peste de la planta de aguas. Puede que a él le hiciese el mismo efecto que a Mission el hedor de la depuradora. Y puede que a Frankie éste le inspirase gratos recuerdos de su infancia. —Las cosas se están descontrolando por aquí —susurró su amigo cuando estuvieron lejos de las puertas. Mission asintió. —Sí, ya he visto que han aparecido algunos tenderetes nuevos. Son más a cada día que pasa, ¿eh? Frankie lo cogió del brazo y redujo el paso para que tuviesen más tiempo de hablar. De una de las oficinas salía olor a pan recién hecho. Estaban muy lejos de las panaderías del piso siete, pero así era como funcionaban ahora las cosas. Seguramente tuvieran la harina enterrada en algún rincón profundo de las granjas. —Habrás visto lo que están haciendo en la cafetería, ¿no? —preguntó Frankie. —Llevé un paquete allí arriba hace unas semanas —respondió Mission. Introdujo los pulgares bajo las correas de los hombros y subió un poco la carga para que se apoyase mejor sobre sus caderas—. Vi que están construyendo algo junto a las paredes de las pantallas. Pero no pude ver qué era. —Están empezando a cultivar brotes —dijo Frankie—. Y también maíz, según dicen. —Supongo que eso significará menos transportes —apuntó Mission, pensando como un porteador. Tocó la pared con la puntera de la bota—. Roker se va a cabrear cuando se entere. Frankie se mordió el labio y entornó la mirada. —Ya, pero ¿no fue Roker el que empezó a cultivar sus propias legumbres en Envíos? Mission movió los hombros a uno y otro lado. Se le estaban entumeciendo los brazos. No estaba acostumbrado a permanecer en pie con una carga a la espalda. Lo suyo era moverse. —Eso es distinto —argumentó—. Es comida para los viajes. Frankie negó con la cabeza. —Sí, pero es un poco hipercrítica, ¿no? —¿No querrás decir hipócrita? —Lo que sea, tío. Lo único que digo es que cada uno tiene sus propias excusas. «Lo hacemos porque lo hacen ellos y fueron otros los primeros. ¿Qué más da si hacemos un poco más que ellos?». Ésa es la actitud, macho. Pero entonces otro grupo va un poco más allá y la cosa se lía. Y así cada día vamos a peor. Mission miró un momento el brillo de las luces distantes, al final de la sala. —No sé —dijo—. Últimamente parece que al alcalde se le están yendo las cosas de las manos. Frankie se echó a reír. —¿De verdad crees que es el alcalde el que manda? El alcalde está acojonado, tío. Y además es un viejo. —Miró hacia atrás para asegurarse de que nadie se acercaba. El nerviosismo y la paranoia eran propios de él desde joven. Por aquel entonces resultaban graciosas. Ahora eran tristes e incluso un poco preocupantes—. ¿Te acuerdas de cuando hablábamos de mandar nosotros algún día? ¿De cómo cambiaríamos las cosas? —Las cosas no van así —repuso Mission—. Para cuando llegáramos, seríamos viejos como ellos y ya no querríamos cambiar nada. Y entonces nuestros hijos nos aborrecerían a nosotros, por la misma mierda. Frankie se echó a reír y la tensión de su enjuta figura pareció remitir. —Supongo que tienes razón. —Sí. Oye, tengo que irme antes de que se me caigan los brazos. — Mission sacudió los hombros hacia arriba para levantar la bomba. Frankie le dio una palmada en la espalda. —Ya. Me alegro de verte, tío. —Lo mismo digo. —Mission asintió y se volvió para marcharse. —Ah, oye, Mis… Se detuvo y miró a Frankie. —¿Vas a ver a la Corneja dentro de poco? —Pasaré por allí de camino, mañana —afirmó. Suponiendo que sobreviviría a la noche. Frankie sonrió. —Salúdala de mi parte, ¿quieres? —Claro —le prometió Mission. Un nombre más que añadir a la lista. Si les hubiera cobrado a sus amigos por todos los mensajes que llevaba para ellos, tendría mucho más que las trescientos ochenta y cuatro fichas que ya había conseguido ahorrar. Con media ficha por cada saludo que le transmitía a la Corneja, a esas alturas ya tendría apartamento propio. No tendría que dormir en las estaciones de paso. Pero los mensajes de los amigos pesaban mucho menos que los pensamientos oscuros, así que a Mission no le importaba hacerles un hueco, por mucho que se amontonasen unos sobre otros. El Señor sabía que Mission acarreaba una considerable carga de aquellos, mucho más pesados. 27 Habría sido más sensato —y mejor para su espalda— que Mission hubiese dejado la bomba antes de ir a ver a su padre, pero precisamente había cargado con ella para que el viejo pudiera verlo. Así que se dirigió a las salas de plantación y el mismo puesto de cultivo en el que había trabajado su abuelo y, según decían, su bisabuelo antes que él. Más allá de las judías y los arándanos, de los calabacines y las patatas, en una pequeña parcela de maíz que parecía listo para la cosecha, se encontró a su viejo a cuatro patas, con el mismo aspecto que Mission siempre había asociado con él: trabajando el suelo con una paleta, arrancando las malas hierbas con la pericia de quien lo ha convertido en un hábito, como una niña que juguetea con su pelo sin darse cuenta. —Padre. El hombre volvió la cabeza hacia él. Su frente relucía de sudor bajo el calor de las luces de crecimiento. El destello de una sonrisa afloró a sus labios, pero se fundió al instante. El medio hermano de Mission, Riley, una copia idéntica de su padre de doce años de edad, apareció detrás de una de las hileras de maíz con las manos llenas de tierra. Más rápido que su padre, gritó «¡Mission!» mientras se ponía en pie de un salto. —El maíz tiene buen aspecto —dijo Mission. Apoyó una mano en la barandilla, así como el peso de la bomba sobre su propia espalda, y alargó una mano para doblar una hoja con el pulgar. Húmeda. Aún le faltaban unas semanas para la cosecha y, por un momento, el olor lo devolvió al pasado. Vio que un mosquito rojo ascendía por el tallo y acabó con el parásito de un rápido movimiento. —¿Qué me has traído? —exclamó su hermano pequeño. Mission se echó a reír y le atusó la negra cabellera, regalo de la madre del muchacho. —Lo siento, hermanito. Esta vez vengo cargado de trabajo. —Se volvió ligeramente para que Riley y su padre pudieran comprobarlo. Su hermano se subió a la parte baja de la barandilla y se inclinó para verlo mejor. —¿Por qué no lo dejas un rato en el suelo? —sugirió su padre. Dio unas palmadas para que la preciada tierra cayese en el lado correcto de la verja y, hecho esto, alargó el brazo y le estrechó la mano a Mission—. Tienes buen aspecto. —Y tú, papá. —Mission habría hinchado el pecho y enderezado la espalda todo lo posible si al hacerlo no se hubiera cargado sobre la columna todo el peso de la bomba—. ¿Qué es eso que me han contado de que en la cafetería han empezado a cultivar brotes? Su padre rezongó y negó con la cabeza en un gesto de disgusto. —Y maíz, si lo que dicen es cierto. Puñetera autosuficiencia… —Le clavó a Mission un dedo en el pecho—. Esto también os afecta a vosotros, ¿sabes? Se refería a los porteadores y lo dijo con un tono que equivalía a un «Ya te lo había dicho». Como siempre. Riley le tiró del mono y le pidió que le mostrase el cuchillo. Mission desenvainó la hoja y se la ofreció mientras estudiaba a su padre, sumidos ambos en un silencio repentino. Su padre parecía más viejo. Tenía la piel del color de la madera barnizada, un tono insalubre derivado del exceso de trabajo bajo las luces de crecimiento. Lo llamaban «el bronceado» y permitía identificar a un granjero desde lejos. Las bombillas del techo irradiaban un intenso calor, y la rabia que había sentido Mission cuando estaba lejos de casa se fundió, transformada en una tristeza vacía. Se podía sentir el vacío que había dejado su madre. Esto volvió a recordarle lo que había costado su nacimiento. Pero aún mayor era la pena que sentía por su padre, con su piel dañada y la nariz cubierta de manchas oscuras por años de exposición a aquella luz. Eran las mismas señales que compartían todos los que trabajaban la tierra en sus monos verdes, afanándose entre los cadáveres del silo. Por un instante, el primer recuerdo claro de la infancia de Mission reapareció en su mente: empuñaba una paleta que por aquel entonces se le antojaba una pala gigantesca. Había estado jugando entre las hileras del maíz, removiendo la tierra a imitación de su padre, cuando sin previo aviso el viejo lo agarró por la muñeca. —No excaves aquí —le dijo con tono tenso. Eso había sido antes de que Mission asistiese a su primer funeral, antes de que viese con sus propios ojos lo que había bajo las semillas. Después de aquel día aprendió a reconocer los montículos donde la tierra era de un color más oscuro porque acababan de removerla. —Por lo que veo te encargan los trabajos más duros —comentó su padre para romper el silencio. Daba por sentado que la carga de Mission se la habían asignado en Envíos. Su hijo no lo corrigió. —Nos dejan llevar lo que somos capaces de cargar —afirmó—. Los porteadores más viejos llevan el correo; los demás, lo que podemos. —Recuerdo cuando dejé de ser una sombra —dijo su padre. Entrecerró los ojos, se secó la frente y señaló el maíz con la cabeza—. Me tocó ponerme con las patatas mientras mi jefe volvía a los arándanos. Dos para la cesta y uno para él. Otra vez no. Mientras Mission lo miraba, Riley probó la punta del cuchillo con la yema de un dedo. Alargó el brazo para quitárselo, pero su hermano se apartó. —Los porteadores viejos se encargan del correo porque ellos mismos se ocupan de que sea así —le explicó su padre. —Hablas sin saber —replicó Mission. La tristeza había desaparecido, reemplazada por la rabia—. Los porteadores viejos tienen problemas de rodillas y por eso nos encargamos nosotros de las cargas pesadas. Además, mi bonificación depende del peso que llevo y el tiempo que me lleva el transporte, así que tampoco me importa. —Ah, ya. —Su padre hizo un ademán en dirección a las piernas de Mission—. Ellos te pagan con una bonificación y tú les pagas con tus rodillas. Mission sintió que se le tensaban las mejillas y empezaba a arderle el cuello con un arrebato de rabia juvenil. —Lo único que digo, hijo, es que cuando te haces mayor y adquieres más experiencia, aprendes a elegir lo que quieres cultivar. Eso es todo. Quiero que aprendas a arreglártelas por ti mismo. —Ya lo hago, papá. Riley se subió a la parte alta de la barandilla y le enseñó los dientes a su propio reflejo en la hoja del cuchillo. El muchacho tenía ya una hilera moteada de manchas en lo alto de la nariz, el primer indicio del bronceado del granjero. Carne dañada de carne dañada; de tal palo tal astilla. Y a Mission no le costó mucho imaginárselo al cabo de los años, al otro lado de aquella barandilla, ya adulto y con su propio hijo. La imagen hizo que se alegrase de haber escapado de las granjas para cambiarlas por un trabajo que uno no se llevaba cada noche a la cama enterrado bajo las uñas. —¿Te quedas a comer? —preguntó su padre, consciente, quizá, de que estaba alejando a su hijo. —Si no te importa… —respondió Mission. El hecho de que su padre se ofreciese a alimentarlo le provocó una punzada de culpa, pero se alegraba de no haber tenido que pedirlo. Además, su madrastra se ofendería si no pasaba a visitarla—. Pero luego me marcharé en seguida. Esta noche tengo… una entrega. Su padre frunció el ceño. —Pero tendrás tiempo de ver a Allie, ¿no? Siempre está preguntando por ti. Aquí los chicos empezarán a hacer cola para casarse con ella si sigues haciéndola esperar. Mission se limpió la cara para ocultar su expresión. Allie era una gran amiga —su primer y brevísimo romance—, pero casarse con ella habría sido hacerlo con las granjas, regresar a casa para vivir entre cadáveres enterrados. —Probablemente no pueda en esta ocasión —replicó. Se sintió mal al admitirlo. —Bueno. Venga, ve a entregar eso. No derroches tu bonificación parloteando con nosotros. —La decepción en la voz del viejo era más candente que las luces y no era tan fácil protegerse de ella—. ¿Nos vemos en el comedor dentro de una hora? —Estiró el brazo, le estrechó la mano a su hijo nuevamente y apretó con fuerza—. Me alegro de verte, hijo. —Lo mismo digo. —Le devolvió el apretón a su padre y luego dio unas palmadas sobre la zona de cultivo para soltar toda la tierra que se le hubiera podido quedar adherida. Riley le devolvió el cuchillo de mala gana y Mission lo introdujo de nuevo en la vaina. Mientras abrochaba la cincha alrededor de la empuñadura, pensó en que tal vez tuviese que usarlo aquella noche. Por un momento se preguntó si debía avisar a su padre, advertirle de que Riley y él debían quedarse en casa hasta la mañana siguiente, sin salir de casa bajo ningún concepto. Pero no lo hizo. Dio unas palmaditas a su hermano en el hombro y se encaminó a la sala de bombas, al otro lado de la cámara principal. Mientras caminaba entre los plantadores y recolectores, pensó en los granjeros que vendían sus propias verduras en tenderetes improvisados y molían su propia harina. Pensó en la cafetería, que había empezado a cultivar sus propios brotes y su propio maíz. Y en los planes para trasladar cargas pesadas de un piso a otro, sin necesidad de recurrir a los porteadores, que sus compañeros acababan de descubrir. Todo el mundo quería ser autosuficiente, por si regresaba la violencia. Mission podía sentir cómo germinaban las sospechas y la desconfianza y cómo se levantaban muros entre ellos. Todos intentaban reducir su dependencia con respecto a los demás, prepararse para lo inevitable, parapetarse. Aflojó un poco las correas de la mochila al acercarse a la sala de bombas y mientras lo hacía se le ocurrió un pensamiento peligroso, una revelación: si todo el mundo estaba intentando llegar a un punto en el que no se necesitasen unos a otros, ¿cómo esperaban que los ayudase eso a seguir adelante? 28 Las luces de la gran escalera de caracol se atenuaban de noche para que el silo y sus habitantes pudieran dormir. A aquellas horas de la noche, mucho después de que se acallasen las nanas que arrullaban a los niños, sólo andaban de acá para allá quienes tenían algún propósito ilegítimo en mente. Mission se mantuvo totalmente inmóvil en la oscuridad y esperó. Desde algún lugar situado más allá le llegó el sonido de una cuerda que se deslizaba sobre el metal, el chasquido de las fibras pegadas al acero, tensas al soportar un gran peso. Un grupo de porteadores aguardaba a su lado, agazapados en la escalera. Mission tenía la mejilla pegada al poste interior y sentía el frío del acero contra la piel. Controló su respiración mientras trataba de captar el sonido de la cuerda. Lo conocía a la perfección y casi podía sentir su quemadura contra el cuello, esa protuberancia de la carne provocada por infinitas abrasiones cicatrizadas a lo largo de los años, una marca que solía atraer las miradas de los demás pero que raras veces se mencionaba en voz alta. Entonces, en medio de la densa y grisácea penumbra de la noche, volvió a captar un chasquido reconocible, provocado por la gente del piso de arriba al descolgar poco a poco la carga. Aguardó la señal. Pensó en la cuerda, en su propia vida… y en otras cosas prohibidas. Había un libro en Envíos, en el piso setenta y cuatro, donde se anotaban las cuentas. En la principal estación de paso para todos los porteadores se guardaba bajo llave un enorme libro de registros hecho de una fortuna en papel. Contenía un cuidadoso recuento de ciertos tipos de envíos, manuscrito para que la información no cayese en otras manos al transmitirla por cable. Mission había oído que los porteadores más importantes anotaban los envíos de ciertos tipos de tuberías en aquel libro, pero desconocía la razón. Lo mismo pasaba con el cobre y con determinados fluidos y otras sustancias que salían de Química. Si pedías algo de eso —o demasiada cuerda— terminabas en la lista bajo control. Los porteadores eran los señores de los rumores. Sabían dónde acababa todo. Y sus susurros se congregaban como la condensación en la sala principal de Envíos, donde eran consignados por escrito. Mission oyó el crujido de la cuerda en la oscuridad. Sabía lo que se sentía al tener un tramo entero enroscado y tenso alrededor del cuello. Le resultaba extraño que si pedías lo bastante para ahorcarte, a nadie le importaba. Pero si encargabas un tramo lo bastante largo como para atravesar varios pisos, saltaban las alarmas. Se ajustó el pañuelo en la oscuridad mientras pensaba en ello. Un hombre podía quitarse la vida, reflexionó, pero no podía quitarle el trabajo a otro. —Preparaos —los instó un susurro desde arriba. Mission apretó la mano alrededor de la empuñadura y se concentró en lo que estaban haciendo. Sus ojos pugnaron por taladrar la penumbra. Podía oír las respiraciones regulares de los porteadores que lo rodeaban. A buen seguro, también ellos estarían aferrando sus cuchillos con impaciencia. El cuchillo del porteador venía con el puesto. Servía para abrir las mercancías empaquetadas, para cortar la fruta que comían en los ascensos y para mantener la paz en su recorrido por las alturas y las profundidades del silo, con todos los peligros que residían en ellas. Mission aferró el suyo mientras esperaba a que llegara la orden. Más arriba, al cabo de dos giros enteros de la escalera, en un rellano sumido en penumbra, un grupo de granjeros discutía en voz baja mientras manipulaban el otro extremo de aquella cuerda. Estaba realizando un trabajo que correspondía a los porteadores para ahorrarse un par de centenares de fichas. Más allá de la barandilla, la cuerda era invisible en la oscuridad. Tendría que estirar los brazos y buscarla a tientas. Sintió calor en el cuello y la mano sudorosa, incapaz de sujetar el cuchillo con firmeza. —Aún no —susurró Morgan, y Mission notó la mano de su antiguo jefe sobre el hombro, apoyada en él para contenerlo. Esto lo ayudó a aclarar sus pensamientos. Con otro suave chasquido, emitido por una cuerda que sustentaba el peso de un enorme generador, una densa mancha de color gris pasó por delante de ellos en la oscuridad. Arriba, los hombres se comunicaban con susurros mientras la iban descolgando, mientras hacían, vestidos de verde, un trabajo que correspondía a los hombres de azul. Al mismo tiempo que la mancha grisácea pasaba centímetro a centímetro por delante de sus ojos, Mission pensó en el peligro de aquella noche y se asombró por el miedo que experimentaba. Sentía un apego repentino por una vida a la que una vez se había esforzado por ponerle fin, una vida que nunca tendría que haber existido. Pensó en su madre y se preguntó cómo debió haber sido, más allá de la desobediencia que le había costado la vida. Eso era todo lo que sabía de ella, que el implante de sus caderas había fallado, como sucedía en un caso de cada diez mil. Y en lugar de informar sobre la avería —y el embarazo— lo había ocultado con ropa holgada hasta pasado el momento en que el Pacto permitía tratar a los niños como quistes. —Preparaos —susurró Morgan. La masa gris del generador siguió descendiendo hasta perderse de vista. Mission aferró el cuchillo con todas sus fuerzas mientras pensaba en que tendrían que habérselo arrancado de dentro y tirarlo. Pero pasada una fecha determinada, se pagaba una vida con la otra. Así lo establecía el Pacto. A Mission, nacido tras los barrotes, le habían otorgado la libertad mientras a su madre la enviaban al exterior a limpiar. —Ahora —ordenó Morgan, y Mission dio un respingo. Unas botas blandas y desgastadas chirriaron sobre los escalones de arriba, el ruido de hombres que entraban en acción. Mission se concentró en su papel. Se pegó a la barandilla curva y alargó los brazos hacia el espacio que se abría más allá. Las palmas de sus manos encontraron una cuerda tan rígida como el acero. Acercó la hoja del puñal a la cuerda. Hubo un chasquido sordo, como si se hubiera partido un ligamento, y la primera de las trenzas de fibra se rompió al suave roce de la afilada hoja. Mission no tuvo sino un momento para pensar en quienes esperaban en el rellano inferior, los cómplices de los granjeros, dos pisos más abajo. Unos hombres ascendían precipitadamente por la escalera. Habría querido acompañarlos. Con un rápido movimiento de serrado, la cuerda terminó de cortarse y a Mission le pareció oír el silbido que hacía el pesado generador al acelerar en su caída. Un momento más tarde se produjo un tremendo estruendo y desde abajo subieron los gritos de alarma de unos hombres. Por encima había estallado la lucha. Con una mano en la barandilla y otra en la empuñadura del cuchillo, Mission subió los peldaños de tres en tres. Corrió a unirse a la refriega, aquella lección sobre las consecuencias de quebrantar el Pacto, de hacer el trabajo de otros, impartida en mitad de la noche. El rellano se inundó de gruñidos, gemidos y golpes secos, y Mission se sumó a la pelea sin pensar en las consecuencias, sino sólo en aquella batalla. 29 2212 Silo 1 Las ruedas de la silla chirriaron al avanzar. Con cada vuelta se producía un agudo gemido de queja, seguido por un espacio de letal silencio. Donald se dejó adormecer por el rítmico sonido mientras lo empujaban. El vaho de su aliento formaba nubecillas en el aire, pues en la sala hacía tanto frío como el que llevaba en el tuétano de los huesos. Las cápsulas se extendían en filas y más filas a ambos lados. Los nombres resplandecían en luz naranja sobre las diminutas pantallas, nombres inventados con el fin de segregar el pasado del presente. Donald los vio pasar mientras lo empujaban hacia la salida. Le pesaba la cabeza ahora que la gravidez de los recuerdos estaba reemplazando unos sueños que se alejaban y se esfumaban como volutas de humo. Los hombres de los monos azul pálido traspasaron la puerta con él y lo llevaron al pasillo. Lo condujeron hasta una sala que le era conocida, con una mesa que le resultaba familiar. La silla de ruedas resbaló sobre el suelo cuando le bajaron los pies descalzos del punto de apoyo. Preguntó cuánto tiempo había pasado, cuánto había dormido. —Cien años —dijo alguien. Lo que significaba ciento sesenta años desde la orientación. No era de extrañar que la silla de ruedas le pareciese inestable. Era más vieja que él. Se le habían aflojado los tornillos en las largas décadas que Donald había pasado dormido. Lo ayudaron a ponerse en pie. Seguía teniendo las extremidades adormecidas a causa de la hibernación, pero el frío, al desaparecer poco a poco, empezaba a provocarle un doloroso hormigueo. Alguien corrió una cortina. Lo ayudaron a orinar en un vaso, lo que le provocó un glorioso alivio. La muestra era de color carbón, a causa de las máquinas muertas que expulsaba su organismo. El camisón de papel no bastaba para calentarlo, aunque sabía que el frío estaba en su carne, no en la sala. Le dieron otro trago de aquella bebida amarga. —¿Cuánto tardará su cabeza en aclararse? —preguntó alguien. —Un día —dijo el médico—. Mañana, como muy temprano. Hicieron que permaneciese sentado mientras le tomaban una muestra de sangre. Un anciano de mono blanco y cabello igualmente prístino permanecía en el umbral de la puerta con expresión ceñuda. —Ahorra fuerzas —le dijo el hombre de blanco. Indicó al médico que continuara trabajando con un gesto de la cabeza y desapareció antes de que Donald pudiera ubicarlo en su titubeante memoria. Se mareó mientras le extraían una sangre teñida de azul a causa del frío. Lo llevaron en la silla hasta un ascensor que le resultaba familiar. Los hombres que lo rodeaban conversaban entre ellos, pero sus voces parecían distantes. Donald se sentía como si lo hubieran drogado, pero se acordaba de que había dejado de tomarse las pastillas. Se llevó la mano al labio inferior, con un hormigueo en los dedos y en la boca, y buscó la llaga que le habían provocado las pastillas que no se tragaba en el sitio donde solía ocultarlas. Pero la llaga no estaba ahí. Se habría curado mientras dormía, décadas atrás. Las puertas del ascensor se abrieron y las sensaciones provocadas por el prolongado sueño continuaron remitiendo en el interior de Donald. Lo llevaron por otro pasillo, cuyas paredes tenían marcas de roces a la altura de las ruedas, arcos de color negro donde la goma había rozado con la pintura. Sus ojos vagaron por las paredes, el techo, las baldosas. Todos ellos exhibían los indicios de siglos de desgaste. Tenía la sensación de que el día anterior estaban como nuevos. Pero ahora parecían rebosantes de maltrato, como si hubieran experimentado un proceso de ruinoso y repentino desmoronamiento. Donald recordaba haber diseñado unos pasillos idénticos a aquellos. Recordaba haber pensado que estaban creando algo que duraría siglos. Pero la verdad había estado ahí desde el principio. La verdad estaba en el diseño, devolviéndole la mirada, demasiado absurda como para tomarla en serio. La silla de ruedas se detuvo. —Siguiente —dijo una voz ronca algo más adelante, una voz que también conocía. Pasó por delante de una puerta cerrada antes de detenerse frente a otra idéntica. Uno de los auxiliares rodeó la silla de ruedas con un tintineo del llavero que llevaba colgado del cinturón. Eligió una de las llaves, la introdujo en la cerradura y la hizo girar con una serie de fuertes crujidos. Los goznes de la puerta chirriaron y la puerta se abrió hacia dentro. Las luces del interior se encendieron. Era como una celda y flotaba en ella un intenso olor a desuso. Las luces del techo parpadearon varias veces antes de encenderse del todo. Había una litera con dos camastros en un rincón, una mesita lateral, un armario y un cuarto de baño. —¿Por qué estoy aquí? —preguntó con voz quebrada. —Ésta va a ser tu habitación —respondió el auxiliar mientras guardaba las llaves. Sus jóvenes ojos saltaron al hombre que empujaba la silla de ruedas, como si buscase confirmación para sus palabras. Otro joven con mono azul pálido rodeó la silla, levantó los pies de Donald de los estribos y los colocó sobre una alfombra desgastada por el paso de los años. Lo último que recordaba Donald era que lo perseguían unos perros rabiosos con alas de cuero y él ascendía corriendo por una montaña de huesos. Pero eso había sido un sueño. ¿Cuál era su último recuerdo real? Recordaba una aguja. Recordaba haber muerto. Eso parecía real. —Lo que quiero decir es… —Tragó saliva dolorosamente—. ¿Por qué estoy… despierto? Había estado a punto de decir «vivo». Los dos auxiliares intercambiaron una mirada mientras lo ayudaban a trasladarse de la silla al camastro inferior. La silla de ruedas chirrió una vez al llevarla de regreso al pasillo. El hombre que la empujaba se detuvo. Sus anchos hombros empequeñecían el umbral de la puerta. Uno de los auxiliares cogió la muñeca de Donald, apoyó suavemente dos dedos sobre unas venas de color azul hielo y contó silenciosamente, moviendo los labios. El otro dejó dos pastillas en un vaso de plástico e hizo ademán de abrir una botella de agua. —Eso no será necesario —dijo la silueta del umbral. El auxiliar de las pastillas volvió la mirada hacia el anciano, que al entrar en la pequeña sala había desplazado parte del aire que contenía. La habitación pareció menguar al instante. Donald sintió que se le hacía más difícil respirar. —Eres el hombre del… —susurró Donald. El anciano del pelo blanco despidió a los dos auxiliares con un ademán. —Dadnos un momento —les dijo. El que había cogido la muñeca de Donald terminó de contar y dirigió un gesto de asentimiento al otro. Las pastillas que habían quedado sin tomar traquetearon en el vaso de papel cuando se las llevaron. Las facciones del anciano habían despertado algo en el interior de Donald, se habían abierto paso en medio del desorden de los recuerdos y los sueños. —Me acuerdo de ti —dijo—. Eres el hombre del deshielo. El hombre respondió con una sonrisa tan blanca como su cabello y se formaron unas arrugas alrededor de sus labios y sus ojos. Apartó la silla de ruedas, que se alejó con un chirrido. La puerta se cerró. A Donald le pareció oír que echaban la cerradura, pero le castañeteaban los dientes de vez en cuando y todavía no oía del todo bien. —Soy Turman —anunció el hombre. —Lo recuerdo —respondió Donald. Recordaba su despacho, lejos de allí, en algún lugar donde aún llovía, donde crecía la hierba y los cerezos florecían una vez al año. Aquel hombre había sido senador, una vez. —Ése es un misterio que tenemos que resolver. —El hombre ladeó la cabeza—. Pero por ahora es una suerte que lo hagas. Necesitamos que recuerdes. Turman se apoyó en el armario de metal. A juzgar por su aspecto, había pasado varios días sin dormir. Llevaba el pelo alborotado, no como Donald lo recordaba. Había unos círculos oscuros debajo de sus ojos. Parecía mucho más… viejo, de algún modo. Donald se miró las palmas de las manos y al hacerlo los muelles de la cama chirriaron e hicieron que la habitación se moviese como si se balancease. Por un instante, volvió a presenciar la horrible escena de un hombre que recordaba su nombre y quería ser libre. —Me llamo Donald Keene. —Así que lo recuerdas. ¿Y sabes quién soy? —Sacó un papel doblado mientras esperaba una respuesta. Donald asintió. —Bien. —El hombre del deshielo se volvió y colocó el papel doblado sobre la mesita. Lo dejó de tal modo que los dos extremos quedaron apuntando hacia arriba, en dirección al techo—. Necesitamos que lo recuerdes todo —dijo—. Estudia este informe cuando se te aclare la cabeza, a ver si le encuentras sentido. Haré que te traigan una comida como Dios manda cuando se te asiente el estómago. Donald se frotó las sienes. —Has estado algún tiempo fuera —le explicó el hombre del deshielo. Tocó la puerta con los nudillos. Donald movió los dedos de los pies sobre la alfombra. Estaba recuperando la sensibilidad. La puerta emitió un chasquido antes de abrirse y el senador volvió a bloquear la luz desde el umbral. Por un momento se transformó en una sombra. —Descansa y buscaremos juntos las respuestas. Hay alguien que quiere verte. La habitación volvió a quedar cerrada a cal y canto antes de que Donald pudiera preguntarle qué quería decir. Y por alguna razón, una vez cerrada la puerta y desaparecido el visitante, tuvo la sensación de que había más aire para respirar en el pequeño espacio. Aspiró hondo un par de veces. Se agarró al marco de la cama y, haciendo un esfuerzo, se puso en pie. Luego permaneció un momento en el sitio, inestable. —Buscaremos las respuestas —repitió en voz alta. Alguien quería verlo. Movió la cabeza con escepticismo, lo que hizo que el mundo empezase a dar vueltas a su alrededor. Como si él tuviera alguna respuesta… Lo único que tenía eran preguntas. Recordaba que los auxiliares que lo habían despertado habían dicho algo sobre un silo que se estaba viniendo abajo. No recordaba cuál. ¿Para qué iban a despertarlo por algo así? Caminó con paso inseguro hasta la puerta, intentó girar el picaporte y confirmó lo que ya sabía. Luego se acercó a la mesita, sobre la que descansaba el papel. —Descansa —dijo burlándose del consejo. Como si pudiera dormir… Se sentía como si llevase una eternidad dormido. Cogió el papel y lo desdobló. Un informe. Lo recordaba. La copia de un informe. Un informe sobre un joven que había hecho cosas horribles. La habitación daba vueltas a su alrededor como si descansase sobre un enorme pivote. Recordaba la imagen de hombres y mujeres pisoteados y agonizantes, recordaba haber dado órdenes atroces, recordaba rostros que lo observaban desde un pasillo en algún momento del pasado. Parpadeó para dejar salir una cortina de lágrimas y estudió el informe que temblaba entre sus manos. ¿No lo había escrito él? Lo había firmado, de eso se acordaba. Pero no era su nombre el que figuraba al pie. La letra era suya, pero el nombre no. Tr o y. Donald sintió que se le entumecían las piernas. Intentó llegar hasta la cama, pero se desplomó sobre el suelo, engullido por un torrente de recuerdos. Troy y Helen. Helen y Troy. Se acordaba de su esposa. Imaginó que desaparecía al otro lado de la colina, con los brazos alzados hacia un cielo del que llovían bombas, mientras su hermana y una sombra oscura y sin nombre se lo llevaban a él a rastras y las personas rodaban como canicas por una ladera hasta desembocar en un embudo y luego en un pozo oscuro lleno de neblina blanca. Recordó. Recordó todo lo que le habían hecho al mundo con su ayuda. Había un muchacho atormentado en un silo lleno de muertos, una sombra entre los servidores. Aquel muchacho había precipitado el fin del silo Doce y Donald había escrito un informe. Pero Donald… ¿qué es lo que había hecho? Él no sólo había acabado con un silo lleno de gente. Trazó los planes que habían propiciado el fin del mundo. El informe que tenía en las manos empezó a temblar mientras recordaba. Las lágrimas que caían sobre el papel estaban teñidas de azul pálido. 30 Varias horas más tarde, un médico le trajo sopa, pan y un vaso alto lleno de agua. Donald comió con voracidad mientras el hombre le revisaba el brazo. La sopa caliente le sentó bien. Descendió resbalando hasta el centro de su organismo y fue como si desde allí empezase a irradiar su calor. Donald partió el pan con los dientes y lo tragó con la ayuda del agua. Comió con la desesperación de un ayuno de varios años. —Gracias —dijo entre bocado y bocado—. Por la comida. El médico, que estaba midiendo su presión sanguínea, levantó la mirada un momento. Era un hombre entrado en años, grueso, de cejas grandes y pobladas y una cabellera fina que se pegaba a su cráneo como una nube a la cima de una colina. —Me llamo Donald —se presentó. Unas arrugas de confusión aparecieron en la frente del médico. Sus ojos de color gris se desviaron hacia el portapapeles que llevaba, como si hubiese alguna contradicción entre su contenido y las palabras de su paciente. La aguja del instrumento saltaba al compás del pulso de Donald. —¿Quién es usted? —le preguntó Donald. —El doctor Sneed —dijo el hombre al fin, aunque sin demasiada seguridad. Donald tomó un largo trago de agua. Por suerte, estaba templada. No quería que volviese a entrar nada frío en su interior. —¿De dónde es? El médico tiró del manguito, que se separó del brazo de Donald con un fuerte ruido de desgarro. —Piso diez. Pero trabajo en la oficina de turnos del sesenta y ocho. — Guardó el instrumental en su maletín y tomó una nota en el portapapeles. —No, me refiero a dónde nació. Ya sabe… Antes. El doctor Sneed le dio unas palmaditas en la rodilla y se levantó. Colgó el portapapeles de un gancho que había al otro lado de la puerta. —Puede que se sienta un poco mareado en los próximos días. Si le dan temblores avísenos, ¿de acuerdo? Donald asintió. Recordaba haber recibido el mismo consejo antes. ¿O había sido en su último turno? Puede que los repitiesen siempre, a beneficio de quienes tenían problemas para recordar. Él no era uno de ellos. Ya no. Una sombra entró en la habitación. Donald levantó la mirada y vio al hombre del deshielo en el umbral. Agarró la bandeja para impedir que resbalara sobre sus rodillas y cayese al suelo. El hombre del deshielo saludó con la cabeza al doctor Sneed, aunque en realidad no se llamaban así. Turman, se dijo Donald. Senador Turman. Eso lo sabía. —¿Tiene un momento? —preguntó Turman al doctor. —Claro. —Sneed cogió su maletín y salió. La puerta se cerró con un crujido y Donald se quedó a solas con su sopa. Comió en silencio, tratando de distinguir algo de lo que murmuraban los dos hombres al otro lado de la puerta. Turman, volvió a recordarse. Y ya no era senador. ¿Senador de qué? Aquellos días habían pasado. Donald había trazado los planes. El informe volvía a estar sobre la mesita. Donald tomó un bocado de pan mientras recordaba los pisos que había diseñado. Ahora eran reales. Existían. Vivía gente en ellos, criaba a sus hijos, reía, se peleaba, cantaba en la ducha y enterraba a sus muertos. Al cabo de pocos minutos el picaporte giró y la puerta se abrió hacia dentro. El hombre del deshielo entró en la sala, solo. Cerró y miró a Donald con el ceño fruncido. —¿Cómo te encuentras? La cuchara emitió un clac al tocar el borde del cuenco. Donald dejó el cubierto y agarró la bandeja con las dos manos para que no le temblaran, para no cerrar los puños. —Usted lo sabe —dijo con un siseo y los dientes apretados—. Sabe lo que hicimos. Turman le enseñó las palmas de las manos. —Hicimos lo que había que hacer. —No. No me diga eso. —Donald negó con la cabeza. El agua de su vaso temblaba, como si se aproximase algo enorme y peligroso—. El mundo… —Lo salvamos. —¡Eso no es cierto! —La voz se le quebró. Intentó recordar—. El mundo ya no existe. —Se acordaba de la imagen que se veía desde el último piso, desde la cafetería. Se acordaba de las colinas de color pardo y monótono y del cielo cubierto de nubes amenazantes—. Nosotros lo destruimos. Los matamos a todos. —Ya estaban muertos —replicó Turman—. Todos lo estábamos. Todo el mundo muere, hijo. Lo único que importa es… —Basta. —Donald agitó las manos en el aire, como si las palabras fuesen insectos que intentaran atacarlo—. Nada justifica esa… Sintió que se le llenaban los labios de saliva y se los limpió con la manga. La bandeja que tenía sobre el regazo resbaló y Turman se movió con rapidez —mayor de la que cabría esperar en un hombre de su edad— para cogerla. La dejó sobre la mesita de noche y Donald, al verlo desde más cerca, pudo constatar que había envejecido. Sus arrugas eran más marcadas y la piel le colgaba sobre los huesos. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado despierto mientras él dormía. —Yo maté muchos hombres en la guerra —declaró Turman observando el contenido a medio comer de la bandeja. Donald se dio cuenta de que tenía la mirada clavada en el cuello del anciano. Juntó las manos para que dejasen de moverse. Con aquella inesperada confesión sobre la gente a la que había matado, era como si Turman pudiera leerle la mente a Donald, como si estuviera advirtiéndole de que ni pensara en poner en práctica sus planes homicidas. Turman se volvió hacia la mesita y recogió el informe doblado. Cuando lo abrió, Donald vislumbró las manchas de color azulado, las lágrimas teñidas de hielo que había derramado antes. —Hay quien dice que matar se vuelve más fácil cuanto más lo haces — dijo. Parecía triste, no amenazante. Donald se miró las rodillas y vio que subían y bajaban. Se obligó a sí mismo a apoyar los talones en la alfombra y trató de dejarlos allí clavados. —En mi caso, pasa justo al revés. Había un hombre en Irán… —El planeta entero, joder —susurró Donald subrayando cada palabra. Lo que dijo fue eso, pero lo único en lo que podía pensar era en su esposa Helen, en la colina equivocada, mientras todo cuanto había conocido alguna vez se desmoronaba a su alrededor, convertido en ruinas—. Matamos a todo el mundo. El senador aspiró hondo y aguardó un instante antes de exhalar. —Te lo he dicho —repuso—. Ya estaban muertos. Las rodillas de Donald comenzaron a brincar otra vez. No podía controlarlas. Turman estudió el informe. Parecía indeciso por algo. El papel temblaba ligeramente, puede que por efecto del aire acondicionado, que también le mecía el cabello. —Estábamos en las afueras de Kashmar —relató Turman—. Fue hacia el final de la guerra, cuando nos estaban dando para el pelo pero le decíamos a todo el mundo que estábamos ganando. Había un cabo en nuestro pelotón, el médico del equipo, un tal James Hannigan. Joven. Siempre estaba de broma, pero también sabía ser serio cuando era necesario. La clase de tío que a todo el mundo le gusta. La que menos abunda. Turman asintió levemente con la cabeza al recordar. Su mirada se perdió en la distancia. El equipo de aire acondicionado del techo quedó en silencio, pero el informe siguió temblando. —Maté a un montón de gente durante la guerra, pero sólo una vez para salvar una vida. La mayoría de las veces nunca sabes lo que pasa realmente cuando aprietas el gatillo. Puede que el tío al que te cargas fuese inofensivo y nunca le hubiese hecho daño a nadie. Puede que fuese uno de los miles que sueltan el fusil y se esconden entre los civiles, regresan a casa, abren un puesto de kasava cerca de la embajada y hablan de béisbol con las tropas que protegen la entrada. Un buen tío. Nunca lo sabrás. Matas a esos tíos y nunca sabes si es por una buena razón. —¿Cuántos miles de millones…? —Donald tragó saliva. Se arrastró hasta el borde de la cama y alargó las manos hacia la bandeja. Turman sabía lo que buscaba y le pasó el vaso de agua, medio vacío. Pero siguió haciendo caso omiso de sus palabras. —Hannigan recibió un fragmento de metralla a las afueras de Kashmar. Era la clase de herida a la que podría sobrevivir si lo llevábamos a un médico, la clase de herida de la que luego puedes presumir levantándote la camisa cuando estás en el bar. Pero no podía caminar y la presencia del enemigo era demasiado abrumadora para mandar un helicóptero a buscarlo. El pelotón estaba atrapado y tendríamos que abrirnos paso luchando. No creía que pudiéramos llevarlo hasta un hospital de campaña a tiempo para salvarlo. Pero sabía, porque lo había visto ya varias veces, que morirían dos o tres de mis hombres para tratar de sacarlo de allí. Es lo que pasa cuando cargas con un soldado en lugar de con el fusil. —Turman se llevó una manga a la frente—. Lo había visto otras veces. —Lo dejó atrás —dijo Donald al comprender cómo terminaba la historia. Tomó un trago de agua. La superficie estaba agitada. —No. Lo maté. —Turman clavó los ojos a los pies de la cama. Tenía la mirada perdida—. El enemigo no lo habría dejado morir, así no. Lo habrían curado para poder grabarlo luego. Le habrían cosido las tripas para poder cortarle el cuello. —Se volvió hacia Donald—. Tuve que tomar una decisión y tuve que tomarla rápido. Y con el paso de los años, cada vez estoy más convencido de que hice lo correcto. Aquel día perdimos un hombre. Pero salvé dos o tres. Donald negó con la cabeza. —Eso no es lo mismo que lo que hicimos… lo que hizo… —Es exactamente lo mismo. ¿Te acuerdas de lo de Safed? ¿Lo que los medios de comunicación bautizaron como «el brote»? Donald se acordaba de Safed. Un pueblo israelí cerca de Nazaret. En la frontera con Siria. El peor ataque con armas de destrucción masiva de toda la guerra. Asintió. —Así habría quedado el resto del mundo. Igual que Safed. —Chasqueó los dedos—. Diez mil millones de luces extinguidas a la vez. Ya estábamos infectados, hijo. Sólo era cuestión de pulsar el botón. Safed fue… como un ensayo de prueba. Donald negó con la cabeza. —No le creo. ¿Por qué iba alguien a hacer eso? Turman frunció el ceño. —No seas ingenuo, hijo. Para algunos, la vida no vale nada. Si pones un botón delante de diez mil millones de personas, un botón que serviría para acabar con todos ellos en el mismo momento en que alguien lo pulsase, miles de tíos correrían para ser los primeros en hacerlo. Decenas de miles. Era una mera cuestión de tiempo. Y ese botón existía. —No. —Donald recordó la primera conversación que había mantenido con el senador como congresista, al poco de ser elegido. Era como aquello, las mentiras y verdades que se entremezclaban y se protegían unas a otras —. Nunca me convencerá —declaró—. Tendrá que drogarme o matarme. Nunca me convencerá. Turman asintió como si estuviese de acuerdo. —Las drogas en tu caso no funcionan. He leído lo que pasó en tu primer turno. Hay un pequeño porcentaje de gente con una especie de resistencia al tratamiento. Nos encantaría saber por qué. Donald sólo pudo responder con una carcajada. Se apoyó contra la pared de detrás del camastro y se refugió en la sombra que proyectaba la litera de arriba. —Puede que haya visto demasiadas cosas como para olvidarlas —dijo. —No, no lo creo. —Turman bajó la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Donald tomó un trago de agua, sujetando el vaso con las dos manos—. Cuanto más has visto, cuanto peor es el trauma, mejor funciona la medicación. Más fácil resulta olvidar. Salvo para algunas personas. Por eso hemos tomado una muestra de tu sangre. Donald se miró el brazo de reojo. El puntito de sangre que le había dejado la aguja del médico estaba cubierto con un pequeño recuadro de gasa. Sintió que una cáustica combinación de impotencia y miedo comenzaba a formarse en su interior. —¿Me han despertado para sacarme una muestra de sangre? —No exactamente —dijo Turman con un titubeo—. Tu resistencia a la medicación es algo que nos inspira curiosidad, pero la razón de que te hayamos despertado es que me han pedido que te despierte. Estamos perdiendo silos… —Creía que ése era el plan —le espetó Donald—. Perder silos. Creía que era lo que querían. Recordaba haber tachado el silo Doce con tinta roja. Tantas vidas perdidas… Pero figuraba en sus cálculos. Los silos eran prescindibles. Es lo que le habían dicho. Turman negó con la cabeza. —Sea lo que sea lo que está pasando ahí, tenemos que comprenderlo. Y hay algunos que creen que… que puede que la respuesta la tengas tú. Tenemos que hacerte algunas preguntas y luego podrás seguir durmiendo. Seguir durmiendo. De modo que no iba a estar fuera mucho tiempo. Sólo lo habían despertado para sacarle sangre y escudriñar su mente, y luego lo devolverían a su sueño. Se frotó los brazos, que le parecieron flacos y atrofiados. En aquella cámara estaba muriéndose. Sólo que más despacio de lo que le habría gustado. —Necesitamos saber lo que recuerdas sobre este informe. —Turman se lo puso delante. Donald lo rechazó con un ademán. —Ya lo he examinado —dijo. No quería volver a verlo. Al cerrar los ojos, podía ver la gente desesperada que se desperdigaba por el paisaje cubierto de polvo, la gente cuya muerte él había ordenado. —Hay otras medicaciones que podrían aliviar el… —No. No quiero más fármacos. —Donald cortó el aire con ambas manos en un gesto de rechazo—. Mire, la verdad es que no tengo resistencia a sus fármacos. —La verdad. Estaba harto de mentiras—. No hay ningún misterio. Simplemente, dejé de tomarme las pastillas. Era agradable admitirlo. ¿Qué iban a hacer, de todas maneras? ¿Devolverlo a la cápsula? Tomó otro trago de agua mientras dejaba que Turman asimilara la confesión. Tragó saliva. —Me las guardaba en las encías y luego las escupía. Así de sencillo. Posiblemente sea lo mismo que les pasa a todos los que recuerdan. Como Hal, o Carlton, o como quiera que se llame. Turman le dirigió una mirada fría. Se dio unos golpecitos en la palma de la mano con el informe, como si estuviera digiriendo la revelación. —Ya sabemos que habías dejado de tomarte las pastillas —dijo al fin—. Y desde cuándo. Donald se encogió de hombros. —Pues misterio resuelto, entonces. —Se terminó el agua y dejó el vaso vacío en la bandeja. —Los fármacos a los que tienes resistencia no están en las pastillas, Donny. La gente deja de tomarse las pastillas porque empieza a recordar, no al contrario. Donald estudió a Turman, incrédulo. —La orina cambia de color cuando dejas de tomarlas. Te salen llagas en la boca al tratar de esconderlas. Esos buscamos. —¿Cómo? —La medicación no está en las pastillas, Donny. —No le creo. —Medicamos a todo el mundo. Algunos de nosotros somos inmunes. Pero tú no deberías serlo. —Y una mierda. Me acuerdo. Las pastillas me dejaban aturdido. En cuanto dejé de tomarlas empecé a mejorar. Turman agachó la cabeza. —La razón por la que dejaste de tomarlas fue que… Yo no diría que empezaste a mejorar. Fue que el miedo había empezado a aflorar. Donny, la medicación está en el agua. —Señaló el vaso vacío de la bandeja con un ademán. Donald siguió el gesto con la mirada y al instante se sintió enfermo. —No te preocupes —lo tranquilizó Turman—. Ya averiguaremos el porqué. —No quiero ayudarlos. No quiero hablar de ese informe. No quiero ver a la persona que quieren que vea. Quería a Helen. Lo único que quería era a su esposa. —Puede que mueran miles de personas si no nos ayudas. Existe la posibilidad de que hayas tropezado con algo al redactar ese informe, aunque la verdad es que yo no lo creo. Donald miró de reojo la puerta del baño y pensó en encerrarse allí y obligarse a vomitar, a purgar su organismo del agua y la comida. Puede que Turman le estuviese mintiendo. Puede que no. Una mentira significaría que el agua no era más que agua. La verdad, que sí poseía algún tipo de resistencia. —Apenas recuerdo haber escrito esa maldita cosa —admitió. ¿Y quién era el que quería verlo? Imaginaba que otro médico, puede que el jefe de un silo, o puede que quienquiera que estuviese al mando de las cosas en aquel turno. Se frotó las sienes. Podía sentir la presión que empezaba a acumularse entre ellas. Quizá debería hacer lo que querían, para que lo dejasen seguir durmiendo, volver con sus sueños. Algunas veces había soñado con Helen. Aquél era el único lugar en el que aún podía estar con ella. —De acuerdo —aceptó—. Iré. Pero sigo sin comprender qué es lo que puedo saber yo. —Se rascó el punto del brazo en el que le habían extraído la sangre. Sentía un picor allí. Un picor tan intenso que dolía como un cardenal. El senador Turman asintió. —En general, estoy de acuerdo contigo. Pero ella piensa de otra manera. Donald se puso tenso. —¿Ella? —Escudriñó la cara de Turman, sin saber si había oído bien—. ¿Qué ella? El anciano frunció el ceño. —La que ha hecho que te despierte. —Señaló el camastro con un ademán—. Descansa un poco. Mañana la traeré aquí. 31 No podía descansar. Las horas pasaban crueles, lentas e incognoscibles. No había ningún reloj que marcase su paso y no hubo respuesta a los golpes que la frustración le llevó a dar en la puerta. No pudo hacer otra cosa que tenderse en el camastro y contemplar el dibujo de rombos del somier que mantenía el colchón de arriba sobre su cabeza y escuchar el gorgoteo del agua que circulaba por tuberías ocultas en dirección a otra habitación. No podía dormir. Ignoraba si estaba en mitad de la noche o del día. Sentía sobre sí el peso del silo entero. Cuando el aburrimiento se hizo intolerable, Donald terminó por rendirse y leyó el informe por segunda vez. Lo estudió con más detenimiento. No era el original. La firma no había arañado el papel y además recordaba haber utilizado una pluma azul. Pasó volando sobre el relato del desplome del silo y su teoría de que los jefes de Informática se convertían en sombras cuando todavía eran demasiado jóvenes. Su recomendación era elevar la edad. Se preguntó si lo habrían hecho. Puede que sí, pero el problema subsistía. También se mencionaba a un joven al que había entrevistado, un joven que le había formulado una pregunta. La bisabuela de aquel muchacho era una de las personas que recordaban, como el mismo Donald. Su informe sugería permitir que cada uno de los entrevistados hiciese una pregunta. A fin de cuentas, les iban a encomendar el Legado. ¿Por qué no revelarles, en la última fase de su adoctrinamiento, que había más verdades de las que creían? En aquel momento sonaron los leves crujidos de una llave al entrar en la cerradura. Donald dobló y guardó el informe mientras Turman abría la puerta. —¿Te sientes mejor? —preguntó. Donald no respondió. —¿Puedes caminar? Asintió. Un paseo. Lo que realmente quería era echar a correr por los pasillos, gritando y abriendo agujeros en las paredes a puñetazos. Pero le bastaría con un paseo. Un paseo antes de otro largo período de sueño. Subieron en el ascensor en completo silencio. Donald se fijó en que Turman pasaba su placa por un escáner antes de pulsar el botón del piso cincuenta y cuatro. El botón parecía nuevo y conservaba su brillo, mientras que los demás estaban desgastados por el uso. Si recordaba bien, en aquel piso no había otra cosa que suministros, unos suministros que, supuestamente, no iban a necesitar nunca. El ascensor ralentizó su avance al aproximarse a un nivel que normalmente pasaba de largo. Las puertas se abrieron ante un espacio enorme, ocupado por estanterías repletas de instrumentos de muerte. Turman lo precedió a través del lugar. Había cajones de madera con la palabra «MUNICIÓN» estarcida a un lado, junto a otros más grandes con designaciones militares como «M22» o «M19». Había hileras de estantes con armaduras y cascos, con cajas en las que ponía «INSTRUMENTAL MÉDICO» o «RACIONES» y muchas otras sin etiquetas. Y detrás de las estanterías, formas voluminosas y aladas cubiertas de lonas que reconoció perfectamente: drones. Vehículos de guerra no pilotados. Su hermana los había manejado en una guerra que ahora se le antojaba absurda y distante, un episodio de la historia antigua. Pero allí estaban aquellas reliquias, engrasadas y tapadas, envueltas en un olor a grasa y a miedo. Más allá de los drones, Turman continuó a través de una penumbra densa que parecía ampliar los límites del almacén hasta el infinito. Al final de la enorme sala se filtraba la luz procedente de un despacho con la puerta abierta. De su interior salió el sonido de unas hojas de papel al ser manipuladas y el chirrido de una silla provocado por su ocupante al darse la vuelta. Donald llegó al umbral y se encontró con la inexplicable presencia de alguien a quien conocía. —¿Anna? Estaba frente a una amplia mesa de juntas jalonada por sillas idénticas, delante de un montón de documentos y una pantalla de ordenador. En lugar de reaccionar con sorpresa, esbozó una sonrisa de reconocimiento, aunque con un cansancio que ni siquiera la sonrisa era capaz de ocultar. Su padre atravesó la sala mientras Donald la miraba, boquiabierto. Turman le dio un apretón en el brazo y un beso en la frente, pero los ojos de Anna no se apartaron un instante de los de Donald. El anciano le susurró algo a su hija antes de anunciar que tenía trabajo del que ocuparse. Donald no se movió hasta que el senador hubo abandonado la sala. —Anna… Pero ella ya había dado la vuelta a la enorme mesa y lo había rodeado con los brazos. Comenzó a susurrarle cosas, palabras de consuelo, mientras él se dejaba hacer, repentinamente exhausto. Sintió que las manos de ella le acariciaban la nuca hasta detenerse en su cuello. Sus propios brazos se entrelazaron alrededor de la espalda de Anna. —¿Qué haces aquí? —susurró. —Lo mismo que tú. —Se apartó de él—. Buscar respuestas. — Retrocedió un paso y desvió la mirada hacia los documentos que había dejado en desorden sobre la mesa—. A preguntas distintas, quizá. Un plano que Donald conocía, una red formada por cincuenta silos, cubría la mesa. A cada silo le correspondía una pequeña placa, atrapada debajo de un cristal. Alrededor de la mesa había una docena de sillas. Donald se dio cuenta de que era una sala de guerra, un sitio donde los generales se reunían, movían miniaturas de plástico y rezongaban por la pérdida de millares de vidas. Levantó la mirada hacia los mapas y planos que cubrían las paredes. Había un cuarto de baño a un lado, con una toalla colgada de un gancho en la puerta. En el otro extremo se veía un camastro hecho con toda pulcritud. A su lado, sobre una de las cajas de madera del almacén, descansaba una lamparita de noche. Por todas partes se veían cables, señales de que la sala se había transformado hacía tiempo en una especie de apartamento. Donald se volvió hacia la pared más cercana y hojeó algunos de los planos. Llegaba a haber hasta tres de ellos superpuestos y estaban cubiertos de notas. No parecía que allí se estuviera planeando una guerra. Se asemejaba más a los programas sobre crímenes con los que solía quedarse dormido en una vida anterior. —Llevas aquí más tiempo que yo —dijo. Anna se le acercó. Una mano de ella se posó sobre su hombro y Donald sintió que el hecho de que lo tocaran le provocaba un sobresalto. —Casi un año. —Su mano resbaló por su espalda antes de separarse de él—. ¿Quieres beber algo? ¿Agua? También tengo algo de whisky. Papá no sabe ni la mitad de las cosas que hay en esas cajas. Donald negó con la cabeza. Se volvió y la observó mientras ella desaparecía en el baño y abría el grifo. Al salir estaba bebiendo agua de un vaso. —¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Por qué me han despertado? Anna tragó y señaló las paredes con el vaso. —No es… —Se echó a reír e hizo un leve movimiento con la cabeza—. Iba a decir que no es nada, pero éste es el infierno que me ha hecho abandonar un ataúd para acabar enterrada en otro. La mayor parte no te concierne. Donald volvió a estudiar la sala. Un año viviendo así… Dirigió de nuevo su atención a Anna y se fijó en que llevaba el cabello recogido en un moño y sujeto por una aguja de madera. Tenía la piel muy pálida, salvo alrededor de los ojos, donde le habían salido unas bolsas oscuras. Se preguntó cómo podía hacerlo, cómo podía vivir así. En la pared opuesta había un plano impreso idéntico al de la mesa, formado por una red de círculos: el plano de las instalaciones. En la esquina superior izquierda habían trazado una X roja sobre lo que él sabía que había sido el silo Doce. Había otra cerca, una nueva, en lo que parecía ser el silo Diez. Más vidas perdidas. Y en la esquina inferior derecha del plano, un caos que no tenía sentido. La habitación pareció empezar a dar vueltas a su alrededor al dar un paso hacia allí. —¿Donny? —¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó con un leve susurro. Anna se volvió para ver lo que estaba mirando. Desvió un instante los ojos hacia la mesa y Donald se dio cuenta de que los documentos estaban extendidos sobre la misma esquina del plano. La cristalina superficie estaba cubierta de notas garabateadas en rojo y azul. —Donny… —dijo mientras se acercaba—. Las cosas no marchan bien. Donald se volvió y estudió las marcas rojas del plano de la pared. Había varias X y signos de interrogación. Había notas en tinta roja, con líneas y flechas. Diez o doce silos estaban literalmente cubiertos de marcas. —¿Cuántos? —preguntó mientras trataba de hacer las cuentas, de calcular los millares de vidas que podían haber sido destruidas—. ¿Los hemos perdido? Anna aspiró hondo. —No lo sabemos. —Se terminó el agua, caminó hasta el otro lado de la mesa ovalada y estiró el brazo hacia una de las sillas que la circundaban. Sacó una botella de allí abajo y se sirvió unos dedos en su vaso de plástico —. Comenzó por el silo Cuarenta —lo informó—. Se apagó hace cosa de un año… —¿Se apagó? Anna tomó un sorbo de whisky y asintió. Se pasó la lengua por los labios. —Lo primero fueron las cámaras. No todas a la vez, sino poco a poco, pero, al final, se apagaron todas. Perdimos el contacto con la jefatura. No podíamos contactar con nadie. Erskine tenía el mando en aquel turno. Siguió la Orden a rajatabla y autorizó la desconexión del silo… —O sea, el asesinato de todos los que lo ocupaban. Anna le lanzó una mirada. —Ya sabes que había que hacerlo. Donald se acordó del silo Doce. Recordó haber tomado la misma decisión. Como si en realidad hubiera alguna alternativa… Los sistemas funcionaban de manera automática. ¿Acaso no había hecho lo que correspondía; seguir una serie de procedimientos trazados por otro? Estudió el plano cubierto de marcas rojas de la pared. —¿Y los demás? ¿Los otros silos? Anna se terminó la copa de un largo trago e inhaló con fuerza. Donald vio que miraba la botella de reojo. —Despertaron a papá cuando perdimos el Cuarenta y dos. Otros dos silos se apagaron antes de que me despertaran a mí. Otros dos silos. —¿Y por qué tú? —preguntó Donald. Ella se metió un rizo rebelde detrás de la oreja. —Porque no había nadie más. Porque todo el que había participado en el diseño de este sitio había muerto o se había vuelto loco. Porque papá estaba desesperado. —Él quería verte. Ella se echó a reír. —No es eso, puedes creerme. —Señaló con el vaso vacío los círculos de la mesa y los documentos esparcidos sobre ella—. Estaban utilizando frecuencias altas para comunicarse por radio. Creemos que todo empezó en el Cuarenta. Puede que su jefe de Informática se volviese loco. El caso es que piratearon su antena y empezaron a comunicarse con los demás silos, sin que pudiéramos hacer nada para impedirlo. Se habían asegurado de ello. En cuanto papá empezó a sospecharlo, les dijo a los demás que las redes inalámbricas son mi especialidad. Al final acabaron por ceder. Nadie quería utilizar los drones. —¿Les dijo a los demás? ¿Quién sabe que estás aquí? —No podía sino pensar en lo peligroso que era aquello, pero puede que sólo estuviera exagerando las cosas, condicionado por su propia debilidad. —Papá, Erskine, el doctor Sneed y sus ayudantes, que fueron los que me despertaron. Pero éstos no trabajarán en más turnos… —¿Congelación profunda? Anna frunció el ceño y derramó sin querer un poco del contenido de su vaso, lo que hizo que Donald pensara, con sorpresa, en lo mucho que se había perdido mientras él dormía. Turnos enteros habían pasado. Otro silo se había apagado, otra X roja trazada sobre el mapa. Un grupo entero de silos se había metido en algún problema. Turman, mientras tanto, llevaba un año despierto, tratando de solucionarlo. Lo mismo que su hija. Abarcó la sala entera con un ademán. —¿Llevas un año aquí encerrada? ¿Trabajando en esto? Ella movió la cabeza en dirección a la puerta y se echó a reír. —He pasado mucho más tiempo encerrada en un sitio peor. Pero sí, es una mierda. Estoy harta de este lugar. —Tomó otro trago y el vaso ocultó su expresión. Donald se preguntó si estaría despierto a causa de su debilidad, al igual que ella podía estarlo debido a la de su padre. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Se pondría a registrar la sala de congelación profunda en busca de su hermana Charlotte? —Hasta ahora hemos perdido el contacto con once silos. —La mirada de Anna se hundió en el fondo de su vaso—. Creo que hemos logrado contener el problema, pero aún estamos tratando de averiguar cómo sucedió y si sigue habiendo alguien con vida allí dentro. Yo no lo creo, pero papá quiere enviar exploradores o drones. Todos dicen que el riesgo es excesivo. Y encima ahora parece que el Dieciocho va a venirse abajo. —¿Y se supone que tengo que ayudaros? ¿Qué cree tu padre que sé? — Echó a andar alrededor de la mesa e hizo un gesto en dirección al vaso. Anna lo rellenó y se lo ofreció. Cogió otro que había junto al monitor mientras Donald se dejaba caer sobre el camastro. Era demasiado para asimilarlo de una vez. —No es papá el que cree que sabes algo. Él no quería despertarte. Se supone que no se debe sacar a nadie del sueño profundo. —Volvió a tapar la botella—. Más bien era su jefe. Donald estuvo a punto de atragantarse al probar el primer sorbo de whisky. Tosió y se limpió la barbilla con la manga mientras Anna lo observaba con preocupación. —¿Su jefe? —preguntó mientras trataba de recobrar la respiración. Anna le dirigió una mirada con los ojos entornados. —Papá te ha dicho por qué estás aquí, ¿no? Donald buscó el informe en su bolsillo. —Por algo que escribí durante mi último… durante mi turno. ¿Turman tiene un jefe? Creía que era él el que mandaba. Anna soltó una carcajada desprovista de humor. —No manda nadie —afirmó—. Es el sistema el que manda. Y se limita a funcionar. Lo construimos para ello. —Se levantó y se acercó al camastro. Donald le hizo sitio. —Papá se encargó de excavar los agujeros, ése era su trabajo. Pero quienes lo planearon todo eran tres. Los otros dos pensaban que había que ocultarlo. Papá los convenció de que lo construyesen a la vista de todos. Lo del almacén nuclear fue idea suya, y estaba en posición de convertirlo en realidad. —Has dicho que eran tres. ¿Quiénes son los otros dos? —Victor y Erskine. —Anna levantó la almohada y apoyó la espalda en la pared—. No son sus nombres de verdad, pero ¿qué más da eso? Un nombre es sólo un nombre. Aquí abajo puedes tener el que quieras. Erskine fue el que descubrió la amenaza, el que les contó a Victor y a papá lo de los nanos. Ya lo conocerás. Ha hecho un doble turno conmigo, trabajando en lo de los silos que hemos perdido, aunque no es su especialidad. ¿Quieres más? —preguntó señalando el vaso con la cabeza. —No. Ya empiezo a estar mareado. —No añadió que no era a causa del alcohol—. Recuerdo a Victor, de mi turno. Trabajaba en el despacho de enfrente. —El mismo. —Desvió la mirada un momento—. Papá siempre decía que era el jefe, pero yo trabajé con él un tiempo y te aseguro que no se veía a sí mismo como tal. Se consideraba una especie de mayordomo. Una vez dijo en broma que se sentía como Noah. Quería despertarte hace meses por lo que está pasando en el Dieciocho, pero papá lo vetó. Creo que Victor te tenía cariño. Hablaba mucho sobre ti. —¿Que Victor hablaba de mí? —Donald recordaba al hombre del otro lado del pasillo, el loquero. Anna se llevó una mano a la cara y se secó la parte inferior de los ojos. —Sí. Era un hombre brillante. Siempre sabía lo que estabas pensando, lo que pensaba cualquiera. Él fue el que planeó la mayor parte de todo esto. Escribió la Orden y el Pacto original. Fue todo obra suya. —¿Era? A Anna le temblaban los labios. Inclinó el vaso, pero apenas quedaba nada en el fondo. —Está muerto —dijo—. Se pegó un tiro en su despacho, hace dos días. 32 —¿Victor? ¿Se pegó un tiro? —Donald trató de imaginarse al individuo cabal que trabajaba en el despacho de enfrente haciendo semejante cosa—. ¿Por qué? Anna sorbió por la nariz y se le acercó. Movió de un lado a otro el vaso vacío que llevaba en la mano. —No lo sabemos. Estaba obsesionado con el primer silo que perdimos. Se me partía el corazón al ver cómo se culpaba a sí mismo. Siempre decía que podía ver ciertas cosas que iban a pasar, que eran… certezas estadísticas. —Estas dos últimas palabras las pronunció imitando la voz de Victor, lo que conjuró con más viveza aún el recuerdo del rostro del anciano en la mente de Donald. —Pero le destrozaba no saber cuándo y dónde iban a suceder. —Se frotó los ojos—. No le habría pesado tanto si hubiera sucedido durante el turno de otro. No en el suyo. Donde podía sentir todo el peso de la culpa. —Me culpaba a mí —dijo Donald mirando el suelo—. Sucedió en mi turno. Fue un desastre, por mi culpa. No podía pensar con claridad. —¿Qué? No. Donny, no. —Le puso una mano en la rodilla—. No fue culpa de nadie. —Pero mi informe… —Aún lo tenía en la mano, plegado y salpicado de manchas azul pálido aquí y allá. Los ojos de Anna recayeron sobre el documento. —¿Es una copia? —Se apartó el pelo de la cara mientras alargaba una mano hacia él—. Papá ha tenido el valor de contarte todo esto, pero no lo de Vic. —Negó con la cabeza—. Victor era muy fuerte para algunas cosas y muy débil para otras. —Se volvió hacia Donald—. Lo encontraron en su mesa, rodeado de notas, con todo lo que sabíamos sobre ese silo. Tu informe estaba encima. Lo abrió y estudió su contenido. —Es una copia —susurró. —Puede que se… —empezó a decir Donald. —Cubrió el original de notas. —Anna deslizó un dedo sobre la página —. Aquí mismo escribió: «He aquí la razón». —¿He aquí la razón? ¿La razón por la que se suicidó? —Donald hizo un ademán que abarcaba la sala entera—. ¿No es ésta la razón? Puede que se diese cuenta de que había cometido un error. —Cogió a Anna del brazo—. Piensa en lo que hemos hecho. ¿Y si seguimos a un demente hasta aquí? Puede que Victor tuviese un repentino acceso de lucidez. ¿Y si despertó por un instante y se dio cuenta de lo que había hecho? —No. —Anna negó otra vez con la cabeza—. Había que hacerlo. Donald dio una palmada sobre la pared, junto al camastro. —Eso es lo que dice todo el mundo. —Escúchame. —Le puso una mano en la rodilla, tratando de tranquilizarlo—. Tienes que mantener la calma, ¿vale? —Volvió la cabeza hacia la puerta con expresión temerosa—. Pedí que te despertaran porque necesito tu ayuda. No puedo hacer esto sola. Vic estaba trabajando en el problema del silo Dieciocho. Si papá se sale con la suya, destruirá el lugar y adiós muy buenas. Victor no quería eso. Ni yo. Donald pensó en el silo Doce, destruido por orden suya. Pero es que ya se estaba desmoronando, ¿no? Ya era demasiado tarde. Habían abierto la esclusa. Dirigió la mirada hacia el plano de la pared y se preguntó si también sería tarde para el silo Dieciocho. —¿Qué encontró en mi informe? —preguntó. —No lo sé. Pero quería despertarte hace semanas. Creía que habías dado con algo. —Puede que sólo fuese porque yo estaba despierto en aquel momento. Donald estudió la sala, llena de pistas. Anna había estado hurgando, investigando un problema distinto. Tantas preguntas y respuestas… Tenía la mente despejada, no como la última vez. Ahora tenía preguntas propias. Quería encontrar a su hermana, averiguar lo que había sido de Helen y disipar la absurda idea de que seguía ahí fuera, en alguna parte. Quería saber más cosas sobre aquel lugar maldito que había contribuido a levantar. —¿Vas a ayudarnos? —preguntó Anna. Le puso una mano en la espalda y su reconfortante contacto desenterró el recuerdo de su esposa, de los momentos en los que lo había tranquilizado y cuidado. Se sobresaltó como si lo hubieran mordido y una parte de él sintió por un instante que seguía casado, que ella continuaba viva ahí fuera, tal vez congelada, esperando a que la despertara. —Tengo… —Se puso en pie bruscamente y recorrió la habitación con la mirada. Sus ojos recayeron sobre el ordenador—. Tengo que saber algunas cosas. Anna se levantó a su lado. —Claro. Te contaré todo lo que sabemos hasta ahora. Victor dejó una serie de notas. Cubrió tu informe con ellas. Puedo enseñártelo. Y tal vez consigamos convencer a papá de que había descubierto algo, de que merece la pena tratar de salvar el silo… —Sí —convino Donald. Lo haría. Pero sólo para seguir despierto. Por un momento se preguntó si no sería ésa la intención de Anna, también. Tenerlo cerca. Antes, lo único que deseaba era volver a dormir, escapar del mundo que había contribuido a crear. Pero ahora quería respuestas. Investigaría lo que estaba pasando en el silo Dieciocho, pero también encontraría a Helen. Descubriría lo que había sido de ella y dónde estaba. Entonces se acordó de Mick, y Tennessee apareció en su mente un instante. Se volvió hacia el plano de la pared, donde se veían todos los silos, y trató de recordar a qué estado le correspondía cada número. —¿A qué tenemos acceso desde aquí? —preguntó. Sintió que un acaloramiento recorría toda su piel al pensar en las respuestas que tenía a su disposición. Anna se volvió hacia la puerta. Unos pasos se acercaban desde la oscuridad. —Papá. Es el único que queda con acceso a este piso. —¿El único que queda? —Se volvió hacia Anna. —Sí. ¿De dónde crees que sacó Victor el arma? —Bajó la voz—. Yo estaba aquí cuando vino y abrió una de las cajas. Pero no lo oí. Mira, mi padre se culpa por lo que le pasó a Victor y sigue sin creer que tenga nada que ver contigo o con tu informe. Pero yo conocía a Vic. No estaba loco. Si puedes hacer algo, hazlo, por favor. Por mí. Le apretó la mano. Donald bajó la mirada. No se había dado cuenta hasta entonces de que se la había cogido. Tenía el informe en la otra. Los pasos se aproximaban. Asintió. —Gracias —respondió ella con alivio. Le soltó la mano, recogió el vaso vacío de Donald del camastro y lo metió dentro del de ella. Luego los dejó en una de las sillas, junto con la botella, y volvió a pegarla a la mesa. Turman llegó a la puerta y golpeteó la jamba con los nudillos. —Adelante —dijo Anna mientras se apartaba el pelo de la cara. Turman los estudió un momento. —Erskine está preparando una pequeña reunión —anunció—. Con los que están al corriente. Anna asintió. —Claro. Turman entornó los ojos y paseó la mirada de su hija a Donald. Anna pareció tomárselo como una pregunta. —Donny cree que puede ayudarnos —lo informó—. Los dos pensamos que lo mejor es que trabaje aquí abajo conmigo. Al menos hasta que hayamos hecho algún progreso. Donald se volvió hacia ella, estupefacto. Turman no dijo nada. —Vamos a necesitar otro ordenador —añadió Anna—. Si nos lo traes, puedo instalarlo yo. Esto ya le gustaba más a Donald. —Y otro camastro, claro —añadió Anna con una sonrisa. 33 Silo 18 Mission se escabulló tras la escaramuza con los granjeros y el resto de porteadores se desperdigaron. Consiguió dormir unas horas en la estación de paso del piso diez, a pesar de que tenía la nariz entumecida y sentía una palpitación en los labios por un golpe que había recibido. Fue un sueño intranquilo, porque estaba demasiado inquieto, y al despertar, en plena madrugada, se dio cuenta de que aún era demasiado temprano para acercarse al Nido; la Corneja estaría dormida. Así que se dirigió a la cafetería para ver la salida del sol y tomar un desayuno decente. La bonificación del forense le quemaba en los bolsillos, del mismo modo que los arañazos de los nudillos. Alivió sus dolores con una comida caliente que le sentó de maravilla, compartida con los que salían del turno de medianoche, y contempló cómo iban apareciendo las nubes y cobraban vida sobre las colinas. Los enormes cascarones que se veían en la distancia —rascacielos, los llamaba la Corneja— eran los primeros en recibir los rayos del sol naciente. Era un indicio de que el mundo iba a despertar otro día. El día de su cumpleaños, recordó Mission. Dejó los platos sobre la mesa y una ficha para el que se encargase de limpiar, y trató de no pensar en nada que tuviese que ver con la limpieza. En su lugar, bajó corriendo los ocho tramos de escaleras antes de que el silo despertase del todo. Se dirigió hacia el Nido, sin sentirse en absoluto un día más viejo. Unas palabras familiares lo recibieron en el rellano del piso nueve. Allí, sobre la puerta, en lugar de un número, un rótulo decía: EL NIDO DE LA CORNEJA Las palabras estaban pintadas en letras brillantes y gruesas. Seguían los contornos de años y generaciones anteriores y el color cubría otros colores y los errores fruto de la participación de muchas manos juveniles. Los niños del silo iban y venían, y dejaban su marca con pinceles, pero la vieja Corneja permanecía. Su nido estaba formado por la guardería, la escuela y las aulas que servían al tercio superior. Llevaba allí más tiempo del que pudiese recordar ningún ser vivo. Algunos decían que era tan vieja como el propio silo, pero Mission sabía que esto era sólo una leyenda. Nadie sabía lo viejo que era el silo. Dentro del Nido, los pasillos estaban vacíos y en silencio. Aún era demasiado temprano. En una aula sonó el chirrido de unas mesas que alguien colocaba en la posición que les correspondía. Mission vislumbró por un momento a dos maestros que hablaban en otra de las aulas, con los rostros ceñudos por la preocupación. Seguramente estarían tratando de decidir lo que debían hacer con una versión infantil de él. El aroma del té fuerte se mezclaba con el olor de la pasta de papel y las tizas. Había varias hileras de taquillas metálicas, desesperadamente necesitadas de pintura y salpicadas de abolladuras dejadas por pequeños puños. Su visión transportó a Mission a otra época. Era como si ayer mismo hubiera estado sembrando el terror por aquellos pasillos. Él y sus amigos, a los que ya no veía, o al menos no tanto como le habría gustado. La casa de la Corneja, situada al otro extremo, era el único aposento que contenía el piso entero. Habían construido el apartamento específicamente para ella, a partir de una aula. Al menos eso decía la gente. Y aunque ya sólo enseñaba a los más pequeños, la escuela entera era suya. Su nido. Mission recordaba haber acudido a ella en distintas fases de su vida. Al principio, en busca de consuelo, porque se sentía muy solo lejos de las granjas. Luego, en busca de consejo, cuando tuvo la edad suficiente para reconocer que lo necesitaba. Y más de una vez en busca de las dos cosas, como el día que descubrió la verdad sobre su nacimiento y la muerte de su madre, a la que habían mandado a limpiar por su causa. Mission recordaba bien aquel día. Era la única vez que había visto llorar a la vieja Corneja. Llamó a la puerta de su aula antes de entrar y se la encontró frente a una pizarra que habían colgado más abajo de lo normal para que pudiera escribir en ella desde su silla. La señorita Crowe dejó de borrar las lecciones del día anterior, se volvió hacia él y sonrió. —Muchacho —graznó. Lo invitó a acercarse con un movimiento del borrador. Una neblina de tiza llenó el aire—. Muchacho, muchacho. —Hola, señorita Crowe. —Mission pasó entre los pupitres para llegar hasta ella. El cable de la electricidad de su silla iba del centro del techo a un poste situado detrás del respaldo. Mission pasó por debajo al aproximarse y se inclinó para darle a la Corneja un abrazo. Al rodearla con los brazos inhaló su olor, un olor a infancia e inocencia. El vestido amarillo que llevaba, moteado de flores, era el que utilizaba todos los miércoles, con la regularidad de un calendario. Había sufrido un notable desgaste por el uso desde los tiempos de Mission, como todo lo demás. —Pues sí que has crecido —dijo ella mientras lo miraba desde abajo con una sonrisa. Su voz era apenas un susurro y Mission se acordó de su capacidad de mantener en silencio hasta a los más jóvenes para que pudieran oír lo que les estaba diciendo. La señorita Crowe se llevó una mano a su propia mejilla—. ¿Qué te ha pasado en la cara? Mission se rió mientras liberaba los hombros del peso de la mochila. —Un simple accidente —mintió, como en los viejos tiempos. Mientras dejaba la mochila al pie de uno de los diminutos pupitres, se imaginó que se sentaba frente a él para pasar un día de clases—. ¿Cómo le va? —preguntó. Estudió las profundas arrugas de su cara y su piel, morena como la de un granjero, pero a causa de la edad y no de las luces de crecimiento. Tenía los ojos surcados de pequeñas hemorragias, pero aún había vida tras ellos. A Mission le recordaron las pantallas de las paredes de la cafetería cuando el día era brillante pero hacía mucho que no se limpiaban. —Pues regular —respondió la señorita Crowe. Movió la palanca que tenía en el reposabrazos y la silla, construida décadas atrás para ella por un antiguo estudiante, giró en redondo para colocarse frente a él. Se levantó la manga y le enseñó a Mission una venda de gasa sobre un brazo cubierto de manchas—. Han venido los médicos a sacarme sangre. —Su mano temblaba al señalar el lugar—. La mitad de la que tengo, según mis cálculos. Mission se echó a reír. —Estoy seguro de que no le han sacado la mitad de la sangre, señorita Crowe. Los médicos sólo cuidan de usted. La profesora retorció el semblante en una explosión de arrugas. No parecía tan segura. —No me fío de ellos —dijo. Mission sonrió. —Usted no se fía de nadie. Y oiga, puede que simplemente quieran averiguar por qué no se muere, como todo el mundo. A lo mejor algún día inventan un método para que todos podamos vivir tanto como usted. La señorita Crowe se rascó la venda que cubría su marchito brazo. —O puede que estén tratando de averiguar cómo matarme —insinuó. —Oh, no sea tan siniestra. —Mission alargó el brazo y le bajó la manga para que no siguiera tocándose la venda—. ¿Por qué iban a querer algo así, según usted? Ella frunció el ceño y optó por no responder. Su mirada recayó sobre la mochila medio vacía. —¿Te has tomado el día libre? —preguntó. Mission se volvió y siguió la dirección de su mirada. —¿Mmm? Oh, no. Anoche estuve transportando algo. Dentro de poco recogeré otro envío y lo llevaré adonde me digan. —Oh, bendita juventud, quién la recuperara. —La señora Crowe hizo dar la vuelta a la silla y se colocó detrás de su mesa. Mission se agachó para esquivar el cable de alimentación en un gesto automático; el poste del respaldo estaba hecho pensando en la estatura de los niños. La maestra cogió el contenedor de repugnante pulpa vegetal que tomaba en lugar de agua y le dio un sorbo. —Allie pasó a verme la semana pasada. —Dejó el verdoso fluido sobre la mesa—. Me preguntó por ti. Quería saber si seguías soltero. —¿Eh? —Mission empezó a sentir cómo subía su temperatura corporal. La señorita Crowe los había sorprendido besándose una vez, antes de que él supiese para qué servían los besos. Los había dejado con una advertencia y una sonrisa de complicidad—. Nos hemos desperdigado todos —dijo Mission cambiando de tema, con la esperanza de que ella pillase la indirecta. —Como debe ser. —La Corneja abrió uno de los cajones de su mesa, hurgó en su interior y sacó un sobre. Mission vio media docena de nombres tachados sobre él. Lo habían utilizado varias veces—. ¿Vas para abajo? ¿Podrías llevarle una cosa a Rodny? Le tendió la carta. Mission la cogió y vio que tenía el nombre de su mejor amigo al dorso, junto a los nombres tachados. —Puedo pasarme por allí, claro. Pero las dos últimas veces que estuve me dijeron que no podía salir. La señorita Crowe asintió, como si aquello no la sorprendiese en absoluto. —Pregunta por Jeffery. Es el jefe de seguridad allí abajo, uno de mis niños. Dile que es de mi parte y que te he dicho que se la entregues a Rodny. En persona. —Sus manos se agitaron en el aire como sendos borrones temblorosos—. Te escribiré una nota para él. Mission levantó la mirada hacia el reloj de la pared mientras ella buscaba pluma y tinta en su mesa. Pronto, los pasillos comenzarían a llenarse con el parloteo de voces jóvenes y el sonido de las taquillas que se abrían y se cerraban. Esperó pacientemente, y mientras ella redactaba la nota aprovechó para mirar los viejos carteles y pósteres que cubrían las paredes, los «motivadores», como le gustaba llamarlos a la señorita Crowe. «Puedes ser lo que quieras», decía uno de ellos. Mostraba un rudimentario dibujo de un chico y una chica sobre un enorme montículo. El montículo era verde y el cielo azul, como en los libros de cuentos. Otro rezaba: «Sueña con aquello que complazca a tu corazón». Tenía unos gráciles arcos de color que lo recorrían de un lado a otro. La Corneja lo llamaba de alguna forma especial, pero a él se le había olvidado el nombre. Vio uno que recordaba bien: «Viaja a sitios nuevos». Mostraba a un cuervo posado en un árbol increíblemente grande, con las alas extendidas como si se dispusiese a remontar el vuelo. —Jeffery es el calvo —dijo la señorita Crowe. Se pasó una mano sobre su blanca y rala cabellera a modo de demostración. —Ya —asintió Mission. Resultaba raro pensar que tantos de los adultos y ancianos del silo habían sido estudiantes suyos. Alguien cerró violentamente una taquilla en el pasillo. Mission recordó que, cuando él era niño, el aula estaba repleta de filas y filas de pequeños pupitres. Había también unos cubículos con esterillas en el suelo, para la hora de la siesta, y allí, mientras se iban quedando dormidos, la Corneja les cantaba nanas olvidadas. Echaba de menos aquellos tiempos. Echaba de menos sus historias sobre el antes, sobre un mundo lleno de cosas imposibles. Al apoyarse en el pequeño pupitre, se sintió de pronto tan viejo como la Corneja, tan imposiblemente alejado de su propia infancia como ella. —Dale esto a Jeffery y luego encárgate de que Rodny reciba mi nota. En persona, ¿de acuerdo? Mission cogió la mochila y guardó los dos mensajes en el bolsillo de la correspondencia. No hubo mención alguna al pago y, de hecho, Mission sintió un fugaz momento de culpa por haber pensado en ello. Al meter las manos en la mochila se acordó de las cosas que había traído para ella y que había olvidado tras la pelea de la pasada noche. —Ah, le he traído esto de la granja. —Sacó unos pepinos de pequeño tamaño, dos pimientos y un tomate con un moratón. Los dejó sobre su mesa —. Para sus bebidas de verduras —dijo. La señorita Crowe juntó las manos y sonrió con entusiasmo. —¿Necesita algo para la próxima vez que pase por aquí? —Sólo tu visita —respondió ella con una sonrisa que sembró sus facciones de arrugas—. Lo único que me importa son mis pequeños. Pasa por aquí siempre que puedas, ¿de acuerdo? Mission le dio un pequeño apretón en el brazo, que parecía el palo de una escoba metido en una manga. —Lo haré —afirmó—. Eso me recuerda que Frankie me ha dicho que la saludara. —Debería venir más a menudo —respondió ella con voz temblorosa. —No todo el mundo se mueve tanto como yo —le recordó—. Seguro que también a él le gustaría verla más a menudo. —Díselo —repuso ella—. Dile que no me queda mucho tiempo. Mission se echó a reír y descartó el lúgubre comentario con un ademán. —Seguro que le dijo lo mismo a mi abuelo y a su padre antes de él. La Corneja sonrió como si fuese cierto. —Si predices lo inevitable —dijo—, cualquier día acabarás teniendo razón. Mission sonrió. Le gustaba lo que la anciana había dicho. —Aun así, preferiría que no hablase de morir. A nadie le gusta. —Puede que no les guste, pero no está de más que alguien se lo recuerde. —Alargó los brazos y, al hacerlo, las mangas de su vestido amarillo retrocedieron y volvieron a dejar el vendaje a la vista—. Dime, ¿qué ves tú cuando miras estas manos? —Les dio vueltas a uno y otro lado. —Tiempo —soltó Mission sin pensarlo y sin saber muy bien de dónde había salido la idea. Entonces apartó la mirada. De repente, la piel de la anciana le había parecido grotesca. Como unas patatas marchitas encontradas en la tierra mucho tiempo después de la época de cosecha. Se detestó a sí mismo por pensar así. —Tiempo, claro —coincidió la señorita Crowe—. Aquí hay tiempo en abundancia. Pero también vestigios. Recuerdo que las cosas fueron mejores una vez. Pensamos en las cosas malas para acordarnos de las buenas. Se miró las manos un momento más, como si buscase otra cosa en ellas. Y cuando levantó la cabeza hacia Mission, tenía los ojos empañados por una brillante pátina de tristeza. Mission sintió que los suyos se humedecían, en parte por la incomodidad y en parte debido al sombrío tinte que había cobrado su conversación. Eso le recordó que era su cumpleaños, una idea que le provocó tensión en el cuello y un vacío en el pecho. Estaba seguro de que la Corneja sabía qué día era. Simplemente, lo quería lo suficiente como para no mencionarlo. —Yo fui preciosa una vez, ¿sabes? —La señorita Crowe retiró las manos y las ocultó sobre el regazo—. Cuando eso desaparece, cuando se va para siempre, nadie vuelve a verlo. Mission sintió el impulso de calmarla, de decirle que seguía siendo preciosa de muchas maneras distintas. Aún podía componer música. Podía pintar. Pocos recordaban cómo se hacía. Podía hacer que los niños se sintiesen queridos y amados, otra forma de magia que había caído en el olvido hacía tiempo. —Cuando tenía tu edad —dijo la Corneja con una sonrisa—, habría podido tener a cualquier chico que quisiera. Se echó a reír, lo que evaporó la tensión y espantó las sombras, pero Mission la creyó, a pesar de que era incapaz de imaginárselo, era incapaz de borrar de su imaginación las manchas, las arrugas y los largos pelos que le crecían en los nudillos. Aun así la creyó. Como siempre. —El mundo y yo nos parecemos mucho. —La anciana levantó la mirada hacia el techo y puede que hacia algo situado más allá—. También el mundo fue hermoso en su día. Mission sintió que empezaba a formarse una de sus historias de los viejos tiempos, como una tormenta. Más taquillas se cerraron violentamente en el pasillo, más voces infantiles se unieron a las anteriores. —Cuénteme —le pidió, mientras recordaba cómo las horas pasaban en un abrir y cerrar de ojos a sus pies y volvía a oír las nanas que cantaba a los niños—. Hábleme del viejo mundo. Los ojos de la vieja Corneja se entornaron y se posaron sobre un rincón oscuro de la habitación. Sus labios, fruncidos por las arrugas del tiempo, se abrieron y comenzaron a desgranar una historia, una historia que Mission había oído ya mil veces antes. Pero la tierra de la imaginación de la Corneja nunca envejecía. Y los pequeños que entraban en la sala y se sentaban a sus pupitres guardaron silencio y recibieron, con los ojos y la mente abiertos de par en par, los relatos de un mundo en su día maravilloso y ahora prácticamente olvidado. 34 Las historias que contaba la señorita Crowe estaban sacadas directamente de cuentos infantiles. Había cielos azules y tierras verdes, animales como perros y gatos pero más grandes que las personas. Cosas para niños. Pero aun así, aquellos relatos fantásticos sobre un lugar mejor le inspiraban a Mission un sentimiento de rabia contra el mundo en el que vivía. Mientras salía del tercio superior e iniciaba su sinuoso descenso, más allá de las granjas y los pisos de su juventud, no podía dejar de pensar en aquel mundo mejor y de compararlo con horror al que conocía. La promesa de un lugar distinto resaltaba los defectos del suyo. Se había marchado para convertirse en porteador, para volar y llegar a ser todo aquello que deseaba, pero lo que deseaba ahora era encontrarse más lejos de lo que su mundo le permitiría nunca. Eran pensamientos peligrosos. Le hacían pensar en su madre y en el sitio al que la habían enviado, diecisiete años antes, aquel mismo día. Más allá de las granjas, Mission captó los primeros indicios de que algo se quemaba en el interior del silo. La atmósfera estaba turbia y empezó a notar un regusto amargo en la base del paladar. Puede que fuese un contenedor de basura. Alguien que no quería pagar la tasa para que los porteadores lo llevaran a la zona de reciclaje. O alguien que no creía que el silo fuese a durar lo bastante como para justificar ese reciclaje. Podía ser un accidente, claro está, pero Mission lo dudaba. Ya nadie pensaba de aquel modo. Podía verlo en las caras de la gente con la que se cruzaba en la escalera. En su manera de aferrarse a sus posesiones, de escudar a sus hijos con el cuerpo, notaba que el futuro del silo pendía de un hilo. La batalla de la pasada noche parecía demostrarlo así. Se ajustó la mochila a la espalda y bajó a toda velocidad hasta la zona de Informática, en el piso treinta y cuatro. Al llegar se encontró una multitud reunida en el rellano. Casi todos eran muchachos de su edad o un poco mayores. Reconoció a muchos de ellos, procedentes sobre todo de los pisos intermedios. Algunos estaban allí con los ordenadores bajo el brazo y los cables colgando, intentando avanzar a empujones. Mission se abrió paso entre ellos. Más adelante, se encontró con una barrera colocada justo delante de la puerta. Dos hombres de Seguridad controlaban el paso y sólo permitían acceder a los cariacontecidos trabajadores de Informática. —¡Una entrega! —gritó Mission. Se abrió paso hasta la barricada y sacó con cuidado la nota que había escrito la señorita Crowe—. Una entrega para el oficial Jeffery. Uno de los de Seguridad cogió la nota. La presión de la multitud pegó a Mission contra la barrera. Los agentes indicaron a una mujer que podía pasar. Corrió hacia la compuerta de seguridad, alisándose el mono con evidente alivio. En un rincón de la amplia sala, un nutrido grupo de jóvenes recibía instrucciones. Estaban muy erguidos y perfectamente formados en filas, pero sus ojos abiertos de par en par delataban su miedo. —¿Qué coño pasa? —preguntó Mission mientras le abrían la barrera para dejarlo pasar. —Qué coño no pasa, habría que preguntar —respondió uno de los agentes—. Anoche, una subida de tensión quemó un montón de ordenadores. Tenemos a todos los técnicos trabajando en dobles turnos. Hay un incendio en Mecánica, o no sé qué, y en las granjas ha habido un brote de violencia. ¿Habéis recibido el telegrama? Mecánica. Estaba demasiado lejos como para que lo que estaba oliendo fuese eso. Y la referencia a la escaramuza de la noche pasada hizo que se acordara del corte que tenía en la nariz. —¿Qué telegrama? —preguntó. El guardia de seguridad señaló el grupo de muchachos. —Estamos contratando gente. Técnicos nuevos. Mission sólo veía chicos jóvenes y el tío que les hablaba era de Seguridad, no de Informática. El guardia le devolvió la nota y señaló la puerta principal. El torno de la entrada, con un pitido, dejó pasar a la mujer de antes, y una cabeza grande y pelada que Mission conocía se volvió y siguió su trasero por el pasillo. —¿Señor? —lo llamó alzando la voz al acercarse a la entrada. Jeffery se volvió hacia él, y al hacerlo desaparecieron las profundas arrugas y los pliegues de carne de su cuello. —¿Mmm? Ah… —Chasqueó los dedos, en un esfuerzo por recordar su nombre. —Mission. El otro apuntó un dedo hacia él. —Eso es. ¿Tienes que dejarme algo, porteador? —Alargó la mano, pero no parecía demasiado interesado. Mission le entregó la nota. —La verdad es que tengo instrucciones de la señorita Crowe de entregar algo en persona. —Sacó el sobre cerrado con los nombres tachados del bolsillo de la correspondencia—. Es sólo una carta, señor. El viejo guardia miró de reojo el sobre antes de seguir leyendo la nota dirigida a él. —Rodny no está disponible. —Negó con la cabeza—. Y tampoco puedo decirte cuándo lo estará. Podrían ser semanas. ¿Quieres dejármela a mí? Volvió a extender la mano hacia él, pero esta vez con más interés. —No puedo. ¿No hay ninguna forma de que pueda entregársela a él? Es de la Corneja, tío. Si me lo hubiera encargado el alcalde te diría que sin problemas. Jeffery sonrió. —¿Tú también eres uno de sus chicos? Mission asintió. El jefe de Seguridad desvió la mirada hacia un hombre que se acercaba a la puerta con su identificación en la mano, detrás de Mission. Éste se apartó mientras el individuo la pasaba por el escáner y entraba saludando a Jeffery con la cabeza. —Te propongo una cosa. Dentro de poco tengo que llevarle la comida a Rodny. Cuando lo haga puedes venir conmigo y entregarle la carta en mi presencia. Así no tendré que preocuparme de que venga luego la Corneja a picotearme el pellejo. ¿Qué te parece? Mission sonrió. —Suena bien, tío. Te lo agradezco. El oficial señaló en dirección al otro lado de la abarrotada sala. —¿Por qué no vas a coger un poco de agua y me esperas en la sala de juntas? Hay unos chicos allí, haciendo papeleo. —Examinó a Mission de arriba abajo—. De hecho, ¿por qué no presentas una solicitud? Nos vendrías muy bien. —No… No sé gran cosa de ordenadores —respondió Mission. Jeffery se encogió de hombros, como si ese dato fuese irrelevante. —Como quieras. Uno de los chicos vendrá a relevarme dentro de poco. Iré a buscarte. Mission volvió a darle las gracias. Cruzó el amplio vestíbulo, donde un grupo de jóvenes formados con pulcritud en filas y columnas recibía órdenes impartidas a gritos. Otro guardia le ofreció una hoja de papel y un trozo de carbón mientras le indicaba que entrara en la sala de juntas. Mission vio que la cara trasera del papel estaba en blanco y lo aceptó sin ninguna intención de rellenarlo. Aquello suponía media ficha en papel en estado perfectamente funcional. Había algunas sillas vacías alrededor de la amplia mesa. Escogió una de ellas. Varios chicos estaban escribiendo en sus hojas, con rostro de concentración. Mission se sentó de espaldas a la única ventana que había en la sala, dejó la mochila sobre la mesa y conservó la carta en la mano. Se guardó la solicitud en la mochila para usarla en el futuro y estudió la carta de la Corneja por primera vez. El sobre era viejo, pero sólo se había utilizado unas cuantas veces. Tenía un borde tan desgastado que parecía papel de seda, lo que permitía vislumbrar el papel doblado de su interior. Mission lo estudió con mayor detenimiento y vio que era papel de pasta, probablemente confeccionado en el Nido de la Corneja por uno de sus niños: agua y fragmentos de papel mezclados, compactados y colgados durante varios días para que se secaran. —Mission —lo llamó en voz baja alguien de la mesa. Levantó la mirada y vio que Bradley estaba sentado frente a él. Su compañero de oficio llevaba el pañuelo azul atado alrededor del bíceps. Mission siempre había pensado, hasta aquel momento, que se encargaba de una de las rutas habituales de las profundidades. —¿Te presentas? —susurró Bradley. Uno de los otros chicos carraspeó con un puño en la boca, como si estuviera pidiéndoles silencio. Parecía que Bradley ya había terminado de rellenar su solicitud. Mission negó con la cabeza. Alguien tocó la ventana con los nudillos a su espalda, y se revolvió tan deprisa que la carta estuvo a punto de caérsele de la mano. Jeffery asomó la cabeza por la puerta. —En dos minutos —dijo a Mission. Señaló con el pulgar por encima de su hombro—. Estoy esperando a que me traigan su bandeja. La puerta se cerró y Mission bajó la cabeza. Los otros chicos lo miraron con curiosidad. —Un envío —le explicó a Bradley, en un tono de voz lo bastante alto como para que lo oyesen los demás. Se acercó la mochila y guardó el sobre en la parte de atrás. Los chicos siguieron rellenando sus solicitudes. Bradley frunció el ceño y los observó. Mission volvió a estudiar el sobre. Dos minutos. ¿Cuánto tiempo podría estar con Rodny? Arañó la esquina de la solapa pegada. La pasta de leche que había utilizado la Corneja no se había adherido muy bien al pegamento anterior, que tendría meses —puede que años— de antigüedad. Separó una de las esquinas sin mirarlo. Clavó la mirada en Bradley mientras desobedecía el tercer mandamiento de los porteadores y se decía a sí mismo que aquello era distinto, que simplemente se trataba de una conversación entre dos viejos amigos que él escuchaba por casualidad. Aun así, le temblaban las manos al sacar la carta. Bajó la mirada mientras mantenía la nota escondida. Unas hebras moradas y rojas se entremezclaban con el gris oscuro del papel barato. Estaba escrita con tiza. Eso quería decir que las letras tenían que ser grandes por necesidad. El polvo blanco se acumuló sobre las arrugas al caer del escrito, como el polvo de las tuberías viejas: Pronto, pronto, canta la mamá pájaro. ¡Alza el vuelo, alza el vuelo! Parte de una antigua nana de guardería. «Bate las alas», murmuró Mission en silencio al recordar el resto, la historia de un joven cuervo que aprendía a ser libre. Bate las alas y vuela en busca de cosas más brillantes. ¡Vuela, vuela con todas tus fuerzas! Estaba dándole la vuelta al papel en busca de la nota de verdad, algo que no fuese aquel fragmento de nana, cuando alguien volvió a golpear la ventana. Algunos de los otros chicos soltaron sus trozos de carbón, visiblemente sobresaltados. Uno de ellos maldijo entre dientes. Mission se volvió y vio que Jeffery estaba al otro lado del cristal, con una bandeja de metal tapada en precario equilibrio sobre una mano. Movía la cabeza con impaciencia. Volvió a doblar la carta y la guardó en el sobre. Levantó una mano para indicar a Jeffery que iba para allá y se chupó un dedo antes de pasarlo sobre la pegajosa pasta para volver a cerrar el sobre en la medida de lo posible. —Buena suerte —le deseó a Bradley, a pesar de que no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo el muchacho. Cogió la mochila de la mesa y, tras limpiar con cuidado todo el polvo de tiza que le había caído encima, salió rápidamente de la sala de juntas. —Vámonos —dijo Jeffery, claramente molesto. Mission corrió tras él. Lanzó una mirada a la sala de juntas y luego a la ruidosa multitud que se había congregado al otro lado de la barrera provisional, junto a la puerta. Un técnico de Informática se acercó a la gente. Llevaba un ordenador con una serie de cables perfectamente enrollados encima y una mujer alargó los brazos desesperadamente desde detrás de la barrera, como una madre intentando recuperar a su hijo. —¿Desde cuándo se dedica la gente a traer sus propios ordenadores desde abajo? —preguntó. Debido a su profesión, sentía curiosidad por todo lo que tuviera que ver con el traslado de las cosas. Parecía que también ahí habían empezado a prescindir de los porteadores. A Roker iba a darle un ataque. —Desde ayer. Wyck decidió que se había terminado lo de mandar más técnicos a arreglarlos. Dice que es más seguro así. Por ahí fuera están empezando a asaltar a la gente y no hay seguridad suficiente para moverse de acá para allá. Los invitaron a pasar con un gesto y los dos siguieron avanzando en silencio por los enrevesados pasillos, por delante de oficinas de las que salían ruidos metálicos o voces de gente que discutía. Mission vio piezas eléctricas y papeles tirados por todas partes. Se preguntaba en qué despacho estaría Rodny y por qué no le llevaban la comida a nadie más. Puede que su amigo se hubiera metido en un lío. Tenía que ser eso. Así todo tendría sentido. Seguramente habría hecho una de las suyas. ¿Tenían una celda de aislamiento en el treinta y cuatro? No lo creía. Estaba a punto de preguntarle a Jeffery si Rodny estaba entre rejas cuando el viejo guardia de seguridad se detuvo frente a una puerta de acero de aspecto imponente. —Aquí es. —Le tendió la bandeja a Mission, quien, tras ponerse la carta entre los labios, la aceptó. Jeffery miró hacia atrás, colocó el cuerpo entre Mission y el teclado de la puerta e introdujo una contraseña. La jamba de la gruesa puerta dejó escapar una serie de crujidos metálicos. Joder, desde luego que Rodny estaba en un lío… ¿Qué clase de celda era ésa? La puerta se abrió hacia dentro. Jeffery cogió la bandeja y le dijo a Mission que esperara allí. El muchacho, todavía con el regusto de la pasta de leche en la boca, vio cómo se introducía el de Seguridad en una sala de apariencia alargada. En el interior parpadeaban unas luces como si algo fuese mal, luces rojas de alarma, como las de los incendios. Jeffery llamó a Rodny mientras Mission trataba de asomar la cabeza por detrás del guardia. Rodny apareció al momento, casi como si los hubiera estado esperando. Sus ojos se abrieron de par en par al ver a Mission allí. Éste tuvo que hacer un esfuerzo para cerrar la boca, que se le había abierto por propia iniciativa cuando apareció su amigo. —Eh. —Rodny abrió un poco más la pesada puerta y asomó la cabeza por el pasillo—. ¿Qué haces aquí? —Yo también me alegro de verte —dijo Mission. Le tendió la carta—. La Corneja te manda esto. —Ah, una visita profesional. —Rodny sonrió—. Estás aquí como porteador, ¿eh? No como amigo. Rodny se mostraba risueño, pero Mission era consciente de que no estaba bien. A juzgar por su aspecto, llevaba varios días sin dormir. Tenía las mejillas hundidas, unas marcadas bolsas bajo los ojos y la sombra de una fina barba en la mandíbula. Tenía la cabeza rapada, sin el menor rastro del cabello que siempre se había desvelado por llevar a la última moda. Mission recorrió la habitación con la mirada mientras se preguntaba lo que estaría haciendo allí su amigo. No se veía otra cosa que unos armarios metálicos altos y negros, que se extendían en hileras, a intervalos regulares, hasta perderse de vista. —¿Estás aprendiendo a arreglar neveras? —preguntó. Rodny miró hacia atrás y soltó una breve risa. —Son ordenadores. Seguía teniendo el mismo tono condescendiente de siempre. Mission estuvo a punto de recordarle a su amigo que era su cumpleaños y que tenían la misma edad. Rodny era el único al que siempre tenía la sensación de tener que recordárselo. Jeffery carraspeó, aparentemente irritado por aquella conversación. Rodny se volvió hacia él: —¿Te importa si hablamos un momento en privado? —preguntó. Jeffery cambió el peso de pie, con un chirrido del tieso cuero de las botas. —Sabes que no puedo —le recordó—. Seguramente me va a caer un puro sólo por haber autorizado esto. —Tienes razón. —Rodny meneó la cabeza como si hubiera sido una estupidez preguntarlo. Aunque llevaban meses sin verse, Mission tenía la sensación de que Rodny era el mismo de siempre. Se había metido en un lío por alguna razón y posiblemente ahora le tocaba encargarse de las tareas más desagradables de Informática por haber dicho o hecho alguna impertinencia. Sonrió al pensarlo. De repente, Rodny se puso tenso, como si hubiera oído algo en el interior de la habitación. Levantó un dedo hacia los otros y les pidió que esperasen allí. —Un segundo —dijo mientras se alejaba corriendo, descalzo sobre el suelo de acero. Jeffery cruzó los brazos y miró a Mission de arriba abajo con aire insatisfecho. —¿Crecisteis en el mismo pasillo? —Fuimos juntos al colegio —respondió Mission—. Bueno, ¿qué ha hecho Rod? La señorita Crowe nos hacía barrer el Nido entero y limpiar todas las pizarras cuando interrumpíamos la clase, ¿sabes? Y nos hartamos a barrer, él y yo. Jeffery lo observó un momento. Y entonces, una enorme sonrisa afloró a su rostro inexpresivo. —¿Crees que tu amigo está metido en un lío? —preguntó. Parecía a punto de echarse a reír a carcajadas—. Hijo, no te enteras… Antes de que Mission pudiera preguntarle nada, Rodny regresó, sonriente y sin aliento. —Lo siento —dijo a Jeffery—. Tenía que responder. —Se volvió hacia Mission—. Gracias por pasarte, tío. Me alegro de verte. ¿Ya estaba? —Lo mismo digo —balbuceó Mission, sorprendido por la brevedad de la visita—. Eh, a ver si te prodigas un poco más. —Hizo ademán de darle un abrazo a su viejo amigo, pero Rodny se le adelantó tendiéndole una mano. Mission lo miró por un momento, confundido, sin saber cómo se habían distanciado tanto tan deprisa. —Transmíteles a todos mis mejores deseos —le pidió Rodny, como si pensase que no iba a volver a verlos. Jeffery se aclaró la garganta, a todas luces molesto y deseoso de marcharse. —Claro —asintió Mission haciendo un esfuerzo para disimular la tristeza que sentía. Le estrechó la mano a su amigo. Se despidieron como desconocidos y la sonrisa del rostro de Rodny desapareció con un temblor mientras las arrugas de la nota que había escondido en la palma de su mano se clavaban en la de Mission. 35 Fue un milagro que a Mission no se le cayese la nota mientras se la pasaba su amigo, que comprendiese que sucedía algo raro, que mantuviese la boca cerrada y que no pusiera cara de idiota, allí mismo, delante de Jeffery, y dijese: «Eh, ¿qué es esto?». Pero lo que hizo fue cerrar la mano alrededor del papel y mantenerla así mientras lo escoltaban de regreso al puesto de seguridad. Casi habían llegado cuando alguien gritó «¡Porteador!» desde uno de los despachos. Jeffery lo detuvo poniéndole una mano en el pecho. Al volverse, vieron que un hombre al que conocía se les acercaba por el pasillo. Era el señor Wyck, director de Informática, un rostro familiar para la mayoría de los porteadores. El incesante trasiego de ordenadores averiados y reparados mantenía a la delegación de Envíos del piso diez tan atareada como los encargos de Suministros a la del ciento veinte. Mission dedujo que aquello podía haber cambiado desde el día anterior. —¿Estás de servicio, hijo? —El señor Wyck estudió el pañuelo de porteador que Mission llevaba anudado al cuello. Era un hombre alto, de barba bien recortada y ojos brillantes. Mission tenía que estirar el cuello para mirarlo a los ojos. —Sí, señor —dijo mientras ocultaba la nota de Rodny detrás de su espalda. La introdujo en un bolsillo con el pulgar, como quien planta una semilla—. ¿Necesita que transporte algo, señor? —Así es. —El señor Wyck lo estudió un momento mientras se acariciaba la barba—. Eres el hijo de Jones, ¿verdad? El cero. Mission sintió una oleada de calor en el cuello al oír aquel término, que aludía al hecho de que, en su caso, no habían tenido que sacar ningún número en la lotería. —Sí, señor. Mission. —Le ofreció la mano. El señor Wyck se la aceptó. —Sí, sí. Fui al colegio con tu padre. Y con tu madre, claro. Hizo una pausa para que Mission tuviera ocasión de responder. Éste apretó los dientes y no dijo nada. Soltó la mano del hombre antes de que el sudor de la palma de su mano lo hiciese por él. —Supongamos que quisiera trasladar algo sin pasar por Envíos — insinuó el señor Wyck con una sonrisa. Tenía una dentadura tan blanca como la tiza—. Y que quisiera evitar episodios desagradables como el que se vivió anoche unos cuantos pisos más arriba… Mission desvió la mirada un momento hacia Jeffery, que no parecía mostrar ningún interés en la conversación. Resultaba muy extraño oír aquellas palabras en boca de una persona importante, y más aún delante de un miembro de Seguridad, pero Mission había descubierto una cosa desde sus tiempos de sombra: las cosas siempre son susceptibles de empeorar. —No lo sigo —dijo. Combatió el impulso de volverse para ver lo lejos que estaban de la compuerta de seguridad. Al final del pasillo, una mujer salió de un despacho situado detrás del señor Wyck. Jeffery hizo un gesto con el brazo y la mujer se paró y se mantuvo a distancia, para que pudieran seguir hablando sin temor a que los oyera. —Yo creo que sí y admiro tu discreción. Doscientas fichas por trasladar un paquete a seis pisos de Suministros. Mission trató de guardar la calma. Doscientas fichas. Un mes de salario por medio día de trabajo. De repente le entró el temor a que fuese una especie de prueba. Puede que Rodny se hubiera metido en la situación en la que estaba por aceptar un encargo similar. —No sé… —dudó. —Es una oferta abierta —respondió Wyck—. El próximo porteador que pase por aquí recibirá la misma. Me da igual quién la acepte, pero las fichas sólo se las llevará uno. —Levantó una mano—. No hace falta que me respondas a mí. Sólo tienes que ir al mostrador de Suministros y preguntar por una mujer llamada Joyce. Dile que estás haciendo un trabajo para Wyck. El resto de los detalles los encontrarás en el informe del encargo. —Lo pensaré, señor. —Bien. —El señor Wyck sonrió. —¿Algo más? —preguntó Mission. —No, no. Puedes irte. —Hizo un gesto de cabeza dirigido a Jeffery, quien regresó al instante de dondequiera que estuviese. —Gracias, señor. —Mission se volvió y fue tras el jefe de Seguridad. —Ah, y feliz cumpleaños, hijo —le deseó el señor Wyck alzando la voz. Mission volvió la cabeza un instante y, sin dar las gracias, siguió detrás de Jeffery. Atravesó la compuerta de seguridad, se abrió paso entre el gentío hasta llegar al rellano, bajó dos pisos más y entonces, al fin, introdujo la mano en el bolsillo para sacar la nota de Rodny. Temiendo que se le pudiera caer y se perdiese por el hueco de la escalera, la desdobló con el máximo cuidado. Era el mismo tipo de papel rudimentario que había utilizado la señorita Crowe para escribir su nota, con las mismas hebras de color morado y rojo entre el material grisáceo de tosca textura. Por un momento, Mission temió que la nota estuviese dirigida a la Corneja y no a él, quién sabe si con más versos de antiguas nanas. Alisó la nota. Una de sus caras estaba en blanco. Le dio la vuelta para revisar la otra. No estaba dirigida a nadie. Sólo contenía una palabra, y al verla se acordó de cómo se había desvanecido la sonrisa de su amigo cuando se estrecharon la mano. De repente, Mission se sintió solo. En la escalera seguía flotando el mismo olor a quemado, un vestigio de humo unido al de la pintura todavía fresca de las pintadas. Cogió la pequeña nota y la rompió en mil diminutos pedazos. Siguió rompiéndola hasta que no quedó nada de ella y luego soltó el confeti sobre la barandilla para que cayese flotando hasta perderse en el vacío. La evidencia había desaparecido, pero el mensaje perduraba vívidamente en su cabeza. El garabateo precipitado, el rastro borroso que habían dejado la moneda o la cuchara con la que lo habían trazado sobre el papel, una palabra apenas legible escrita por un amigo que nunca necesitaba a nadie ni pedía nada. «Ayúdame». Nada más. 36 Silo 1 Encontrar el silo correcto fue fácil. Mientras estudiaba los antiguos planos, Donald recordó haber estado en lo alto de aquellas colinas, contemplando las enormes cuencas que contenían cada una de las instalaciones. El rugido de los todoterrenos regresó a su mente, junto con las columnas de polvo que levantaban al avanzar brincando entre montículos donde la hierba aún no había salido. Recordaba que habían plantado hierba en las colinas, paja y semillas esparcidas por todas partes, una tarea que, contemplada en retrospectiva, parecía tan fútil como triste. En pie sobre aquella cima de su memoria, pudo imaginarse la posición de la delegación de Tennessee. Sería el silo Dos. Una vez que tuvo este dato, continuó investigando. Tuvo que tantear un poco a ciegas para recordar cómo funcionaba el programa del ordenador, cómo cribar entre las vidas almacenadas en las bases de datos. Allí había una historia entera de cada silo si uno sabía cómo encontrarla, pero sólo se remontaba hasta un punto, hasta los nombres inventados, hasta la orientación. No llegaba al Legado. El viejo mundo estaba oculto detrás de las bombas y de una neblina de humo y olvido. Tenía el silo correcto, pero existía la posibilidad de que encontrar a Helen resultara imposible. Trabajó frenéticamente mientras Anna cantaba en la ducha. Se había dejado abierta la puerta del baño, por la que salían algodonosas nubes de vapor. Donald ignoró lo que había interpretado como una invitación. Ignoró la palpitación, el anhelo, el torrente hormonal de volver a encontrarse junto a una antigua amante tras siglos de necesidad, y en su lugar se concentró en buscar a su esposa. Había cuatro mil nombres en la primera generación del silo Dos. Exactamente cuatro mil. Casi la mitad de ellos pertenecían a mujeres. Había tres Helen. Cada una de ellas tenía una fotografía en baja definición, extraída de su carnet de identidad y almacenada en los servidores. Ninguna se parecía a la esposa que recordaba o creía recordar. Se echó a llorar sin poder evitarlo. Se secó las lágrimas, furioso consigo mismo. En la ducha, Anna cantaba una canción triste del pasado mientras Donald pasaba al azar entre fotografías antiguas. Después de una docena, las caras de las desconocidas comenzaron a fundirse unas con otras y amenazaron con borrar la imagen de Helen que conservaba en la memoria. Volvió a buscar por nombres. Seguro que podía adivinar el que había escogido. Él mismo se había decantado por Troy como una pista que lo conduciría de regreso a ella. Le gustaba pensar que ella habría hecho lo mismo. Probó con Sandra, el nombre de la madre de ella, pero ninguna de las dos que había en la base de datos se le parecía. Probó con Danielle, el nombre de su hermana. Había una. No era ella. No habría escogido un nombre al azar, ¿verdad? Una vez habían hablado de los nombres que podían ponerles a sus hijos. Eran nombres de dioses y diosas. Al principio había sido una broma, pero Helen se había enamorado del nombre de Atenea. Lo buscó. Ningún resultado en la primera generación. Las tuberías emitieron un gimoteo cuando Anna cerró el grifo de la ducha. La canción remitió hasta transformarse en un tarareo, un himno para el funeral al que iban a asistir. Donald probó algunos nombres más, ansioso por descubrir algo, lo que fuese. Buscaría cada noche si tenía que hacerlo. No volvería a dormir hasta encontrarla. —¿Quieres darte una ducha antes del funeral? —le preguntó Anna desde el cuarto de baño. No quería ir al funeral, estuvo a punto de decir. Para él, Victor no era más que alguien a quien debía temer: el hombre de pelo cano del otro lado del pasillo que siempre estaba vigilándolo, dándole fármacos y manipulándolo. Al menos, así es como había hecho que le pareciera la paranoia del primer turno. —Voy a ir así —respondió. Aún llevaba el mono beige que le habían dado antes. Siguió buscando con nombres escogidos al azar, por orden alfabético. ¿Qué otro nombre podía probar? Su miedo era olvidar el aspecto que tenía su esposa. O que cada vez se fuese pareciendo más a Anna en su cabeza. No podía permitirlo. —¿Has encontrado algo? Se colocó tras él y alargó el brazo para coger algo que había sobre la mesa. Llevaba una toalla anudada sobre los senos que le cubría hasta la mitad de los muslos. Aún tenía la piel húmeda. Cogió un cepillo y regresó tarareando al baño. Donald se olvidó de responder. Su cuerpo respondía a la presencia de Anna de un modo que lo hacía sentir furioso y lleno de culpabilidad. Seguía casado, tuvo que recordarse. Seguiría casado hasta que averiguase lo que había sido de Helen. Le sería leal por toda la eternidad. Lealtad. Por mero capricho, buscó por el nombre de Karma. Un resultado. Donald enderezó la espalda. No se lo esperaba. Era el nombre de su perra, lo más parecido a un hijo que habían tenido nunca. —Supongo que habrá que llevar esta horrible ropa al funeral, ¿no? —Se cerró la parte delantera del mono mientras pasaba por delante de la mesa. Donald sólo lo vio en la periferia de un campo visual empañado por las lágrimas. Se tapó la boca y sintió que su cuerpo temblaba con sollozos reprimidos. En el monitor, en un diminuto cuadrado de píxeles blancos y negros situado en el centro de una tarjeta de identificación, se encontraba su esposa. —Estarás listo en unos minutos, ¿no? Anna desapareció de nuevo en el baño, cepillándose el pelo. Donald se secó las mejillas y siguió leyendo con sabor a sal en los labios. «Karma Brewer». Había una lista de ocupaciones con sus correspondientes fotografías. «Profesora, maestra de escuela, juez…». En cada fotografía tenía más arrugas, pero siempre la misma sonrisa socarrona. Mientras abría su archivo completo, se preguntó cómo habría sido estar en el primer turno del silo Uno, ver cómo se desarrollaba la vida de su esposa a poca distancia, incluso puede que ponerse en contacto con ella de alguna manera. Una juez. Siempre había soñado con llegar a serlo. Donald lloró mientras Anna tarareaba, y a través de una lente de lágrimas leyó la vida que había llevado su esposa sin él. «Casada», decía, lo que al principio le pareció una incongruencia. Casada, claro. Con él. Pero entonces leyó la anotación sobre su muerte. A los ochenta y dos años. Dejaba a Rick Brewer y a sus dos hijos, Atenea y Marte. Rick Brewer. Las paredes y el techo se cernieron sobre él. Donald sintió un escalofrío. Había más imágenes. Llegó a otros archivos siguiendo los enlaces. Los archivos de su marido. —Mick —susurró Anna tras él. Donald dio un respingo y, al volverse, se la encontró leyendo por encima de su hombro. Aún tenía el rostro cubierto de lágrimas medio secas, pero ya no le importaba. Su mejor amigo y su mujer. Dos hijos. Se volvió de nuevo hacia la pantalla y abrió el archivo de la hija. Atenea. Había varias fotografías, correspondientes a distintas carreras y fases de su vida. Tenía la boca de Helen. —Donny. No, por favor. Una mano se posó en su hombro. Se apartó de ella encogiendo el cuerpo mientras contemplaba una animación generada por una furiosa sucesión de pulsaciones en el ratón, en la que la niña se transformaba en una versión similar de su esposa y luego aparecían sus propios hijos. —Donny —susurró Anna—. Vamos a llegar tarde al funeral. Donald lloró. Los sollozos lo sacudieron como si estuviera hecho de papel. —Tarde —susurró con un hilo de voz—. Cien años tarde —balbuceó casi sin voz, abrumado por la tristeza. En la pantalla apareció una nieta que no era suya y, tras otra pulsación, una bisnieta. Todas ellas le devolvían la mirada con ojos que no se parecían a los suyos. 37 Donald acudió al funeral de Victor en estado de aturdimiento. Bajó en el ascensor en silencio y contempló sin decir nada cómo se movían sus botas delante de él, pero lo que se encontró en la zona médica no era un funeral, sino simplemente un proceso de eliminación de restos corporales. Almacenaban los cadáveres en una cápsula porque no disponían de tierra donde enterrar a sus muertos. La comida del silo Uno era toda enlatada. Y sus cuerpos acababan igual. Le presentaron a Erskine, quien le aclaró, sin que él se lo preguntara, que el cadáver no se pudriría. Las mismas máquinas invisibles que les permitían sobrevivir al proceso de congelación y que teñían su orina de color carbón mantenían la carne muerta tan blanda y suave como la de los vivos. No era una idea alentadora. Observó cómo preparaban al hombre que había conocido bajo el nombre de Victor para la congelación profunda. Llevaron el cuerpo en una camilla con ruedas a través de un océano de cápsulas. La sala de congelación profunda era un cementerio, comprobó Donald. Una cuadrícula de cuerpos extendida de un lado a otro, sin otra cosa que un modesto nombre cada uno para contener todo cuanto habían sido. Se preguntó cuántas cápsulas más estarían ocupadas por cadáveres. Algunos hombres debían de morir por causas naturales durante los turnos. Y seguro que otros se desmoronaban y se quitaban la vida, como había hecho Victor. Ayudó a los demás a introducir el cuerpo en la cápsula. Sólo eran cinco, los cinco que sabían cómo había muerto. Había que mantener la ilusión de que alguien estaba al mando. Donald pensó en su último trabajo, sentado a una mesa, con las manos en un timón que no controlaba nada, fingiendo. Observó a Turman mientras el anciano se besaba la palma de la mano y la apoyaba en la mejilla de Victor. Cerraron la tapa. El frío de la sala les helaba el aliento. Los demás se turnaron para alabar al muerto, pero Donald fue incapaz. Su mente estaba en otro sitio, pensando en una mujer a la que había amado hacía mucho tiempo, en unos hijos que nunca había tenido. No lloró. Había sollozado en el ascensor, mientras Anna lo abrazaba con delicadeza. Helen había muerto hacía casi un siglo. Antes incluso la había perdido al otro lado de aquella colina, no había podido hacerle llegar sus mensajes, había sido incapaz de llegar hasta ella. Recordaba el himno nacional y las bombas que llenaban el aire. Recordaba que su hermana Charlotte estaba allí. Su hermana. Su familia. Sabía que Charlotte se había salvado. Lo dominó el feroz impulso de encontrarla y despertarla, de devolver la vida a alguien a quien quería. Erskine presentó sus últimos respetos al muerto. Sólo eran cinco para despedirse de aquel hombre que había asesinado a miles de millones. Donald sintió la presencia de Anna a su lado y se dio cuenta de que la modestia de la ceremonia se debía en realidad a ella. Los cinco presentes eran los únicos que sabían que habían despertado a una mujer. Su padre, el doctor Sneed, que era el que se había encargado del proceso, Anna, Erskine, a quien ella definía como un amigo, y él mismo. La naturaleza absurda de la existencia de Donald, de aquel estado del mundo, se abatió sobre él durante la ceremonia. Aquél no era su lugar. Sólo estaba allí a causa de una chica con la que había salido en la universidad, una chica cuyo padre era senador, cuyos sentimientos lo habían llevado a ser elegido, que lo había arrastrado hasta ese plan criminal, y que ahora lo había rescatado de una muerte helada. Todas las grandes coincidencias y los maravillosos logros de su vida desaparecieron en un destello. Y en su lugar quedaron sólo las cuerdas de un títere. —Una pérdida trágica. Al salir de sus ensoñaciones, Donald se encontró con que la ceremonia había terminado. Anna y su padre estaban dos filas de cápsulas más allá, hablando de algo. El doctor Sneed se había inclinado junto a la base de la cápsula, que emitía pitidos cada vez que él realizaba algún ajuste. Así que se había quedado con Erskine, un hombre delgado, con gafas y acento británico. Observaba a Donald desde el otro lado de la cápsula. —Estaba en mi turno —dijo Donald con tono vacuo, tratando de explicar su presencia en la ceremonia. No se le ocurría nada más que pudiera decir sobre el muerto. Se acercó y contempló el rostro tranquilo que se veía al otro lado de la ventanilla. —Lo sé —asintió Erskine. El enjuto individuo, que debía de tener unos sesenta o sesenta y tantos años, se ajustó las gafas sobre la fina nariz mientras se sumaba a Donald en su contemplación—. Él le tenía bastante cariño, ¿sabe? —No lo sabía. Es decir… nunca me dijo tal cosa. —Era un hombre peculiar, en ese sentido. —Erskine estudió al fallecido con una sonrisa—. Brillante para interpretar las mentes de los demás, seguramente, pero no tanto a la hora de comunicarse con ellos. —¿Se conocían de antes? —preguntó Donald. No sabía de qué otro modo sacar el tema. El antes parecía un tabú con algunos y un tema inocuo con otros. Erskine asintió. —Trabajamos juntos. Bueno, en el mismo hospital. Orbitamos durante algún tiempo uno alrededor del otro, hasta mi descubrimiento. —Alargó la mano y tocó el cristal, un gesto que parecía el último adiós a un viejo amigo. —¿Qué descubrimiento? —Recordaba vagamente que Anna había mencionado algo. Erskine levantó la mirada. Ahora que lo tenía más cerca, Donald pensó que podía tener unos setenta años. Costaba asegurarlo. Compartía parte de la atemporalidad de Turman, como una antigüedad que se ha barnizado para que no envejezca más. —Fui yo quien descubrió la gran amenaza —afirmó. Más que una declaración de orgullo, parecía una admisión de culpa. Su voz estaba teñida de tristeza. En la base de la cápsula, el doctor Sneed terminó con sus ajustes, se levantó y se excusó. Cogió la camilla vacía y la empujó hacia la salida. —Los nanos. —Donald lo recordaba. Anna había mencionado algo al respecto. Vio que Turman discutía con su hija dándose puñetazos en la palma de la mano. En ese momento apareció una pregunta en su cabeza. Quería saber si las mentiras encajaban, por si eso significaba que podían contener alguna verdad. —¿Era usted médico? —preguntó. Erskine lo pensó un momento. Parecía una pregunta muy sencilla. —No exactamente —respondió con su marcado acento británico—. Construía médicos. Médicos diminutos. —Pellizcó el aire con los dedos y se los miró con los ojos entornados—. Estábamos trabajando en maneras de proteger a los soldados, de mantenerlos en estado operativo en todo momento. Y entonces me encontré con el trabajo de otro en una muestra de sangre. Unas máquinas diminutas concebidas para hacer justamente lo contrario. Máquinas creadas para combatir con las nuestras. Una batalla invisible que se libraba donde nadie podía verla. Al cabo de poco tiempo, los pequeños cabrones empezaron a aparecer por todos lados. Anna y Turman se dirigieron hacia ellos. Anna se puso una gorra, que quedó visiblemente abombada en la parte superior a causa del moño. Era una manera de ocultar su condición, eficaz, como mucho, desde lejos. —Un día de éstos me gustaría preguntarle una cosa —se apresuró a decir Donald—. Podría serme de utilidad… en el problema del silo Dieciocho. —Por supuesto —se ofreció Erskine. —Tengo que volver —le dijo Anna a Donald. Tenía los labios apretados en un gesto tenso tras la conversación con su padre, y al verlo, Donald comprendió por fin la magnitud de su cautiverio. Se imaginó un año entero pasado en aquel almacén de guerra, frente a una mesa de juntas sembrada de pistas, durmiendo en el pequeño camastro, sin poder siquiera subir a la cafetería para contemplar las colinas y las nubes negras o comer algo cuando así lo decidiera, dependiendo de los demás para todo. —En seguida acompañaré a este joven de regreso arriba —oyó decir Donald a Erskine, mientras éste le ponía una mano en el hombro—. Quiero mantener una pequeña conversación con nuestro chico. Turman entornó los ojos pero asintió. Anna, tras estrecharle la mano a Donald, miró de reojo la cápsula y se encaminó a la salida. Su padre fue tras ella, varios pasos por detrás. —Venga conmigo. —El vaho del aliento de Erskine nubló el aire—. Quiero enseñarle a alguien. 38 Erskine caminaba entre la cuadrícula de cápsulas con determinación, como si hubiera realizado la misma ruta una docena de veces. Donald lo seguía frotándose los brazos helados. Había pasado demasiado tiempo en aquella cripta. El frío estaba metiéndosele de nuevo en los huesos. —Turman siempre repite que ya estábamos muertos —le dijo a Erskine, sin andarse con rodeos—. ¿Es cierto? Erskine volvió la cabeza hacia él. Esperó a que Donald lo alcanzara y meditó su respuesta durante un momento. —¿Y bien? —insistió Donald—. ¿Era así? —Nunca vi un diseño que fuese eficiente al ciento por ciento — respondió Erskine—. Nosotros aún no lo teníamos y lo que habían hecho los iraníes y sirios era mucho más rudimentario. Ahora bien, Corea del Norte disponía de algunos diseños muy eficaces. Yo habría apostado por ellos. Lo que ya tenían podría haber acabado con la mayoría de nosotros. Esa parte es cierta. —Volvió a ponerse en camino en medio de aquel campo de cadáveres—. Hasta las epidemias más graves acaban por detenerse — concluyó—, así que es difícil de decir. Yo abogué por utilizar contramedidas. Victor, por esto. —Abarcó con los brazos la silenciosa sala. —Y ganó él. —Así es. —¿Cree que… lo asaltaron las dudas? ¿Y por eso…? Erskine se detuvo junto a una de las cápsulas y apoyó las dos manos sobre su gélida superficie. —Estoy seguro de que a todos pueden asaltarnos las dudas —respondió con tristeza—. Pero no creo que Vic dudara nunca de que habíamos hecho lo correcto con este proyecto. No entiendo por qué hizo lo que hizo al final. No era propio de él. Donald miró al interior de la cápsula a la que lo había llevado Erskine. Había una mujer de mediana edad en su interior, con los párpados cubiertos de escarcha. —Mi hija —dijo Erskine—. Mi única hija. Hubo un momento de silencio. Esto les permitió oír el tenue zumbido de un millar de cápsulas. —Cuando Turman tomó la decisión de despertar a Anna, nada me habría gustado más que hacer lo mismo. Pero ¿para qué? No había razón alguna, no necesitábamos su campo de especialización para nada. Caroline era contable. Además, no habría sido justo sacarla a la fuerza de sus sueños. Donald se preguntó si alguna vez sería justo. ¿Qué mundo esperaba Erskine que se encontrase su hija algún día? ¿Cuándo iba a despertar a una vida normal, a una vida feliz? —Cuando encontré nanos en su sangre, supe que esto era lo correcto. — Se volvió hacia Donald—. Sé que busca respuestas, hijo. Como todos. Éste es un mundo cruel. Siempre lo ha sido. He dedicado mi vida entera a buscar maneras de mejorarlo, a arreglar cosas, a soñar con un ideal. Pero por cada idiota como yo hay otros diez intentando destruirlo todo. Y sólo hace falta que uno de ellos tenga un golpe de suerte. Donald volvió a recordar el día en que Turman le había entregado la Orden. Aquel grueso volumen fue el comienzo de su descenso hacia aquella locura. Recordaba la conversación que habían mantenido en aquella enorme cámara, la sensación de estar infectado, el temor paranoico a que algo dañino e invisible estuviera invadiéndolo. Pero si Erskine y Turman decían la verdad, ya estaba infectado desde mucho antes. —Aquel día no me envenenaron. —Desvió la mirada de la cápsula para dirigirla a Erskine. Acababa de comprender algo—. Aquella entrevista con Turman, las semanas y semanas que pasó en aquella cámara, hablando con todos. No nos estaban infectando… Erskine asintió de manera casi imperceptible. —Estábamos curándolos. Donald sintió un repentino acceso de rabia. —¿Y por qué no curar a todo el mundo? —exigió saber. —Lo discutimos. Yo pensé lo mismo. Desde mi punto de vista era un problema de ingeniería. Quería crear contramedidas, máquinas que mataran a las máquinas antes de que llegaran hasta nosotros. Turman tenía ideas similares. Lo veía como una guerra invisible, una guerra que teníamos que ganar desesperadamente para vencer al enemigo. Cada uno de nosotros veía las batallas que estaba acostumbrado a librar, ¿comprendes? Yo en el torrente sanguíneo, Turman en la guerra en el extranjero. Fue Victor el que nos encaminó a ambos por la senda correcta. Sacó una tela del bolsillo de la pechera y se quitó las gafas. Mientras las limpiaba siguió hablando, y el eco de su voz rebotó en las paredes en forma de susurros. —Victor nos dijo que sería un proceso sin fin. Utilizó el ejemplo de los virus informáticos para sostener su argumento. Basta con que uno consiga entrar en una red para destruir cientos de millones de máquinas. Más tarde o más temprano, algún ataque con nanos lograría pasar y tendríamos una epidemia basada en códigos computerizados y no en secuencias de ADN. —¿Y qué? Ya ha habido otras plagas. ¿Por qué iba a ser ésta diferente? —Donald abrió los brazos e hizo un gesto que abarcaba la totalidad de las cápsulas—. ¿Va a decirme que esta solución no es peor que el problema? Aunque estaba furioso, también era consciente de que lo habría estado mucho más de haber sido Turman el que le hubiese dicho todo aquello. Se preguntó si lo habrían organizado de aquel modo para que fuese un hombre más amable, un desconocido, el que se lo llevase aparte para contarle lo que Turman pensaba que necesitaba oír. Costaba no dejarse dominar por la paranoia de la manipulación, no sentir las articulaciones pendiendo de hilos. —Psicología —respondió Erskine. Volvió a ponerse las gafas—. Ésa fue la gran aportación de Victor, la razón por la cual nuestras sugerencias nunca funcionarían. Jamás olvidaré aquella conversación. Estábamos sentados en la cafetería de Walter Reed. Turman había acudido allí a inaugurar algo, pero la verdadera razón era que tenía que encontrarse con nosotros. —Negó con la cabeza—. Aquello estaba abarrotado. Si hubieran sabido las cosas de las que hablábamos… —Psicología —repitió Donald—. Dígame por qué es preferible esta solución. De este modo murió más gente. Erskine volvió repentinamente al presente. —Ahí es donde nos equivocábamos, como se equivoca usted. Imagine lo que habría pasado cuando se descubriese por primera vez que una de esas epidemias era obra del ser humano. El pánico, la violencia que sobrevendrían… Cuando un tifón mata a unos centenares de personas y provoca pérdidas por valor de miles de millones, ¿qué hacemos? — Entrelazó las manos—. Nos recomponemos. Reconstruimos lo destruido. Pero ¿qué pasa cuando se trata de una bomba terrorista? —Frunció el ceño —. Una bomba terrorista causa los mismos daños pero sume al mundo en el caos. Abrió los brazos. —Cuando el único al que podemos culpar es Dios, lo perdonamos. Cuando es nuestro hermano, otro ser humano, lo destruimos. Donald negó con la cabeza. No sabía qué creer. Pero entonces recordó el miedo y la rabia que había sentido cuando creyó que lo habían infectado con algo en aquella cámara. Y sin embargo nunca se había parado a pensar en los miles de millones de criaturas que nadaban en su organismo y llevaban haciéndolo desde el primer día de su vida. —No podemos modificar la genética de lo que comemos sin provocar sospechas —continuó Erskine—. Podemos seleccionar lo que recogemos y cosechamos hasta que una brizna de hierba se convierte en una magnífica espiga de trigo, pero no podemos hacerlo a propósito. Vic tenía docenas de ejemplos similares. Las vacunas frente a las inmunidades naturales, la clonación frente a los gemelos, la comida modificada. Sí, tenía toda la razón. Era la participación del hombre lo que habría generado el caos. El saber que había otras personas decididas a destruirnos, que el peligro estaba en el mismo aire que respirábamos. Erskine se detuvo un momento. La mente de Donald avanzaba a toda velocidad. —Verá, Vic dijo una vez que si esos terroristas hubiesen tenido un ápice de sentido común, simplemente habrían anunciado en qué estaban trabajando y luego se habrían sentado a contemplar cómo se desmoronaba todo. Según él, era lo único que habría hecho falta, que supiéramos que aquello estaba sucediendo, que el fin podía llegar en cualquier momento, silencioso e invisible. —¿Así que la solución era acabar con todo? —Donald se pasó las manos por el pelo mientras trataba de encontrarle algún sentido a todo aquello. Pensó en una técnica para combatir los incendios que siempre le había parecido paradójica, quemar amplias franjas de bosque para impedir que se propagara el fuego. Y sabía que en Irán, cuando en tiempos de la primera guerra ardieron los pozos de petróleo, a veces la única solución era utilizar una bomba, combatir el infierno con otro infierno más grande. —Créame —dijo Erskine—, yo también tenía mis propias objeciones. Objeciones infinitas. Pero supe que era verdad desde el principio. Sólo que tardé un tiempo en aceptarla. Convencer a Turman fue más fácil. Él siempre había pensado que teníamos que abandonar esta bola de roca. Sólo que el coste del viaje era demasiado… —¿Por qué viajar por el espacio —lo interrumpió Donald—, cuando puedes hacerlo por el tiempo? Recordó una conversación que había mantenido en el despacho de Turman. El viejo le había contado lo que planeaba aquel mismo día, pero él no le había prestado atención. Erskine abrió los ojos un poco más. —Sí. Ése fue su argumento. Había presenciado demasiadas guerras, supongo. En cuanto a mí, no tenía la experiencia de Turman ni el… distanciamiento profesional del que disfrutaba Vic. En mi caso, fue la analogía con el virus informático lo que terminó de convencerme, ver a los nanos como una nueva forma de guerra cibernética. Sabía lo que podían hacer, la rapidez con la que podían reestructurarse… evolucionar, si quieres verlo así. Una vez que empezasen, no pararían hasta haber acabado con nosotros. E incluso puede que ni siquiera entonces. Cada defensa que levantáramos se convertiría en el modelo para el próximo ataque. El aire se convertiría en un hervidero de ejércitos invisibles. Habría inmensas nubes de ellos, que mutarían y lucharían sin necesidad de huéspedes. Y cuando la opinión pública lo supiese… —Dejó la frase sin terminar. —La histeria —murmuró Donald. Erskine asintió. —Acaba de decir que podría no terminar incluso si desapareciésemos. ¿Significa eso que siguen ahí fuera? ¿Los nanos? Erskine levantó la mirada hacia el techo. —El mundo exterior está sufriendo un proceso de purificación, pero no ha afectado sólo a los seres humanos, si se refiere a eso. Se está reiniciando. Todos nuestros experimentos están siendo eliminados. A Dios gracias, pasará muchísimo tiempo antes de que se nos ocurra siquiera volver a intentarlo. Donald recordó que en la orientación les habían explicado que los turnos durarían al menos quinientos años en conjunto. Medio milenio de vida subterránea. ¿Cuánta purificación era necesaria? ¿Y qué les impediría adentrarse por el mismo camino una segunda vez? ¿Cómo podrían olvidar los peligros potenciales? No se puede volver a guardar el fuego en la caja una vez que has desatado el incendio. —Me ha preguntado si Victor sentía remordimientos… —Erskine tosió con el puño delante de la boca y asintió—. Creo que sintió algo similar a eso en una ocasión. Fue algo que me dijo al salir de su octavo o noveno turno, no recuerdo cuál. Para mí era el sexto. Fue justo después de que hubieran trabajado juntos, al poco de aquel desagradable asunto del silo Doce… —Mi primer turno —dijo Donald para ahorrarle a Erskine el esfuerzo de hacer las cuentas. Le habría gustado añadir que había sido el único. —Sí, claro. —Erskine se ajustó las gafas—. Estoy seguro de que lo conocía lo bastante bien como para saber que no solía dejar patentes sus opiniones. —Era un hombre difícil de interpretar —asintió Donald. No sabía casi nada de la persona a la que acababa de enterrar. —Pues entonces agradecerá lo que le voy a contar, creo. Íbamos en el ascensor y se volvió hacia mí y me dijo que lo más difícil era estar allí, sentado a su mesa, y ver lo que le estábamos haciendo a los hombres del otro lado del pasillo. Se refería a usted, claro. A la gente que se encontraba en su misma posición. Donald trató de imaginárselo diciendo aquello. Quería creerlo. —Pero no fue eso lo que más me sorprendió. Nunca lo vi más apesadumbrado que cuando dijo… —Apoyó una mano en la cápsula—. Dijo que cuando estaba allí sentado, viendo trabajar a gente como usted en sus mesas, conociéndolos… muchas veces pensaba que el mundo sería un lugar mejor con gente como usted al mando. —¿Gente como yo? —Donald hizo un gesto de extrañeza con la cabeza —. ¿Qué quiere decir eso? Erskine sonrió. —Yo le pregunté exactamente lo mismo. Me respondió que era una carga hacer lo que sabía que debía hacer, ser responsable y lógico. —Pasó una mano por la cápsula, como si pudiera tocar a su hija, dormida allí dentro—. Pero que las cosas serían mucho más sencillas, y mucho mejores para todos, si tuviésemos gente lo bastante valiente como para hacer lo que es justo. 39 Aquella noche, Anna acudió a él. Tras un día de aturdimiento y pensamientos sobre la muerte, de comer las cosas que le traía Turman sin que le supieran a nada, de verla instalar un ordenador para él y de esparcir carpetas de notas por todas partes, Anna acudió a él en la oscuridad. Donald protestó. Trató de apartarla. Ella se sentó al borde de la cama y lo sujetó por las muñecas mientras él sollozaba y sentía que se le escapaban las fuerzas. Pensó en la historia de Erskine, en lo que significaba hacer lo justo en lugar de lo necesario, y trató de encontrar la diferencia entre las dos cosas. Pensaba en esto mientras una antigua amante le rodeaba el cuello con los brazos, le ponía una mano en la nuca, la mejilla en el hombro y lo abrazaba, tendida a su lado mientras él lloraba. «Un siglo de sueño lo había debilitado», pensó. Un siglo de sueño y el conocimiento de que Mick y Helen habían vivido una vida entera juntos. De repente se enfureció con Helen por no haber aguantado, por no haber vivido sola, por no haber recibido sus mensajes y haberse reunido con él al otro lado de la colina. Anna le besó la mejilla y le susurró que todo iría bien. El rostro de Donald se llenó de lágrimas al comprender que era todo lo que Victor había asumido que no era. Era un ser humano miserable, que deseaba que su esposa hubiera vivido sola para que él pudiese conciliar el sueño cien años más tarde. Era un hombre miserable, que le negaba a ella ese consuelo cuando a él el contacto de Anna estaba haciéndolo sentir mucho mejor. —No puedo —susurró por enésima vez. —Shhh —dijo Anna. Le acarició el pelo en la oscuridad. Los dos estaban solos en aquella sala donde se libraban guerras. Estaban atrapados juntos entre cajones de armas, acompañados por cañones, munición y cosas mucho más peligrosas. 40 Silo 18 Mission avanzaba hacia la central de Envíos, atormentado por la sensación de no saber lo que podía hacer para ayudar a Rodny. Tenía miedo por su amigo, pero se sentía impotente para ayudarlo. La puerta tras la que se encontraba no se parecía a ninguna otra que hubiera visto: era gruesa y sólida, brillante y amenazadora. Si había que medir la magnitud de los problemas que había provocado su amigo por el lugar en el que lo habían encerrado… Se estremeció al seguir por esta línea de razonamiento. Sólo habían pasado unos meses desde la última limpieza. Mission había estado allí, había transportado parte del traje desde Informática, una tarea más dura que trasladar a un cadáver para su entierro. Al menos, los cadáveres los guardaban en las bolsas negras que utilizaban los forenses. El traje de limpieza era una bolsa completamente distinta, hecha a medida de un individuo vivo que tendría que arrastrarse hasta la superficie para morir en su interior. Mission recordaba dónde lo había recogido. En una sala situada frente al sitio donde tenían a Rodny, al otro lado del pasillo. ¿No era ese mismo departamento el que se encargaba de las limpiezas? Se estremeció. Una indiscreción y podías acabar ahí fuera, pudriéndote en las colinas. Y su amigo Rodny era famoso por sus indiscreciones. Primero su madre y ahora su mejor amigo. Mission se preguntó lo que diría el Pacto sobre presentarse voluntario para limpiar en el lugar de otro, si es que decía algo. Era asombroso que viviese bajo el dictado de un documento que nunca había leído. Simplemente asumía que otros sí lo habían hecho, las personas que mandaban y que interpretaban sus enseñanzas de buena fe. Al llegar al piso cincuenta y ocho, el pañuelo de un porteador, atado a la barandilla de la escalera en la parte descendente, captó su atención. Tenía el mismo dibujo azul que el que él llevaba al cuello, pero con el dobladillo rojo intenso de un mercader. La llamada del deber dispersó unos pensamientos que se movían en círculos sin llevarlo a ninguna parte. Mission desató el pañuelo y examinó la tela en busca del sello del mercader concreto al que pertenecía. Era de Drexel, el boticario del otro lado del pasillo. Cargas ligeras y pagas aún más ligeras, normalmente. Pero al menos era un transporte hacia abajo, si Drexel no había vuelto a despistarse al atar el pañuelo. Se moría de ganas de llegar a la central, donde lo esperaban una ducha y una muda de ropa limpia, pero si alguien lo veía pasar por delante de un pañuelo de porteador con la espalda libre, Roker y los demás le enseñarían lo que es bueno. Se dirigió a paso vivo hacia la tienda de Drexel, con la esperanza de que no fuese otro reparto de fármacos dirigidos a media docena de apartamentos distintos. Le dolían las piernas sólo de pensarlo. Drexel se encontraba en el mostrador cuando Mission abrió la desvencijada puerta de la botica. El boticario, un hombre grande de barba abundante y cráneo pelado, era una auténtica institución en los pisos intermedios. Muchos acudían a él antes que a los médicos, aunque Mission no sabía hasta qué punto eso era prudente. Muchas veces, el que acababa llevándose las fichas era el que más prometía, no el que curaba a la gente. Un puñado de personas de aspecto enfermo estaban sentadas en el banco de la sala de espera de Drexel, tosiendo y sorbiendo por la nariz. Mission sintió el impulso de taparse la boca con el pañuelo, pero lo que hizo fue contener disimuladamente la respiración y esperar mientras Drexel llenaba un pequeño recuadro de papel de polvo molido, lo plegaba con delicadeza y se lo entregaba a una mujer. Ésta deslizó unas pocas fichas sobre el mostrador. Una vez que se marchó, Mission le mostró el pañuelo de señales. —Ah, Mis. Me alegro de verte, chaval. Tienes un aspecto muy saludable. —Drexel se acarició la barba y esbozó una sonrisa que hizo aparecer una hilera de dientes amarillentos por debajo de un bigote con las guías caídas. —Lo mismo digo —respondió Mission mientras se arriesgaba a respirar una vez—. ¿Tienes algo para mí? —Sí. Un segundo. Drexel desapareció detrás de una muralla de estanterías repletas de frascos y tarros diminutos. Al reaparecer, el boticario llevaba un pequeño saco. —Medicamentos para los pisos inferiores —anunció. —Puedo llevarlos hasta la central y que Envíos los distribuya desde allí —respondió Mission—. Estoy terminando mi turno en este momento. Drexel frunció el ceño y se rascó la barba. —Habrá que conformarse, supongo. ¿Y entonces me factura Envíos? Mission extendió una mano. —Siempre que haya propina para mí —dijo. —Vale, una propina… Pero sólo si resuelves una adivinanza. —Drexel se apoyó en el mostrador, que pareció abombarse bajo su peso. Lo último que quería Mission era oír otra de las adivinanzas del hombre para acabar quedándose sin cobrar. Drexel siempre tenía una excusa para que las fichas se quedaran a su lado del mostrador—. Vamos a ver —continuó el boticario mientras se tiraba de los bigotes—, ¿qué pesa más, una bolsa de cuarenta kilos de plumas o una de cuarenta kilos de piedras? Mission no lo dudó un instante. —La de plumas. —Ya se la sabía. Era una adivinanza para porteadores y entre piso y piso había dedicado el tiempo suficiente a pensar en ella como para dar con una respuesta que no era la evidente. —¡Respuesta incorrecta! —bramó Drexel mientras agitaba un dedo en el aire—. No son las rocas… —Su rostro se nubló—. Espera. ¿Has dicho las plumas? No, chico, pesan lo mismo. —El contenido pesa lo mismo —repuso Mission—, pero la bolsa de plumas tendría que ser más grande, así que estaría hecha con más tela, lo que quiere decir que pesaría más. Alargó la mano. Drexel se quedó donde estaba, mordisqueándose la barba un momento, derrotado en su propio juego. A regañadientes, cogió dos de las fichas que había dejado la mujer y las depositó en la mano del porteador. Mission las aceptó y guardó el saco de medicamentos en la mochila antes de cerrarla bien. —La bolsa sería más grande… —murmuró Drexel, todavía pensando en ello, mientras Mission, conteniendo la respiración y sintiendo el traqueteo de las pastillas dentro de la mochila, se apresuraba a salir entre los bancos de la sala de espera. El fastidio del boticario era mucho mejor recompensa que la propina, pero Mission apreciaba ambas cosas. Sin embargo, su alegría se fue apagando a medida que descendía en espiral a través de un silo en tensión. Vio varios ayudantes en los rellanos, con las armas en la mano, tratando de mediar en peleas entre vecinos. En el piso cuarenta y dos, los cristales del escaparate de una tienda estaban rotos y cubiertos por un plástico. Mission estaba seguro de que había ocurrido recientemente. En el cuarenta y cuatro vio a una mujer sentada junto a la barandilla, sollozando con una mano en la boca. La gente pasaba por delante de ella sin detenerse. Él hizo lo mismo y siguió su camino por la escalera temblorosa, entre advertencias sobre lo que se avecinaba pintadas en las paredes. Al llegar a la central de Envíos se la encontró sumida en un silencio inquietante. Atravesó las salas de reparto, con sus altas estanterías rebosantes de objetos a la espera de porteadores, hasta llegar al mostrador principal. Dejaría el paquete que llevaba y recogería el siguiente antes de ir a ducharse y cambiarse de ropa. Katelyn estaba en el mostrador. No había más porteadores esperando. Tal vez estuviesen fuera, lamiéndose las heridas. O puede que se hubieran ido a visitar a sus familias durante el reciente estallido de violencia. —Eh, Katelyn. —Mis —lo saludó ella con una sonrisa—. Pareces intacto. Mission se echó a reír y se llevó un dedo a la nariz, que aún le dolía un poco. —Gracias. —Cam acaba de pasar preguntando por ti. —¿Sí? —Aquello lo sorprendía. Imaginaba que su amigo se habría cogido un día libre con la bonificación de la forense—. ¿Se ha llevado algo? —Sí. Pidió cualquier cosa que fuese para Suministros. Estaba de mejor humor que de costumbre, aunque un poco molesto por haberse quedado fuera de la aventura de anoche. —Así que se ha enterado, ¿eh? —Mission repasó la lista de envíos. Buscaba algo que fuese hacia arriba. La señorita Crowe sabría lo que había que hacer con respecto a Rodny. Tal vez pudiese enterarse de la razón de su castigo, e incluso interceder por él ante el alcalde—. Espera —dijo mientras levantaba la mirada hacia Katelyn—. ¿Qué es eso de que estaba de buen humor? ¿Iba a Suministros, dices? —Se acordó del trabajo que le había ofrecido Wyck. El jefe de Informática le había dicho que no sería el último al que se lo pidiera. Puede que tampoco hubiera sido el primero—. ¿De dónde venía? Katelyn se llevó un dedo a la lengua y comenzó a pasar páginas en el viejo libro de registros. —Creo que su último encargo fue un ordenador averiado que iba para… —Será rata… —Mission dio una palmada sobre el mostrador—. ¿Tienes algo que haya que llevar abajo? ¿A Suministros o a Química? Katelyn consultó el ordenador con un furioso repiqueteo de los dedos, mientras el resto de ella permanecía perfectamente sereno. —Ahora mismo no hay gran cosa —dijo con tono de disculpa—. Tenemos algo que hay que subir de Mecánica a Suministros. Veintitrés kilos. Sin prisas. Porte estándar. —Dirigió la mirada hacia Mission, al otro lado del mostrador, para ver si estaba interesado. —Para mí —respondió éste. Pero no tenía pensado bajar directamente a Mecánica. Si se daba mucha prisa, tal vez consiguiera llegar a Suministros antes que Cam y encargarse del otro trabajo para Wyck. Ésa era la vía de entrada que estaba buscando. No era por el dinero, sino para tener una excusa para volver al piso treinta y cuatro a cobrar, otra oportunidad de ver a Rodny, de averiguar qué clase de ayuda necesitaba su amigo y en qué tipo de problema se había metido. 41 Mission bajó en un tiempo récord. No había mucho tráfico y eso ayudaba, pero no vio ni rastro de Cam de camino abajo, lo que no era buena señal. El muchacho debía de sacarle una considerable ventaja. O eso o Mission había tenido suerte y lo había adelantado mientras, por alguna razón, se había alejado de la escalera, como para hacer una parada para ir al baño. En el rellano de la entrada de Suministros, paró un momento para recobrar el aliento y limpiarse el sudor del cuello. Aún no se había duchado. Puede que después de alcanzar a Cam y ocuparse del trabajo en Mecánica pudiera asearse y descansar como es debido. En la delegación inferior de Envíos tendrían una muda limpia para él y luego podía decidir lo que iba a hacer con Rodny. Tenía muchas cosas en que pensar. Lo que era una suerte, porque así se olvidaba de que era su cumpleaños. En Suministros había unas cuantas personas esperando en el mostrador. Ni rastro de Cam. Si el muchacho había pasado por ahí, debía de haberlo hecho volando y la carga ya estaría de camino abajo. Mission esperó su turno con un nervioso repiqueteo con el pie. Una vez en el mostrador preguntó por Joyce, tal como le había dicho Wyck. El hombre señaló a una mujer oronda de largas trenzas que se encontraba al otro extremo del mostrador. Mission la reconoció. Solía encargarse de organizar los envíos del equipo marcado como especial para Informática. Aguardó a que terminase con su cliente y luego preguntó si había alguna entrega a nombre de Wyck. La mujer lo miró con los ojos entornados. —¿Os habéis hecho un lío en Envíos? —preguntó—. Ese paquete ya ha salido. —Indicó a la siguiente persona de la fila que podía pasar. —¿Puedes decirme adónde iba? —preguntó Mission—. Tengo que relevar al otro porteador. Su… su madre está enferma. No saben si saldrá de esta. Se encogió al decir aquella mentira. La mujer apretó los labios al otro lado del mostrador, con gesto de incredulidad. —Por favor —le suplicó—. Es realmente importante. Ella titubeó. —A un apartamento, seis pisos más abajo. No tengo el número exacto. Estaba en el albarán de entrega. —Seis más abajo. —Mission conocía aquel piso. El ciento dieciséis era una zona donde no había otra cosa que viviendas, con la sola excepción de un puñado de negocios, no del todo legales, funcionando en algunos apartamentos—. Gracias —dijo. Dio una palmada sobre el mostrador y corrió hacia la salida. De todos modos tenía que bajar a Mecánica. Puede que no llegase a tiempo para el envío de Wyck, pero podía preguntarle a Cam si lo dejaba cobrar en su lugar, a cambio de una ficha de vacaciones. O podía decirle sencillamente que un viejo amigo estaba metido en un problema y necesitaba entrar en el departamento de Informática. De otro modo tendría que esperar a que llegase a Envíos un encargo desde allí y tener la suerte de cogerlo. Y no sabía si Rodny podía esperar tanto. Había bajado cuatro pisos y estaba formulando una docena de planes similares en la cabeza cuando se produjo la explosión. La gran escalera se estremeció como si la hubieran zarandeado de un lado a otro. Mission chocó contra la barandilla y estuvo a punto de caer al vacío. Rodeó la temblorosa barra de acero con los brazos y se agarró con todas sus fuerzas. Oyó un chillido y un coro de gimoteos. Mientras él miraba hacia allí, dos pisos más abajo el rellano comenzó a desprenderse de la escalera. El metal se desgarró chirriando hasta quedar suelto y se precipitó hacia las profundidades. Varios cuerpos cayeron tras él. Las figuras se perdieron en la negrura girando en el aire. Mission se obligó a apartar los ojos de la escena. Unos pocos pasos por debajo de él había una mujer a cuatro patas que lo miraba con ojos enfebrecidos y aterrorizados. Hubo un estrépito lejano, allí abajo, a una distancia inconcebible. «No sé», sintió deseos de decir. Había una pregunta en los ojos de aquella mujer, la misma que aporreaba el interior de su cráneo junto con el eco de la explosión. ¿Qué demonios acaba de pasar? ¿Ya está? ¿Ya ha empezado? Pensó en echar a correr hacia arriba, en dirección contraria a la explosión, pero desde más abajo se oían gritos y los porteadores tenían el deber de prestar auxilio a todo el que lo necesitase en la escalera. Ayudó a la mujer a levantarse y le dijo que subiera. La atmósfera comenzaba a llenarse de un olor penetrante y una nube de humo. —Corre —le ordenó antes de salir volando hacia abajo, en sentido contrario a un repentino torrente de tráfico ascendente. Cam estaba allí. En la mente aturdida de Mission, la relación entre el sitio al que había ido su amigo con su paquete y el lugar en el que se había producido la explosión era todavía meramente casual. El rellano estaba inundado de gente. Residentes y tenderos salían en tropel por las puertas y se disputaban un sitio en la barandilla desde el que contemplar la devastación del rellano inferior. Mission se abrió camino entre ellos mientras gritaba el nombre de Cam y buscaba a su amigo en todas direcciones. Una pareja de aspecto desaliñado subió tambaleándose hasta el abarrotado rellano. Tenían la mirada vacía y se aferraban a la barandilla y el uno al otro. Cam no se veía por ninguna parte. Dio cinco vueltas al poste central. Sus pies, normalmente ágiles, parecían empeñados en resbalar sobre los peldaños mientras bajaba. Había sido en el piso al que iba su amigo, ¿no? Seis más abajo. El ciento dieciséis. Seguro que no le había pasado nada. No podía haberle pasado nada. Pero entonces la imagen de la gente que había visto cayendo al vacío apareció por un momento en su cabeza. Era una visión que nunca olvidaría y lo sabía. Cam no podía ser uno de ellos. El muchacho siempre llegaba pronto o tarde a los sitios, nunca a su hora. Dio una última vuelta y entonces se encontró con que donde tendría que haber estado el siguiente rellano no había otra cosa que espacio vacío. Las barandillas de la gran escalera en espiral se habían deformado hacia fuera antes de separarse. Algunos de los peldaños sobresalían del poste central, abombados, y Mission pudo sentir que una fuerza lo atraía hacia el borde, como si el vacío tendiera sus dedos hacia él, reclamándolo. No había nada que le impidiese caer. De pronto, el acero parecía resbaladizo debajo de sus botas. Al otro lado de un cráter de acero desgarrado y retorcido, el umbral del piso ciento dieciséis había desaparecido. En su lugar se extendía una masa de cemento destrozado y erizado de barras de acero negro, como si unas manos tratasen de alcanzar el ahora inexistente rellano. Unas nubes de polvillo blanco descendían flotando desde el techo, más allá de los escombros. Aunque pareciese increíble, llegaban ruidos procedente del otro lado de aquel velo de polvo: toses y gritos. Chillidos de socorro. —¡Porteador! —gritó alguien desde arriba. Mission se acercó con cuidado al borde de los peldaños doblados. Se agarró a la barandilla en el punto donde se había desprendido el rellano. Estaba todavía caliente. Se inclinó hacia adelante y estudió a la multitud que ocupaba el siguiente piso, más de quince metros por encima de él, en busca de la persona que lo había llamado. Cuando lo vieron aparecer e identificaron el pañuelo que llevaba al cuello, alguien lo señaló. —¡Ahí está! —chilló una mujer, una de las mujeres de mirada enloquecida con las que se había cruzado mientras corría hacia abajo, una de las que habían sobrevivido—. ¡Ha sido el porteador! —gritó. 42 Mission se dio la vuelta y echó a correr hacia abajo mientras las escaleras trepidaban y se estremecían bajo el peso de la multitud que descendía en su busca. Trastabilló, con una mano apoyada en el poste interior, mientras buscaba la barandilla. Una parte muy considerable de ella había desaparecido. La escalera se había vuelto inestable a causa la explosión. No sabía por qué lo perseguían. La barandilla tardó una vuelta entera en reaparecer, junto con su sensación de seguridad al correr a tal velocidad. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que Cam había muerto. Su amigo había entregado un paquete y ahora estaba muerto. Junto con muchos otros. Luego, alguien había visto su pañuelo azul y había pensado que era Mission el que había hecho la entrega. Poco le había faltado. El rellano del piso ciento diecisiete también estaba inundado de gente. Caras surcadas de lágrimas, una mujer que temblaba con los brazos alrededor de su propio torso, un hombre que se tapaba la cara, todos mirando desde la barandilla, hacia arriba o hacia abajo. Habían visto caer los restos frente a ellos. Mission continuó bajando. La delegación inferior de Envíos, en el piso ciento veinte, era el único refugio seguro entre Mecánica y el sitio donde se encontraba. Corrió hacia allí mientras un violento alarido, nacido más arriba, se le acercaba a toda velocidad. Dio un respingo y estuvo a punto de caer cuando la persona que había gritado se abalanzó sobre él. Creía que alguien iba a saltarle encima, pero el sonido pasó por delante, más allá de la barandilla. Otra persona. Otra persona que había caído en picado, gritando, viva, hacia las profundidades. Los peldaños sueltos y el espacio vacío que había dejado atrás se habían tragado a uno de sus perseguidores. Apretó el paso y cambió el poste interior por la barandilla exterior al ver que la curva de los peldaños se volvía más amplia y más suave y la velocidad de su descenso lo empujaba contra la barra de acero. Allí podía moverse más deprisa. Trató de no pensar en lo que pasaría si se encontraba con un boquete en el acero. Corrió con el ardor del humo en los ojos, entre el estrépito y el repiqueteo de sus propios pies y los de los que lo seguían, sin darse cuenta al principio de que la neblina que había en el aire no procedía de la zona en ruinas que había dejado atrás. El humo que lo rodeaba ascendía desde más abajo. 43 Silo 1 Los huevos con puré de patatas del desayuno de Donald se habían enfriado hacía tiempo. Raras veces tocaba la comida que le bajaban Turman y Erskine, pues prefería el soso contenido de las latas plateadas y sin etiquetas que había descubierto entre los cajones sellados al vacío del almacén. No era sólo por desconfianza, sino también por el acto de rebeldía, la sensación de poder que extraía del hecho de tomar las riendas de su propia supervivencia. Pinchó una masa gelatinosa de un color entre amarillento y anaranjado (algo que suponía que en su día habría formado parte de un melocotón) y se la metió en la boca. La masticó, pero era totalmente insípida. Decidió fingir que sabía a melocotón. Al otro lado de la mesa, Anna manipulaba los diales de la radio mientras bebía a ruidosos sorbos el contenido de una jarra de café frío. Una telaraña de cables comunicaba su ordenador con una caja de color negro y un suave siseo de estática llenaba la sala. —Es una lástima que no podamos conseguir una radio mejor —se lamentó Donald, taciturno. Pinchó otro trozo de fruta misteriosa y se lo metió en la boca. Mango, se dijo, por variar un poco. —Ahora mismo sería imposible —replicó ella refiriéndose a su esperanza de que las torres del silo Cuarenta y sus vecinos permaneciesen en silencio. Había procurado explicarle lo que estaba haciendo para aislar a los supervivientes (en el improbable caso de que quedase alguno), pero casi nada de todo aquello tenía sentido para Donald. Supuestamente, un año antes, el silo Cuarenta había logrado piratear el sistema. Se daba por sentado que había sido un jefe de Informática. Nadie más podía tener los conocimientos y el nivel de acceso necesarios para realizar semejante proeza. Para cuando dejaron de emitir las cámaras, todos los mecanismos de seguridad habían sido anulados. Habían intentado destruir el silo, pero no tenían forma de verificar si lo habían conseguido. Su fracaso se hizo evidente cuando la oscuridad se propagó a otros silos. Luego despertaron a Turman, Erskine y Victor, uno detrás de otro, conforme al protocolo. Las medidas de seguridad que adoptaron a continuación resultaron ineficaces y Erskine empezó a temer que el pirateo hubiera progresado hasta el nivel de los nanos, que las máquinas de la atmósfera estuvieran siendo reprogramadas, que el programa entero estuviese en peligro. Después de innumerables discusiones, Turman logró convencer a los otros dos de que Anna podía ayudarlos. Se había doctorado en el MIT con una tesis sobre armónicos inalámbricos; tecnología de carga por control remoto; la capacidad de asumir el control de un dispositivo por radio. Después de mucho trabajo, finalmente logró activar el mecanismo de autodestrucción de los silos afectados. Donald aún tenía pesadillas al pensarlo. Mientras ella le describía el proceso, había estudiado el plano de un silo estándar en la pared. Se imaginó las explosiones que liberaban las capas de pesado hormigón entre piso y piso y las enviaban como fichas de dominó hacia el fondo, provocando la aniquilación de todo cuanto había entre los dos puntos. Habían soltado bloques de cemento de diez metros de grosor para convertir en escombros sociedades enteras. Aquellos edificios se habían diseñado desde el principio de manera que se pudieran demoler, como los convencionales… y por control remoto. El hecho de que alguna vez se considerase que una medida de seguridad como aquella podía ser necesaria se le antojaba a Donald tan enfermizo como cruel era la solución. Ahora, lo único que quedaba de los silos era el siseo y el chisporroteo de sus radios muertas, un coro de fantasmas. Ni siquiera habían informado a los jefes de los demás silos sobre el desastre. En sus planos no habría grandes X rojas que pudieran atormentarlos. De hecho, los jefes no tenían contacto directo entre sí. El mayor temor era que se propagase el pánico. Pero Victor sí sabía lo que había ocurrido. Y Donald sospechaba que era el enorme peso de aquella carga, y no cualquiera de las teorías que le había ofrecido Turman, lo que lo había llevado a quitarse la vida. Turman sentía tal admiración por la supuesta brillantez intelectual de Victor que buscaba un sentido subyacente a su suicidio, una causa conspirativa. Donald estaba empezando a aceptar la triste idea de que la humanidad había sido arrastrada al borde de la extinción por un grupo de locos con poder, que se habían dejado arrastrar unos por otros, creyendo que los demás sí sabían lo que estaban haciendo. Tomó un trago de zumo de tomate de una lata agujereada y alargó la mano hacia dos de los papeles que había entre las carpetas de notas e informes que rodeaban su teclado. En teoría, el destino del silo Dieciocho dependía de algo que había en aquellas dos páginas. Eran copias del mismo informe. Una de ellas era una impresión virgen del que él había escrito años atrás en relación con la caída del silo Doce. Donald apenas recordaba haberlo hecho. Y ahora se había pasado tanto tiempo examinándolo que lo había despojado de todo el sentido, como una palabra que, a fuerza de repetirla, acaba convirtiéndose en mero ruido. El otro documento contenía las notas que Victor había garabateado sobre el informe. Había utilizado un bolígrafo rojo para hacerlo, y alguien copió posteriormente todos los elementos de color para que las dos versiones fuesen más legibles. Pero al hacerlo, habían transferido también una fina capa de salpicaduras rojas y unas pocas manchas de su sangre. Ahora, estas marcas constituían grotescos recuerdos del hecho de que el informe había estado sobre la mesa de Victor en los últimos instantes de su vida. Después de tres días de estudio, Donald empezaba a sospechar que el informe no era otra cosa que un trozo de papel que el muerto había reutilizado. ¿Por qué otra razón iba a escribir sobre él? Pero Victor le había dicho varias veces a Turman que la clave para aplacar la violencia en el silo Dieciocho estaba allí, en el informe de Donald. Les pidió que sacaran a Donald del sueño profundo, pero no consiguió que Erskine ni Turman se pusieran de su parte. Así que eso y no otra cosa era Donald: la interpretación de un mentiroso sobre lo que había dicho un muerto. Mentirosos y muertos: dos grupos mal preparados para encontrar la verdad. El trozo de papel con la tinta roja y las manchas de sangre de color óxido no ofrecía demasiada ayuda. Pero había algunas líneas en él que sí parecían tener algún sentido. Al leerlas, Donald pensó en la capacidad de los horóscopos de atinar con afirmaciones vagas e indirectas que otorgaban credibilidad al resto de sus estocadas en falso. Las palabras «el que recuerda» estaban escritas con letras grandes y de trazo firme en el centro del informe. Donald no podía sino pensar que se referían a él y a su resistencia a la medicación. ¿Acaso no había dicho Anna que Victor hablaba de él con frecuencia, que quería despertarlo para someterlo a pruebas o interrogatorios? Otras de sus afirmaciones eran vagas y fatalistas en igual medida. «He aquí la razón», había escrito Victor. Y también: «Un fin para todos ellos». ¿Se refería a la razón de su suicidio o a la de la violencia del silo Dieciocho? ¿Y quiénes eran esos «ellos» a cuyo fin se refería? En muchos aspectos, el ciclo de violencia del silo Dieciocho no se diferenciaba de lo que estaba pasando en los demás. Aunque parecía más grave, se caracterizaba por los mismos vaivenes de sus ocupantes, la misma mecánica de generaciones que se revolvían contra las que las han precedido, un ciclo de agitación sangrienta que se repetía cada quince o veinte años. Victor había escrito mucho sobre el tema. Había dejado informes sobre toda clase de asuntos, desde el comportamiento de los primates a las guerras de los siglos XX y XXI. Había uno de ellos que Donald encontraba especialmente perturbador. Describía cómo los primates, al convertirse en adultos, intentaban derrocar a sus padres, los machos alfa. Hablaba de chimpancés que cometían infanticidios, de machos que arrebataban a las madres sus pequeños y se los llevaban a los árboles, donde les arrancaban brazos y piernas, miembro a miembro. Victor afirmaba que lo hacían para que las hembras volviesen a estar en celo. Hacían espacio para la siguiente generación. A Donald le costaba dar crédito a estas cosas. Pero le costó aún más comprender un informe sobre el lóbulo frontal y el tiempo que tarda en desarrollarse en los seres humanos. Puede que fuese importante para desentrañar algún misterio. O puede que fuesen sólo los desvaríos de un hombre que estaba perdiendo la cabeza… o de un hombre que había recuperado la conciencia y empezaba a comprender lo que le había hecho al mundo. Estudió su viejo informe y rebuscó entre las notas de Victor en busca de respuestas. Estaba ya adaptado a una rutina que Anna había perfeccionado hacía tiempo. Dormían, comían y trabajaban. De noche vaciaban botellas de whisky, un ardiente trago tras otro, y las dejaban en pie entre los diagramas de los silos, como chimeneas de antiguas fábricas. Por las mañanas se turnaban para utilizar la ducha. Anna, descarada en su desnudez; Donald, incómodo por ella. Su presencia era un elemento embriagador procedente del pasado y Donald comenzó a confeccionar una nueva realidad en su mente: Anna y él estaban trabajando otra vez en un proyecto secreto; Helen volvía a estar en Savannah; Mick no acudía a las reuniones; Donald no podía llamarlos a ninguno de los dos porque su teléfono no funcionaba. Siempre era el teléfono. Si su mujer hubiera recibido un solo mensaje el día de la convención, puede que ahora estuviese en el sueño profundo, dormida en su cápsula. Podría visitarla, como Erskine visitaba a su hija. Volverían a estar juntos cuando los turnos terminasen. En otra versión del mismo sueño, Donald se imaginaba capaz de coronar aquella colina y llegar al lado de Tennessee. Las bombas explotaban en el aire; la gente se ocultaba aterrorizada en sus agujeros; una joven cantaba con voz cristalina. En esta fantasía, Helen y él se hundían en el mismo silo. Tenían hijos y nietos y terminaban enterrados juntos. Sueños como éstos lo atormentaban cuando permitía que Anna lo tocase, que se tendiese a su lado una hora antes de dormir, sin oír otra cosa que el sonido de su respiración, con la cabeza de ella sobre su pecho y el olor del alcohol en el aliento de ambos. Se quedaba allí sentado y lo toleraba, sufría lo agradable que le resultaba la mano de ella apoyada en su cuello, y sólo se quedaba dormido cuando Anna, incómoda por la estrechez del camastro, se trasladaba por fin al suyo. Por la mañana, Anna cantaba en la ducha y Donald regresaba a sus estudios mientras el vapor inundaba la sala. Se introducía en el ordenador de ella, donde podía hurgar en los archivos que contenían los directorios personales de Victor. Podía ver cuándo los habían creado, cuándo habían accedido a ellos y con cuánta frecuencia. Uno de los últimos y más recientemente abiertos era una lista con todos los silos, en un orden aparentemente fortuito. El Dieciocho estaba muy arriba, pero no estaba claro si esto indicaba un alto grado de conflictividad o valor. ¿Y para que ordenarlos, además? ¿Con qué fin? También utilizaba el ordenador de Anna para buscar a su hermana Charlotte. No figuraba en la lista de cápsulas que tenían abajo, ni asociada a ningún nombre o fotografía que él hubiera podido encontrar. Pero había estado presente en la orientación. Recordaba haber visto cómo se la llevaban a dormir junto con las demás mujeres. Sólo que ahora parecía haberse esfumado. ¿Dónde? Demasiadas preguntas. Se quedó mirando los dos informes, entre el ruido vacío y espantoso de la estática que se filtraba desde la radio, sintiendo sobre sí el peso de toda la tierra que se acumulaba encima de su cabeza, y comenzó a preguntarse si podía suceder que, si se concentraba demasiado en las notas de Victor, acabase llegando a la misma conclusión que él. 44 Cuando no podía seguir estudiando las notas, Donald salía a dar un paseo entre las armas y los drones del almacén, una práctica que había terminado por convertirse en costumbre. Era la manera de escapar del siseo de la radio y la estrechez de su improvisado hogar, y era durante estos momentos cuando más cerca estaba de liberar la mente de sus sueños, de la botella de whisky de la pasada noche y de la mezcla de sentimientos que empezaba a albergar hacia Anna. Más que cualquier otra cosa, lo que intentaba durante estos paseos era encontrarle sentido a su nuevo mundo. Se hacía preguntas sobre lo que habían planeado Turman y Victor para los silos. Quinientos años bajo tierra, ¿y luego qué? Deseaba saberlo desesperadamente. Y era entonces cuando se sentía realmente vivo: cuando estaba haciendo algo, cuando estaba hurgando en busca de respuestas. Era la misma y fugaz sensación de poder que experimentó cuando decidió dejar de tomarse las pastillas, al ver sus dedos manchados de azul y rozar con la lengua las llagas que se le habían formado en las encías. Durante estos vagabundeos sin destino concreto, buscaba entre los numerosos cajones de plástico que cubrían los suelos y paredes de la enorme sala. Encontró el que había contenido el arma que, imaginaba, había robado Victor. El sello estanco estaba roto y el resto de las armas que contenía apestaban a grasa. Descubrió que algunos cajones contenían uniformes doblados y trajes como los de los astronautas, sellados al vacío dentro de contenedores de plástico grueso. Otros, grandes cascos esféricos con cuello de metal. Había linternas con cristales rojos, provisiones y equipos médicos, mochilas, cajas de munición y un sinfín de dispositivos y cachivaches cuyo propósito sólo podía imaginar. En uno de los cajones encontró un mapa laminado, un plano de los cincuenta silos. De cada silo irradiaba una línea roja y todas ellas se encontraban en un punto situado en la lejanía. Donald las había reseguido con el dedo mientras sostenía el plano en alto para aprovechar la luz que llegaba desde la lejana oficina. Trató de desentrañarlo y luego había vuelto a dejarlo en su sitio, única pista de un misterio que no era capaz de definir siquiera. Esta vez interrumpió el paseo para hacer unos cuantos ejercicios en los amplios espacios que separaban los dormidos drones. Sólo dos días antes le había costado un gran esfuerzo llevarlo a cabo, pero parecía que el frío estaba abandonando ya sus venas. Y cuanto más se esforzaba, más despierto y alerta se sentía. Logró dar setenta y cinco saltos, cinco más que el día antes. Tras recobrar el aliento, se inclinó para comprobar cuántas flexiones soportaban sus atrofiados músculos. Y fue entonces, el tercer día, con el rostro a dos centímetros escasos del suelo de acero, cuando descubrió el ascensor de lanzamiento, la puerta de un garaje que apenas le llegaba a la altura de la cintura pero era lo bastante grande como para albergar cualquiera de los drones que acechaban bajo las lonas con las alas extendidas. Se levantó y se acercó a la puerta. El almacén entero estaba en penumbra y la pared parecía casi totalmente negra. Estaba pensando en ir a buscar una de las linternas cuando vio un picaporte rojo. Tiró de él y la puerta de metal corrugado se levantó y desapareció en el interior de la pared. Donald se introdujo a rastras en la cavidad que había al otro lado, que se extendía casi cuatro metros en dirección contraria. Palpó las paredes en busca de botones o palancas, pero no pudo encontrar ninguno, ningún sistema de control para el ascensor. Lleno de curiosidad, salió arrastrándose para coger una linterna. Al volverse vio otra puerta en la pared sumida en la sombra. Giró el picaporte y descubrió que estaba abierta y daba a un pasillo en penumbra. Buscó a ciegas un interruptor de la luz y las bombillas del techo parpadearon de manera titubeante. Entró arrastrándose y la puerta se cerró tras él. El pasillo se extendía cincuenta pasos hasta una puerta, jalonado por otras a ambos lados. Más despachos, supuso, similares al que Anna había utilizado para montar su pequeño hogar al final del almacén. Al abrir la primera de las puertas lo asaltó el olor de la naftalina. Dentro sólo había varias filas de literas, unas pisadas recientes sobre una capa de polvo y un espacio vacío que en su momento había estado ocupado por dos pequeñas camas. La ausencia de seres humanos era palpable. Asomó la cabeza en la del otro lado del pasillo y encontró cuartos de baño y unas duchas. Las dos puertas siguientes eran idénticas, sólo que en los baños había también una hilera de urinarios. Puede que en otros tiempos hubieran vivido allí los encargados de vigilar las armas y municiones, pero Donald no recordaba que nadie hubiera bajado a aquel piso durante el primer turno. No, aquellos aposentos estaban allí a la espera de otro momento, como las máquinas que había bajo las lonas. Dejó los cuartos de baño a los fantasmas e investigó la puerta que había al final del pasillo. En su interior encontró unas mesas y sillas cubiertas por grandes lienzos de plástico, con una fina capa de polvo encima. Se acercó a una de las mesas y vio que debajo del plástico había un monitor de ordenador. Las sillas estaban acopladas a las mesas y sobre éstas había unos botones y palancas que le resultaban familiares. Se arrodilló para buscar el extremo del plástico y lo levantó ruidosamente. Los controles de vuelo lo devolvieron a otro momento. Ahí estaba la palanca que su hermana llamaba timón, los pedales bajo el asiento a los que daba otro nombre, el acelerador y todos los diales e instrumentos. Donald recordaba el recorrido que había hecho por las instalaciones de entrenamiento cuando ella se graduó en la escuela de vuelo. Habían volado hasta Colorado para la ceremonia de graduación. Recordaba haber visto una pantalla como aquélla cuando el dron de su hermana remontó el vuelo y se unió a otros en formación. Recordaba haber contemplado Colorado desde el morro de aquella grácil máquina en vuelo. Pasó la mirada por los diez o doce puestos de control que contenía la sala. La evidente razón de su existencia lo asaltó de repente. Se imaginó voces en el pasillo, hombres y mujeres que se duchaban y charlaban, que se daban golpes en las nalgas con las toallas, alguien que pedía prestada una navaja de afeitar, un turno de pilotos que se sentaba en aquellos puestos donde una taza de humeante café podía descansar en perfecta quietud mientras se ordenaba una lluvia de muerte. Volvió a cubrirlo todo con el plástico. Pensó en su hermana, dormida y oculta varios pisos más abajo, fuera de su alcance, y se preguntó si realmente la habrían llevado hasta allí como una sorpresa para él. Puede que en realidad hubiera sido una sorpresa para otros, una sorpresa futura. Y de pronto, al pensar en ella, al pensar en un tiempo perdido entre sueños y lágrimas solitarias, Donald se sorprendió a sí mismo palpándose los bolsillos en busca de algo. Pastillas. Una vieja receta con el nombre de su hermana. Helen lo había obligado a visitar a un médico, ¿no? Y entonces, repentinamente, comprendió por qué no podía olvidar, por qué los fármacos no le hacían efecto. La comprensión llegó acompañada por un intenso deseo de encontrar a su hermana. Charlotte era la razón. Ella era la respuesta a uno de los misterios de Turman. 45 —Primero quiero verla —exigió Donald—. Déjenme verla y entonces se lo diré. Esperó a que Turman o el doctor Sneed respondieran. Se encontraban en el despacho de Sneed, en el ala de las cámaras criogénicas. Donald había negociado mientras bajaba en el ascensor con Turman y ahora seguía haciéndolo. Sospechaba que la razón de que no pudiese olvidar era la medicación de su hermana. Intercambiaría este secreto por otro. Quería saber dónde estaba, quería verla. Los otros dos hombres intercambiaron una comunicación táctica. Turman se volvió hacia Donald con una advertencia. —No la despertaremos —le advirtió—. Ni siquiera para esto. Donald asintió. Era consciente de que sólo a quienes hacían las leyes se les permitía quebrantarlas. El doctor Sneed se volvió hacia el ordenador que tenía sobre la mesa. —La buscaré. —No es necesario —dijo Turman—. Yo sé dónde está. Los condujo fuera del despacho y por el pasillo, más allá de las salas principales donde Donald había despertado creyéndose Troy muchos años atrás, más allá de la sala de congelación profunda donde había pasado un siglo dormido, hasta llegar a otra puerta idéntica a todas las demás. Introdujo un código diferente; Donald lo supo por la discordante melodía de cuatro notas emitida por el panel. Sobre los botones, en pequeñas letras estarcidas, se leían las palabras «Personal de emergencia». Las cerraduras chirriaron y crujieron como viejos huesos y la puerta se abrió poco a poco. Una nube de vapor, provocada por la diferencia de temperatura entre el aire cálido del exterior y el frío mortuorio de la cámara, los acompañó al interior. No había ni doce filas de cápsulas, no más de cincuenta o sesenta unidades en total, poco más de un turno completo. Donald se asomó a uno de aquellos sarcófagos, con el cristal cubierto por una telaraña de hielo azul y blanco, y vio que contenía un semblante fuerte y cincelado. Un soldado congelado, o al menos eso fue lo que le mostró su imaginación. Turman los condujo entre columnas y cápsulas hasta una de estas últimas. Apoyó las manos sobre su superficie con algo que parecía afecto. Sus exhalaciones formaban nubes de vaho en el aire. Así, su cabello cano y su severa barba parecían cubiertos por una película de escarcha. —Charlotte —susurró Donald mientras contemplaba a su hermana. No había cambiado, no había envejecido un solo día. Hasta la tonalidad azulada de su piel parecía normal, algo que cabía esperar. Estaba empezando a acostumbrarse a ver a la gente así. Frotó la ventanilla para quitar la telaraña de hielo y al hacerlo descubrió con asombro lo finas que parecían sus propias manos y la aparente fragilidad de sus articulaciones. Se había atrofiado. Se había hecho viejo mientras ella permanecía intacta. —En una ocasión la guardé así —dijo sin apartar la mirada de ella—. La guardé así en mi memoria cuando se fue a la guerra. Nuestros padres hicieron lo mismo. La pequeña Charla… Apartó los ojos de ella y estudió a los otros dos hombres al otro lado de la cápsula. Sneed hizo ademán de decir algo, pero Turman le puso una mano en el brazo. Donald le dio la espalda a su hermana. —Pero claro, creció más de lo que ninguno de nosotros pensaba. Allí se dedicaba a matar gente. Hablamos de ello años más tarde, después de que me eligiesen, cuando decidió que ya era lo bastante mayor. —Se echó a reír y negó con la cabeza—. Mi hermana pequeña, esperando a que creciese… Una lágrima cayó sobre el helado panel de cristal. La sal se abrió paso a través del hielo y dejó un nítido reguero tras de sí. Donald lo limpió con la mano, pero al oír el chirrido que emitía tuvo miedo de perturbar el sueño de su hermana. —La despertaban en mitad de la noche —dijo—. En cualquier momento en que el objetivo fuese… ¿Cómo lo llamaba? Procesable. Iban y la despertaban. Me dijo que lo más raro era pasar de pronto de estar soñando a matar. No tenía sentido. Luego, cuando volvía a la cama, veía las imágenes del monitor en su cabeza… esa última imagen de un misil guiado al aproximarse a su objetivo… Aspiró hondo y levantó la mirada hacia Turman. —Yo creía que era una suerte que no pudieran hacerle daño, ¿sabe? Estaba a salvo en otra parte, lejos, no allí arriba, en el cielo. Pero a ella no le gustaba. Les dijo a los médicos que no le parecía bien estar a salvo mientras hacía lo que hacía. La gente del frente tenía el miedo como excusa. El instinto de conservación. Una razón para matar. Charlotte estaba acostumbrada a matar gente antes de irse a la cafetería a tomar un pedazo de tarta. Eso fue lo que le contó al médico. Se iba a comer algún dulce y no le sabía a nada. —¿Qué médico era ése? —preguntó Sneed. —El mío —dijo Donald. Se limpió la mejilla, pero no se avergonzaba de sus lágrimas. Estar al lado de su hermana le hacía sentir valiente y audaz, menos solo. Capaz de hacer frente al pasado y al futuro, a ambos—. A Helen le preocupaba mi reelección. Charlotte tenía recetas, le habían diagnosticado desorden postraumático al volver de la guerra la primera vez, así que seguimos rellenándolas a su nombre. Incluso las cargábamos a su seguro. Sneed agitó una mano en el aire para pedir más datos. —¿Qué receta? —Propra —dijo Turman—. Tomaba propra, ¿no? Y a ti te preocupaba que la prensa descubriese que habías estado medicándote. Donald asintió. —A Helen le preocupaba. Temía que la gente se enterase de que estaba tomando algo para… controlar pensamientos extraños. Las pastillas me ayudaban a olvidarlos, me mantenían sereno. Así podía estudiar la Orden sin ver más que las palabras que contenía y no sus implicaciones. No sentía miedo. —Volvió la mirada hacia su hermana. Al fin comprendía por qué se había negado a tomar la medicación. Quería el miedo. De algún modo lo necesitaba, porque la hacía sentir más humana. —Recuerdo que me hablaste de que tomaba medicación —dijo Turman —. Estábamos en aquella librería… —¿Recuerda la dosis? —preguntó Sneed—. ¿Durante cuánto tiempo la tomó? —Comencé a hacerlo cuando me dieron la Orden para leerla. —Estudió a Turman en busca de cualquier indicio en su expresión, pero no encontró ninguno—. Creo que fue dos o tres años antes de la convención. La tomé prácticamente todos los días hasta entonces. —Se volvió hacia Sneed—. Me habrían quedado algunas pastillas durante la orientación si no las hubiera perdido en la colina aquel día. Creo que me caí. Recuerdo haberme caído… Sneed se volvió hacia Turman. —No hay forma de saber qué complicaciones podrían presentarse. Victor se cuidó mucho de permitir que el personal administrativo tuviese acceso a psicotrópicos. Se le hicieron pruebas a todo el mundo. —A mí no —afirmó Donald. Sneed se volvió hacia él. —A todos. —A él no. —Turman estudió la superficie de la cápsula—. Hubo un cambio de planes en el último momento. Un intercambio. Yo respondí por él. Y si había estado comprando los fármacos a nombre de su hermana, no aparecería nada en su historial médico. —Hay que contárselo a Erskine —apuntó Sneed—. Podría trabajar con él. Tal vez podamos encontrar una nueva fórmula. Esto podría explicar los casos de inmunidad que se han dado en algunos silos. —Dio la espalda a la cápsula, como si tuviese que regresar a su despacho. Turman miró a Donald. —¿Necesitas estar más tiempo aquí abajo? Donald estudió a su hermana un momento. Quería despertarla, hablar con ella. Tal vez pudiese bajar alguna otra vez, sólo de visita. —Me gustaría poder volver alguna vez —dijo. —Ya veremos. Turman rodeó la cápsula, le puso una mano en el hombro y le dio un leve apretón en señal de simpatía. Se lo llevó hacia la puerta y Donald no miró atrás, no buscó el nuevo nombre de su hermana en la pantalla. No le importaba. Sabía quién era y para él siempre sería Charlotte. Eso nunca cambiaría. —Has hecho bien —dijo Turman—. Esto es bueno. —Salieron al pasillo y cerró la puerta—. Puede que hayas dado con la razón por la que Victor estaba tan obsesionado con ese informe tuyo. —¿Ah, sí? —Donald no veía la relación. —No estaba interesado en lo que escribiste —afirmó Turman—. Yo creo que le interesabas tú. 46 Subieron hasta la cafetería en lugar de dejar a Donald en el piso cuarenta y cuatro. Ya casi era hora de cenar y así podría ayudar a Turman con las bandejas. Mientras las luces de los botones con los números de los pisos se encendían y apagaban para marcar su avance a lo largo del hueco, Donald no podía dejar de pensar en la hipótesis de Turman con respecto a Victor. ¿Y si lo único que le interesaba era su resistencia a la medicación? ¿Y si el informe no contenía nada? Al pasar por delante del piso cuarenta, al ver cómo se encendía y se apagaba el parpadeante piloto rojo que le correspondía, Donald pensó en el silo que había hecho exactamente lo mismo. —¿Qué significa esto para el Dieciocho? —preguntó, mientras veía parpadear el número del piso siguiente. Turman tenía la mirada clavada en las puertas de acero inoxidable, donde la huella de una mano indicaba el punto exacto en el que se había apoyado alguien para recobrar el equilibrio. —Vic quería intentar un nuevo reinicio en el silo Dieciocho. Yo no le encontraba mucho sentido, pero puede que tuviese razón. Puede que les demos otra oportunidad. —¿Qué implica un reinicio? —Ya sabes lo que implica. —Turman se volvió hacia él—. Es lo mismo que hicimos con el mundo, sólo que a pequeña escala. Reducir la población, borrar los ordenadores y los recuerdos de la gente y volver a intentarlo. Lo hemos hecho varias veces con ese silo. Implica algunos riesgos. No se puede realizar una operación tan complicada sin provocar algunos traumas. Llegados a un punto determinado, es más sencillo y más seguro tirar de la cadena, sin más. —Acabar con ellos —dijo Donald, y comprendió a qué se había opuesto Victor, qué era lo que había tratado de evitar. Le habría gustado poder hablar con el anciano. Anna le dijo varias veces que Victor hablaba de él con frecuencia. Y Erskine, que habría querido que gente como Donald estuviese al mando de las cosas. El ascensor abrió las puertas en el último piso. Nada más salir, Donald se sintió extraño entre las personas de aquel turno, como si estuviera presente en la vida cotidiana del silo Uno y al mismo tiempo fuese ajeno a ella. Se fijó en que nadie miraba a Turman con especial respeto. No era el jefe del turno y nadie lo trataba como tal. Sólo eran dos hombres, uno de blanco y otro de beige, que iban a por la comida mientras contemplaban el paisaje en ruinas en las pantallas de la pared. Donald cogió una bandeja y, una vez más, se fijó en que la mayoría de la gente se sentaba de cara a la pantalla. Sólo una o dos personas comían de espaldas. Mientras seguía a Turman hasta el ascensor pensó que le habría gustado poder hablar con esos pocos, preguntarles lo que recordaban, a qué le tenían miedo, y decirles que no tenía nada de malo estar asustado. —¿Por qué tienen pantallas los demás silos? —preguntó a Turman en voz baja. Las partes de la instalación en cuyo diseño no había participado no tenían demasiado sentido para él—. ¿Para qué mostrarles lo que hemos hecho? —Para que no quieran salir —respondió Turman. Sujetó la bandeja en equilibrio sobre una mano mientras pulsaba el botón del ascensor—. No les mostramos lo que hemos hecho. Les mostramos lo que hay fuera. Esas pantallas y unos cuantos tabúes son lo único que contiene a esa gente. Los humanos tienen una enfermedad, Donny, una compulsión que los obliga a seguir avanzando hasta que tropiezan con algo. Y luego perforan el obstáculo para seguir adelante, o navegan hasta el otro lado del océano, o atraviesan las montañas, a pesar de las dificultades… El ascensor llegó y se abrieron las puertas. Un hombre vestido con el mono rojo del reactor se disculpó y salió entre los dos. Después de subir, Turman sacó su placa. —El miedo —dijo—. Sólo el miedo a la muerte consigue contrarrestar esa compulsión, y únicamente a duras penas. Si no les enseñásemos lo que hay fuera, irían a averiguarlo por sí mismos. Es lo que siempre hemos hecho como especie. Donald lo pensó. Reflexionó sobre sus propios deseos de escapar del confinamiento de aquella mole de hormigón, aunque significase la muerte en el exterior. Era preferible a la lenta asfixia que sufrían allí dentro. —Yo preferiría un reinicio a la eliminación de un silo entero —declaró mientras los números pasaban volando frente a sus ojos. No mencionó que había estado leyendo sobre las personas que vivían allí. El reinicio significaría un océano de dolor y de congoja, pero al menos la vida podría continuar. La alternativa era la muerte de todos. —Yo mismo siento cada vez menos ganas de destruir el lugar —admitió Turman—. Cuando Vic aún estaba vivo, siempre pensé que actuar así con un silo era perder el tiempo y siempre me mostré en contra. Pero ahora que ha muerto, siento el impulso de defender la causa de esa gente. Es como si tuviese que honrar su último deseo. Y es un sentimiento peligroso. El ascensor se detuvo en el piso veinte y recogió a dos trabajadores, quienes interrumpieron la conversación que estaban manteniendo y luego permanecieron en silencio hasta el final de su trayecto. Donald pensó en lo que sería someterse al proceso de limpiar un silo para que luego se repitiese la violencia. Es lo que había pasado en las grandes guerras del pasado. Recordaba las dos guerras de Irán y el olvido de una generación, que había permitido que sus hijos marchasen a librar unas batallas en las que ya habían luchado sus padres. Los dos trabajadores se bajaron en la zona recreativa y reanudaron su conversación en cuanto se cerraron las puertas. Donald recordó lo mucho que disfrutaba esforzándose en la sala de pesas. Ahora se consumía sin apenas apetito, sin nada contra lo que aplicar sus fuerzas, sin resistencia alguna que vencer. —A veces me pregunto si por eso hizo lo que hizo —dijo Turman. El ascensor reanudó su descenso hacia el cuarenta y cuatro—. Vic lo calculaba todo. Nunca daba puntada sin hilo. Puede que su manera de ganar la discusión fuese asegurarse de que decía la última palabra. —Miró a Donald de soslayo—. Demonios, es lo que me convenció finalmente para despertarte. Donald no mencionó lo absurdo que sonaba aquello. Suponía que, simplemente, Turman necesitaba encontrar alguna explicación para lo impensable. Claro que también existía otra posibilidad, otra forma de que la muerte de Victor hubiera supuesto el fin de la discusión. No por primera vez, se preguntó si habría sido realmente un suicidio. Pero no creía que estos pensamientos pudieran acarrearle otra cosa que problemas. Bajaron en el piso cuarenta y cuatro y llevaron sus bandejas entre los pasillos de la munición. Al pasar junto a los drones, Donald se acordó de su hermana, dormida como ellos. Se alegraba de haber averiguado dónde estaba, de saber que estaba a salvo. Era un pequeño consuelo. Comieron en la mesa de la sala de guerra. Donald removía la comida por el plato mientras Turman y Anna conversaban. Los dos informes descansaban frente a él. «No eran más que dos pedazos de papel sin valor», pensó. No contenían ningún misterio. Había estado buscando la cosa equivocada, asumiendo que había alguna pista en las palabras, pero lo único que Victor había querido señalar era la existencia de Donald. Había permanecido sentado al otro lado del pasillo y desde allí había presenciado su reacción frente a lo que quiera que hubiese en las pastillas o en el agua. Y ahora, cuando Donald miraba sus notas, lo único que veía era un trozo de papel con un montón de dolor garabateado encima, entre manchas de sangre. «Ignora la sangre», se dijo. La sangre no era una pista. Había aparecido después. Había varias manchas sobre un amplio espacio vacío que había quedado entre las notas. Donald había estado estudiando algo absurdo. Había estado buscando algo que no estaba ahí. En realidad, lo mismo podría haber estado perdiendo el tiempo contemplando el espacio. Espacio. Donald dejó el tenedor y cogió el otro informe. Hasta entonces había ignorado las manchas de sangre más grandes, dando por sentado que había espacios en los que no había nada escrito. Pero precisamente tendría que haberse fijado en eso. No en lo que había sino en lo que no había. Revisó el otro informe —la ubicación exacta del espacio vacío correspondiente— para ver qué había escrito en él. Cuando lo encontró, sintió que su emoción se desvanecía. Era el párrafo más irrelevante, el que hablaba sobre la joven sombra cuya bisabuela se acordaba del pasado. No era nada. Salvo que… Donald enderezó la espalda. Cogió los dos informes y colocó uno encima del otro. Anna estaba hablándole a Turman de los progresos que estaba haciendo con la interferencia de las torres de radio y le aseguraba que terminaría dentro de poco. Turman respondió que en los próximos días podían dar por concluido aquel turno y volver al calendario normal. Donald colocó los dos informes superpuestos bajo la luz. Turman lo observó con curiosidad. —Escribió alrededor de algo —murmuró Donald—. No encima de algo. —Se volvió hacia Turman y sonrió—. Se equivocaba usted. —Los dos papeles le temblaban en la mano—. Sí que hay algo aquí. No era yo lo que le interesaba. Anna dejó los cubiertos y se inclinó hacia allí para ver más de cerca. —Si hubiera tenido el original, me habría dado cuenta inmediatamente. —Donald señaló el espacio en las notas y luego apartó la página de arriba y tocó con el dedo el párrafo sin sentido, el que no tenía nada que ver con el silo Doce—. Por eso no consiguen nada al reiniciarlo —afirmó. Anna cogió la hoja de abajo y leyó lo que decía sobre la sombra a la que había entrevistado Donald, ésa cuya bisabuela recordaba el pasado, la que le había preguntado si aquellas historias eran ciertas—. Hay alguien en el silo Dieciocho que recuerda —continuó Donald con seguridad—. Puede que un grupo de personas, que transmiten el conocimiento en secreto de generación en generación. O que son inmunes, como yo. Que recuerdan. Turman tomó un trago de agua. Dejó el vaso sobre la mesa y paseó la mirada de su hija a Donald. —Razón de más para tirar de la cadena —concluyó. —No —lo rebatió Donald—. No. Victor no pensaba así. —Dio unos golpecitos con el dedo sobre las notas—. Quería encontrar a la persona que recuerda, pero no se refería a mí. —Se volvió hacia Anna—. No creo que me quisiera para nada. Anna miró a su padre un momento, con expresión de perplejidad. Luego se volvió hacia Donald. —¿Qué es lo que sugieres? Donald se levantó y comenzó a caminar detrás de las sillas, por encima de los cables que serpenteaban sobre los azulejos. —Hay que llamar al Dieciocho y preguntar a su jefe si hay alguien que encaje con este perfil, una persona o un grupo que se dediquen a sembrar la discordia o, al menos, a hablar del mundo que hemos… —Se contuvo antes de decir «destruido». —Vale —dijo Anna mientras asentía—. De acuerdo. Digamos que lo saben. Digamos que conseguimos encontrar a esas personas que son como tú. ¿Qué hacemos entonces? Donald se detuvo. En eso no había pensado. Se dio cuenta de que Turman lo estudiaba con los labios fruncidos. —Una vez que los encontremos… —empezó. Y lo comprendió. Supo lo que habría que hacer para salvar a los habitantes de aquel silo lejano, aquellos soldadores, tenderos y granjeros, con sus jóvenes sombras. Recordó que había sido él el que, en un turno anterior, había tenido que apretar el botón, el que había tomado la decisión de matar a unos para salvar a otros. Y se dio cuenta de que volvería a hacerlo. 47 Silo 18 A Mission le picaba la garganta y le lloraban los ojos. El humo se hacía más denso y el hedor más fuerte a medida que se aproximaba al piso ciento veinte y a la delegación inferior de Envíos. Sus perseguidores parecían haber perdido entusiasmo, puede que en los agujeros de los peldaños que ya se habían cobrado una vida. Cam había muerto, de eso estaba seguro. ¿Cuántos más habían sufrido el mismo destino? Una punzada de culpabilidad acompañó al enfermizo pensamiento de que habría que llevar los cadáveres hasta las granjas en sus bolsas de plástico. Un porteador tendría que encargarse de ello y sería un trabajo muy lucrativo. Se sacó la idea de la cabeza al llegar al último piso antes de Envíos. Tenía la cara surcada de lágrimas, entremezcladas con el sudor y la porquería del largo día de descenso. Era portador de malas noticias. Una ducha y una muda limpia no harían gran cosa por aliviar el agotamiento que sentía, pero al menos allí abajo encontraría protección y ayuda para aclarar la confusión que había provocado la explosión. Mientras bajaba corriendo el último tramo de escalera recordó, puede que a causa de las cenizas que ascendían flotando en el aire y que le recordaron a una nota hecha pedazos y convertida en confeti, la razón por la que había salido en pos de Cam. Rodny estaba encerrado en Informática y su súplica de auxilio se había perdido entre el estrépito y el caos de la explosión. La explosión. Cam. El paquete. La entrega. Mission se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla para no perder el equilibrio. Se acordó del ridículamente elevado importe del encargo, un importe que tal vez no pensara pagar nunca quien lo había propuesto. Tras recomponerse y reanudar su descenso a toda velocidad, se preguntó lo que estaría pasando en aquella sala cerrada en el interior de Informática, en qué clase de lío estaría metido Rodny y lo que podía hacer para ayudarlo. E incluso cómo llegar hasta él. Cuando llegó a Envíos, la atmósfera era tan densa que costaba hasta respirar. Había una pequeña muchedumbre amontonada en la escalera. Desde el otro lado del rellano observaban las puertas abiertas del piso ciento veinte. Mission tosió con el puño delante de la boca mientras avanzaba entre ellos. ¿Habrían caído escombros desde arriba? Todo parecía intacto. Junto a la puerta había dos cubos volcados y una manguera de incendios de color gris cruzaba serpenteando la barandilla y se perdía en el interior. Una manta de humo ocultaba el techo; salía del interior del piso y luego ascendía por el hueco de la escalera, en abierto desafío a las leyes de la gravedad. Mission se tapó la nariz con el pañuelo, confuso. El humo provenía del interior de Envíos. Empezó a respirar por la boca y la tela que le cubría los labios logró aminorar un poco la quemazón que sentía en la garganta. Unas formas oscuras se movían en el vestíbulo. Tras soltar la correa que sujetaba el cuchillo, cruzó el umbral con la espalda inclinada para mantenerse a distancia del humo. Los suelos estaban mojados y desde el interior llegaba un chapoteo que indicaba que había gente allí. Estaba oscuro, pero los haces de luz de unas linternas bailaban de un lado a otro. Mission corrió hacia las luces. El humo era más denso allí, y el agua que cubría el suelo, más profunda. En la superficie flotaban trozos de una masa indefinida. Pasó frente a uno de los dormitorios, la sala de distribución y las oficinas delanteras. Lily, una porteadora ya entrada en años, se cruzó corriendo con él. Sólo la reconoció en el último momento porque la luz de su linterna le iluminó un instante la cara. Había algo tendido sobre el agua y apoyado en una pared. Cuando Mission se acercó, una de las luces que se movían pasó sobre ese algo y vio lo que era. Hackett, uno de los pocos porteadores que trataba a las jóvenes sombras con respeto y no parecía divertirse a su costa. La mitad de su cara estaba intacta, pero la otra mitad se había convertido en una ampolla de color rojo. Días de muerte. Los números de la lotería empezaron a parpadear ante los ojos de Mission. —¡Porteador! ¡Aquí! Era la voz de Morgan, el antiguo jefe de Mission. La tos del viejo se unió a un coro de otras toses. El pasillo estaba repleto de restos y aguas removidas, chapoteos y movimientos bruscos, humo y órdenes. Mission, con los ojos ardiendo, corrió hacia la conocida silueta. —¿Señor? Soy Mission. La explosión… —Señaló hacia el techo. —Conozco a mis propias sombras, muchacho. —Morgan le apuntó a los ojos con una linterna—. Ven aquí y échales una mano a estos chicos. El olor a judías cocidas y papel quemado y mojado era casi insoportable. También olía un poco a combustible, un aroma que Mission conocía de las profundidades y sus generadores. Y había otra cosa: el mismo olor que flotaba en el bazar cuando asaban un cerdo, el tufo penetrante y desagradable de la carne chamuscada. En la sala principal, la capa de agua que cubría el suelo era más profunda. Le llegaba hasta la mitad de las botas, y al avanzar por ella se las llenó de porquería. Los hombres que decía Morgan estaban vaciando archivadores en el interior de unos cubos. Le pusieron un cajón vacío en las manos mientras los haces de luz daban vueltas en la neblina. Le ardía la nariz y las lágrimas caían sin control por sus mejillas. —Aquí, aquí —lo llamó alguien con urgencia. Le advirtieron de que no tocase el archivador. Le llenaron el cajón de papeles, que pesaban más de lo que se esperaba. Mission no entendía su premura. El incendio ya estaba apagado. Las paredes estaban negras donde las habían lamido las llamas y los grandes maceteros de la pared opuesta, donde crecían plantas leguminosas enroscadas a altos caballetes, se habían convertido en cenizas. Los pocos de ellos que seguían en pie parecían dedos negros. Amanda, una mujer de Envíos, estaba junto a los archivadores con el pañuelo alrededor de la cabeza. Se encargaba de organizarlos mientras los vaciaban. El cajón de Mission se llenó deprisa. Mientras se dirigía al vestíbulo vio que alguien sacaba los viejos libros de la caja fuerte. Había un cuerpo en el rincón, cubierto por una sábana. Nadie tenía demasiada prisa por quitársela. Siguió a los demás hasta el rellano, pero no todos salieron. Las luces de emergencia de los dormitorios estaban encendidas y había un montón de mantas apiladas en un rincón. Carter, Lyn y Jocelyn estaban distribuyendo carpetas sobre los muelles de los colchones. Mission descargó su cajón y regresó para volvieran a llenarlo. —¿Qué ha pasado? —le preguntó a Amanda al llegar a los archivadores —. ¿Ha sido una venganza? —Los granjeros vinieron a por las judías —respondió ella. Utilizó su pañuelo para pelearse con otro cajón—. Vinieron a por las judías y lo quemaron todo. Mission contempló la magnitud de los daños. Recordaba cómo había temblado la escalera con la explosión, y aún tenía fresca en la mente la imagen de la gente que había caído al vacío chillando. Los meses de violencia latente habían estallado de pronto, como si alguien acabara de pulsar un interruptor. —¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Carter. Era un fornido porteador de treinta y pocos años, esa edad en la que los hombres alcanzan la cúspide de su fuerza y todavía no han empezado a perder la flexibilidad en las articulaciones, pero parecía absolutamente derrotado. Llevaba el pelo pegado a la frente en mechones mojados. Tenía unas manchas negras en la cara y el color de su pañuelo ya era imposible de discernir. —Quemarles las cosechas —sugirió alguien. —¿Las cosechas con las que nos alimentamos? —Sólo las del tercio superior. Son ellos los que han hecho esto. —No sabemos quién ha sido —replicó Morgan. Mission logró captar la atención de su antiguo jefe. —En la sala principal he visto a… —dijo—. ¿Era él? Morgan asintió. —Roker. Sí. Carter dio un puñetazo a la pared y comenzó a escupir blasfemias. —¡Voy a matarlos! —gritó. —Así que ahora eres… —Mission iba a decir «el jefe de la delegación inferior», pero era demasiado pronto y no habría tenido mucho sentido. —Sí —asintió Morgan, y Mission se dio cuenta de que tampoco para él lo tenía. —Durante los próximos días, la gente transportará lo que quiera — comentó Joel—. Si no respondemos, pareceremos débiles. —Tenía dos años más que Mission y era un buen porteador. Se tapó la boca con el puño para toser mientras Lyn lo miraba con preocupación. Mission tenía otras cosas en la cabeza, aparte de la posible apariencia de debilidad del colectivo. La gente de los pisos de arriba pensaba que los había atacado un porteador. Y ahora este asalto de los granjeros, muy lejos del sitio donde ellos los habían atacado la noche antes… Los porteadores eran lo más parecido que tenían a una guardia móvil y ahora alguien los estaba atacando… con un plan premeditado, pensaba él. Y luego todos esos jóvenes a los que estaban reclutando en Informática. Y no para arreglar ordenadores, precisamente. Para romper algo. El espíritu del silo, tal vez. —Tengo que llegar a casa —dijo Mission. Fue un desliz. Pretendía decir a los pisos de arriba. Intentó desatarse el pañuelo. Apestaba a humo, al igual que sus manos y su mono. Tendría que encontrar otro mono, de un color distinto. Iba a necesitarlo para ponerse en contacto con sus viejos amigos del Nido. —¿Qué crees que vas a hacer? —preguntó Morgan. Parecía que su antiguo jefe iba a decir algo más cuando al fin logró desanudar el pañuelo. El anciano dirigió los ojos hacia el verdugón grande y enrojecido que tenía Mission alrededor del cuello y no dijo nada. —No creo que esto sea por nosotros —apuntó Mission—. Creo que se trata de algo más importante. Un amigo mío está metido en un lío. Y tiene que ver con todo lo que está pasando. Creo que le va a suceder algo malo, o al menos que sabe algo. No dejan que hable con nadie. —¿Rodny? —preguntó Lyn. Joel y ella habían estado dos cursos por encima de ellos en el Nido, pero conocían a Mission y a Rodny, a los dos. Mission asintió. —Y Cam ha muerto. Se lo contó. Les explicó lo que había sucedido mientras bajaba, la explosión, la gente que lo había perseguido, el agujero en los peldaños. Alguien susurró el nombre de Cam con tono de incredulidad. —No creo que les importe que lo sepamos —añadió Mission—. Me parece que ésa es la cuestión. Que todo el mundo tiene que estar furioso. Tan furioso como sea posible. —Necesito tiempo para pensar —dijo Morgan—. Para trazar planes… —No creo que tengamos mucho tiempo —replicó Mission. Les contó lo de los nuevos reclutas de Informática. Le dijo a Morgan que había visto a Bradley allí, que el joven porteador estaba presentando una solicitud para un empleo distinto. —¿Y qué hacemos? —preguntó Lyn mirando a Joel y a los demás. —Tomarnos las cosas con calma —sugirió Morgan, pero no parecía demasiado seguro. La confianza que había exhibido como porteador y como responsable de una sombra parecía quebrantada ahora que se había convertido en jefe. —Yo no puedo permanecer aquí abajo —respondió Mission con decisión—. Podéis quedaros todas las fichas de vacaciones que tengo, pero necesito llegar al tercio superior. No sé cómo, pero he de hacerlo. 48 Antes de ir a ninguna parte, Mission tenía que ponerse en contacto con amigos en los que pudiera confiar, con cualquiera que pudiese ayudarlo, la antigua pandilla del Nido. Mientras todos los demás, a instancias de Morgan, volvían a trabajar, él se dirigió por el pasillo oscuro y lleno de humo hacia la sala de distribución, donde había un ordenador que podría utilizar. Lyn y Joel lo siguieron, más preocupados por saber lo que pasaba con Rodny que por seguir limpiando los estragos del incendio. Vieron el monitor en el mostrador de la zona de distribución, pero el equipo no funcionaba, posiblemente a causa del apagón de la noche anterior. Mission, al acordarse de toda la gente que había visto aquella mañana en Informática con los ordenadores averiados, se preguntó si habría algún equipo en condiciones en cinco pisos a la redonda. Como no podía enviar un telegrama, decidió llamar por radio a las demás delegaciones de Envíos para ver si podían transmitir un mensaje en su nombre. Primero probó con la central. Lyn, a su lado junto al mostrador, iluminaba los números con una linterna cuyo haz perforaba la nube de humo que llenaba la sala. Joel chapoteaba entre los estantes, tratando de colocar en alto los cajones de distribución de mercancías que estaban en el suelo para impedir que se mojasen. Central no respondió a la llamada. —Puede que el incendio también haya destruido la radio —susurró Lyn. Mission no lo creía. El equipo tenía corriente y el altavoz emitía el mismo crujido de siempre cuando pulsaba el botón. Oyó el chapoteo de los pasos de Morgan en el pasillo. El jefe se quejaba a gritos de que sus trabajadores estaban desapareciendo. Lyn cubrió la luz de la linterna con la mano. —En la central pasa algo —le dijo Mission. Tenía un mal presentimiento. En la segunda estación de paso a la que llamó obtuvo finalmente una respuesta. —¿Quién es? —preguntó alguien con la voz rota por un pánico mal disimulado. —Mission. ¿Con quién hablo? —¿Mission? Estás en un buen lío, macho. Mission desvió la mirada hacia Lyn. —¿Quién eres? —Robbie. Me han dejado solo aquí arriba, tío. No sé nada de nadie. Pero todos te están buscando. ¿Qué pasa en la delegación inferior? Joel dejó los cajones un momento y apuntó con su linterna hacia el mostrador. —¿Que me están buscando? —preguntó Mission. —A ti, a Cam y a unos cuántos más. Parece ser que ha habido una especie de pelea en la central. ¿Estabas ahí? ¡No sé nada de nadie! —Robbie, necesito que te pongas en contacto con unos amigos míos. ¿Puedes enviar un telegrama? A los ordenadores de aquí les pasa algo. —No, los nuestros tampoco funcionan. Hemos estado usando la terminal de la oficina del alcalde. Es la única que está en condiciones. —¿La oficina del alcalde? Vale, en ese caso necesito que mandes un par de telegramas. ¿Tienes algo para escribir? —Espera —dijo Robbie—. Serán telegramas oficiales, ¿no? Si no, no tengo autoridad… —¡Joder, Robbie, esto es muy importante! Busca algo para escribir. Te pagaré. Que me encierren a mí por ello, si quieren. —Miró de reojo a Lyn, que movía la cabeza con incredulidad. El escozor del humo en la garganta lo hizo toser. —Vale, vale —asintió Robbie—. ¿A quién va dirigido? Y también me debes el trozo de papel, porque es lo único que tengo para escribir. Mission soltó el botón de transmisión para maldecir al muchacho. Intentó pensar quién tenía más posibilidades de mandar un telegrama a los demás si recibía uno suyo. Al final le dio a Robbie tres nombres y luego le dijo lo que tenía que escribir. Sus amigos debían reunirse en el Nido, con él o sin él si no conseguía llegar. El Nido era un lugar seguro. Nadie se atrevería a atacar la escuela ni a la Corneja. Una vez que la pandilla estuviera reunida, podrían decidir lo que había que hacer. Tal vez la Corneja pudiera aconsejarlos. Para Mission, la parte más complicada sería decidir cómo iba a reunirse con ellos. —¿Ya está? —preguntó a Robbie al ver que el muchacho no respondía. —Sí, sí, tío. Pero creo que te pasas del límite de caracteres. Confío en que pagarás esto de tu bolsillo. Mission meneó la cabeza con incredulidad. —¿Y ahora? —preguntó Lyn en cuanto colgó. —Necesito un mono —respondió Mission. Rodeó el mostrador, se acercó a los cajones entre los que merodeaba Joel y comenzó a registrar los más cercanos—. Me están buscando, así que tengo que cambiar de color si quiero subir hasta allí. —Tenemos —repuso Lyn—. Tenemos que cambiar de color. Si vas al Nido, yo también voy. —Y yo —lo secundó Joel. —Os lo agradezco —dijo Mission—, pero si somos varios podría ser peligroso. Llamaríamos más la atención. —Vale, pero te están buscando a ti —repuso Lyn. —Eh, hay un montón de estos nuevos, blancos. —Joel le quitó la tapa a un cubo de clasificación—. Pero destacan mucho, ¿no? —¿Blancos? —Mission se acercó para ver a qué se refería. —Sí. De Seguridad. Últimamente hemos trasladado un millón de ellos. Llegaron de Ropa hace un par de días. No tengo ni idea de por qué han hecho tantos. Mission revisó los monos. Los de arriba, cubiertos de hollín, más que blancos parecían grises. El cajón contenía dos docenas. Se acordó de los nuevos reclutas. Era como si alguien quisiera a la mitad del silo de blanco y a la otra mitad luchando entre sí. No tenía sentido. Salvo que lo que pretendiesen fuera cargarse a todo el mundo. —Cargarse… —repitió en voz alta Mission. Avanzó chapoteando junto a los estantes hasta llegar a otro cajón—. Tengo una idea mejor. —Encontró lo que buscaba. Cam y él habían transportado una carga igual pocos días antes. Metió las manos dentro y sacó una bolsa—. ¿Queréis ganar un poco de dinero? Joel y Lyn acudieron corriendo para ver lo que había encontrado. Mission levantó la gruesa bolsa de plástico, con su cremallera plateada y sus correas de carga. —Trescientas ochenta y cuatro fichas a repartir entre los dos —les ofreció—. Todo lo que tengo. Os necesito para un último tándem. Los dos porteadores apuntaron con sus linternas el objeto que sostenía. Era una bolsa negra. Una bolsa hecha especialmente para cargas como aquélla. 49 Mission, sentado en un rincón, se soltó los cordones de sus botas de media caña. Estaban empapadas, lo mismo que los calcetines. Se las quitó para que no entrara el agua en la bolsa y así pesase menos. Como buen porteador, siempre tenía el peso presente. Lyn le tendió uno de los monos de Seguridad, como precaución adicional. Se quitó el azul de porteador y se puso el otro mientras ella miraba en otra dirección. Luego volvió a ceñirse el cuchillo a la cintura. —¿Estáis seguros, chicos? —preguntó. Lyn lo ayudó a meter los pies en la bolsa y los tobillos en las correas interiores. —¿Y tú, estás seguro? —preguntó mientras anudaba las correas. Mission se echó a reír, pero sentía el nerviosismo en las tripas. Estiró los brazos para que pudieran ponerle las correas superiores alrededor de los hombros. —¿Habéis comido? —Todo irá bien —manifestó Joel—. Deja de preocuparte. —Como lleguemos tarde… —Echa la cabeza para atrás —le dijo Lyn, y subió la cremallera desde los pies—. Y no hables, salvo que te digamos nosotros que puedes hacerlo. —Haremos una parada cada veinte pisos, más o menos —le explicó Joel—. Y te llevaremos al baño cuando nosotros también vayamos. Así podrás estirarte y beber un poco de agua. Lyn subió la cremallera desde el pecho hasta su barbilla y, tras un momento de vacilación, se besó las yemas de los dedos y le tocó la frente con ellas, como había visto hacer en incontables ocasiones a los sacerdotes y seres queridos de los fallecidos. —Que tus pasos te lleven hasta el cielo —susurró. Mission vio desaparecer su sonrisa a la luz de la linterna de Joel antes de que le cerraran la bolsa sobre la cara. —O al menos hasta la delegación superior —añadió Joel. Lo sacaron de la sala. Al salir al pasillo, los porteadores con los que se encontraron se apartaban para dejar paso al muerto. Varias manos se estiraron y tocaron a Mission por encima del plástico negro en señal de respeto. Tuvo que hacer esfuerzos para no encogerse ni toser. Se sentía como si el humo hubiera quedado atrapado con él en el interior de la bolsa. Joel se colocó delante, lo que significaba que los hombros de Mission estaban pegados a los suyos. Lo habían colocado boca arriba y su cuerpo se columpiaba al ritmo de las zancadas de sus amigos. Las correas que lo sujetaban por las axilas tiraban de él en la dirección opuesta a la que estaba acostumbrado. La incomodidad remitió un poco cuando llegaron a la escalera y empezaron el largo ascenso en espiral. Como sus pies quedaban por debajo, la sangre dejó de acumulársele en la cabeza. Lyn cargaba con la mitad de su peso varios peldaños más abajo. La oscuridad y el silencio lo envolvieron al abandonar el caos de la delegación inferior de Envíos. Sus amigos porteadores que lo llevaban no hablaban, como otros tándems. Ellos preferían ahorrar saliva y guardarse sus pensamientos. Joel impuso un ritmo fuerte. Mission podía sentirlo en el delicado balanceo de su propio cuerpo, suspendido por encima de los peldaños de acero. A medida que subían, el viaje fue haciéndose cada vez más incómodo. No era por las dificultades para respirar, porque cuando era sombra le habían enseñado a administrar bien el oxígeno para las largas jornadas de trabajo. Tampoco era por la rigidez del plástico contra su cara. Ni por la oscuridad, porque desde siempre, la hora que más le había gustado para trabajar era la noche, cuando podía estar a solas con sus pensamientos mientras los demás dormían. Ni tampoco era por la peste a plástico y a humo, el hormigueo de la garganta o el dolor de las correas. Era por el hecho de permanecer inmóvil. De que lo transportaran. De ser una carga. Las correas le presionaban en los hombros y al cabo de un rato empezó a sentir que se le entumecían los brazos. Su cuerpo se columpiaba en la oscuridad, entre el sonido de las pisadas sobre el acero y de las exhalaciones de esfuerzo que soltaban Joel y Lyn al subirlo por la escalera. «Soy una carga demasiado pesada», pensó. Se acordó de su madre, que lo había llevado en su interior todos esos meses sin nadie a quien poder confiárselo ni nadie que la apoyara. Al menos hasta que su padre se enteró, y para entonces ya era demasiado tarde para interrumpir el embarazo. Se preguntó durante cuánto tiempo habría odiado su padre la hinchazón de su vientre, durante cuánto tiempo habría querido extraer a Mission de allí como si fuese una especie de cáncer. Él nunca había pedido ser una carga. Y nunca había esperado tener que volver a serlo. Dos años antes. Ésa fue la última vez que había experimentado algo así, aquella sensación de ser un peso muerto para todos. Dos años hacía que había resultado demasiado pesado hasta para un simple nudo. No lo había atado bien. Pero es que sus manos estaban temblando y había tenido que hacerlo a través de una cortina de lágrimas. Y cuando falló, el nudo, más que soltarse de pronto, se deslizó sobre su cuello y se lo dejó ardiendo y ensangrentado. Lo que más lamentaba era que hubiera pasado en la escalera inferior de Mecánica, con la cuerda atada a las tuberías, por encima de él. Si hubiera sido desde un rellano, el fallo del nudo no habría importado. La caída habría acabado con él. Ahora le daba demasiado miedo como para volver a intentarlo. Tanto como la idea de ser una carga para cualquier otro. ¿Por eso no quería ver a Allie, porque ella anhelaba cuidar de él? ¿Ayudarlo a sostener su propio peso? ¿Por eso había huido de casa? Las lágrimas acudieron al fin. Tenía los brazos sujetos, así que no pudo secárselas. Pensó en su madre, de la que sólo podía recordar un puñado de detalles. Pero algo sí sabía de ella: no le tenía miedo a la vida ni a la muerte. Las había abrazado a ambas en un acto de sacrificio y había dado su sangre por la de él, un trueque del que Mission nunca podría sentirse digno. El silo daba vueltas lentamente a su alrededor. Los peldaños iban quedando atrás uno a uno. Mission soportó el sufrimiento. Luchó por no sollozar y se vio a sí mismo por primera vez en aquella oscuridad completa, conoció su alma como nunca la había conocido en aquel morboso ritual de transporte hasta su tumba, aquel triste despertar en el día de su cumpleaños. 50 Silo 1 Encontrar a una persona concreta entre diez mil tendría que haber sido más difícil. Tendrían que haberse pasado meses husmeando entre informes y bases de datos, enviando consultas al jefe del silo Dieciocho y pidiéndole perfiles de personalidad, examinando historiales de arrestos, calendarios de limpieza, listas de relaciones y recopilaciones de conversaciones y rumores extraídas de los informes mensuales. Pero Donald había encontrado un camino más fácil. Simplemente, había buscado una réplica exacta de sí mismo en la base de datos. Alguien que recordase. Lleno de miedo y paranoia. Que tratase de ocultarse entre los demás pero tuviese tendencias subversivas. Buscó miedo a los médicos y estudió a aquellos que nunca acudían a verlos. Buscó gente que no quisiera tomarse la medicación y encontró una persona que no se fiaba ni del agua. Una parte de él creía que tenían que ser varias personas las que estaban provocando tanto caos, una jauría, y que la primera a la que localizaran los llevaría hasta el resto. Pensaba que sería un grupo de gente joven e indignada y que contarían con algún método para transmitir lo que sabían de generación en generación. Lo que descubrió era inquietantemente distinto a todo esto. A la mañana siguiente le mostró los resultados a Turman, quien se mantuvo en completo silencio mientras lo hacía. —Claro —dijo al final—. Claro. Una mano sobre el hombro fue la única felicitación que recibió Donald. Turman le explicó que el reinicio marchaba muy avanzado. Admitió que el proceso se había iniciado antes de que lo despertaran, que el jefe del silo Dieciocho había reclutado más personal y había empezado a sembrar las semillas de la discordia. Erskine y el doctor Sneed trabajaban día y noche para hacer cambios, para dar con una nueva fórmula, pero podían tardar semanas en obtener resultados. Tras examinar las conclusiones de Donald, dijo que iba a llamar al silo Dieciocho. —Quiero estar presente —exigió Donald—. A fin de cuentas, la teoría es mía. Lo que quería decir era que no quería hacerlo a la manera de los cobardes. Si iban a ejecutar a alguien por su causa —una vida a cambio de muchas—, no quería eludir su responsabilidad en la decisión. Turman accedió. Mientras bajaban en el ascensor, casi parecía que fuesen iguales. Donald preguntó a Turman por qué había autorizado el reinicio, aunque creía saber la respuesta. —Vic ganó —respondió Turman. Donald pensó en todas las vidas de la base de datos que habían sumido en el caos. Había cometido el error de preguntar cómo marchaba el reinicio y Turman le había hablado de las bombas y la violencia, de grupos de distintos colores que luchaban entre sí. Le había contado que, normalmente, para que esas cosas se descontrolaran, sólo se requería un pequeño empujoncito, que la fórmula era tan antigua como el tiempo. —El combustible siempre está ahí —afirmó Turman—. Te sorprendería lo poco que hace falta para inflamarlo. Al salir del ascensor, continuaron por un pasillo que a Donald le resultaba familiar. Antes hacía aquel mismo desplazamiento todos los días. Allí había trabajado bajo un nombre distinto. Había trabajado sin saber lo que hacía. Pasaron por delante de despachos llenos de gente que tecleaba o charlaba. Medio milenio de gente entrando y saliendo de sus turnos, haciendo lo que les decían, siguiendo órdenes. Al acercarse a su antiguo despacho, fue incapaz de contenerse: se detuvo y asomó la cabeza. Un hombre flaco, con un halo de cabello de oreja a oreja y sólo unos finos mechones por encima, levantó la cabeza y lo miró. Permaneció allí, con la boca entreabierta y la mano apoyada en el ratón, esperando a que Donald dijese o hiciese algo. Donald lo saludó con un gesto de la cabeza. Se volvió y se asomó por la puerta de enfrente, donde había un hombre de blanco sentado frente a una mesa similar. El titiritero. Turman le dijo algo y el hombre se levantó y se reunió con ellos en el pasillo. Él sí sabía que Turman estaba al mando. Donald los siguió a la sala de comunicaciones. El hombre calvo se quedó en su antigua mesa, jugando al solitario. Sentía una combinación de simpatía y envidia por él, por todos aquellos que no recordaban. Al doblar la esquina, recordó aquellos accesos de lucidez inicial de su primer turno. Recordó haber hablado con un médico que conocía la verdad y haberse quedado maravillado ante la idea de que alguien pudiera asimilar semejante conocimiento. Y ahora se daba cuenta de que no era que el dolor se volviese tolerable ni que la confusión desapareciese. Simplemente, se transformaba en algo familiar. Se convertía en parte de ti. La sala de comunicaciones estaba en silencio. Varias cabezas se volvieron hacia ellos cuando entraron. Uno de los operadores, con su mono naranja, se apresuró a bajar los pies de la mesa. Otro dio un mordisco a una barrita de proteínas y siguió trabajando. —Ponedme con el Dieciocho —dijo Turman. Los ojos se volvieron hacia el otro hombre de blanco, el que teóricamente estaba al mando, que dio su consentimiento con un gesto. Establecieron la comunicación. Turman se llevó la mitad de unos cascos a la oreja mientras esperaba. Al ver la expresión de Donald, pidió otros a uno de los operadores. Donald se acercó para cogerlos mientras enchufaban el cable al receptor. Oyó el familiar pitido de la llamada y sintió que se le encogía el corazón, lleno de dudas. Finalmente respondió una voz. Una sombra. Turman pidió que lo pasaran con el señor Wyck, el jefe del silo. —Ya viene —respondió la sombra. Una vez que Wyck se incorporó a la conversación, Turman le contó lo que había descubierto Donald, pero fue la sombra quien respondió. Conocía a la persona que buscaban. Dijo que la conocía bien. Había algo en su voz, consternación o dudas, y Turman indicó al operador que activara los sensores de los cascos. De repente, los ordenadores comenzaron a recibir datos, como sucedía en los ritos de iniciación. Durante el interrogatorio de Turman, Donald tuvo la sensación de estar viendo a un maestro de su oficio en acción. —Cuéntame lo que sabes —dijo. Turman se inclinó por encima del operador y clavó la mirada en la pantalla que medía la conductividad de la piel, el pulso y la transpiración. Donald no era un experto en el análisis de aquellos datos, pero sabía que pasaba algo por los picos que se producían cuando hablaba la sombra. Empezó a sentir temor por el joven. Se preguntó si iría a morir alguien en aquel momento y aquel lugar. Pero Turman optó por mostrarse más amable. Hizo que el muchacho le hablase de su infancia, que admitiese la rabia que llevaba en su interior, el sentimiento de no pertenencia. La sombra le habló de una infancia a un tiempo ideal y frustrante y Turman se mostró como un sargento de instrucción con un recluta atribulado, amable pero firme: lo desmontó pieza a pieza para luego volver a reconstruirlo. —Te han contado la verdad —le dijo al joven refiriéndose al Legado—. Y ahora ya sabes por qué la verdad debe administrarse con cautela, o sencillamente ocultarse. —Sí. La sombra sorbió por la nariz, como si estuviera sollozando. Y sin embargo, las líneas dentadas que aparecían en las pantallas comenzaron a formar picos menos empinados, valles menos profundos. Turman habló de sacrificio, de bien común, de la irrelevancia de las vidas individuales a largo plazo. Cogió la rabia de la sombra y la redirigió, hasta que la tortura de un encierro durante meses en compañía de los volúmenes del Legado quedó destilada en su misma esencia. Y durante todo este proceso, no oyeron ni respirar al jefe del silo. —Dime lo que hay que arreglar —le pidió Turman una vez acabada la conversación. Depositó el problema a los pies de la sombra. Donald se dio cuenta de que era mucho mejor que ofrecerle directamente la solución. La sombra habló de una formación cultural que sobrevaloraba la individualidad, de unos niños que sólo querían abandonar sus familias, de generaciones que vivían separadas por varios pisos y de una sociedad que se asentaba en la independencia hasta que nadie dependía de nadie y todo el mundo era prescindible. Entonces llegó el llanto. Donald vio que el rostro de Turman se ponía tenso y volvió a preguntarse si se dispondría a ordenar que acabaran con las miserias del joven. Lo que hizo Turman fue soltar el botón de transmisión y decir sencillamente a los presentes: —Está listo. Y lo que había comenzado como un interrogatorio, una prueba de la teoría de Donald, concluyó el rito de iniciación del muchacho. Una sombra se convirtió en un hombre. Una serie de líneas en una pantalla se transformaron en los cables de acero de su determinación, al recibir su rabia un nuevo sentido, un nuevo objetivo. De repente, su infancia había recibido una nueva interpretación. Más peligrosa. Turman dio al joven su primera orden. El señor Wyck felicitó al muchacho y le dijo que lo dejarían ir, que recibiría su libertad. Y más tarde, mientras Donald y Turman volvían con Anna en el ascensor, Turman declaró que en los años venideros aquel Rodny sería un magnífico jefe de silo. Incluso mejor que su antecesor. 51 Aquella tarde, Donald y Anna trabajaron para ordenar la sala de guerra. La prepararon por si volvía a necesitarla alguien en un turno futuro. Retiraron todas sus notas de las paredes y las metieron en cajones de plástico. Donald supuso que las guardarían en cualquier otra parte, en otro almacén, donde permanecerían acumulando polvo. Desenchufaron los ordenadores, recogieron los cables y luego vino Erskine a llevárselos en un carrito de ruedas chirriantes. Lo único que se quedó allí fueron los camastros, una muda de ropa y algunos artículos de baño esenciales. Lo suficiente para aguantar hasta la reunión con el doctor Sneed del día siguiente. Varios turnos se disponían a terminar. Para Anna y Turman había sido mucho tiempo. Dos turnos completos. Casi un año despiertos. Erskine y Sneed necesitarían unas semanas para terminar el trabajo, y para entonces llegaría el jefe siguiente y la rutina volvería a la normalidad. Para Donald había sido menos de una semana despierto tras un siglo de sueño. Era un muerto que había abierto los ojos durante un momento fugaz. Se dio una última ducha y tomó una primera dosis de la bebida amarga, para que nadie creyera que pasaba algo raro. Pero no pensaba volver a dormir. Si lo devolvían al sueño profundo, sabía que no volverían a despertarlo. Salvo que las cosas fuesen realmente mal, en cuyo caso no querría que lo despertasen de todos modos. Salvo que lo hiciese Anna otra vez, por soledad, deseosa de compañía y dispuesta a someterlo a cualquier abuso con tal de conseguirla. Aquello no era dormir. Era el almacenamiento de la mente y el cuerpo. Había otras alternativas más definitivas. Donald había encontrado el valor que necesitaba al seguir el rastro de pistas dejado por Victor, con quien no tardaría en unirse en la muerte. Dio un último paseo entre las armas y los drones antes de retirarse finalmente a su camastro. Pensó en Helen mientras se tumbaba allí y escuchaba cantar a Anna en la ducha por última vez. Y se dio cuenta de que la rabia que sintió al pensar que su mujer había vivido y amado sin él se había disipado, borrada por la culpa que sentía por el hecho de haber encontrado consuelo en los brazos de Anna. Y cuando ella acudió a su lado aquella noche, recién salida de la ducha y con la carne perlada de gotas de agua, no quiso seguir resistiéndose. Tenían el olor de la misma bebida amarga en el aliento, el brebaje que preparaba sus venas para el sueño profundo, pero a ninguno de los dos les importó. Donald sucumbió. Y luego esperó a que ella volviese a su camastro y su respiración se acompasase para echarse a llorar hasta quedarse dormido. Cuando despertó, Anna ya se había marchado y su camastro estaba hecho. Donald hizo también el suyo. Metió las sábanas debajo del colchón y cuadró las esquinas con toda pulcritud, a pesar de que sabía que las echarían a lavar antes de devolver los camastros a su lugar en los barracones. Consultó la hora. Habían programado lo de Anna a primera hora para que nadie pudiese verla. Le quedaba menos de una hora antes de que Turman acudiera en su busca. Tiempo más que suficiente. Salió al almacén y se acercó al dron que estaba más cerca de la puerta del hangar. Al quitar la lona que lo cubría levantó una nube de polvo. Sacó a rastras el cajón vacío de debajo de una de las alas, abrió la puerta del hangar y dejó el cajón en el umbral de la entrada del ascensor. Luego bajó la puerta y la apoyó en el cajón para dejar el hangar abierto. Tras cruzar corriendo el pasillo, por delante de los barracones vacíos, levantó el plástico que cubría el último de los puestos de control. Retiró la tapa de plástico del panel del ascensor y pulso el botón de subida. La primera vez que lo probó la puerta del ascensor no se había abierto, pero sí oyó el ruido que hacía la plataforma al ascender al otro lado de la pared. No había tardado demasiado en dar con la solución. Devolvió el plástico a su sitio, cruzó rápidamente el pasillo, apagó la luz y cerró la puerta. Sacó el otro cajón de debajo del ala izquierda del dron. Se desvistió y tiró la ropa debajo del vehículo. Extrajo el grueso traje de plástico del cajón y se sentó para meter las piernas. Luego se puso las botas y cerró cuidadosamente las abrazaderas a su alrededor. Tras levantarse, cogió unos cordones que le había quitado a otra bota. El extremo estaba sujeto a la cremallera de la parte trasera del traje. Se lo pasó por encima del hombro, dio un tirón hacia arriba y se aseguró de que la cremallera subía hasta el final antes de sacar los guantes, la linterna y el casco de la caja. Una vez vestido del todo, cerró el cajón, volvió a dejarlo bajo el ala y cubrió el dron con la lona. Cuando llegase Turman, sólo habría un cajón fuera de su sitio. Victor había dejado un embrollo y un enigma tras de sí. Donald apenas dejaría un rastro. Se introdujo arrastrándose en el ascensor, con la linterna por delante. Oía el ruido que hacía el motor contra el cajón atrapado, como una colmena de abejas enfurecidas. Encendió la linterna, echó un último vistazo al almacén y, tras un momento de preparación, golpeó el cajón de plástico con los dos pies. El cajón se abombó. Volvió a intentarlo, y esta vez, con un fuerte estrépito, la puerta descendió mientras se producía un repentino estremecimiento. Entonces el ascensor se puso en movimiento. La linterna empezó a temblar. Donald la agarró con las dos manos mientras su respiración nublaba el interior del casco. No sabía lo que iba a pasar, pero al menos sería obra suya. Controlaría su propio destino. 52 El ascenso se prolongó mucho más de lo que había esperado. En más de una ocasión no habría podido asegurar que se estaba moviendo. Empezó a temer que hubiesen descubierto su plan, que el cajón fuera de lugar los hubiera llevado hasta las pisadas que había dejado sobre el polvo, que fuesen a atraparlo. Llegó a pedirle al ascensor que se apresurase. La linterna se apagó. Le dio unos golpecitos y pulsó repetidas veces el interruptor. Las pilas debían de estar casi descargadas tras el largo período de almacenamiento. Así que se quedó en la oscuridad, sin saber si subía o bajaba, dónde estaba arriba y dónde abajo. Lo único que podía hacer era esperar. Sabía que había tomado la decisión correcta. No había nada peor que estar atrapado en la oscuridad, en aquella cápsula, incapaz de hacer otra cosa que esperar. El final de su ascenso vino acompañado de un estremecedor ruido metálico. El persistente zumbido del motor desapareció y a continuación se produjo un silencio inquietante. Hubo otro ruido y la puerta que había en la pared contraria comenzó a ascender lentamente. Una rueda de acoplamiento del tamaño de un puño, hecha totalmente de metal, avanzó sobre unos rieles. Donald, al comprender que era el sistema de arrastre de los drones, fue tras ella. Llegó a una plataforma de lanzamiento en pendiente. Hasta entonces no sabía lo que iba a encontrarse, aunque pensó que tal vez emergiese en la superficie, en medio de un paisaje arrasado. Pero estaba en una especie de pozo. Sobre él, en lo alto de la cuesta, se estaba abriendo una compuerta. La penumbra empezó a disolverse. Más allá de la compuerta, Donald divisó las nubes hinchadas que había visto desde la cafetería. Bajo la luz del amanecer parecían teñidas de un gris intenso. La compuerta siguió abriéndose, como unas fauces. Donald ascendió por la cuesta todo lo deprisa que pudo. El artilugio metálico que avanzaba por los rieles se detuvo y quedó anclado en posición. Donald se apresuró, temiendo no disponer de mucho tiempo. Se apartó de los rieles por si la secuencia de lanzamiento estaba automatizada, pero no ocurrió nada. Llegó a las compuertas, exhausto y sudoroso, y salió arrastrándose. El mundo se extendía frente a él, sin limitaciones. Tras una semana encerrado en una cámara desprovista de ventanas, sus dimensiones y amplitud resultaban emocionantes. Donald sintió ganas de quitarse el casco y aspirar a grandes bocanadas. El opresivo peso del silo había desaparecido. Ya sólo había nubes sobre él. Se incorporó sobre una plataforma de hormigón redondeada. Tras la compuerta de la rampa de lanzamiento había un sistema con varias antenas. Se dirigió hacia allí y se agarró a una de ellas para descender hasta la amplia plataforma que había debajo. Avanzó arrastrándose sobre el suelo, tratando de sujetarse al resbaladizo borde con los aparatosos guantes, y luego se dejó caer torpemente sobre la tierra. Recorrió con la mirada el horizonte en busca de la ciudad. Tuvo que rodear la torre para encontrarla. Entonces se volvió cuarenta y cinco grados hacia la izquierda. Había estudiado los mapas para estar seguro, pero ahora que estaba allí, se dio cuenta de que podría haberlo hecho de memoria. Más allá estaba el sitio donde se levantaban los pabellones, al otro lado el escenario y detrás los caminos de tierra cubiertos de hierba incipiente y las cuestas por las que circulaban los ruidosos quads. Casi le pareció que podía percibir el olor de la comida que habían estado preparando aquel día y oír los ladridos de los perros, las voces felices de los niños y los himnos en el aire. Se sacó de la cabeza los recuerdos del pasado, consciente de que disponía de un tiempo limitado. Sabía que existía la posibilidad —una posibilidad muy real— de que hubiera alguien en la cafetería, desayunando. Si era así, en aquel mismo momento estaría dejando caer la cuchara y señalando la pantalla de la pared. Pero les llevaba ventaja. Ellos tendrían que meterse en los trajes y plantearse si merecía la pena correr el riesgo de salir a buscarlo. Podía suceder que para cuando lo alcanzasen ya fuese demasiado tarde. Con un poco de suerte, decidirían dejarlo en paz. Empezó a ascender por la ladera. Era complicado moverse equipado con aquel voluminoso traje. Tropezó y cayó varias veces en el resbaladizo suelo. Una ráfaga de viento azotó el paisaje y le salpicó el casco de tierra, con un ruido que se parecía al siseo de la radio de Anna. Era imposible saber lo que duraría la protección que le proporcionaba el traje. Conocía lo bastante bien el proceso de limpieza para saber que no eternamente, pero Anna le había explicado que las máquinas que había en la atmósfera estaban diseñadas sólo para atacar cosas determinadas. Por eso no devoraban los sensores, ni el hormigón, ni los trajes que se construían de una manera determinada. Y sospechaba que los del silo Uno eran de éstos. Mientras ascendía penosamente por la cuesta, en su cabeza sólo había sitio para una cosa: las vistas. Estaba tan obsesionado, tan decidido a conseguirlo, que no se le ocurrió mirar atrás una sola vez, y siguió avanzando a trompicones, a cuatro patas durante los últimos quince metros, hasta llegar arriba. Se incorporó y avanzó tambaleándose, exhausto y con la respiración entrecortada. Al llegar al borde, bajó la mirada hacia la siguiente cuenca. Allí se alzaba una torre de hormigón, como una lápida, como un monumento a Helen. Estaba enterrada bajo aquella torre. Y aunque nunca podría reunirse con ella, nunca lo enterrarían a su lado, sí podía tenderse bajo las nubes, cerca de su esposa. Sentía ganas de quitarse el casco. Pero primero los guantes. Tiró de uno de ellos hasta arrancarlo —llevándose el sello con él— y lo dejó caer sobre la tierra. El fuerte viento lo arrastró ladera abajo y Donald sintió su mordedura en la mano. La lluvia de partículas diminutas quemaba como un día de sol en una playa ventosa. Había empezado a quitarse el otro guante, resignado a su suerte, cuando de pronto sintió una mano en el hombro… y se lo llevaron de la cresta de la suave loma, lejos del escenario del eterno descanso de su esposa. 53 Donald tropezó y cayó. El susto provocado por aquel contacto hizo que se le subiera el corazón a la garganta. Agitó los brazos para zafarse, pero alguien lo agarraba del traje. Más de una persona. Lo arrastraron hacia atrás hasta que dejó de ver lo que había más allá de la cima. Unos gritos de frustración llenaron el interior de su casco. ¿No se daban cuenta de que era demasiado tarde? ¿No podían dejarlo en paz? Sacudió los brazos e intentó quitárselos de encima de un salto, pero lo arrastraron inexorablemente colina abajo, de regreso al silo Uno. Volvió a caer, pero esta vez pudo rodar sobre sí mismo y, mientras levantaba los brazos para defenderse, los vio. Allí, sobre él, estaba Turman, vestido sólo con el mono blanco y con la frente grisácea manchada de polvo. —¡Tenemos que irnos! —gritó Turman en medio del fuerte viento. Su voz parecía tan lejana como las nubes. Donald sacudió las piernas y trató de regresar arrastrándose a la cima, pero eran tres y le cortaban el paso. Vestían de blanco y tenían los ojos entornados frente a la ferocidad del viento y la violencia de la arena. Gritó mientras volvían a sujetarlo. Trató de agarrarse a las rocas y arañó el suelo, pero ellos lo arrastraron de las botas. Su casco chocaba contra la tierra apelmazada y sin vida. Las nubes furiosas e hinchadas se agitaban sobre su cabeza mientras las uñas de sus dedos se doblaban y partían en su afán por encontrar un asidero. Cuando llegaron abajo, estaba sin fuerzas. Se lo llevaron por una rampa y luego lo introdujeron en una esclusa donde esperaban más hombres. Le quitaron el casco y lo tiraron a un lado antes de que se hubiera cerrado del todo la compuerta. Turman, de pie en una esquina, observaba cómo lo desnudaban. El anciano se llevó un dedo a un reguero de sangre que le resbalaba por la nariz. Donald lo había alcanzado con una patada. Erskine estaba allí, lo mismo que el doctor Sneed, ambos con la respiración entrecortada. En cuanto terminaron de quitarle el traje, Sneed le clavó la aguja de una jeringuilla. Erskine le cogió la mano con expresión de tristeza mientras el líquido comenzaba a propagarse por las venas de Donald. —Qué derroche —dijo alguien mientras los sentidos de Donald empezaban a nublarse. —Mirad qué desastre. Erskine le puso una mano en la mejilla. Donald se sumergió más profundamente en la negrura. Los párpados le pesaban cada vez más y oía todo lo que decían como si llegase desde muy lejos. —Sería mejor si alguien como tú estuviera al mando… —oyó decir a Erskine. Pero la voz era la de Victor. Era un sueño. No, un recuerdo. Un pensamiento sobre una conversación anterior. Donald no podía saberlo con certeza. El mundo de la vigilia, un mundo de botas y voces enfurecidas, estaba ocupado dejándose engullir por la neblina de los sueños. Y esta vez, en lugar de sentir miedo a la muerte, entró de buen grado en aquella negrura. La abrazó con la esperanza de que fuese eterna. Se desvaneció con un último pensamiento dirigido a su hermana, a aquellos drones debajo de las lonas, a todas las cosas que esperaba que nunca despertasen. 54 Silo 18 Mission se sentía enterrado en vida. Se había sumido en un trance de incomodidad mientras la bolsa se volvía cada vez más caliente y resbaladiza a causa de sus exhalaciones. Parte de él temía desvanecerse allí dentro y que Joel y Lyn se lo encontrasen muerto al abrir. Parte de él lo deseaba. Al llegar al piso ciento diecisiete, en el rellano situado bajo la explosión que había acabado con Cam, detuvieron a los dos porteadores para interrogarlos. Los que trabajaban en las reparaciones tenían instrucciones de buscar a un porteador determinado. La descripción era una mezcla de Cam y de Mission. Éste contuvo el aliento mientras Joel se quejaba de que los parasen cuando llevaban una carga tan delicada y pesada. Parecía que iban a pedirles que abriesen la bolsa, pero había algunos tabúes casi tan fuertes como hablar del mundo exterior. Así que los dejaron continuar con la advertencia de que arriba se había desprendido la barandilla y una persona se había caído ya al vacío. Mission tuvo que reprimir un acceso de tos mientras las voces remitían en la lejanía. Movió un poco los hombros y se tapó la boca para amortiguar el ruido. Lyn le dijo que guardase silencio con un siseo. En la lejanía, Mission podía oír el llanto de una mujer. Pasaron frente a los desperfectos que había provocado la explosión horas antes, y Joel y Lyn se quedaron boquiabiertos al ver un rellano entero arrancado de la escalera. Después de Suministros, en el piso ciento siete, llevaron a Mission hasta un cuarto de baño, donde lo sacaron de la bolsa y le dejaron mover los brazos para reactivar la circulación. Mission utilizó uno de los urinarios, tomó unos sorbos de agua y aseguró a sus amigos que estaba perfectamente. Los tres estaban empapados de sudor y aún les restaban treinta y tantos pisos por subir. Joel parecía especialmente agotado, aunque puede que fuese sólo la impresión que le habían causado los desperfectos de la explosión. Lyn aguantaba mejor, pero parecía ansiosa por reanudar la marcha. Estaba preocupada por Rodny y parecía tan deseosa como Mission de llegar hasta el Nido. Mission se vio un momento en el espejo, con el mono blanco y el cuchillo de porteador a la cintura. Era a él a quien buscaban. Sacó el cuchillo, se agarró el cabello y se cortó un mechón casi a la altura del cuero cabelludo. Al ver lo que estaba haciendo, Lyn lo ayudó con su propio cuchillo. Joel cogió el cubo de basura de la esquina para meter allí el pelo. Fue un trabajo tosco, pero al acabar se parecía menos a la persona a la que buscaban. Antes de guardar el cuchillo, hizo unos cuantos cortes en la bolsa negra, junto a la cremallera. Se quitó la camiseta, secó el interior de la bolsa y luego tiró la prenda a la papelera. De todos modos apestaba a humo y a sudor… Tras volver a colocarse en posición con la ayuda de las correas, sus dos compañeros cerraron la cremallera y lo sacaron de nuevo a la escalera para reanudar el ascenso. A partir de allí, a Mission no le quedaba otro pasatiempo que preocuparse. Repasó los acontecimientos del día. Aquella mañana había contemplado cómo se iluminaban las nubes mientras desayunaba, había visitado a la Corneja y le había llevado su nota a Rodny. Y luego Cam… Había perdido a un amigo. El agotamiento lo sorprendió de repente y, casi sin darse cuenta, perdió el sentido. Despertó con un sobresalto y tardó un instante en comprender dónde estaba. Tenía el mono empapado y el interior de la bolsa resbalaba por culpa de la condensación. Joel debía de haber notado que se agitaba en sueños, puesto que se apresuró a decirle que se callara y que estaban acercándose a la central. El corazón de Mission se aceleró al recordar dónde se encontraba y lo que estaban haciendo. Le costaba respirar. Los cortes que había hecho estaban perdidos entre los pliegues del plástico. Sintió el impulso de abrir un poco la cremallera para dejar pasar un rayo de luz y un chorro de aire fresco. Tenía los brazos entumecidos e inmovilizados por las correas. Los tobillos le dolían en el punto en que Lyn los sujetaba desde abajo. —No puedo respirar —dijo con un jadeo ahogado. Lyn le respondió que guardara silencio. Pero entonces se produjo una pausa y el balanceo se interrumpió. Alguien toqueteó la bolsa por encima de su cabeza y, con una serie de pequeños chirridos, la cremallera se abrió unos milímetros. Mission aspiró el aire fresco. El mundo pareció ponerse otra vez en movimiento y volvió a oír el ruido de los pasos en la distancia. Sonaba un revuelo en algún lugar, no habría sabido decir si más arriba o más abajo. Más peleas. Más muertes. Imaginó cuerpos dando vueltas en el aire. Vio a Cam al salir de los niveles de las granjas, el día antes, con su bonificación en el bolsillo, sin saber el poco tiempo que le quedaba para gastarla. Al llegar a la central de Envíos pararon para descansar. Dejaron salir a Mission en el vestíbulo principal, que estaba aterradoramente vacío. —¿Qué demonios ha pasado aquí? —preguntó Lyn. Introdujo un dedo en un agujero de la pared, rodeado por una telaraña de grietas. Había centenares de agujeros iguales. Unas botas repicaron en el rellano y siguieron su camino. —¿Qué hora es? —preguntó Mission sin alzar la voz. —Acaba de ser la hora de cenar —respondió Joel. Eso quería decir que iban bien. Al otro lado de la sala, Lyn estudió una mancha oscura de algo que parecía óxido. —¿Esto es sangre? —susurró. —Robbie me ha dicho que no podía comunicar con nadie de aquí —dijo Mission—. Puede que se hayan dispersado. Joel tomó un trago de su cantimplora. —O que se los hayan llevado. —Se secó la boca con la manga. —¿Nos quedamos a pasar la noche? Parecéis rendidos. Joel negó con la cabeza. Le ofreció la cantimplora a Mission. —Creo que tenemos que llegar más allá del treinta. Hay seguridad por todas partes. Aunque, con lo nerviosos que están, me parece que podrías pasar inadvertido con tu nuevo corte de pelo. Eso sí, habría que arreglártelo un poco. Mission se pasó la mano por el cuero cabelludo y lo pensó. —Quizá debería —dijo—. Podría estar allí arriba antes de la noche. — Vio desaparecer a Lyn en uno de los barracones que había al final de la sala. Salió de allí casi al instante, con una mano en la boca y los ojos muy abiertos. —¿Qué sucede? —preguntó Mission mientras se incorporaba y se le acercaba. Lyn le echó los brazos alrededor del cuello y le impidió aproximarse a la puerta, con la cara enterrada en su hombro. Joel se atrevió a echar un vistazo. —No —susurró. Mission se apartó de Lyn y se reunió en la puerta con el otro porteador. Las literas estaban ocupadas. Algunos camastros aparecían tirados por el suelo, pero sólo había que ver la forma de los miembros —la manera en que los brazos colgaban flácidos de las literas o estaban retorcidos debajo de los cuerpos— para darse cuenta de que aquellos porteadores no estaban durmiendo. Descubrieron a Katelyn entre ellos. Lyn se estremecía con silenciosos sollozos mientras Joel y Mission sacaban el cuerpo de su compañera y lo metían en la bolsa. Mission sintió una punzada de culpa al pensar que no sólo la habían escogido a ella por lo mucho que la querían, sino también porque tenía el tamaño perfecto. Mientras ajustaban las correas y subían la cremallera, la luz se apagó en el pasillo y se quedaron sumidos en una oscuridad total. —¿Qué coño…? —exclamó Joel. Un momento después volvió la luz, pero las bombillas parpadeaban como si hubiera una débil llama dentro de cada una de ellas. Mission se secó el sudor de la frente. Ahora lamentaba haber perdido su pañuelo. —Si no podéis llegar hasta el Nido esta noche —dijo a los otros—, parad en la estación de paso para ver cómo está Robbie. —No nos pasará nada —le aseguró Joel. Lyn le apretó el brazo antes de que se marchara. —Vigila dónde pisas —le dijo. —Y tú —respondió Mission. Salió corriendo hacia el rellano y la gran escalera que había más allá. Sobre su cabeza, las luces parpadeaban como pequeñas llamas. Una señal de que algo, en alguna parte, estaba ardiendo. 55 Mission subió corriendo en medio de una nube de humo. La garganta le ardía. Se rumoreaba que la razón del apagón era un incendio que se había producido en Mecánica. La gente hablaba de un eje roto o averiado y aseguraba que el silo estaba tirando de los generadores de emergencia. Todas estas cosas las oía siempre desde media espiral de distancia, mientras subía los escalones de dos en dos y a veces incluso de tres en tres. Era agradable poder moverse, sentir el dolor de la actividad en los músculos en lugar de permanecer inmóvil, ser su propia carga otra vez. Empezó a fijarse en que cuando alguien reparaba en él, aunque fuese una persona que lo conocía, guardaba silencio o se alejaba del rellano. Al principio temió que fuese porque lo habían reconocido. Pero era por el mono blanco de Seguridad. Otros jóvenes como él recorrían la escalera arriba y abajo, sembrando el terror. Sólo un día antes habían sido granjeros, soldadores y operarios de las bombas, pero ahora imponían el orden con sus armas negras. En más de una ocasión, un grupo de ellos detuvo a Mission y le preguntó adónde iba y dónde estaba su fusil. Les decía que había estado en un tiroteo más abajo y que volvía para informar. Era algo que había oído decir a otro. Muchos de ellos parecían tan mal informados como él, así que lo dejaban pasar. Como siempre, el color que llevabas lo decía todo. La gente creía conocerte de un solo vistazo. La actividad fue aumentando a medida que se acercaba a Informática. Un grupo de nuevos reclutas pasó en fila delante de él y Mission presenció desde detrás de la barandilla cómo derribaban a patadas las puertas del piso inferior e irrumpían en él. Oyó unos gritos, seguidos por una fuerte detonación, como si una gruesa vara de acero hubiera caído sobre el suelo de metal. Hubo una docena de aquellas detonaciones y luego gritos otra vez, aunque menos. Al acercarse a los pisos de las granjas, tenía las piernas entumecidas y un roto en el costado del mono. Vio a unos cuantos granjeros en el rellano, armados con palas y rastrillos. Alguien le gritó algo al pasar. Mission apretó el paso y pensó en su hermano y su padre. Por una vez comprendía que la resistencia del viejo a abandonar el terruño era una demostración de sabiduría. Tras lo que se le antojaron horas de ascenso, llegó a la quietud del Nido. Los niños no estaban. Probablemente, la mayoría de las familias estuvieran encerradas en sus apartamentos, asustadas, esperando que aquella locura pasase, como había ocurrido otras veces. Al final del pasillo había varias taquillas abiertas y la mochila de un niño descansaba en el suelo. Mission avanzó tambaleándose sobre unas piernas doloridas hacia los conocidos sonidos de una voz cantarina y un fuerte chirrido de acero sobre las baldosas. Al final del pasillo la puerta estaba abierta de par en par, como siempre. La voz que cantaba era la de la Corneja y parecía más fuerte que de costumbre. Mission vio que no era el primero en llegar, que su telegrama había llegado a su destino. Frankie y Allie se encontraban allí, con el mono verde y blanco de los servicios de seguridad de las granjas. Estaban colocando unas mesas mientras la señorita Crowe cantaba. Habían quitado la sábana que cubría las mesas apiladas junto a la pared. Ahora estaban por toda la clase, como recordaba Mission de su juventud. Era como si la Corneja creyese que la clase iba a llenarse de alumnos en cualquier momento. Allie fue la primera en reparar en la llegada de Mission. Se volvió y lo vio en la puerta. Sus ojos brillaban en medio de sus pequeñas manchas de granjera y llevaba el oscuro cabello recogido atrás, en un moño. Corrió hacia él y Mission se dio cuenta de que llevaba la tela de las perneras recogida y los tirantes anudados por encima de los hombros para hacerlos más cortos. Debía de ser un mono de Frankie. Mientras ella se le echaba a los brazos, se preguntó qué riesgos tendrían que haber corrido para reunirse allí con él. —Mission, mi niño. —La señorita Crowe dejó de cantar, sonrió y lo llamó con un gesto. Al cabo de un momento, Allie lo soltó a regañadientes. Mission le estrechó la mano a Frankie y le dio las gracias. Tardaron un momento en darse cuenta de que había algo distinto, de que los dos se habían cortado el pelo al cero. Se pasaron al mismo tiempo la mano por el cuero cabelludo y se echaron a reír. El sentido del humor acudía con facilidad en momentos como aquél, cuando parecía no tener sentido. —¿Qué es eso que me han contado sobre mi Rodny? —preguntó la Corneja. La silla se movía adelante y atrás, los mandos activados por sus manos inquietas. Llevaba el desgastado camisón azul remetido bajo los finos huesos. Mission aspiró hondo, a pesar de que al hacerlo se le llenaron los pulmones de humo, y les contó todo lo que había visto en la escalera: lo de las bombas, los incendios, lo que había oído sobre Mecánica, las fuerzas de Seguridad armadas con fusiles… hasta que la Corneja contuvo su parloteo enfebrecido con un ademán de sus frágiles brazos. —La lucha no —dijo—. Ya he visto lucha suficiente. Podría pintar un cuadro sobre ella y colgarlo de la pared de mi casa. ¿Qué hay de Rodny? ¿Y nuestro muchacho? ¿Lo ha conseguido? ¿Se lo ha hecho pagar? —Cerró el pequeño puño y lo levantó. —No —respondió Mission—. ¿Si ha conseguido el qué? Necesita nuestra ayuda. La Corneja se echó a reír, lo que lo dejó un poco desconcertado. Mission trató de explicarse. —Le di su nota y él me entregó otra a cambio. Pedía ayuda. Lo tenían encerrado detrás de esas grandes puertas de acero… —Encerrado no —lo interrumpió la Corneja. —… Como si hubiera hecho algo malo… —Algo bueno —lo corrigió ella. Mission se calló. Se dio cuenta de que detrás de sus viejos ojos brillaba un secreto, como un amanecer el día después de una limpieza. —Rodny no corre peligro —le aseguró ella—. Está con los antiguos libros. Está con la gente que nos arrebató el mundo. Allie le apretó el brazo a Mission. —Ha estado tratando de explicárnoslo —susurró—. Todo va a salir bien. Ven, ayúdanos con las mesas. —Pero la nota… —insistió Mission. Si no la hubiera roto en mil pedazos… —La nota sólo era para transmitirle ánimos. Para hacerle saber que era hora de empezar. Nuestro muchacho está en posición de hacerles mucho daño por lo que han hecho. —Había una especie de salvajismo en los ojos de la Corneja. —No —replicó Mission—. Rodny estaba asustado. Conozco a mi amigo y sé que tenía miedo de algo. El rostro de la Corneja se endureció. Abrió el puño y se alisó la parte delantera de su descolorido vestido. —Si es así —dijo con voz temblorosa—, entonces me he equivocado gravemente al juzgarlo. 56 La noche se fue acercando mientras colocaban las mesas y la Corneja volvía a cantar. Allie le dijo que habían impuesto el toque de queda, y Mission perdió la esperanza de que los demás apareciesen aquella noche. Sacaron unas colchonetas de los armarios para descansar, y decidieron que esperarían a los demás hasta el amanecer. Mission tenía muchas cosas que preguntarle a la Corneja, pero ella parecía distraída y con la mente en otra parte, como si la dominase una dicha tan intensa que llegaba a marearla. Frankie estaba convencido de que si conseguía llegar hasta su padre podrían atravesar los controles de seguridad y entrar en Informática. Mission les explicó que le había sido muy fácil cruzar el silo con el mono blanco. Tal vez no les costase reunirse con el padre de Frankie. Allie sacó algo de fruta fresca que había cogido en su parcela y la distribuyó entre todos. La Corneja bebió de uno de sus brebajes verdes. Mission se sentía inquieto. Salió al rellano, sin saber si esperar a los demás, como habían decidido, o seguir adelante, que es lo que quería. Por lo que él sabía, podían estarse llevándose a Rodny para ejecutarlo en aquel mismo momento. Normalmente las limpiezas tenían el efecto de calmar a la gente y se producían tras estallidos de descontento, pero aquella violencia no se parecía a ninguna otra que hubiesen presenciado antes. Aquello era el incendio del que había hablado su padre, provocado por los rescoldos de la desconfianza y la destrucción del comercio, todos a la vez. Lo había visto venir, pero se había desencadenado todo con la rapidez de un cuchillo que caía en picado desde lo alto. En el rellano se oía el eco procedente de abajo de las voces de una multitud. Al agarrar la barandilla, Mission sintió la trepidación de varios pares de botas en movimiento. Volvió con los demás y no lo mencionó. No había razón para sospechar que iban a por ellos. Cuando volvió, Allie tenía cara de haber estado llorando. Sus ojos estaban húmedos y sus mejillas enrojecidas. La Corneja estaba contándoles una historia de los viejos tiempos y sus manos dibujaban una escena en el aire. —¿Va todo bien? —preguntó Mission. Allie negó con la cabeza, como si prefiriese no hablar. —¿Qué sucede? —insistió él. Le cogió la mano y oyó a la Corneja hablar de la Atlántida, otro relato de la ciudad de magia, perdida y en ruinas, más allá de las colinas, de los tiempos de antaño, cuando aquellas estructuras desmoronadas brillaban como una moneda mojada—. Cuéntame —dijo. Se preguntaba si las historias la afectarían como a veces le ocurría a él, inspirándole tristeza sin que supiera por qué. —No quería decir nada hasta más tarde… —respondió ella con lágrimas renovadas. Mientas se las secaba, la Corneja guardó silencio y posó las manos sobre el regazo. Frankie permaneció callado. Fuera lo que fuese, también lo sabían. —Padre —dijo Mission. Tenía que ver con su padre. Había muerto, lo supo al instante. Allie siempre había estado más cerca de él que el propio Mission. Entonces, de repente, sintió un intenso ataque de remordimientos por haber abandonado su hogar. Mientras ella se limpiaba los ojos, incapaz de decir nada con los labios temblorosos, Mission se imaginó a si mismo arrodillado sobre la tierra, suplicando perdón. Allie lloró con fuerza mientras la Corneja tarareaba una melodía de los tiempos de antaño. Mission pensó en su padre muerto, en todo lo que habría querido decirle, y sintió el deseo de arrojarse contra los carteles de las paredes, de arrancarlos y hacerlos trizas junto con la promesa de libertad que ofrecían. —Es Riley —dijo Allie al fin—. Mis, lo siento mucho… La Corneja interrumpió su tarareo. Los tres se lo quedaron mirando. —No —susurró Mission. —No tendrías que habérselo dicho… —comenzó a decir Frankie. —¡Tiene derecho a saberlo! —exclamó Allie—. Su padre habría querido que lo supiera. Mission se quedó mirando un póster de colinas verdes y cielos azules. El mundo se oscureció tras sus lágrimas, igual que le sucedía detrás de las nubes de polvo. —¿Qué sucedió? —preguntó. Allie le contó que se había producido un ataque en las granjas. Riley había suplicado que lo dejasen ayudar, pero le habían dicho que no y entonces había desaparecido. Cuando lo encontraron, aún tenía un cuchillo aferrado en las manos. Mission se levantó y empezó a pasear por la habitación. Llovían lágrimas desde sus mejillas. No tendría que haberse marchado. Tendría que haber estado allí. Tampoco había estado ahí para ayudar a Cam. La muerte lo precedía en todos los sitios a los que no podía llegar. Le había hecho lo mismo a su madre. Y ahora se acercaba el fin para todos ellos. En ese momento les llegó un ruido desde el rellano, un ruido que fue creciendo hasta llenar el pasillo: el estrépito de unas botas que se aproximaban. Mission se secó las lágrimas. Estaba convencido de que los demás no iban a venir y creía que podían ser los hombres de Seguridad armados. Le preguntarían dónde estaba su arma antes de comprender que era un impostor, antes de acabar con todos ellos a tiros. Cerró la puerta y, al ver que no tenía cerradura, encajó una mesa bajo el picaporte. Frankie corrió hasta Allie y le dijo que se ocultase detrás de la mesa de la Corneja. Agarró el respaldo de la silla de ruedas —mientras los cables se balanceaban peligrosamente sobre su cabeza—, pero ella insistió en que podía arreglárselas sola, en que no había nada que temer. Mission sabía la verdad. Era Seguridad quien venía a buscarlos… Seguridad o una turba. Había llegado por la escalera y sabía lo que estaba pasando allí fuera. Alguien llamó a la puerta. El picaporte se estremeció. Al otro lado, el ruido de los pasos cesó cuando todos los que venían se reunieron frente a la entrada. Frankie, con los ojos muy abiertos, se llevó un dedo a los labios. El cable chirriaba mientras se balanceaba de lado a lado. La puerta se combó hacia dentro. Por un instante, Mission tuvo la esperanza de que se marcharan, de que sólo estuviesen haciendo una ronda. Pensó en ocultarse bajo las sábanas que habían utilizado para cubrir las mesas, pero la idea llegó tarde. La puerta se abrió violentamente y el escritorio, con un chirrido, retrocedió resbalando sobre el suelo. La primera persona en traspasar el umbral fue Rodny. Su aparición fue tan repentina y chocante como una bofetada en la mejilla. Llevaba un mono blanco todavía cubierto de arrugas. Tenía el pelo muy corto y la cara recién afeitada, e incluso un corte en la barbilla. Mission se sintió como si se encontrase delante de un espejo, al verse frente a su amigo con la misma indumentaria. Otros hombres de blanco, armados con fusiles, se congregaron detrás de Rodny. Éste les ordenó que retrocediesen y avanzó unos pasos hacia el interior del aula, a lo largo de los pupitres perfectamente ordenados. Allie fue la primera en responder. Con una expresión de sorpresa, avanzó hacia él con los brazos abiertos, como para abrazarlo. Rodny levantó la mano y le ordenó que se detuviese. En la otra llevaba una arma de pequeño calibre, la misma que utilizaban los ayudantes. No tenía los ojos clavados en sus amigos, sino en la Corneja. —Rodny… —empezó a decir Mission. Su cerebro estaba tratando de asimilar la presencia de su amigo. Se habían reunido allí para rescatarlo, pero él no parecía necesitar que lo rescataran. —La puerta —dijo Rodny volviendo la cabeza. Un hombre que le doblaba la edad, tras titubear un momento, hizo lo que se le ordenaba y la cerró. No era así como se comportaba un prisionero. Frankie saltó hacia adelante al mismo tiempo que se cerraba la puerta, y exclamó «¡Padre!», como si lo hubiera visto en el pasillo, con los demás. —Íbamos a buscarte —le explicó Mission. Sentía deseos de acercarse a su amigo, pero había algo peligroso en los ojos de Rodny—. Tu nota… Rodny apartó finalmente los ojos de la Corneja. —Íbamos a ayudarte… —insistió Mission. —Ayer lo necesitaba —respondió Rodny. Sus ojos fueron saltando de rostro en rostro mientras rodeaba los pupitres, con el arma al costado. Mission retrocedió y se reunió con Allie junto a la Corneja…, no sabía muy bien si para protegerla o para sentirse protegido. —No deberías estar aquí —declaró la señorita Crowe con tono admonitorio—. Tu pelea no está aquí. Deberías estar luchando contra ellos. —Un flaco dedo señaló la puerta. El arma que Rodny llevaba en la mano se levantó ligeramente. —¿Qué haces? —preguntó Allie mientras contemplaba la pistola con los ojos abiertos de par en par. Rodny señaló a la Corneja. —Cuénteselo —dijo—. Cuénteles lo que ha hecho. Lo que hace. —¿Qué te han hecho? —preguntó Mission. Su amigo había cambiado. No era sólo el uniforme y el corte de pelo. Era la mirada. —Me han enseñado… —Rodny apuntó los carteles de la pared con el arma— que esas historias son ciertas. —Se rió y se volvió hacia la Corneja —. Y me enfurecí, tal como usted me advirtió que sucedería. Me enfurecí por lo que le habían hecho al mundo. Quería destruirlo todo. —Pues hazlo —insistió la Corneja—. Destrúyelos. —Su voz chirriaba como una puerta justo antes de cerrarse violentamente. —Pero ahora sé la verdad. Me la han revelado. Tenemos un deber. Y ahora sé lo que usted ha estado haciendo en este lugar… —¿Qué pasa aquí? —preguntó Frankie, aún en medio de la habitación. Avanzó hacia la puerta—. ¿Por qué está mi padre…? —Quédate ahí —le dijo Rodny. Apartó uno de los pupitres de su camino y se acercó más a ellos—. No te muevas. —Su arma apuntaba alternativamente a Frankie y a la Corneja, cuya silla se estremecía al compás de su mano temblorosa—. Esas palabras de la pared, las historias y las canciones… Fue usted la que nos hizo como somos. Nos hizo sentir furiosos. —Como debe ser —graznó ella—. ¡Como debe ser, maldita sea! Mission se le acercó sin apartar los ojos del arma. Allie se arrodilló y le cogió la mano a la anciana. Rodny se detuvo a poco más de tres metros de distancia, con el arma apuntando hacia sus pies. —Ellos matan y matan —continuó la Corneja—. Y harán lo que siempre han hecho. Lo limpiarán todo. Enterrarán y quemarán a los muertos. Y estas mesas… —Su brazo se alzó bruscamente y un dedo tembloroso señaló los pupitres que acababan de colocar—. Estas mesas volverán a estar ocupadas. —No —replicó Rodny negando con la cabeza—. Ya no. Todo esto ha terminado. No nos volverá a aterrorizar… —¿Qué dices? —exclamó Mission. Se acercó a la Corneja y apoyó una mano en su silla—. Eres tú el que lleva el arma, Rodny. Eres tú el que nos está aterrorizando. Rodny se volvió hacia él. —Ella es la que nos hace sentir así. ¿No te das cuenta? El miedo y la esperanza van de la mano. Lo que nos cuenta es lo mismo que lo de los sacerdotes, sólo que nosotros llegamos primero a ella. Toda esa palabrería sobre un mundo mejor únicamente sirve para que detestemos éste. —No… —Mission sintió un acceso de odio dirigido contra su amigo por decir tal cosa. —Sí —replicó Rodny—. ¿Por qué crees que odiamos a nuestros padres? Porque ella nos obliga. Nos anima a separarnos de ellos. Pero esto no mejora las cosas. —Agitó el brazo con convicción—. Lo que sabía ayer me ha aterrorizado durante toda mi vida. Como a todos nosotros. Lo que sé ahora me da esperanza. —Levantó el arma. Mission no daba crédito a sus ojos. Su amigo apuntó a la vieja Corneja con el arma. —Espera —Mission levantó la mano. —Atrás —le ordenó Rodny—. Tengo que hacerlo. —¡No! El brazo de su amigo se tensó. El cañón estaba apuntando a una mujer indefensa en una silla de ruedas, la madre de todos ellos, la que les cantaba nanas para que se durmiesen en las cunas y en las colchonetas, cuya voz los había acompañado durante su época de sombras e incluso más allá. Frankie empujó un pupitre y se abalanzó sobre Rodny. Allie gritó. Mission saltó hacia un lado mientras el arma emitía un estruendo y un destello. Sintió un puñetazo en el estómago y fuego en las tripas. Cayó al suelo mientras el arma atronaba una segunda vez. La silla de la Corneja dio un salto hacia un lado al mismo tiempo que un espasmo sacudía la mano de la anciana. Mission cayó pesadamente al suelo, con las manos en el vientre. Al apartarlas, estaban pegajosas y húmedas. Tendido de espaldas, vio a la Corneja doblada sobre sí misma en la silla, una silla que ya no se movía. El arma atronó por tercera vez. Sin necesidad. El cuerpo de la anciana se estremeció al recibir el impacto. Frankie saltó sobre Rodny y cayeron al suelo. Un montón de botas irrumpieron en la sala, atraídas por el ruido. Allie estaba allí, llorando. Tenía las manos en su vientre y apretaba con fuerza, mientras miraba a la Corneja. Lloraba por los dos. Mission sintió el sabor de la sangre en la boca. Le recordó una vez en que, cuando eran niños, Rodny le había dado un puñetazo. Sólo estaban jugando. Disfrazados, fingiendo que eran sus padres. Había botas por todas partes. Botas brillantes y negras, algunas, mostrando su desgaste, las otras. Los que ya habían combatido antes y los que ahora estaban aprendiendo. Rodny se inclinó sobre Mission, con expresión preocupada y los ojos abiertos de par en par. Le dijo que aguantase. Mission habría querido decirle que lo intentaría, pero el dolor que sentía en las tripas era demasiado. Se sentía incapaz de hablar. Le dijeron que se mantuviese despierto, pero lo único que quería era dormir. No ser. Dejar de ser una carga para los demás. —¡Maldito seas! —gritó Allie, y se refería a él, a Mission, no a Rodny. Balbució que lo amaba y Mission trató de responder que ya lo sabía. Quería decirle que tenía razón. Por un momento se imaginó a los niños que tendrían, la parcela que trabajarían si unían las de ambos, las largas e ininterrumpidas hileras de maíz, como vidas prolongadas durante generaciones. Generaciones de personas que permanecían cerca de su hogar, apoyándose unas a otras, haciendo lo que sabían, disfrutando de saberse una carga. Habría querido decirle todas estas cosas y muchas más. Pero mientras Allie se inclinaba hacia adelante y él luchaba por dar forma a las palabras, lo único que fue capaz de decir, con un susurro en medio del estrépito de las botas y los gritos, fue que era su cumpleaños. Calla, cielo mío, no llores voy a cantarte una nana aunque esté lejos yo sé que estaré contigo en tus sueños. Calla, cielo mío, y duerme a tu alrededor vuelan los ángeles por la mañana y durante el día para mantener tus miedos a raya. Duerme, cielo mío, no llores voy a cantarte una nana 57 Tres años después Mission se cambió el mono de trabajo mientras Allie preparaba la cena. Se lavó las manos, se quitó la tierra de debajo de las uñas y contempló el barro que se escurría por el sumidero. Cada vez le costaba más quitarse el anillo, pues tenía los nudillos entumecidos y agarrotados por las duras labores de la temporada de siembra. Tras enjabonarse las manos, logró sacarlo por fin. Aún se acordaba de la última vez que se le había ido por el desagüe, así que lo dejó a un lado con cuidado. En la cocina, Allie silbaba mientras trasteaba aquí y allá. Cuando abrió el horno, el olor a cerdo asado llegó hasta él. Tendría que decirle algo. No podían permitirse el lujo de comprar cerdo sin una buena razón. Su mono fue a parar a la pila de la ropa sucia. Cuando volvió a la cocina había unas velas encendidas sobre la mesa. Las reservaban para casos de emergencia, para las ocasiones en las que los idiotas de abajo cambiaban de generador y decidían utilizar el principal, el averiado. Allie lo sabía. Pero antes de que pudiese decir nada sobre las velas o el asado, o contarle que la cosecha de judías no sería tan buena como esperaban, vio su sonrisa radiante. Sólo había una cosa que pudiese provocarle tanta alegría… pero era imposible. —No —dijo. No podía creerlo. Allie asintió. Tenía lágrimas en los ojos. Cuando llegó a su lado, ya surcaban sus mejillas como un torrente. —Pero si nuestro billete había caducado… —susurró mientras la abrazaba. Olía a pimientos dulces y a salvia. Sintió cómo temblaba. Allie sollozó. La voz se le quebró de pura alegría. —El médico dice que fue el mes pasado. Nos tocaba, Mis. Vamos a tener un bebé. Una oleada de alivio inundó a Mission. Alivio, no entusiasmo. Alivio porque todo fuese legal. Besó a su esposa en las mejillas y sintió el sabor de la sal combinado con el pimiento y la salvia. —Te amo —susurró. —El asado. —Se apartó de él y corrió al horno—. Te lo iba a decir después de la cena. Mission se echó a reír. —Si no me lo hubieses dicho ahora, habrías tenido que explicarme lo de las velas. Llenó dos vasos con mano temblorosa y los puso en la mesa mientras ella preparaba los platos. Al oler la carne asada se le hizo la boca agua. Casi podía sentir al sabor en la boca. Un sabor a futuro, a cosas por llegar. —Que no se enfríe —dijo Allie mientras llevaba los platos. Se sentaron y se cogieron de la mano. Mission se maldijo por no haberse vuelto a poner el anillo. —Bendice esta comida y a aquellos que han alimentado sus raíces — oró Allie. —Amén —respondió Mission. Su esposa le estrechó las manos un momento y luego cogió los cubiertos. —Mira —comentó mientras cortaba el asado—, si es una chica habrá que llamarla Allison. Que yo recuerde, todas las mujeres de mi familia se han llamado así. Mission se preguntó hasta dónde alcanzaría ese recuerdo. Sería raro que viniera de muy lejos. Pensó en el nombre mientras masticaba. —Allison, de acuerdo —asintió. Y pensó que al final también acabarían llamándola Allie—. Pero si es un chico, ¿podemos ponerle Cam? —Claro. —Allie levantó el vaso—. ¿No era así como se llamaba tu abuelo? —No. No conozco a ningún Cam. Lo que pasa es que me gusta cómo suena. Levantó su vaso de agua y lo estudió un instante. ¿O sí conocía a algún Cam? ¿De dónde había sacado aquel nombre? Había partes de su pasado que se le escapaban, que permanecían ocultas. Cosas como la marca de su cuello o la cicatriz de su estómago, que no recordaba de dónde habían salido. Les pasaba a todos en mayor o menor medida, todos tenían cosas en el pasado que no podían recordar, pero a Mission más que a la mayoría. Como su cumpleaños. Lo volvía loco no recordar cuándo era su cumpleaños. ¿Cómo podía haber olvidado algo así? TERCER TURNO Pacto 58 2345 Silo 1 —¿Señor? Hubo un traqueteo de huesos bajo sus pies. Donald avanzó a tientas por la oscuridad y los perros alados se desperdigaron ante el ruido de las voces. —¿Puede oírme? La neblina se abrió, como un párpado al despertar, como el sello de su cápsula. Una judía en una vaina. Donald estaba hecho un ovillo dentro de la cápsula como una judía en su vaina. —¿Señor? ¿Me oye, señor? Tenía la piel helada. Donald estaba sentado y le salía humo de las piernas desnudas. No recordaba haberse ido a dormir. Recordaba al médico y recordaba haber estado en su despacho. Estaban hablando. Ahora lo estaban despertando. —Beba esto, señor. Donald recordaba aquello. Recordaba haber despertado varias veces, pero nunca haberse ido a dormir. Sólo el despertar. Tomó un trago y tuvo que concentrarse para conseguir que le funcionara la garganta, tuvo que hacer un esfuerzo para tragar. Una pastilla. Se suponía que tenían que darle una pastilla, pero no se la ofrecieron. —Señor, teníamos instrucciones para despertarlo. Instrucciones. Normas. Protocolos. Donald volvía a estar en líos. Troy. Puede que fuese por culpa del tal Troy. ¿Quién era? Donald bebió todo lo que pudo. —Muy bien, señor. Vamos a ayudarlo a salir. Había problemas. Sólo lo despertaban cuando había algún problema. Le quitaron un catéter y una aguja que llevaba en el brazo. —¿Qué he…? Tosió tapándose la boca con el puño. Su voz era como un pañuelo de papel fino, débil y frágil. Invisible. —¿Qué pasa? —preguntó forzando la garganta hasta que consiguió proferir un susurro. Dos hombres lo levantaron y lo colocaron en una silla de ruedas. Un tercero la sujetaba. Lo envolvieron en una manta suave en lugar de un camisón de papel. Esta vez no hubo crujidos, ni hormigueos en la piel. —Una pérdida —dijo alguien. Un silo. Habían perdido un silo. De nuevo, sería su culpa. —El silo Dieciocho —susurró recordando su último turno. Los dos hombres se miraron de reojo, boquiabiertos. —Sí —asintió uno de ellos con voz de asombro—. El silo Dieciocho, señor. Al otro lado de la colina. Perdimos el contacto. Donald trató de concentrarse en el hombre que le hablaba. Recordó haber perdido a alguien al otro lado de una colina. A Helen. Su esposa. Aún estaban buscándola. Aún había esperanza. —Cuénteme —susurró. —Aún no sabemos cómo, pero uno de ellos logró llegar al otro lado de la colina… —Uno de los limpiadores, señor… Un limpiador. Donald se hundió en la silla; sus huesos estaban tan fríos y pesados como la piedra. Así que al final no era Helen. —… Más allá de la colina… —dijo otro. —… Recibimos una llamada del Dieciocho… Donald levantó ligeramente la mano, con el brazo tembloroso y aún medio entumecido por el sueño. —Esperen —ordenó con voz cascada—. De uno en uno. ¿Por qué me han despertado? Me duele al hablar… Uno de los hombres se aclaró la garganta. Cubrieron a Donald hasta la barbilla para que dejase de tiritar. No se había dado cuenta de que estuviera tiritando. Se mostraban tan reverentes con él, tan delicados… ¿Por qué? Trató de aclararse la cabeza. —Nos dijo usted que lo despertáramos… —Es el protocolo… Los ojos de Donald recayeron sobre la cápsula, que aún humeaba a consecuencia del frío que se escapaba de su interior. Había una pequeña pantalla en su base, con las lecturas vacías ahora que la había abandonado. Sólo contenía un termómetro cuya temperatura iba en ascenso. Un termómetro y un nombre. Que no era el suyo. Y Donald recordó que los nombres no significaban nada salvo cuando eran lo único de que disponías. Si nadie recordaba a los demás, si los caminos no se entrecruzaban, entonces el nombre lo era todo. —¿Señor? —¿Quién soy? —preguntó, incapaz de comprender lo que leía en la pantalla. Ése no era él—. ¿Por qué me han despertado? —Porque usted nos lo dijo, señor Turman. Le taparon los hombros con la manta. Alguien dio la vuelta a la silla. Lo trataban con todo respeto, como si tuviese algún tipo de autoridad. Las ruedas de la silla ni siquiera chirriaban. —No pasa nada, señor. En seguida se le aclarará la cabeza. No conocía a aquella gente. Ellos no lo conocían a él. —El médico autorizará su reincorporación a su puesto. Nadie conocía a nadie. —Por aquí. Así que cualquiera podía ser cualquiera. —Por aquí. Hasta que no importaba quién estaba al mando. Un hombre podía hacer lo que era correcto y otro lo que era justo. —Muy bien. Un nombre era tan bueno como cualquier otro. 59 2312 Primera hora Silo 17 El Estrépito llegaba antes de la quietud. Era una de las Reglas del mundo, porque el eco de los golpes y gritos necesita algún sitio donde rebotar, igual que los cuerpos necesitan un espacio en el que caer. Jimmy Parker estaba en clase cuando se inició el último de los grandes Estrépitos. Fue justo antes de una limpieza. Al día siguiente no tendrían clase. A cambio de la muerte de un hombre, Jimmy y sus amigos recibirían el regalo de unas horas de sueño. Su padre, en cambio, tendría que doblar turno en Informática. Y al día siguiente, por la tarde, su madre insistiría en que subiesen con su tía y sus primas para contemplar cómo flotaban las nubes sobre la nítida vista de las colinas, hasta que el cielo se volviese oscuro y melancólico. Los días de limpieza eran para estar en la cama y ver a la familia. Eran para aliviar la inquietud y acallar los Estrépitos. Eso era lo que les decía la señorita Pearson cuando escribía las normas del Pacto en la pizarra. La tiza chirriaba al dejar un polvoriento reguero tras la enumeración de las razones por las que un hombre podía ser condenado a muerte. Lecciones de civismo el día antes de una expulsión. Advertencias la víspera de advertencias más claras. Jimmy y sus amigos se removían en los asientos y se aprendían las Reglas. Unas Reglas del mundo que muy pronto dejarían de aplicarse. Jimmy tenía diecisiete años. Muchos de sus amigos abandonarían pronto su condición de sombras, pero él necesitaría aún otro año de estudio para seguir los pasos de su padre. La señorita Pearson hizo una marca sobre la pizarra y pasó a la importancia de escoger un compañero para toda la vida, de registrar las relaciones conforme a lo estipulado en el Pacto. Sarah Jenkins se volvió en su asiento y sonrió a Jimmy. Las lecciones de civismo se entremezclaban con las de biología, y las hormonas con las leyes que gobernaban su exceso. Sarah Jenkins era bonita. Jimmy no lo creía así al comienzo del curso, pero ahora empezaba a verlo. Sarah Jenkins era bonita, pero dejaría de serlo en cuestión de horas. La señorita Pearson pidió un voluntario para leer el Pacto en voz alta, y fue entonces cuando apareció la madre de Jimmy. De repente, sin previo aviso. Qué vergüenza. El final del mundo de Jimmy comenzó con un ardor en las mejillas y un rubor en el cuello, en presencia de todo el mundo. Su madre no le dijo nada a la señorita Pearson, no se excusó. Simplemente irrumpió por la puerta y avanzó a paso decidido entre los pupitres, con aquella forma de andar que tenía cuando estaba furiosa. Agarró a Jimmy del brazo y se lo llevó sin que él supiese qué había hecho esta vez. La señorita Pearson no dijo nada. Jimmy desvió la mirada hacia su amigo Paul, que sonreía tapándose la cara con la mano, y se preguntó por qué únicamente él estaba metido en un lío. Raras veces no estaban juntos cuando cometían travesuras, Paul y él. La única persona que dijo algo fue Sarah Jenkins. —¡Tu mochila! —exclamó justo antes de que la puerta del aula se cerrase violentamente y el silencio se tragase su voz. Ninguna otra madre se llevaba a su hijo por el pasillo. Si acudían, sería mucho más tarde. El padre de Jimmy trabajaba con los ordenadores y se enteraba de cosas. Sabía lo que pasaba antes que los demás. Esta vez, sólo un momento antes. Otros estaban acercándose por las escaleras. El ruido era aterrador. El rellano del piso de la escuela trepidaba con las vibraciones provocadas por un tráfico lejano y pesado. Un tornillo traqueteó al aflojarse en uno de los puntales de la barandilla. Daba la impresión de que el silo fuese a desmoronarse. La madre de Jimmy lo arrastraba hacia la gran escalera de caracol cogido del brazo, como si tuviese doce años. Jimmy intentó resistirse un momento, confuso. En el último año había crecido hasta ser más alto que ella y tanto como su padre, pero le costaba asimilar que tuviese ese poder, que fuese casi un hombre. Había dejado atrás su mochila y a sus amigos. ¿Adónde iban? El estruendo procedente de abajo parecía estar creciendo. Su madre se volvió al notar su resistencia. Lo que había en sus ojos, vio entonces, no era rabia. No había furia en ellos y no tenía el ceño fruncido. Estaban muy abiertos y húmedos, tan brillantes como cuando murieron el abuelo y la abuela. El ruido que venía de abajo era aterrador, pero fue el brillo en los ojos de su madre lo que instaló el miedo en el corazón de Jimmy. —¿Qué pasa? —susurró. Detestaba ver a su madre alterada. Algo oscuro y vacío, como aquel gato callejero sin cola al que nadie lograba atrapar en los aposentos superiores, la carcomía por dentro. Su madre no dijo nada. Se volvió y lo arrastró escaleras abajo, hacia el atronador estruendo de algo horrible que se aproximaba, y Jimmy comprendió al instante que el problema no era suyo. Era de todos. 60 Jimmy nunca había sentido vibrar la escalera de aquel modo. Era como si toda ella se estuviera moviendo. Parecía haberse transformado en goma, como esos trozos de grafito que parecían volverse flexibles al balancearlos rápidamente entre los dedos, un juego de manos que había aprendido en clase. Aunque sus pies tocaban raras veces la escalera —pues tenía que correr para no perder a su madre—, los sentía un poco doloridos y adormecidos por las vibraciones que se transmitían directamente del acero a sus huesos. Sentía el miedo en la boca como una cuchara seca sobre la lengua. Unos rugidos de furia llegaban desde abajo. La madre de Jimmy le lanzó un grito de aliento, lo instó a que se apresurara, y siguieron bajando en espiral. Corrían hacia aquella calamidad que ascendía, fuera la que fuese. —¡De prisa! —volvió a gritar. A Jimmy le daba más miedo el temblor de su voz que el estremecimiento de un centenar de pisos de acero. Se dio prisa. Dejaron atrás el veintinueve. El treinta. La gente corría en sentido contrario. Mucha gente, con monos del mismo color que el de su padre. En el rellano del treinta y uno, Jimmy vio su primer cadáver desde el funeral de su abuelo. Era como si al hombre le hubieran estrujado un tomate en la nuca. Tuvo que saltar sobre sus brazos, tendidos sobre los peldaños. Corrió detrás de su madre mientras una parte de aquel líquido rojo y viscoso resbalaba sobre el rellano y salpicaba los peldaños inferiores. En el piso treinta y dos, el temblor de la escalera era tan intenso que podía sentirlo hasta en la dentadura. El nerviosismo de su madre fue aumentando mientras se abrían paso a empujones entre el gentío cada vez mayor que subía hacia ellos. Nadie parecía ver a nadie. Todo el mundo pensaba en sí mismo. La estampida era audible, un tronar de mil botas. Había fuertes voces que se alzaban por encima del traqueteo de las pisadas. Jimmy paró un momento para asomarse sobre la barandilla. Más abajo, al otro lado de la escalera que taladraba la tierra en la oscuridad, pudo ver los codos y las manos de una multitud. Se volvió al mismo tiempo que alguien pasaba a su lado como un trueno. Su madre le gritó que se apresurara, porque la muchedumbre ya casi se les había echado encima y el tráfico era cada vez más denso. Jimmy sintió el miedo y la rabia en la gente que pasaba corriendo, y por un momento experimentó el impulso de huir hacia arriba con ellos. Pero su madre estaba ahí, gritándole que la siguiera, y su voz se abrió paso como un cuchillo entre su temor hasta llegar al corazón mismo de su ser. Jimmy le cogió la mano y siguió bajando. La vergüenza que sintió antes había desaparecido. Ahora sólo quería estar con ella. La gente que pasaba corriendo les gritaba que diesen la vuelta. Algunos llevaban tuberías o barras de hierro en las manos. Unos cuantos tenían cortes y magulladuras. La sangre cubría la boca y la barbilla de un hombre. Una pelea, en otra parte. Jimmy creía que eso sólo pasaba en las Profundidades. Otros parecían simplemente atrapados en la pesadilla de lo que estaba pasando. Iban sin armas y volvían la cabeza en todas direcciones. Era una turba asustada de una turba. Jimmy se preguntó qué la habría causado. ¿A qué había que tenerle miedo? Unos ruidos estrepitosos resonaban entre las pisadas. Un hombre muy fornido empujó a la madre de Jimmy contra la barandilla de una embestida. Jimmy la cogió del brazo y los dos juntos siguieron bajando hasta el treinta y tres, pegados al poste interior. —Sólo uno más —le dijo su madre, lo que quería decir que iban a buscar a su padre. La multitud se convirtió en una auténtica masa humana varias vueltas antes del treinta y cuatro. Hasta cuatro personas llegaban a agolparse donde no había sitio más que para dos. Jimmy se golpeó la muñeca contra la barandilla interior. Se introdujo a la fuerza entre el poste y los que pugnaban por subir. Sólo lograba avanzar centímetro a centímetro, mientras los que lo rodeaban empujaban y trataban de moverse entre gruñidos de esfuerzo. Se dio cuenta de que así iban a quedar atrapados. La gente seguía avanzando y avanzando en dirección contraria, y de pronto se vio separado de su madre. Ella continuó hacia abajo mientras él permanecía en el sitio, inmovilizado. La oyó gritar su nombre. Un hombretón empapado en sudor y con la mandíbula temblorosa en un gesto de pánico estaba tratando de subir por su lado. —¡Muévete! —le gritó a Jimmy, como si hubiera algún sitio adonde ir. La única opción era subir. Jimmy se pegó todo lo posible al poste central y el hombre logró abrirse paso a empellones. En la barandilla exterior sonó un grito. Un estremecimiento recorrió la multitud, seguido por una serie de jadeos. Alguien gritó «¡Agárrate!», y luego otro gritó que lo dejaran. Entonces se alzó un alarido, que descendió en picado hasta perderse en el vacío. La cuña formada por los cuerpos se abrió un momento. Jimmy sintió náuseas al pensar que alguien había caído al vacío, a tan poca distancia. Contorsionó el cuerpo hasta escapar de la presión de la masa y se encaramó a la barandilla interior. Luego se agarró al poste central y se mantuvo allí en equilibrio, con cuidado de no meter el pie en los quince centímetros de espacio que había entre la barandilla y el poste, aquel hueco al que los niños les gustaba lanzar sus escupitajos. Al instante, alguien de la multitud ocupó su puesto en los escalones. Comenzó a sentir golpes en los tobillos, propinados por los hombros y los codos del gentío. Permaneció allí agazapado, sintiendo en la parte baja de los peldaños el movimiento de las botas que avanzaban hacia arriba. Deslizó los pies sobre la fina barra de acero, pulida hasta quedar resbaladiza por el roce de millares de manos, y empezó a bajar en pos de su madre. Su pie resbaló y se introdujo en el hueco. Era como si el vacío intentara tragarse su pierna. Logró enderezar el cuerpo. Temía caerse sobre la bamboleante multitud, y se imaginó arrastrado sobre sus brazos enfebrecidos y al fin arrojado al vacío. No vio a su madre hasta haber dado media vuelta alrededor del poste interior. La multitud la había empujado hasta el otro lado. —¡Mamá! —gritó Jimmy. Se agarró al borde de los peldaños por encima de su cabeza y extendió el brazo hacia ella por encima de la multitud. Una mujer que estaba en mitad de los escalones gritó y desapareció bajo los pies de quienes ocupaban el lugar que había dejado. Cuando la pisotearon, los gritos de la mujer cesaron. La multitud continuó su marcha. La madre de Jimmy retrocedió varios pasos en su misma dirección, arrastrada por la turba. —¡Busca a tu padre! —gritó haciendo bocina con las manos—. ¡Jimmy! —¡Mamá! Alguien lo golpeó en las espinillas y Jimmy se soltó de los peldaños superiores. Agitó los brazos una, dos veces, haciendo pequeños círculos, mientras trataba de recobrar el equilibrio. Se precipitó sobre el mar de cabezas y rodó por encima de él. Alguien lo golpeó en las costillas al intentar protegerse cuando se le vino encima. Otro hombre lo arrojó a un lado. Jimmy siguió rodando sobre una ondulada plataforma de puntiagudos codos y duros cráneos, mientras el tiempo parecía ralentizar su marcha hasta casi detenerse. Todo desapareció, salvo el espacio vacío y una caída interminable a través de una multitud que ahora avanzaba por la escalera formando un frente de cinco personas. Jimmy trató de agarrarse a cualquiera de las manos que lo empujaban. Sintió que se le encogían las tripas al ver que el hueco que llevaba al vacío y a la oscuridad se iba acercando. No veía la barandilla. Oyó la voz de su madre, un chillido reconocible por encima de los demás, proferido por pura impotencia. Alguien gritó que ayudaran al muchacho que caía. El muchacho, que no era otro que él, rodó sobre la espiral de cabezas tratando de agarrarse a alguna parte. El vacío cada vez estaba más cerca. La muchedumbre lo empujaba hacia allí al tratar de protegerse. Se deslizó entre dos personas y entonces —y al mismo tiempo que su barbilla chocaba con un hombro— vio la barandilla. Estiró el brazo hacia ella y logró agarrarse a la barra de acero con una mano. Sus pies se columpiaron por encima de su cabeza, su cuerpo se retorció volteado por el impulso y entonces sufrió una dolorosa sacudida a la altura del hombro, pero logró aguantar y no se soltó. Se quedó allí, agarrado con una mano a la barandilla y a uno de los puntales verticales con la otra, con los pies colgando sobre el vacío. La cadera de alguien le aprisionó los dedos que asían la barandilla y Jimmy lanzó un grito. Algunas manos trataron de ayudarlo, pero la locura que venía de abajo arrastró en sentido contrario a las personas a las que pertenecían, junto con sus buenas intenciones. Jimmy trató de encaramarse a la barandilla. Bajó la mirada y, más allá de sus propios pies, que se agitaban en el aire, vio las multitudes que seguían tratando de avanzar por la escalera. Dos vueltas más allá se encontraba el rellano del treinta y cuatro. Volvió a intentar subirse, pero sintió una llamarada de dolor en el hombro que antes había sufrido la sacudida. Alguien le arañó el hombro al tratar de ayudarlo, pero también esta vez el torrente humano lo arrastró hacia arriba. Jimmy volvió a mirar hacia abajo, más allá de su pecho y sus pies, y vio que el rellano del piso treinta y cuatro estaba abarrotado. La escalera anegada vomitaba una multitud, que trataba de volver a meterse allí a empujones. Alguien cruzó las puertas de Informática enfundado en un traje de limpiador completo, con casco y todo. Se abalanzó sobre la multitud agitando los brazos plateados como si nadase en medio de un mar de carne. Todos querían subir a cualquier precio y desde abajo seguían llegando ruidos y gritos. En ese momento sonó una detonación seca y repentina procedente de allí, el estruendo que hacían los globos del bazar al estallar, sólo que mucho mucho más fuerte. Jimmy soltó la barandilla. Tenía el hombro demasiado dolorido como para seguir soportando su propio peso. Se agarró al puntal con la otra mano mientras descendía y el chirrido emitido por su mano sudorosa al resbalar sobre el metal se sumó al estruendo de la multitud. Finalmente quedó suspendido del borde de los peldaños, en la base del puntal. Trató de localizar la barandilla de la vuelta siguiente con el pie, pero lo único que encontró fueron brazos furiosos que apartaban sus botas a manotazos. El dolor de su hombro era casi insoportable. Durante un instante, se columpió en el aire, sujeto por una sola mano. Lanzó un grito de socorro. Mientras gritaba llamando a su madre, recordó lo que le había pedido. «Busca a tu padre». Era imposible volver a encaramarse a la escalera. No tenía fuerzas. No había espacio. Nadie iba a ayudarlo. Había una multitud a su alrededor, pero él se encontraba totalmente solo. Jimmy aspiró hondo. Aún aguantó suspendido un momento más, bajó la mirada hacia el abarrotado rellano que tenía debajo, y se soltó. 61 Dos vueltas enteras de la escalera de caracol pasaron volando frente a sus ojos. Dos vueltas llenas de ojos abiertos de par en par entre la multitud apelotonada. Jimmy sintió que la fuerza del viento contra su cuello crecía y crecía. Se le subieron las tripas a la garganta y vislumbró por un instante un rostro que se volvía con alarma para verlo pasar. Cayó sobre la multitud del rellano con un impacto espantoso. El hombre del traje plateado, con el rostro oculto detrás del pequeño visor, quedó atrapado debajo de él. La gente le gritaba. Otros salían arrastrándose de debajo. Jimmy se apartó rodando, pero una descarga eléctrica le recorrió la zona de las costillas donde se había golpeado con alguien. Sentía un dolor palpitante en una rodilla y le ardía el hombro. Se precipitó cojeando hacia las puertas dobles, por las que en aquel preciso momento salía otra persona con un paquete en los brazos. Al ver la multitud que ocupaba la escalera, se detuvo bruscamente. Alguien gritó algo sobre el exterior prohibido, sin que a nadie pareciese importarle. Al día siguiente tenía que haber una limpieza. Puede que fuese demasiado tarde. Jimmy pensó en las horas extra que había hecho su padre. Se preguntó a cuánta gente más mandarían fuera por aquel estallido de violencia. Se volvió hacia la escalera y buscó a su madre con la mirada. Con los gritos y chillidos de la gente que pedía a los demás que se moviesen o se quitasen de en medio, era imposible oír nada. Pero la voz de ella aún resonaba en sus oídos. Al recordar su última orden, la expresión lastimera de su rostro, corrió hacia dentro en busca de su padre. Al otro lado de la puerta reinaba el caos. La gente corría por los pasillos de un lado a otro y se oían discusiones por todas partes. Yani, un alto y fornido agente de seguridad, se encontraba junto a la compuerta, con el cabello empapado en sudor. Jimmy corrió hacia él. Se agarró el codo para mantener el brazo pegado al pecho e impedir que su hombro se balancease de un lado a otro. El dolor que sentía en las costillas le impedía respirar con normalidad. Su corazón aún palpitaba aceleradamente por la descarga de adrenalina provocada por la caída. —Yani… —Se apoyó en la compuerta de seguridad y trató de recobrar el aliento. El agente pareció tardar un instante en reparar en su existencia. Tenía los ojos muy abiertos y los movía de un lado a otro. Jimmy vio que llevaba algo en la mano, una pistola como la del comisario. —Tengo que entrar —le dijo—. Tengo que encontrar a mi padre. La mirada del agente se posó sobre Jimmy. Yani era un buen hombre, un amigo de su padre. Tenía una hija dos años menor que Jimmy. A veces, su familia iba a su casa a cenar en vacaciones. Pero aquél no era Yani. Era como si una especie de horror lo tuviese atenazado por el cuello. —Sí —respondió con la cabeza ladeada—. Tu padre. No me deja entrar. No deja entrar a nadie. Pero a ti… —Aunque pareciese imposible, sus ojos se abrieron todavía más. —¿Puedes colarme…? —comenzó a preguntar Jimmy mientras empujaba la barra del torno. Yani lo agarró por el cuello. Jimmy no era ningún niño, estaba empezando a desarrollar un cuerpo de adulto, pero el agente lo levantó en volandas y lo hizo pasar por encima del torno como si fuese el saco de la colada. Jimmy se debatió tratando de zafarse del guardia. Yani le pegó al pecho el cañón de la pistola y se lo llevó a rastras por el pasillo. —¡Tengo a su hijo! —gritó. No estaba muy claro a quién se lo decía. El piso entero parecía despejado. Al acordarse de todos los monos plateados y grises que había visto antes en la escalera, Jimmy temió por un instante que su padre fuese uno de los que habían salido. La multitud estaba repleta de rostros procedentes de aquel piso, como si fuesen ellos los que lideraban la estampida… o quienes huían de ella. —No puedo respirar… —Trató de decirle a Yani. Sacudió los pies en el aire y se agarró al antebrazo del hombretón. Tenía que lograr que le soltase el cuello como fuera. —¿Dónde estáis todos, cabrones? —gritó el de Seguridad mientras recorría el pasillo con la mirada de un lado a otro—. Necesito que me echéis una mano con este… Entonces sonó una palmada, algo así como si mil globos explotasen a la vez, un trueno ensordecedor. Jimmy sintió que Yani se inclinaba hacia un lado, como si alguien le hubiese dado una patada. Las manos del agente perdieron fuerza y Jimmy sintió que el flujo sanguíneo regresaba a su cabeza. Trastabilló hacia un lado mientras el hombretón caía hacia adelante. Yani chocó contra el suelo con un gorgoteo y un siseo, y la pistola negra rebotó sobre las baldosas del suelo. —¡Jimmy! Su padre se encontraba al final del pasillo, detrás de una esquina, con un objeto alargado de color negro debajo de la axila, una muleta que no apoyaba en el suelo. Del otro extremo de aquella muleta salía una pequeña columna de humo, como estuviera ardiendo. —¡Corre, hijo! Jimmy lanzó un grito de alivio. Se alejó tambaleándose de Yani, que temblaba en el suelo entre ruidos espantosamente inhumanos. Corrió en dirección a su padre, cojeando y agarrándose el brazo dislocado. —¿Dónde está mamá? —le preguntó su padre sin asomar más que la cabeza por la esquina. —La escalera… —Jimmy pugnó por recobrar la respiración. Su pulso estaba estabilizándose—. ¿Qué está pasando, papá? —Entra, deprisa. —Tiró de él y se lo llevó por el pasillo hacia una puerta de acero inoxidable de gran tamaño. Al otro lado de la esquina sonaron unos gritos. Jimmy se fijó en las venas hinchadas de la frente de su padre y en los regueros de sudor que corrían por debajo de su escaso pelo. Éste introdujo un código en el panel que había junto a la puerta y, con un chirrido y una serie de chasquidos, ésta se abrió ligeramente. Se apoyó en ella y la empujó hasta que hubo espacio suficiente para que pasaran. —Vamos, hijo. Muévete. Al otro lado del pasillo, alguien les gritó que se detuvieran. Unas botas corrieron hacia ellos. Jimmy traspasó el umbral, a pesar de que tenía miedo de que su padre lo dejara allí dentro encerrado, solo, pero al instante entró tras él y luego se apoyó contra la cara interior de la puerta. —¡Empuja! —dijo. Jimmy lo hizo. No sabía por qué estaban empujando, pero nunca había visto a su padre tan asustado. Y esto le hacía sentir como si tuviese las tripas hechas de gelatina. Al otro lado, las botas se acercaban con estrépito. Alguien gritó el nombre de su padre. Alguien gritó llamando a Yani. Al mismo tiempo que la puerta de acero se cerraba, varias manos la golpearon por el otro lado. Volvió a sonar un chirrido y un chasquido metálico. Su padre introdujo unas cifras en el panel y luego titubeó un momento. —Un número —dijo sin aliento—. Cuatro cifras. Rápido, hijo, un número del que te acuerdes luego. —Uno dos uno ocho —respondió Jimmy. El piso doce y el piso dieciocho. Donde había ido a la escuela y donde vivía. Su padre tecleó las cifras. Al otro lado sonaban gritos amortiguados y suaves ruidos metálicos allí donde las manos golpeaban en vano el acero macizo. —Ven conmigo —lo urgió su padre—. Tenemos que ver lo que pasa en las cámaras y hay que encontrar a tu madre. —Se colgó a la espalda la muleta negra y mientras lo hacía Jimmy se dio cuenta de que era una versión más grande de una pistola. Su extremo había dejado de soltar humo. Su padre no había dado una patada a Yani desde lejos. Le había disparado. Permaneció inmóvil mientras su padre atravesaba una sala llena de grandes armarios de color negro. Se dio cuenta de que había oído hablar de aquel lugar, de que él le había contado historias sobre una habitación llena de servidores. Sintió que las máquinas lo observaban allí donde se encontraba, de pie junto a la puerta. Eran centinelas negros, que zumbaban silenciosamente mientras montaban guardia. Jimmy se apartó de la pared de acero, donde seguían sonando las amortiguadas palmadas y los apagados gritos, y corrió detrás de su padre. Había estado antes en su despacho, situado al final del pasillo, después de doblar un recodo, pero nunca en aquel lugar. Era una sala enorme. Se desvió hacia un lado y echó a correr para atravesarla lo antes posible, sin perder de vista la posición de su padre. Al llegar al final, rodeó la última de las máquinas y se lo encontró en el suelo, arrodillado como si estuviese rezando. Vio que introducía las manos en el mono, a la altura del cuello, y sacaba un cordel negro y fino que llevaba colgado. Algo plateado bailaba suspendido en un extremo del cordel. —¿Y mamá? —preguntó Jimmy. No entendía cómo podían dejarla allí fuera, con toda esa gente. No entendía por qué su padre estaba arrodillado de aquel modo en el suelo. —Escucha con detenimiento —le dijo—. Ésta es la llave del silo. Sólo hay dos. No la pierdas de vista nunca, ¿de acuerdo? Bajo la atenta mirada de Jimmy, su padre introdujo la llave en la parte trasera de una de las máquinas. —Éste es el centro de comunicaciones —le explicó. Jimmy no tenía ni la menor idea de qué era un centro de comunicaciones. Sólo sabía que iban a ocultarse en su interior. Ésa era la idea. Meterse en una de aquellas cajas negras hasta que pasase el Estrépito. Su padre dio la vuelta a la llave como si abriese una cerradura, luego repitió la operación tres veces más en otras tantas ranuras y quitó un panel. Jimmy asomó la cabeza al interior y vio que su padre tiraba de una palanca. Se oyó un crujido en el suelo, a poca distancia. —Guarda esto bien —le recordó. Le apretó el hombro antes de entregarle el cordel con la llave. Jimmy la cogió y la estudió, con sus bordes dentados, junto al cordel negro. En uno de los lados tenía un círculo con tres puntas, el símbolo del silo. Estiró el cordel, se lo colgó del cuello y luego miró a su padre, que estaba metiendo los dedos en la rejilla de acero del suelo. Levantó una pequeña plancha, debajo de la cual se abría la oscuridad. —Adelante. Tú primero —le dijo. Señaló con un ademán el agujero del suelo y comenzó a descolgarse el arma de la espalda. Jimmy avanzó hasta allí y se agachó. Había unos asideros a lo largo de una pared. Era como una escalerilla, sólo que mucho más grande que ninguna que hubiera visto antes. —Vamos, hijo, no tenemos mucho tiempo. Jimmy se sentó en el borde de la rejilla, con los pies colgados del vacío, alargó las manos hacia los peldaños de acero e inició su largo descenso. La atmósfera bajo el suelo era fresca y la luz tenue. El espanto y el ruido de la escalera parecieron desvanecerse y a Jimmy sólo le quedó una sensación de inquietud, como un mal presentimiento. ¿Por qué le había dado su padre aquella llave? ¿Qué lugar era ése? Descendió utilizando sobre todo el brazo que no se había lastimado, con lentitud pero sin detenerse. Al pie de la escalerilla había un pasadizo estrecho. Al final se veía una luz parpadeante. Jimmy levantó la mirada y vio que su padre lo seguía. —Por ahí. —Señaló el pasadizo. Dejó la pistola alargada apoyada en la escalerilla. Jimmy señaló hacia arriba. —¿No deberíamos tapar la…? —Ya lo haré yo al salir. Vamos, hijo. Jimmy se volvió y echó a andar por el pasadizo. En el techo había cables y tuberías que discurrían en paralelo. Más adelante, una luz parpadeante despedía destellos rojizos. Al cabo de unos veinte pasos, el pasadizo desembocaba en un espacio que le recordó al almacén de la escuela. Había estanterías en dos de sus paredes. Y también dos mesas: una con un ordenador y la otra con un libro abierto. Su padre se dirigió a la del ordenador. —¿Estabas con tu madre? —preguntó. Jimmy asintió. —Me sacó de clase. Nos separamos en la escalera. —Se frotó el hombro lastimado mientras su padre se dejaba caer pesadamente sobre la silla que había frente a la mesa. La pantalla del ordenador estaba dividida en cuatro recuadros. —¿Dónde os separasteis? ¿A qué altura? —Dos vueltas antes del treinta y cuatro —dijo Jimmy. No pudo evitar acordarse de la caída. En lugar de utilizar el ratón o el teclado, su padre cogió una caja negra llena de interruptores y botones. Tenía un cable que la comunicaba con la parte trasera del monitor. En una esquina de la pantalla, Jimmy vio una escena en movimiento, tres hombres que se inclinaban sobre un cuerpo tendido en el suelo. Era de verdad. Una imagen, una ventana, como la que mostraban las pantallas de la pared de la cafetería. Estaba viendo el pasillo que acababan de abandonar. —Puto Yani… —murmuró su padre. Los ojos de Jimmy se apartaron de la pantalla y se los clavó en la nuca. Le había oído decir tacos en otras ocasiones, pero nunca uno como aquél. Sus hombros subían y bajaban, impulsados por una respiración entrecortada. Jimmy devolvió su atención a la pantalla. Las cuatro ventanas se habían convertido en doce. No, en dieciséis. Su padre se inclinó hacia adelante hasta que su nariz quedó a escasos centímetros del monitor, y comenzó a recorrerlas con la mirada. Sus dedos manipulaban la caja negra, que emitía un clic cada vez que pulsaba un botón o ajustaba algún dial. Jimmy vio en todos los recuadros el mismo caos que había presenciado en su descenso. La escalera estaba repleta de gente, desde el poste central a la barandilla. Gente que ascendía como una masa. Su padre pasaba un dedo por los recuadros, buscando. —Papá… —Shhh. —¿Qué sucede? —Hemos tenido una brecha —respondió su padre—. Están tratando de apagarnos… ¿Dices que fue dos vueltas antes del rellano? —Sí. Pero la gente la arrastraba. No era fácil moverse. Me caí por la barandilla… Con un chirrido de la silla, su padre se volvió y lo examinó de arriba abajo. Sus brazos recayeron sobre el brazo de Jimmy, que llevaba aún pegado al pecho. —¿Te caíste? —Estoy bien, papá. ¿Qué pasa? ¿Quién está tratando de apagar el qué? Su padre volvió a centrar su atención en las pantallas. Con unos pocos clics de la caja negra, los recuadros volvieron a cambiar. Ahora parecía que estaban mirando a través de unas ventanas ligeramente distintas. —Están tratando de apagar nuestro silo —respondió su padre—. Esos cabrones han abierto la escotilla. Decían que nuestro suministro de gas estaba contaminado… Espera. Ahí está. Las pequeñas ventanas se transformaron en una sola. La vista cambió ligeramente. Jimmy pudo ver a su madre atrapada entre una masa de gente y la barandilla. Tenía la boca y el mentón cubiertos de sangre. Aferrada a la barandilla, trataba de luchar por el espacio y de avanzar paso a paso, laboriosamente, mientras la multitud se movía en dirección contraria. Era como si el silo entero estuviera tratando de llegar hasta arriba, como si aquélla fuese la única salida. El padre de Jimmy dio una palmada sobre la mesa y se levantó repentinamente. —Espera aquí —dijo. Dio un paso hacia el corredor, se detuvo, se volvió de nuevo hacia Jimmy y pareció considerar algo. Había un brillo extraño en sus ojos. »Ven, rápido. Sólo por si acaso. —Corrió en dirección contraria, pasó por delante de Jimmy y salió de la habitación por una puerta. Jimmy, confundido y asustado, lo siguió cojeando. »Esto se parece mucho a nuestra estufa —le explicó su padre mientras daba unas palmaditas a un trasto de aspecto antiguo situado en un rincón de la sala siguiente—. Es un modelo más antiguo, pero funciona igual. —Tenía un brillo salvaje en los ojos. Se volvió y señaló otra puerta—. El almacén, los barracones y las duchas, todo está por ahí. Comida suficiente para que cuatro personas sobrevivan durante diez años. Ten cuidado, hijo. —Papá… No entiendo… —Guarda bien esa llave —le recordó otra vez señalando el pecho de Jimmy, que se había dejado el cordel por fuera del mono—. No la pierdas, ¿de acuerdo? ¿Cuál era el número que dijiste que nunca olvidarías? —Doce dieciocho —respondió Jimmy. —Vale. Ven. Deja que te enseñe cómo funciona la radio. Jimmy echó un último vistazo a la segunda sala. No quería que lo dejasen solo allí abajo. Pero eso era precisamente lo que estaba haciendo su padre, dejarlo enterrado entre dos pisos, escondido en el hormigón. Sintió sobre él el peso del mundo entero. —Iré contigo a por ella —dijo al acordarse de los hombres que habían aporreado la gran puerta de acero. Su padre no podía ir solo, ni siquiera con aquella gran pistola. —No abras la puerta a nadie que no seamos tu madre o yo —le dijo sin hacer caso a sus súplicas—. Ahora observa con atención. No tenemos mucho tiempo. —Señaló una caja que había en la pared. Estaba encerrada dentro de una jaula de metal, pero tenía interruptores y diales en la parte exterior—. Se enciende por aquí. —Tocó uno de los interruptores—. Esto se mueve así para subir el volumen. —Le hizo una demostración a su hijo y un chirrido de estática llenó la habitación. Cogió un dispositivo de la pared y se lo entregó. Estaba conectado a la estruendosa caja mediante un cable muy largo. Él mismo cogió otro dispositivo de un estante de la pared. Había varios más idénticos. —¿Oyes esto? ¿Lo oyes? —Habló a través del dispositivo portátil y su voz sustituyó al ruido de la caja de la pared—. Aprietas este botón y le hablas al micrófono. —Señaló la unidad que Jimmy tenía en las manos. Su hijo hizo lo que le decía. —Lo oigo —asintió Jimmy con tono vacilante. Resultaba muy raro oír cómo salía su voz de la pequeña unidad que tenía su padre en las manos. —¿Cuál es el número? —le preguntó otra vez. —Doce dieciocho —respondió Jimmy. —Vale. Quédate aquí, hijo. —Lo miró un momento y luego dio un paso hacia él y le rodeó el cuello con el brazo. Le dio un beso en la frente. Jimmy se acordó de la última vez que su padre lo había besado así. Fue justo antes de desaparecer durante tres meses, justo antes de convertirse en sombra, cuando Jimmy era un niño pequeño. —Cuando vuelva a poner la rejilla en su sitio, se cerrará sola. Debajo hay una palanca que permite abrirla. ¿Estás bien? Jimmy asintió. Su padre desvió la mirada hacia las luces rojas y parpadeantes y frunció el ceño. —Pase lo que pase —insistió—, no le abras esa puerta a nadie que no seamos tu madre o yo. ¿Comprendido? —Sí. —Jimmy se agarró el brazo y trató de portarse como un valiente. Había otra de esas pistolas alargadas apoyada en la pared. No entendía por qué no podía ir él también. Estiró el brazo hacia el arma—. Papá… —Quédate aquí —le ordenó su padre. Jimmy asintió. —Eres un buen chico. —Le alborotó el pelo, sonrió y luego se volvió y desapareció por aquel pasillo oscuro y estrecho. Las luces rojas del techo se encendían y se apagaban, como un pulso palpitante. En la distancia resonaron las pisadas de unas botas sobre unos peldaños de metal, y luego se hizo el silencio. Jimmy Parker estaba solo. 62 2345 Silo 1 Donald no sentía los dedos. Llevaba los pies desnudos y aún no se le habían descongelado del todo. Estaba descalzo, pero a su alrededor todos llevaban botas. Botas por todas partes. Botas en los pies de los hombres que lo empujaban entre las hileras de cápsulas relucientes. Botas en los pies de quienes le sacaron sangre y le dijeron que orinase. Botas tiesas que rechinaban en el ascensor cuando los hombres que las llevaban se movían en el sitio, inquietos. Y ya arriba, botas que se movían de acá para allá por una sala frenética, una sala repleta de gritos y gestos ceñudos de nerviosismo. Lo llevaron hasta un pequeño aposento y allí lo dejaron solo para que se asease y terminara de deshelarse. Al otro lado de la puerta había más botas corriendo de un lado a otro, arriba y abajo. Corriendo, corriendo. Había despertado en un mundo de preocupación, confusión y ruido. Seguía medio dormido, sentado en una cama, mientras su conciencia flotaba en algún lugar situado sobre el suelo. Un profundo agotamiento se había apoderado de él. Volvía a estar en los tiempos de la superficie, cuando dejar de dormir y despertar eran cosas distintas. Mañanas en las que recobraba el sentido en la ducha, o al volante, ya de camino al trabajo, mucho después de haber empezado a moverse. La mente marchaba rezagada con respecto al cuerpo; nadaba a través del polvo que levantaban al arrastrarse unos pies entumecidos. Así era el despertar tras décadas de congelación profunda. Unos sueños de los que apenas era consciente se le escurrían entre los dedos, pero Donald se alegraba de dejarlos escapar. El aposento al que lo habían llevado se encontraba al final del mismo pasillo en el que estaba su antiguo despacho. Habían pasado por delante de la puerta de camino allí. Eso quería decir que estaba en el ala de operaciones, el sitio en el que trabajaba antes. Al pie de la cama había un par de botas. Donald se las quedó mirando con expresión vacía. Tenían el nombre «Turman» pintado en los tobillos con rotulador. Las letras se mostraban desgastadas. Por alguna razón, las habían dejado allí para él. Lo habían estado llamando señor Turman desde que lo habían despertado, pero ése no era su nombre. Era un error. Un error o una broma cruel. Una especie de juego. Quince minutos para prepararse. Eso era lo que le habían dicho. ¿Prepararse para qué? Donald permaneció sentado en la cama doble, envuelto en una manta, sacudido por escalofríos ocasionales. Le habían dejado la silla de ruedas. Los recuerdos y pensamientos acudían renuentes, como soldados exhaustos despertados en mitad de la noche para formar bajo una lluvia glacial. «Me llamo Donald», se recordó a sí mismo. No debía olvidarlo. Aquélla era la cosa primordial y más importante: su identidad. Fue recobrando la conciencia y la capacidad sensorial. Empezó a sentir la deformación del colchón, con el tamaño y la forma de otro hombre. Aquel hueco dejado por otro lo perturbaba. En la pared, detrás de la puerta, había un boquete excavado por un golpe del picaporte. Alguien había abierto la puerta violentamente. Una emergencia, quizá. Una pelea o un accidente. Alguien que había irrumpido allí. Una escena de violencia. Siglos de historias que él desconocía. Quince minutos para recomponer sus pensamientos. Había una placa de identificación en la mesita de noche, con un código de barras y un nombre. Sin fotografía, afortunadamente. Donald la tocó y recordó haber visto cómo se utilizaba. La dejó donde estaba y se levantó sobre unas piernas todavía inestables. Se apoyó en la silla de ruedas y se encaminó al pequeño cuarto de baño. Tenía un vendaje en el brazo donde el médico le había sacado la sangre. El doctor Wilson. Ya había entregado una muestra de orina, pero volvía a tener la vejiga llena. Dejó caer la manta y se plantó sobre el retrete. El líquido era rosa. Donald creía recordar que en su último turno había sido de color carbón. Al terminar, se metió en la ducha para lavarse. El agua estaba caliente y él tenía los huesos helados. Se estremeció en medio de una nube de vapor. Dejó que el chorro le cayese sobre la lengua y le llenase la boca. Se frotó la piel tratando de sacarse el recuerdo del veneno en la carne, un recuerdo que parecía imposible de limpiar. Por un momento no fue agua caliente lo que le cayó sobre la piel, sino aire. El aire del exterior. Pero entonces cerró el grifo y la quemazón remitió. Se enrolló una toalla alrededor de la cintura y salió en busca del mono que le habían dejado. Era demasiado grande. Se lo puso de todos modos. El roce de la tela sobre una piel que llevaba desnuda quién sabe cuánto le resultó áspero. Llamaron a la puerta cuando estaba subiéndose la cremallera hasta el cuello. Alguien dijo un nombre que no era el suyo, un nombre que figuraba en la parte trasera de las botas que descansaban perfectamente inmóviles a los pies de la cama, un nombre que aparecía también en la placa de la mesita de noche. —Voy —respondió Donald con voz rota y débil. Se guardó la placa en el bolsillo y se sentó pesadamente sobre la cama. Se remangó toda la tela del mono que le sobraba antes de ponerse las botas despacio. Tras atarse los cordones con dificultades, se incorporó y descubrió que podía menear los dedos de los pies en el interior del calzado. Muchos años antes, un simple cambio de título había promocionado a Donald Keene. El poder y la importancia habían acudido a él en un instante. Durante la mayor parte de su vida había sido un hombre al que poca gente prestaba atención. Un hombre con un título universitario, una sucesión de empleos, una esposa y una casa modesta. Hasta que una noche, un ordenador hizo un recuento de papeletas y Donald Keene se transformó en el congresista Keene. Se convirtió en uno de los pocos centenares cuyas manos podían participar de la tarea de empujar y manejar el gran timón, de dirigir la nave. Había sucedido de la noche a la mañana y ahora estaba sucediendo de nuevo. —¿Cómo se siente, señor? El hombre que había entrado en el aposento miraba a Donald con preocupación. En la placa que llevaba al cuello se leía «Eren». Era el jefe de Operaciones, el hombre que se sentaba a la mesa principal de los loqueros, al final del pasillo. —Un poco aturdido aún —respondió Donald en voz baja. Un individuo con el mono azul pasó corriendo por delante de la puerta y desapareció tras el recodo. Lo siguió una suave brisa, una bocanada de aire que olía a café y a sudor. —¿Está en condiciones de caminar? Siento todas estas prisas, pero estoy seguro de que está acostumbrado. —Eren señaló el pasillo—. Nos esperan en la sala de comunicaciones. Donald asintió y frunció el ceño. Recordaba aquellos pasillos más silenciosos, los recordaba sin el ruido de tantas pisadas y voces alzadas. En las paredes había marcas de roces que le parecían nuevas. Recuerdos de todo el tiempo que había transcurrido. Al entrar en la sala de comunicaciones todos los ojos se volvieron hacia él. Había algún problema. Donald se dio cuenta. Eren le acercó una silla y todos lo miraron y esperaron. Se sentó y vio que había una imagen congelada en la pantalla, frente a él. Alguien pulsó un botón y la imagen se puso bruscamente en movimiento. Una densa capa de polvo la cubría, lo que impedía ver con claridad. Los nubarrones pasaban volando en masas turbulentas. Pero allí, entre los huecos, podía verse una figura que, embutida en un traje voluminoso, avanzaba por un paisaje desolador y ascendía por una ladera en dirección contraria a la cámara. Era alguien que estaba en el exterior. Donald se preguntó si sería él, años atrás. El traje le resultaba familiar. Puede que hubiesen grabado aquel estúpido acto, su intento de morir como un hombre libre. Y que ahora lo hubieran despertado para mostrarle aquella prueba condenatoria. Se preparó para escuchar la acusación y recibir el castigo… —Esto ha sucedido esta misma mañana —le informó Eren. Donald asintió y trato de sosegarse. El de la pantalla no era él. No conocían su verdadera identidad. Un torrente de alivio lo atravesó, en marcado contraste con el nerviosismo de la sala y los gritos y pasos precipitados del pasillo. Se acordó entonces de que al sacarlo de la cápsula le habían contado que alguien había desaparecido al otro lado de una colina. Era lo primero que le habían dicho. Ésa era la persona de la pantalla. Por eso lo habían despertado. Se pasó la lengua por los labios y preguntó quién era. —Estamos preparándole un dossier ahora mismo, señor. No tardará mucho. Lo que sabemos es que esta mañana había una limpieza programada en el Dieciocho. Sólo que… Eren titubeó. Donald apartó la mirada de la pantalla y vio que el director de Operaciones miraba a los demás en busca de ayuda. Uno de ellos —un hombre grande, con el mono naranja y pelo ensortijado, que llevaba unos cascos alrededor del cuello— fue el primero en prestársela. —La limpieza no se produjo —declaró sin entonación alguna en la voz. Varios de los hombres de las botas se pusieron tensos. Donald recorrió el lugar con la mirada y vio que todas las miradas de la multitud que se había congregado en la pequeña sala de comunicaciones estaban fijas en él. Expectantes. El director de Operaciones bajó la mirada hacia el suelo, en gesto de derrota. A juzgar por su aspecto, debía de rondar los cuarenta, la misma edad que Donald, pero aun así allí estaba, esperando recibir una reprimenda. Eran ellos los que tenían problemas, no él. Donald trató de pensar. La gente que estaba al mando de todo se había vuelto hacia él en busca de consejo. Pasaba algo extraño con los turnos, algo malo. Él había trabajado con el hombre que creían que era, el hombre cuyo nombre figuraba en su placa y sus botas. Turman. Se sentía como si el día antes hubiera estado en aquella misma sala, hablando con aquel hombre de igual a igual, siquiera por un momento. En su anterior turno había contribuido a salvar un silo. Y aunque estaba un poco aturdido y aún tenía las piernas débiles, sabía que era importante seguir adelante con aquella mascarada. Al menos hasta que entendiese lo que pasaba. —¿Hacia dónde se dirige? —preguntó con un susurro. Los demás se mantuvieron perfectamente inmóviles, para que el crujido de sus monos no distorsionase sus palabras. Al fondo de la sala, un hombre respondió: —Al Diecisiete, señor. Donald se recompuso. Recordó la Orden, el peligro que suponía dejar que alguien se perdiese de vista. Los habitantes de los silos, con su limitada visión del mundo, creían ser sus únicos supervivientes. Vivían en burbujas y no se podía permitir que éstas estallasen. —¿Alguna noticia del Diecisiete? —preguntó. —El Diecisiete se ha perdido —dijo el operador situado a su lado; más malas noticias dispensadas con la misma voz monocorde. Donald se aclaró la garganta. —¿Perdido? —Estudió las caras de los presentes. Todos tenían el ceño arrugado de preocupación. Eren lo miró y el operador que estaba a su lado removió su corpachón en el asiento. En la pantalla, el limpiador desapareció al otro lado de la colina—. Pero ¿qué ha hecho ese hombre? —preguntó. —Mujer. No fue ella —respondió Eren. —El Diecisiete se apagó hace varios turnos —manifestó el operador. —De acuerdo, de acuerdo. —Donald se pasó los dedos por el pelo. Le temblaba la mano. —¿Se encuentra bien? —preguntó el operador. Miró de reojo al director de Operaciones y luego a Donald. Lo sabía. Donald se dio cuenta de que aquel hombre de mono naranja y cascos alrededor del cuello sabía que pasaba algo. —Sólo estoy un poco mareado —se explicó Donald. —Apenas lleva media hora despierto —dijo Eren al operador. Hubo unos murmullos al fondo de la sala. —Sí, vale. —El operador se recostó en su asiento—. Lo que pasa… es que es el Pastor, ¿sabe? Me lo había imaginado masticando clavos y tirándose pedos hechos de tachuelas. Alguien que estaba justo detrás de la silla de Donald se rió entre dientes. —¿Y qué vamos a hacer con esa limpiadora? —preguntó una voz—. Necesitamos permiso para poder mandar a alguien tras ella. —No puede haber llegado muy lejos —apuntó otro. El ingeniero de comunicaciones que había al otro lado de Donald tomó la palabra. Aún llevaba uno de aquellos cascos puestos, con una de las orejeras levantada para poder seguir su conversación. Una brillante película de sudor cubría su frente. —El Dieciocho informa de que el traje fue modificado —dijo—. No hay manera de saber cuánto puede durar. Podría seguir ahí fuera, señores. Esto provocó un coro de murmullos. Sonó como el golpeteo de una oleada de arena impulsada por el viento sobre un visor. Donald se quedó mirando la pantalla, la colina sin vida que se veía desde el silo Dieciocho. El polvo llegaba en oscuras oleadas. Recordó cómo se había sentido al estar allí fuera, en aquel paisaje, lo difícil que le había resultado moverse con uno de aquellos trajes, el duro ascenso por aquella suave cuesta. ¿Quién era aquella limpiadora y adónde se creía que iba? —Quiero el dossier de esa mujer en cuanto esté listo —ordenó. Los demás interrumpieron las discusiones que estaban manteniendo entre susurros y guardaron silencio. La voz de Donald debía toda su autoridad a su silencio, a la persona que creían que era—. Y todo lo que tengamos sobre el Diecisiete. —Miró al operador, que tenía el ceño fruncido por la preocupación o la sospecha—. Para refrescarme la memoria —añadió. Eren apoyó una mano sobre el respaldo de su silla. —¿Y los protocolos? —preguntó—. ¿No deberíamos enviar un dron o a alguien tras ella? ¿O apagar el Dieciocho? Va a haber violencia allí. Nunca habíamos tenido una limpieza que quedase inconclusa. Donald negó con la cabeza, que empezaba a aclarársele. Se miró la mano y recordó haberse quitado un guante en una ocasión, allí fuera. No debería estar vivo. Se preguntó lo que habría hecho Turman, lo que habría ordenado el viejo de encontrarse en su lugar. Pero él no era Turman. Alguien le había dicho una vez que tendría que haber gente como él al mando de las cosas. Pues ahora lo estaba. —No vamos a hacer nada de momento —dijo. Tosió y se aclaró la garganta—. No llegará muy lejos. Todos lo miraron con una mezcla de consternación y resignación. Finalmente, varios de ellos asintieron. Asumieron que sabía lo que hacía. Lo habían despertado para que controlara la situación. Todo acorde al protocolo. Podían confiar en el sistema. Estaba diseñado para encargarse de todo. Lo único que tenían que hacer era cumplir con su trabajo y dejar que otros se encargaran del resto. 63 Su apartamento estaba a un corto trecho de las oficinas centrales, cosa que Donald imaginaba premeditada. Le recordó al despacho del director ejecutivo de una empresa que había visto una vez, con un dormitorio contiguo. Lo que le había impresionado al principio le pareció deprimente una vez que comprendió por qué estaba allí. Golpeó con los nudillos la puerta de la oficina de Personal. Siempre los había visto como loqueros, gente que estaba allí para mantener cuerdos a los demás. Ahora se daba cuenta de que en realidad sólo eran los locos que estaban al mando de la locura. Lo único que ya veía en la puerta era «OPS». Operaciones. Los jefes de los jefes de los jefes. El despacho situado al otro lado del pasillo era donde residía la supuesta autoridad de la operación. Donald se acordó de que cada silo contaba con un alcalde, encargado de estrechar manos y guardar las apariencias, al igual que el mundo de antes tenía sus presidentes, gente que iba y venía. Pero eran los hombres entre bambalinas los que ostentaban el poder de verdad, hombres cuyos mandatos no estaban limitados. El hecho de que aquel silo se rigiese por el mismo principio no tendría por qué haberlo sorprendido. Simplemente, era la única manera que conocían aquellos hombres de controlar las cosas. Volvió a llamar, esta vez un poco más fuerte. Eren levantó la mirada del ordenador y su expresión, una dura máscara de concentración, se disolvió en una cálida sonrisa. —Pase —dijo al tiempo que se levantaba de su asiento—. ¿Necesita la mesa? —Sí, pero no se vaya. —Donald atravesó la habitación con cautela. Seguía teniendo las piernas medio dormidas, y se fijó en que mientras que su mono blanco estaba inmaculado, el de Eren exhibía las arrugas y el desgaste de un hombre que se acercaba al sexto mes de su turno. A pesar de ello, el jefe de Operaciones parecía vigoroso y alerta. Llevaba la barba bien recortada en el cuello y salpicada apenas por unas pinceladas de plata. Ayudó a Donald a tomar asiento en el sillón acolchado que había al otro lado de la mesa. —Aún no tenemos el informe completo sobre esa limpiadora —dijo Eren—. El jefe del Dieciocho nos ha advertido de que es bastante voluminoso. —¿Antecedentes? —Donald imaginaba que una persona a la que habían mandado a limpiar debía de tener antecedentes. —Oh, sí. Se rumorea que era comisaria. No sé si me lo trago. Aunque no sería el primer agente de la ley que quiere salir. —Pero sí el primero que desaparece —especuló Donald. —Que yo sepa, sí. —Eren cruzó los brazos y se apoyó en la mesa—. El que más se había acercado hasta ahora era el caballero al que detuvo usted. Supongo que por eso el protocolo establece que lo despertemos. He oído que algunos de los chicos lo llaman «el Pastor». —Eren se echó a reír. Donald se encogió al oír el mote. Se sentía más oveja que pastor. —Hábleme del Diecisiete —pidió para cambiar de tema—. ¿En el turno de quién sucedió? —Podemos mirarlo ahora mismo. —Eren hizo un ademán en dirección al teclado. —Aún tengo los dedos un poco… eh, entumecidos —dijo Donald. Deslizó el teclado hacia Eren, quien titubeó un momento antes de levantar las posaderas de la mesa. El director de Operaciones se inclinó sobre las teclas y abrió la lista de los turnos. Donald trató de seguir lo que estaba haciendo en la pantalla. Eran archivos a los que nunca había tenido acceso, menús con los que no estaba familiarizado. —Parece ser que era Cooper. Creo que una vez acabé un turno cuando empezaba el suyo. El nombre me suena. He mandado que le traigan también esos archivos. —Bien, bien. Eren enarcó las cejas. —Revisó los informes sobre el Diecisiete en su último turno, ¿no? Donald no sabía si Turman había estado despierto desde entonces. Hasta donde él sabía, era perfectamente posible que sí. —Es difícil recordar bien las cosas —dijo, algo que era cierto—. ¿Cuántos años han pasado? —Ah, claro. Estaba usted en congelación profunda, ¿no? Donald suponía que sí. Eren tamborileó con un dedo sobre la mesa y la mirada de Donald se desvió hacia el hombre que había al otro lado del pasillo, sentado delante de su ordenador. Recordaba lo que se sentía cuando eras la persona que estaba teóricamente al mando y te preguntabas de qué hablarían los médicos de blanco al otro lado del pasillo. Sólo que ahora él era uno de los hombres de blanco. —Sí, estaba en congelación profunda —respondió. No habrían trasladado su cuerpo, ¿verdad? Simplemente, Erskine o cualquier otro habría modificado las entradas de la base de datos. Puede que fuese así de sencillo. Un pequeño truco informático, dos números de referencia cambiados y un hombre pasaba a vivir la vida de otro—. Me gusta estar cerca de mi hija —le explicó. —Sí, no lo culpo. —Las arrugas de la frente de Eren se atenuaron—. Mi esposa está ahí abajo. Todavía cometo el error de bajar a visitarla al comienzo de cada turno. —Respiró hondo y señaló la pantalla—. El Diecisiete se perdió hace cosa de treinta años. Tendría que mirarlo para saber la fecha exacta. La causa aún no está clara. No hubo ningún indicio de descontento previo, así que no tuvimos mucho tiempo para reaccionar. Había una limpieza programada, pero la esclusa se abrió un día antes de tiempo, cuando no debía. Puede que fuese una avería o un sabotaje. No lo sabemos. Los sensores alertaron de un escape de gas en los niveles inferiores y la multitud intentó llegar arriba. Tiramos de la cadena cuando estaban saliendo por la escotilla. Casi no llegamos a tiempo. Donald se acordó del silo Doce. Aquella instalación había perecido de manera similar. Se acordó de la multitud dispersándose por la ladera, de un chorro de humo blanco, de gente que daba la vuelta y trataba de volver al interior. —¿No hubo supervivientes? —preguntó. —Unos pocos rezagados. Perdimos la conexión por radio y las imágenes de las cámaras, pero seguimos haciendo llamadas de rutina, por si había alguien en la sala de seguridad. Donald asintió. Todo según el manual. Recordaba las llamadas al Doce después de que lo apagasen. Recordaba que nadie había contestado. —Alguien respondió el mismo día que cayó el silo —rememoró Eren —. Creo que era una sombra o un técnico joven. Hace una eternidad que no leo las transcripciones. —Pasó las páginas del dossier—. Parece ser que enviamos los códigos de desplome justo después de aquella llamada, como medida de precaución. Así que aunque la limpiadora llegase hasta allí, lo único que se encontraría es un agujero en el suelo. —Puede que siga caminando… —apuntó Donald—. ¿Qué hay más allá? ¿El Dieciséis? Eren asintió. —¿Por qué no los llama? —Donald trató de recordar la disposición de los silos. Era una de las cosas que supuestamente debía conocer—. Y llame también a los demás silos que rodean al Diecisiete, por si nuestra limpiadora decidiese cambiar de dirección. —Así lo haré. Eren se levantó y Donald volvió a asombrarse de que lo tratasen como si estuviese al mando. Estaba empezando a sentir que era así. Como cuando lo eligieron para el Congreso, toda aquella responsabilidad depositada sobre sus hombros de la noche a la mañana… Eren alargó las manos hacia el teclado y cerró la sesión pulsando dos de las teclas de función del ordenador. Luego salió al pasillo mientras Donald se quedaba mirando los recuadros de nombre de usuario y contraseña. De repente, ya no estaba tan seguro de tener el mando. 64 Al otro lado del pasillo había un hombre sentado frente a una mesa que una vez había sido la de Donald. Cuando dirigió la mirada hacia allí, Donald se encontró con que el hombre se la devolvía. Estaba acostumbrado a mirar el pasillo desde el otro lado. Y mientras en su antiguo despacho aquel hombre —más grueso que él y con menos pelo— parecía dedicarse a una partida de solitario, Donald se enfrentaba a su propio rompecabezas. Los viejos códigos de acceso de Troy no funcionaban. Probó otros, sus antiguas contraseñas para los cajeros automáticos, con idéntico resultado. Permaneció allí sentado pensando, sin atreverse a intentarlo más por si se equivocaba demasiadas veces. Tenía la sensación de que sus códigos funcionaban aún el día antes. Pero habían sucedido muchas cosas entretanto. Habían pasado muchos turnos. Y alguien había intercambiado sus identidades. Todo apuntaba a Erskine, el viejo inglés que se había quedado atrás para coordinar los turnos. Erskine le había cogido simpatía. Pero ¿qué sentido tenía? ¿Qué esperaba que hiciese Donald? Durante un momento fugaz, consideró la posibilidad de ponerse en pie, salir al pasillo y decir «No soy Turman, el Pastor, ni Troy. Me llamo Donald y no tendría que estar aquí». Tendría que decirles la verdad. Tendría que acometerlos con ella, por muy absurda que le pareciese a todos. «¡Me llamo Donald!» sintió deseos de gritar, como había hecho en su día aquel anciano, Hal. Lo atarían a una camilla a la altura de los tobillos y lo devolverían al glorioso sueño. O puede que lo enviaran fuera, a las colinas. O que lo enterrasen, como habían hecho con su esposa. Pero gritaría y gritaría hasta que él mismo acabase creyendo que era quien decía ser. En cambio, lo que hizo fue probar con el nombre de Erskine y su propia contraseña. Otra alerta en rojo le informó de que los datos no eran correctos, y el deseo de desenmascararse a sí mismo pasó tan deprisa como había llegado. Estudió el monitor. No parecía haber un número limitado de intentos fallidos, pero ¿cuánto tiempo le quedaba hasta que volviese Eren? ¿De cuánto tiempo disponía antes de tener que explicar que no había podido iniciar la sesión? Quizá pudiese cruzar el pasillo, interrumpir la partida de solitario del jefe del silo y pedirle que le facilitara su clave. Podía atribuir su olvido al aturdimiento provocado por su reciente despertar. Esa excusa había funcionado hasta entonces. Se preguntó durante cuánto tiempo podría seguir aferrándose a ella. Casi sin pensar, probó el nombre de Turman y su propia contraseña, 2156. La pantalla de entrada desapareció, reemplazada por el menú principal. La sensación de que era la persona equivocada se intensificó. Movió los dedos de los pies. El espacio extra de que disponía dentro de aquellas botas grandes le proporcionaba consuelo. En la pantalla apareció un sobre parpadeante que ya conocía. Turman tenía mensajes. Pulsó el icono y bajó hasta el mensaje sin leer más antiguo, en busca de cualquier cosa que le sirviera para explicar cómo había llegado hasta allí o cualquier información procedente del último turno de Turman. Las fechas iban de más a menos por siglos; era aterrador verlas pasar así. Informes de población. Mensajes automatizados. Respuestas y reenvíos. Vio un mensaje de Erskine, pero no era más que una nota sobre el desbordamiento del número de individuos en sueño profundo en uno de los pisos inferiores de las cámaras criogénicas. Los cuerpos inútiles se estaban amontonando, al parecer. Otro mensaje, más abajo, estaba marcado como importante. El nombre de Victor figuraba en la columna del destinatario, lo que captó la atención de Donald. Debía de ser de antes del segundo turno de Donald. Victor ya estaba muerto la última vez que lo despertaron. Abrió el mensaje. Mi querido amigo: Estoy seguro de que cuestionarás lo que estoy a punto de hacer, que lo verás como una violación de nuestro pacto, pero yo lo veo más bien como una reestructuración del calendario. Han aparecido nuevos hechos que nos obligan a acelerar un poco las cosas. Al menos en mi caso. A ti ya te llegará el momento. En los últimos días he descubierto por qué una de nuestras instalaciones ha vivido más agitación de la que le correspondería. Hay allí alguien que recuerda, y esa persona altera y confirma a un tiempo todo lo que sé sobre la humanidad. Se ha abierto un espacio susceptible de llenarse. El miedo se esparce porque la limpieza es adictiva. Al comprender esto, mucho de lo que nos hemos hecho unos a otros resulta obvio. Explica el gran dilema de por qué las sociedades más deprimidas son aquéllas con menos deseos. Al llegar a la verdad, siento un impulso procedente de tiempos pasados, el de sintetizar una teoría para presentársela a una sala llena de colegas. Pero lo que he hecho ha sido ir a una sala polvorienta a buscar un arma. Tú y yo hemos pasado buena parte de nuestra vida adulta conspirando para salvar el mundo. Varias vidas adultas, en realidad. Y ahora que lo hemos hecho, me planteo una pregunta distinta, una pregunta para la que temo no tener respuesta (o carecer de valor para buscarla). Así que te pregunto a ti, mi viejo amigo: ¿merecía el mundo que lo salváramos? ¿Merecemos nosotros que nos salven? Emprendimos esta gran empresa dando por sentado que sí. Pero ahora, por primera vez, me lo pregunto. Y mientras que considero que la purificación del mundo podría ser el gran logro que nos defina, la salvación de la humanidad podría haber sido nuestro mayor error. Puede que el mundo esté mejor sin nosotros. Carezco de la voluntad necesaria para decidirlo. Eso lo dejo en tus manos. El último turno, amigo mío, es tuyo, porque la tarea concluye en él. El pacto que hicimos hace ya tanto tiempo me atormenta como nunca lo había hecho. Y siento que lo que estoy a punto de hacer… es la salida fácil. VINCENT WAYNE DIMARCO Donald volvió a leer el último párrafo. Era una nota de suicidio. Turman lo había sabido. Desde el principio, mientras él trataba de comprender lo que le había pasado en su último turno, Turman lo había sabido. Aquella nota estaba en su poder y no se la había enseñado a los demás. Y le había faltado poco para llegar a la conclusión de que lo habían asesinado. Salvo que la nota fuese una falsificación… Pero no, se sacó esta idea de la cabeza. Ese tipo de paranoias podían entrar en una espiral de descontrol y prolongarse hasta el infinito. Tenía que aferrarse a algo. Con el corazón apesadumbrado, guardó el mensaje y subió por la lista en busca de más pistas. Cerca de la parte más alta había un mensaje cuyo asunto era «Urgente: el Pacto». Donald lo abrió. El texto era muy breve. Decía simplemente: Despiértame cuando leas esto. ANNA (barquilla 20391102) Donald parpadeó rápidamente al ver el nombre. Desvió la mirada hacia el jefe del silo, al otro lado del pasillo, y oyó que unos pasos se dirigían hacia él. Tenía erizada toda la piel de los brazos. Se los frotó, se secó las lágrimas de los ojos y leyó la nota una segunda vez. Estaba firmada «Anna». Tardó un momento en darse cuenta de que no era para él. Era una nota entre una hija y su padre. No estaba fechada, lo que resultaba curioso, pero se encontraba muy cerca de la cabecera de la lista. ¿Sería de después del turno que habían pasado juntos? Puede que padre e hija hubieran estado despiertos recientemente. Estudió el número que indicaba abajo. 20391102. Parecía una fecha. Una fecha antigua. ¿Inscrita en un medallón, quizá? Algo que podían entender los dos… ¿Y la mención al Pacto en el asunto? Era el nombre con el que los silos designaban a su constitución. ¿Qué podía tener de urgente? La llegada de los pasos por el pasillo rompió su concentración. Eren dobló la esquina y llegó al despacho en pocos instantes. Rodeó la mesa, colocó dos carpetas junto al teclado y entonces, al mismo tiempo que Donald movía precipitadamente el ratón para minimizar el mensaje, levantó la mirada hacia la pantalla. —¿Cómo ha ido? —preguntó Donald—. ¿Ha conseguido hablar con todos? —Sí. —Eren sorbió por la nariz y se rascó la cabeza—. El jefe del silo Dieciséis se lo ha tomado mal. Lleva en el puesto mucho tiempo. Demasiado, supongo. Sugirió clausurar la cafetería o apagar las pantallas de la pared, por si acaso. —Pero no lo va a hacer. —No, le dije que ése sólo sería el último recurso. No hay necesidad de provocar el pánico. Sólo queríamos que estuvieran al corriente. —Bien, bien. —A Donald le gustaba que fuese otro el que pensase. Eso aliviaba la presión que sentía—. ¿Necesita su mesa? —Hizo ademán de cerrar la sesión. —No, puede quedarse, si quiere. —Consultó el reloj de la esquina de la pantalla del ordenador—. Yo me encargaré del turno de tarde. ¿Cómo se encuentra, por cierto? ¿Algún temblor? Donald negó con la cabeza. —No. Estoy bien. Cada vez es más fácil. Eren se echó a reír. —Sí. Ya he visto la cantidad de turnos que ha hecho. Incluido uno doble, hace algún tiempo. No lo envidio, amigo mío. Pero parece estar aguantando bastante bien. Donald tosió. —Sí —asintió. Cogió la primera de las carpetas y leyó la portada—. ¿Es lo que tenemos sobre el Diecisiete? —Sí. La más voluminosa es la de su limpiadora. —Dio unos golpecitos con el dedo sobre la otra—. Tal vez quiera hablar con el jefe del Dieciocho más tarde. Está bastante afectado y se culpa a sí mismo por lo ocurrido. Se llama Bernard. En los pisos inferiores de su silo se rumorea que la limpieza ha salido mal, así que contempla un más que probable alzamiento. Seguro que le alegrará tener noticias suyas. —Sí, claro. —Ah, y ahora mismo no tiene un segundo oficial. Tuvo problemas con su última sombra y está buscando un reemplazo. Espero que no le importe, pero lo he apremiado a hacerlo cuanto antes. Por si acaso. —No, no. Está bien. —Donald hizo un ademán—. No estoy aquí para entrometerme. —Pero no añadió que no tenía ni la menor idea de para qué estaba allí. Eren sonrió y asintió. —Estupendo. Bueno, si necesita algo, llámeme. El tipo del otro lado del pasillo se llama Gable. Antes ocupaba un puesto aquí, pero no encajaba. Le dimos una alternativa y optó por un reinicio en lugar de la congelación profunda. Un buen chico. Un jugador de equipo. Estará aquí varios meses más. Puede recurrir a él para todo lo que necesite. Donald estudió al hombre del otro lado del pasillo. Recordó la sensación de vacío que se sentía al estar sentado en aquella mesa, la nada que lo había llenado. Su presencia allí había sido un hecho insólito, un intercambio con su amigo Mick en el último minuto. Nunca se había parado a pensar cómo habían seleccionado a todos los demás. La idea de que alguien pudiera presentarse voluntario para un puesto así lo llenaba de tristeza. Eren le tendió una mano. Donald, tras estudiarla un momento, se la estrechó. —Siento que hayamos tenido que despertarlo de este modo —se disculpó el otro mientras le daba un apretón—. Pero, bueno, he de admitir que me alegro mucho de que esté aquí. 65 2312 Primer día Silo 17 La caja de la pared era incansable. Su padre la había llamado radio. Los ruidos que emitía se parecían a los que hacían las personas al sisear y escupir. Hasta la jaula de acero que la protegía parecía una boca, con los labios separados y barrotes de hierro a modo de dientes. Jimmy quería que se callara, pero tenía miedo de tocarla o de cambiar algo. No podía hacerlo hasta saber algo de su padre, que lo había dejado en una sala desconocida, un escondrijo entre dos de los pisos del silo. ¿Cuántos más de aquellos lugares secretos habría? Echó un vistazo a la otra sala que le había enseñado su padre, la que parecía un apartamento, con su estufa, su mesa y sus sillas. Cuando volviesen sus padres, ¿se quedarían allí a pasar la noche? ¿Cuánto tiempo se prolongaría el caos en la escalera y estaría sin ver a sus amigos? Esperaba que no mucho. Dirigió una mirada de hostilidad a la ruidosa caja y mientras lo hacía se dio unas palmadas en el pecho para asegurarse de que la llave seguía allí. Aún tenía las costillas entumecidas por la caída y sentía que se le estaba formando un moratón en el muslo, donde se había golpeado con alguien al aterrizar. Cuando levantaba el brazo le dolía el hombro. Se volvió hacia el monitor para buscar a su madre otra vez, pero ya no estaba en la pantalla. Una multitud apelotonada se movía a sacudidas y convulsiones. La escalera se estremecía con más tráfico del que estaba construida para contener. Alargó la mano hacia los controles que había utilizado su padre. Movió uno de los diales y la vista cambió. Ahora mostraba una sala vacía. En la esquina inferior izquierda de la pantalla se veía un «33» medio borroso. Jimmy volvió a girar el dial y se encontró con un nuevo pasillo. En el suelo había un rastro de prendas de vestir, como si alguien hubiese pasado por allí corriendo con la bolsa de la colada. No se movía nada. Probó con un dial distinto y el número de la pantalla cambió a «32». Estaba subiendo por los niveles. Volvió a mover el primer dial hasta encontrar otra vez la escalera. Algo se encendía y se apagaba en la parte inferior de la pantalla. Había gente apoyada sobre la barandilla, con los brazos estirados y la boca abierta en gesto de mudo terror. No había sonido, pero Jimmy recordaba los gritos de la mujer que había caído antes al vacío. Estaba demasiado arriba para que fuese su madre, se dijo para tranquilizarse. Su padre la encontraría y la llevaría de vuelta con él. Su padre tenía una arma. Movió los diales y trató de localizarlos, pero parecía que no estaban cubiertos todos los ángulos del silo. Y no sabía cómo hacer que se multiplicaran las ventanas. No se le daban mal los ordenadores —algún día pertenecería a Informática, como su padre—, pero aquella cajita era tan ilógica como las Profundidades. Bajó hasta el «34» y buscó el pasillo principal. Al final de un largo corredor se veía una brillante puerta de acero. Yani estaba tirado en el suelo, en primer plano. No se había movido, seguramente porque estaba muerto. Los hombres que antes lo rodeaban habían desaparecido, y había otro cuerpo al final del pasillo, cerca de la puerta. El color de su mono indicaba que no era su padre. Posiblemente lo hubiera abatido él al salir. Habría preferido que no se fuese solo. Sobre su cabeza seguían parpadeando furiosamente las luces rojas, y la imagen de la pantalla no se movía. Jimmy comenzó a sentirse inquieto y echó a andar en círculos. Se acercó al escritorio de madera que había junto a la pared de enfrente y empezó a hojear el grueso libro. Contenía una auténtica fortuna en papel, perfectamente recortado y extrañamente suave al tacto. Tanto la mesa como la silla eran de madera genuina, no de cualquiera material pintado para parecerlo. Lo confirmó arañándolas con un dedo. Cerró el libro y comprobó la tapa. La palabra «Orden» estaba grabada en gruesas letras sobre la cubierta. Volvió a abrirlo y se dio cuenta de que le había hecho perder la página a su anterior lector. A poca distancia, la radio seguía siseando con violencia. Se volvió y miró la pantalla, pero en el pasillo no estaba sucediendo nada. El ruido empezaba a crisparle los nervios. Pensó en hacer un intento de bajar el volumen, pero le daba miedo apagarla por accidente. Si estropeaba algo, su padre no podría ponerse en contacto con él. Reemprendió su paseo. En una esquina había una estantería llena de contenedores de metal, extendida desde el suelo hasta el techo. Al coger uno, comprobó que era muy pesado. Tuvo que pelearse un rato con la tapa hasta averiguar cómo se abría. Pero cuando lo hizo, con un suave suspiro, Jimmy encontró un libro en su interior. Se volvió hacia los contenedores de la estantería y pensó en la inmensa fortuna que contenían. Devolvió el libro a su sitio, convencido de que no encontraría en él otra cosa que palabras aburridas, como le había pasado con el que estaba sobre la mesa. Volvió a la otra mesa. Examinó el ordenador y vio que no estaba encendido. Todas las luces estaban apagadas. Siguió el cable desde la caja negra con interruptores y descubrió que un cable distinto unía el monitor y el ordenador. La máquina que controlaba las ventanas —la que podía ver desde lejos y al otro lado de las esquinas— no estaba conectada al ordenador. El botón de éste no funcionaba. Había una ranura para una llave. Jimmy se inclinó para inspeccionar las conexiones de la parte trasera, para asegurarse de que estaba todo enchufado, pero entonces, tras un crujido, sonó una voz en la radio. —… Necesitamos su informe. Hola… Jimmy se golpeó la cabeza contra la parte inferior de la mesa. Corrió hacia la radio, que había vuelto a sisear. Cogió la cosa que había al final del cable largo —el trasto al que su padre había llamado «micrófono»— y pulsó el botón. —¿Papá? ¿Eres tú, papá? Lo soltó y levantó la mirada. Aguzó el oído en busca de pasos, mientras esperaba que las luces dejasen de parpadear. En los monitores, el pasillo seguía vacío. Tal vez tuviera que salir allí a esperar. En la radio volvió a sonar una voz: —¿Comisario? ¿Quién es? Jimmy pulsó el botón. —Soy Jimmy. Jimmy Parker. ¿Quién…? —El botón le resbaló del dedo y el ruido de la estática volvió a aparecer. Tenía las palmas de las manos sudorosas. Se las limpió en el mono y volvió a pulsar el botón. —¿Quién es? —preguntó. —¿Eres el hijo de Russ? —Hubo una pausa—. Hijo, ¿dónde estás? No quería decirlo. La radio siguió siseando. —Jimmy, aquí el ayudante Hines —continuó la voz—. Que se ponga tu padre. Jimmy se disponía a pulsar el botón para decir que su padre no estaba allí cuando sonó otra voz. La reconoció al instante. —Mitch, soy Russ. ¡Su padre! Había muchísimo ruido de fondo, gritos de gente. Jimmy agarró el dispositivo con ambas manos. —¡Papá! ¡Vuelve, por favor! En la radio volvió a sonar la voz de su padre. —James, calla. Mitch, necesito que… —Parte de lo que decía se perdió en el ruido de fondo—… y detengas el tráfico, hay gente que está muriendo aplastada aquí abajo. —Recibido. Su padre le estaba hablando al ayudante. Y el ayudante actuaba como si su padre fuese su superior. —Hemos tenido una brecha arriba —continuó—, así que no sé de cuánto tiempo dispones, pero probablemente seas el comisario hasta el final. —Recibido —volvió a decir Mitch. La radio hacía que su voz sonase temblorosa. —Hijo —gritó su padre, luchando para hacerse oír por encima de una terrible algarabía de gritos y chillidos—. Voy a buscar a tu madre, ¿de acuerdo? Tú quédate ahí, James. No te muevas. Jimmy se volvió hacia el monitor. —Vale —asintió. Con las manos temblorosas, volvió a dejar el micrófono colgado de su gancho y regresó junto a la caja negra de los mandos. Se sentía impotente y solo. Tendría que haber estado ahí fuera, echando una mano. Se preguntó cuánto tardarían sus padres en volver, cuándo podría volver a ver a sus amigos. Esperaba que no mucho. 66 Pasaron las horas. Jimmy habría querido estar en cualquier sitio que no fuese aquella estrecha habitación. Salió por el pasillo a oscuras hasta la escalerilla, levantó la mirada hacia las planchas metálicas del suelo y escuchó. Un tenue zumbido iba y venía, sin que pudiera llegar a identificarlo. Desde allí apenas oía el siseo de la radio. No quería alejarse de ella, pero le preocupaba que su padre pudiera necesitarlo junto a la puerta. Le habría gustado poder estar en dos sitios a la vez. Volvió a la sala de las mesas. Miró el arma alargada que había junto a la pared, idéntica a la que había usado su padre para matar a Yani. Le daba miedo tocarla. Habría preferido que no la hubiese dejado. Era culpa suya, por haberse separado de su madre. Tendrían que haber llegado hasta allí juntos. Si hubiera sido más rápido no los habría atrapado la multitud. Y entonces se le ocurrió que la única razón de que su madre no estuviese allí era que había ido a buscarlo. De no ser por eso, sus padres estarían ya en aquella sala, juntos y a salvo. —James… Jimmy se volvió al instante. La voz de su padre estaba en la sala, con él. Tardó un momento en darse cuenta de que la estática de la radio había desaparecido. —Hijo, ¿estás ahí? Corrió hacia la radio y cogió el micrófono. Se sentía como si llevara horas sin oír voces. Demasiado tiempo. En el momento de pulsar el botón, un movimiento brusco captó su atención. Alguien se movía en el monitor. —¿Papa? —Estiró el cable para cruzar la pequeña sala y miró más atentamente. Su padre estaba al otro lado de la puerta de acero, parado al final del pasillo. Yani seguía en primer plano, inmóvil. El otro cuerpo había desaparecido. Su padre le daba la espalda a la cámara y llevaba la radio portátil en la mano. —¡Ya voy! —gritó Jimmy. Soltó el micrófono y corrió hacia el pasillo y la escalerilla. —¡Hijo! No… Los gritos de su padre fueron interrumpidos por un gruñido. Jimmy se volvió con un chirrido de las botas. Se agarró a la mesa para no perder el equilibrio. En la pantalla, otro hombre había salido de detrás de una esquina y su padre se retorcía de dolor. El hombre, que llevaba una de aquellas pistolas grandes, se inclinó para recoger algo del suelo y se lo acercó a la boca. Era la radio portátil que su padre se había llevado de la sala. —¿Eres el hijo de Russ? Jimmy se lo quedó mirando en la pantalla. —Sí —respondió—. No le hagas daño a mi padre. La sala estaba llena de estática. Las luces rojas del suelo seguían palpitando. Jimmy se maldijo. No podían oírlo. Se apartó de la mesa y recogió el micrófono, que había caído al suelo. —No le hagas daño, por favor —repitió tras pulsar el botón. El hombre se volvió y miró directamente a la cámara. Era uno de los guardias de seguridad. Algo se movió tras él, al otro lado del recodo; más gente. —James, ¿no? Jimmy asintió. Vio que su padre recobraba la compostura y se ponía en pie. Le hizo un gesto a alguien que no aparecía en la pantalla, un movimiento tranquilizador con las palmas de las manos. —¿Cuál es la nueva contraseña? —preguntó el hombre de la radio. Jimmy no quería decírsela. Pero quería que su padre volviese. No sabía qué hacer. —La contraseña —repitió el hombre. Apuntó con el arma a la cabeza de su padre. Jimmy vio que éste decía algo y pedía la radio portátil con un gesto. El guardia de seguridad, tras un momento de vacilación, se la entregó. Su padre se llevó la unidad a la boca. —Te matarán —le dijo, con tanta tranquilidad como si estuviera pidiéndole que se atara los cordones de las botas. El hombre del arma hizo una señal con un brazo y alguien apareció en la pantalla y atenazó a su padre—. ¡Nos matarán de todos modos! —gritó su padre mientras luchaba por impedir que le quitaran la radio—. ¡Y a ti te matarán en cuanto abras la puerta! Uno de los hombres lo golpeó y Jimmy lanzó un grito. Su padre intentó defenderse, pero volvieron a golpearlo. Y entonces el hombre del arma le hizo al otro un gesto para que se apartara. La habitación seguía llena de estática, así que Jimmy no pudo oír los disparos, pero sí que vio los destellos en el cañón del arma, cómo se estremecía el pecho de su padre al recibir los impactos y cómo se desplomaba y quedaba tendido en el suelo, tan inmóvil como Yani. Soltó el micrófono y se agarró a los bordes del monitor. Empezó a gritarle a aquella ventana cruel mientras los guardias con monos plateados observaban al hombre que había sido su padre. Y entonces aparecieron otros dos hombres detrás del recodo. Llevaban a rastras a la madre de Jimmy, que lanzaba patadas y gritos mudos. 67 —No, no, no, no… La sala era toda estática y luz parpadeante. Los dos hombres traían a rastras a la madre de Jimmy, que levantaba el cuerpo apoyándose en sus brazos y se debatía violentamente. Sus pies lanzaban patadas al aire. El padre de Jimmy yacía a sus pies, tan inmóvil como una piedra. —¡Abre la puta puerta! —gritó el hombre de la radio portátil. El ruido que salía de la pared era ensordecedor. Jimmy odiaba aquella máquina. Corrió hacia ella y alargó el brazo hacia el cable, pero entonces se lo pensó mejor y cogió la otra unidad portátil de la mesa. Uno de los interruptores decía «Encendido». Lo giró hasta que empezó a oír el siseo y entonces se volvió hacia la pantalla y se acercó la pequeña unidad a la boca. —No lo hagáis —dijo, y se dio cuenta de que estaba llorando. Las lágrimas le caían sobre el mono—. Ya voy. Le costó separarse de la imagen de su madre en el monitor. Mientras corría por el pasillo a oscuras, siguió viéndola dando gritos y patadas al aire. Sus gritos se oían al fondo cuando el hombre de la radio volvió a rugir: —¡Dime la contraseña! Jimmy agarró la correa de la radio portátil con los dientes y se lanzó sobre la escalerilla ignorando el dolor que sentía en el hombro y la rodilla. Accionó la palanca que soltaba la plancha del suelo y la empujó a un lado. Sacó la radio primero y luego salió tras ella a cuatro patas. En el techo, las luces ardían. También le ardía el pecho. Su padre estaba tan muerto como Yani. —¡Voy, ya voy! —le gritó a la radio. El hombre respondió con otro grito. Lo único que Jimmy podía oír eran los alaridos de su madre y las violentas palpitaciones de su corazón en los oídos. Corrió bajo las luces parpadeantes y entre las máquinas negras. Llevaba desatado el cordón de una de las botas. Al ver cómo restallaba en el aire, se acordó de las piernas de su madre, lanzando patadas, luchando. Chocó con la puerta. Al otro lado se oían gritos amortiguados. También llegaron hasta él por la radio. Jimmy golpeó la puerta con las palmas de las manos y le gritó a la radio portátil: —¡Aquí estoy, aquí estoy! —¡La contraseña! —aulló el otro. Jimmy se acercó al panel de control. Le temblaban las manos y no veía bien. Se imaginaba a su madre al otro lado, con un arma apuntándola. Podía sentir la presencia de su padre a escasos metros, al otro lado de aquella puerta de acero. Le caían lágrimas por las mejillas. Introdujo los dos primeros números, los del piso donde estaba su casa, pero entonces titubeó. No era así. Era doce dieciocho, no dieciocho doce. ¿Verdad? Introdujo los otros dos números y el panel emitió un destello rojo. La puerta no se abrió. —¿Qué has hecho? —gritó el hombre a través de la radio—. ¡Dime la contraseña! Jimmy cogió la unidad portátil y se la llevó a los labios. —No le hagáis nada, por favor… —suplicó. —Como no hagas lo que te digo me la cargo —graznó la radio a modo de respuesta—. ¿Entendido? El hombre parecía aterrorizado. Puede que, simplemente, estuviera tan asustado como él. Jimmy asintió y alargó el brazo hacia el panel. Introdujo correctamente los dos primeros números, pero entonces se detuvo y pensó en lo que le había dicho su padre. Lo matarían. Si dejaba entrar a aquellos hombres, lo matarían a él y luego a su madre. Pero es que era su madre… El panel parpadeaba con impaciencia. Al otro lado de la puerta, el hombre le gritó que se diese prisa, dijo algo acerca de tres intentos fallidos y que tendrían que esperar un día más. Jimmy no hizo nada, paralizado por el miedo. El panel emitió una luz roja y volvió a guardar silencio. Al otro lado de la puerta sonó una detonación, el disparo de un arma de fuego. Jimmy pulsó el botón de la radio y chilló. Cuando lo soltó, pudo oír que su madre seguía gritando al otro lado. —El próximo no será de advertencia —amenazó el hombre—. Ahora, no toques el panel. No vuelvas a tocarlo. Tú sólo dime la contraseña. De prisa, muchacho. Jimmy balbuceó y trató de formar las palabras, de decirle al hombre los números en el orden correcto, pero no salió nada de sus labios. Con la frente pegada a la pared, podía oír a su madre luchando al otro lado. —La contraseña —insistió el hombre, ahora con voz más calmada. Jimmy oyó un gruñido. Oyó que alguien gritaba «¡Zorra!», oyó a su madre gritándole que no lo hiciese y luego un golpe al otro lado de la pared, alguien pegado a ella, su madre, a escasos centímetros. Y luego los pitidos amortiguados de un número introducido en el teclado, cuatro rápidas pulsaciones del mismo dígito, y el furioso zumbido con el que el panel rechazaba el tercer intento fallido. Más gritos. Y luego el estallido de una arma, más fuerte y violento ahora que tenía la cabeza pegada a la pared. Jimmy gritó y golpeó el frío acero con los puños. Los hombres aullaban por la radio. Algunos gritos llegaban por medio de la unidad portátil y otros se colaban a través de la gruesa puerta de acero, pero ninguna de las voces era la de su madre. Resbaló hasta el suelo, con la radio portátil pegada al pecho, y se hizo un ovillo entre los gritos de furia que se filtraban desde el otro lado. Su cuerpo comenzó a estremecerse con sollozos. La superficie irregular de la rejilla de acero del suelo le raspaba la mejilla. Y mientras se desataba toda aquella violencia, las luces del techo seguían parpadeando sobre él. Parpadeaban con regularidad. No, no parecía un pulso. 68 2345 Silo 1 Cuando Donald regresó a su cuarto, había una bolsa de plástico esperándolo sobre la cama. Cerró la puerta para dejar fuera la cacofonía de la gente que pasaba por los pasillos y de las conversaciones procedentes de los despachos, buscó la cerradura y descubrió que no había. Aquello era un solitario dormitorio en medio de un espacio de trabajo, un lugar cuyo ocupante siempre estaba de guardia y permanecía preparado mientras lo necesitasen. Supuso que allí sería donde se alojaba Turman cuando lo despertaban para hacer frente a alguna emergencia. Entonces se acordó del nombre escrito en las botas y se dio cuenta de que no tenía que suponerlo. Estaba constatándolo. Vio que se habían llevado la silla de ruedas y dejado un vaso de agua en la mesita de noche. Depositó sobre la mesa las carpetas que le había dado Eren, se sentó y cogió la extraña bolsa de plástico. Sobre ella ponía «Turno» en grandes letras estarcidas. El plástico transparente estaba cubierto de arrugas y contenía algunos objetos que desde fuera eran sólo protuberancias inescrutables. Deslizó el cierre de plástico hacia un lado y la abrió. Con un tintineo, salieron unas chapas de identificación seguidas por una fina cadena, que serpenteó tras ellas como una víbora asustada. Al inspeccionarlas, Donald comprobó que eran de Turman. Dentadas y finas, sin el borde de goma que recordaba haber visto en las de su hermana. Parecían antigüedades. Seguramente lo fuesen, comprendió de pronto. A continuación salió una pequeña navaja. La empuñadura parecía de marfil, pero era probable que fuese algún material sucedáneo. Donald la abrió y la probó. Los dos filos eran igualmente romos. Se le había roto la punta en algún momento, tal vez al usarla para abrir algo. Parecía un recuerdo personal, pues ya no servía para cortar nada. Aparte de esto, el único objeto que contenía la bolsa era una moneda de un cuarto de dólar. La forma y el tacto de algo que en su día había sido tan común hizo que se acelerase la respiración. Pensó en una civilización entera borrada de la faz de la Tierra. Parecía imposible que tantas cosas hubieran sido aniquiladas, pero entonces se acordó de las monedas romanas o mayas que descansaban en los museos. Le dio varias vueltas y se dio cuenta de que lo único raro de que estuviese allí, con una baratija procedente de un mundo convertido en cenizas, era precisamente su propia presencia, su capacidad de sorprenderse por ello. Se suponía que era la gente la que desaparecía y las culturas las que perduraban y no al revés. Mientras daba vueltas a la moneda, algo le llamó la atención. Tenía dos caras, no una cara y una cruz. Se echó a reír y la inspeccionó con más detenimiento, por si era un artículo de broma, pero parecía auténtica. En uno de los lados se veía el fino dibujo de un arco, donde la estampación no había llegado a dejar su huella. ¿Un error? ¿Tal vez un regalo de un amigo del Tesoro? Lo dejó todo sobre la cama y se acordó de la nota de Anna a su padre. Le sorprendía que no hubiera un medallón en la bolsa. El mensaje figuraba como urgente y mencionaba un medallón con una fecha. Donald dobló la bolsa marcada con la palabra «Turno» y la colocó bajo el vaso de agua. Al otro lado de la puerta pasaba gente corriendo por el pasillo. El silo parecía sumido en el pánico. Supuso que si el auténtico Turman hubiera estado allí, estaría corriendo como ellos, dando órdenes a gritos, desconectando silos, ordenando que quitaran vidas. Donald tosió tapándose la boca con el interior del codo. Sentía un hormigueo en la garganta. Alguien lo había colocado en aquella situación. Erskine, o Victor desde la tumba, o quién sabe si algún pirata informático con dudosas intenciones. No tenía forma de saberlo. Mientras cogía las dos carpetas, reflexionó sobre el pánico provocado por una sola persona que se había perdido de vista. Pensó en la violencia que se estaba incubando en las profundidades de otro silo. Aquellos misterios no eran suyos, se dijo. Lo que él quería saber era por qué estaba despierto. Es más, por qué estaba vivo. ¿Qué había exactamente más allá de aquellas paredes? ¿Cuál era el plan para el mundo una vez que terminasen los turnos? ¿Llegaría un día en que la gente enterrada fuese liberada? Pero cuando pensaba en cómo sería el último turno tenía la sensación de que algo no encajaba. Lo carcomía la sospecha de que las cosas no serían tan sencillas. Hasta entonces, cada capa de la verdad que había descubierto estaba sembrada de mentiras, y no creía que fuesen las últimas. Puede que alguien hubiera hecho que suplantara a Turman para que siguiese buscando. Recordó lo que había dicho Erskine, lo de que habría sido mejor que gente como él estuviese al mando. ¿O había sido Victor el que se lo había dicho a Erskine? No lo recordaba. Lo que sí recordó, al darse unas palmadas en el bolsillo y notar allí la presencia de la placa —una capaz de abrir puertas que hasta entonces habían estado cerradas para él— era que ahora estaba al mando. Había preguntas para las que quería respuestas. Y estaba en posición de obtenerlas. Volvió a toser contra el interior de su codo, una reacción a un hormigueo que no conseguía aliviar del todo. Abrió una de las carpetas y alargó la mano hacia el vaso. Mientras tomaba varios sorbos de agua y comenzaba a leer, se fijó en la pequeña mancha que se había dejado sobre la piel, una gotita de sangre en el interior de la articulación. 69 2312 Primera semana Silo 17 Jimmy no quería moverse. No podía moverse. Permaneció hecho un ovillo sobre el suelo de acero mientras las luces parpadeaban sobre su cabeza, tictac, tictac, en color carmesí. Al otro lado de la puerta había gente que le gritaba y se gritaban entre sí. Jimmy durmió a trompicones, por impulsos. Oía las sordas detonaciones de las armas y los silbidos metálicos que resonaban contra la puerta. El panel zumbaba. Con sólo introducir un dígito, ya zumbaba. El mundo entero estaba furioso con él. Soñó con sangre. Se filtraba por debajo de la puerta e inundaba la sala. Se alzaba adoptando la forma de su padre y su madre, que lo regañaban con las bocas contorsionadas de rabia. Pero Jimmy no podía oírlos. Los gritos al otro lado de la puerta iban y venían. Aquellos hombres estaban luchando. Luchando por llegar allí dentro, donde estarían a salvo. Jimmy no se sentía a salvo. Se sentía hambriento y solo. Tenía ganas de hacer pis. Ponerse en pie fue la cosa más difícil que jamás hubiera hecho. La piel de la mejilla soltó un ruido parecido a un desgarro al separarse del metal. Se limpió la saliva de aquel lado de la cara y palpó las protuberancias, los profundos valles e hinchazones donde la piel parecía como cubierta de ampollas. Tenía las articulaciones rígidas y los ojos cubiertos por una costra de tanto llorar. Se arrastró tambaleándose hasta el otro lado de la sala y tiró del mono para tratar de quitárselo antes de mojarlo por accidente. La orina cayó sobre la rejilla del suelo y resbaló por las brillantes secciones de cables formando canales de límites precisos. Le sonaban las tripas y sentía las contracciones del estómago, pero no quería comer. Quería consumirse hasta desaparecer. Desvió la mirada hacia las luces del techo, que seguían taladrándole el cráneo. Su estómago estaba furioso con él. Todo el mundo estaba furioso con él. Volvió a la puerta y aguardó a que alguien lo llamase por su nombre. Se acercó al panel y pulsó el «1». La puerta respondió al instante con un zumbido. También estaba furiosa. Jimmy sólo quería tenderse sobre el suelo de metal y volver a hacerse un ovillo, pero el estómago le decía que buscase algo de comer. Abajo. Abajo había camas y comida. Caminó como aturdido entre las máquinas negras, que seguían emitiendo sus chasquidos y zumbidos de costumbre, como si todo fuese normal. Las luces rojas se encendían y se apagaban. Jimmy serpenteó entre las máquinas hasta encontrar la trampilla del suelo. Puso los pies en la escalerilla y entonces se fijó en el zumbido. Subía y bajaba al compás del parpadeo de las luces rojas. Salió del agujero y se arrastró por el suelo para ver de donde provenía. Procedía del servidor al que su padre le había quitado la tapa. No sé qué de comunicaciones, lo había llamado. ¿Adónde se había ido su padre? A buscar a su madre. Pero pasaba algo más… Jimmy no se acordaba. Se dio unas palmaditas en el pecho y sintió la presencia de la llave sobre la clavícula. El zumbido sonaba en perfecta sincronía con las luces. La máquina estaba provocando que aquel parpadeo se le clavase en la cabeza. Metió la cabeza. Centro de comunicaciones, eso es lo que había dicho su padre. Había unos cascos colgados de un gancho. Le habría gustado que su padre estuviese allí, pero por alguna razón se le antojaba un deseo imposible. Cogió los cascos. Un cable colgaba de ellos. El extremo se parecía a algo que habían visto en las clases de informática. Buscó un sitio donde enchufarlo y descubrió una serie de conectores juntos. Uno de ellos tenía una luz parpadeante. El número «40» brillaba sobre él. Jimmy se ajustó los cascos. Introdujo la clavija en el enchufe y apretó hasta oír un clic. Las luces del techo interrumpieron su incesante parpadeo y entonces sonó una voz, como la de la radio, sólo que más nítida. —¿Hola? —dijo una voz. Jimmy no respondió. Esperó. —¿Hay alguien? Jimmy se aclaró la garganta. —Sí —respondió, a pesar de lo raro que le resultaba hablarle a una sala vacía. Más raro aún que la radio con su siseo. Era como hablar solo. —¿Estáis todos bien? —preguntó la radio. —No —respondió Jimmy. Se acordaba de la escalera, de haber caído, de Yani y de que al otro lado de la puerta había sucedido algo horrible—. No —repitió mientras se limpiaba las lágrimas de las mejillas—. ¡No estamos todos bien! Hubo unos murmullos al otro lado de la línea. Jimmy sorbió por la nariz. —¿Hola? —dijo. —¿Qué ha pasado? —preguntó la voz con tono de urgencia. Jimmy pensó que era una voz enfurecida. Como la gente del otro lado de la puerta. —Todos estaban corriendo… —replicó. Se secó la nariz—. Querían subir. Me caí. Mamá y papá… —¿Ha habido bajas? —preguntó el hombre del Cuarenta. Jimmy pensó en el cuerpo que había visto en la escalera, con aquella herida espantosa en la cabeza. Pensó en la mujer que había caído sobre la barandilla, cuyo grito se había ido alejando hasta quedar sumido en un repentino silencio. —Sí —afirmó. Al otro lado de la línea, la voz escupió una maldición, furiosa pero débil. Y luego dijo: —Hemos llegado tarde. —Volvía a sonar apagada, como si el hombre estuviese hablando con otra persona. —¿Demasiado tarde para qué? —preguntó Jimmy. Hubo un clic, seguido por un pitido fuerte y constante. La luz que había sobre el «40» se apagó. —¿Hola? Jimmy esperó. —¿Hola? Buscó algún botón en la caja, algún modo de hacer que las voces volviesen. Había cincuenta agujeros, con otros tantos números sobre ellos. ¿Por qué sólo cincuenta pisos? Miró de reojo los demás servidores de la sala y se preguntó si habría otros puestos de comunicaciones para el resto del silo. Aquél debía de ser el del tercio superior. Habría otro para el intermedio y otro para las Profundidades. Sacó la clavija y el tono se apagó. Jimmy se preguntó si podría llamar a otro piso. Puede que a uno de los comerciales que había cerca de su casa. Al pasar el dedo por la fila donde estaba el «18» se dio cuenta de que faltaba el «17». No había clavija para el «17». Mientras se preguntaba por qué, las luces del techo volvieron a parpadear una vez más. Miró el conector del cuarenta, pero seguía apagado. Llamaban desde el primer piso. La luz que había sobre el «1» se encendía y se apagaba. Miró un momento la clavija que tenía en la mano, la introdujo el agujero y apretó hasta oír el clic. —¿Hola? —dijo. —¿Qué demonios está pasando ahí? —inquirió una voz. Jimmy se encogió por dentro. Su padre también le había gritado así alguna vez, pero hacía mucho tiempo. No respondió porque no sabía qué decir. —¿Eres Jerry? ¿O Russ? Russ era su padre. Jerry era el jefe de su padre. Jimmy se dio cuenta de que no tendría que estar jugando con aquellas cosas. —Soy Jimmy —respondió. —¿Quién? —Jimmy. El señor del nivel cuarenta ha dicho que habíamos llegado demasiado tarde. Le conté lo que ha pasado. —¿Demasiado tarde? —Unas voces conferenciaron de fondo. Jimmy jugueteó con el cable. Algo estaba haciendo mal—. ¿Cómo has entrado ahí? —preguntó la voz. —Me ha metido mi padre —respondió, azuzado por el miedo. —Vamos a apagarlos —oyó que decía la voz—. Apagadlos ahora mismo. Jimmy no sabía qué hacer. En alguna parte empezó a sonar un siseo. Pensó que procedía de los cascos hasta que se fijó en un vapor blanco que salía de la rejilla de ventilación del techo. Una neblina empezó a descender hacia él. Agitó la mano delante de la cara. Esperaba algo similar al humo que había inhalado una vez cuando era niño, pero aquel vapor no olía a nada. Sólo dejaba un regusto en la boca, como el de una cuchara seca. Un sabor a metal. —… En mi puñetero turno… —masculló la persona en los cascos. Jimmy tosió. Trató de responder algo, pero se había atragantado. El vapor dejó de salir de los respiraderos. —Hecho —murmuró el hombre al otro lado de la línea—. Ha muerto. Antes de que Jimmy pudiera decir nada más, la luz parpadeante del interior de la caja se apagó. Sonó un clic en los cascos y éstos volvieron a quedar en silencio. Mientras se los quitaba de la cabeza, sonó un fuerte ruido en el techo y las luces de la sala se apagaron. El ruido de los servidores a su alrededor murió también. La sala quedó totalmente a oscuras y en silencio. Jimmy no alcanzaba a ver ni su propia nariz, no se veía la mano cuando la movía delante de la cara. Pensó que se había quedado ciego y se preguntó si aquello sería lo que se sentía al morir, pero entonces oyó su pulso, un pom-pom, pom-pom en las sienes. Sintió que le brotaba un sollozo de la garganta. Quería a su padre y a su madre. Quería su mochila, que se había dejado en la escuela como un idiota. Permaneció largo rato allí, sentado, esperando a que acudiera alguien a buscarlo, o a que se le ocurriera lo que debía hacer. Entonces se acordó de la escalera y del cuarto de abajo. Mientras empezaba a arrastrarse hacia allí, tanteando con cuidado el suelo para no caerse por el agujero, volvieron a sonar los ruidos del techo. Hubo un destello cegador y las luces se encendieron, volvieron a apagarse, parpadearon varias veces y, finalmente, permanecieron encendidas. Jimmy se quedó helado. Las luces rojas volvían a parpadear. Regresó junto a la caja y miró en su interior. Era la luz del «40» la que se encendía y se apagaba. Pensó en responder para saber por qué estaba tan furiosa toda esa gente, pero puede que el apagón hubiera sido una advertencia. Puede que hubiera dicho algo que no debía. Las luces del techo eran brillantes y calientes. Le recordaban a las granjas, a aquella vez, años atrás, en que su clase había hecho una excursión a los pisos intermedios y habían plantado semillas bajo las luces de crecimiento. Se volvió hacia el servidor de la tapa abierta y buscó a tientas la clavija. Detestaba las luces parpadeantes pero no quería que le gritasen. Así que volvió a enchufar la clavija en el agujero marcado como «40» hasta oír el clic. Las luces dejaron de parpadear al instante. Empezó a sonar una voz amortiguada procedente de los cascos, que se encontraban en el fondo del servidor. Jimmy la ignoró. Se apartó un paso de la máquina y dirigió una mirada cautelosa a las luces del techo. Tenía miedo de que volviesen a apagarse las blancas y brillantes, o de que regresasen las rojas y furiosas, pero todo siguió igual. La clavija permaneció en el agujero, el cable colgando y la voz de los cascos siguió hablando desde lejos, pero ya inaudible para él. 70 Jimmy se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que había comido mientras bajaba lentamente por la escalerilla. El desayuno, antes de ir a la escuela, pero eso había sido un día antes, o puede que dos. A medio camino se imaginó a sí mismo como un trozo de comida que bajaba por un enorme cuello metálico. Eso era lo que sentía un trozo de alimento al ser ingerido. Al pie de la escalera permaneció un momento en las tripas del silo, como una cosa vacía perdida dentro de una cosa vacía. El silo no encontraría alivio a su hambre devorando algo como él. Los dos se morirían de hambre, pensó. Le gruñeron las tripas. Tenía que comer. Regresó tambaleándose por el pasillo, por las entrañas del silo. La radio de la pared seguía siseando. Jimmy bajó el volumen hasta que el ruido de fondo resultó casi inaudible. Su padre no llamaría nunca. No sabía cómo lo sabía, pero sí sabía que formaba parte de las nuevas Reglas del mundo. Entró en el pequeño aposento. Había una mesa lo bastante grande para cuatro personas, con las páginas de un libro esparcidas sobre ella y una aguja con su hilo enrollado encima, como una serpiente que protegiese su madriguera. Jimmy hojeó las páginas y vio que alguien había estado reparando el sitio donde se unían. Tenía el estómago tan vacío que le dolía. Y la mente estaba empezando a dolerle también. Al otro lado de la habitación se encontraba el fantasma de su padre. Señaló las puertas y le explicó lo que había detrás de cada una de ellas. Jimmy buscó la llave a tientas sobre su pecho, la sacó y abrió la puerta de la despensa. Comida suficiente para dos personas durante diez años, eso era lo que le había dicho su padre, ¿no? Cuando abrió la puerta de la despensa, sonó un ruido parecido al que hacen las ventosas al separarse y Jimmy sintió la caricia de una brisa contra el cuello. Encontró el interruptor de la luz en la parte exterior de la puerta, junto a otro que activaba un ruidoso ventilador. Apagó el ventilador, que le recordaba a la radio. Dentro de la habitación se encontró con estanterías repletas de latas, tan largas que tuvo que entornar la mirada para ver la pared opuesta. Nunca había visto latas como aquéllas. Se introdujo en el estrecho pasillo que separaba los estantes y empezó a buscar arriba y abajo, mientras su estómago lo apremiaba a escoger y a hacerlo deprisa. «Come, come», gruñían sus tripas. Jimmy respondió que le diesen un momento. Tomates, remolachas y calabacines, cosas que aborrecía. Comida que había que preparar. Él quería comida comida. Había estantes enteros de maíz con etiquetas multicolores, en lugar de con los nombres garabateados con tinta negra sobre el metal, como las que siempre había visto. Cogió una de las latas y la estudió. En la etiqueta se veía un sonriente gigante de color verde. Había letras diminutas como las de los libros por todas partes. Las latas de maíz eran idénticas. Esto lo hizo sentir fuera de lugar, como si estuviese dormido y todo aquello fuese un sueño. Después de coger una de las latas de maíz, encontró un pasillo con latas de sopa con etiquetas rojas y blancas. También cogió una. De regreso al apartamento, buscó un abrelatas. Alrededor del horno había cajones llenos de espátulas y cucharones. En un armarito había cazuelas y cazos. El cajón inferior contenía lápices de grafito, un ovillo de hilo, varias pilas hinchadas por el paso del tiempo y cubiertas de polvo gris, el silbato de un niño, un destornillador y mil cosas más. Encontró el abrelatas. Estaba oxidado y parecía llevar años en desuso. Pero la parte cortante atravesó la blanda chapa de la lata con una leve presión y empezó a girar una vez que le aplicó la fuerza suficiente. Cortó toda la tapa y soltó una imprecación al ver que se hundía en la sopa. Sacó un cuchillo del cajón para extraerla con la punta. Comida. Al fin. Puso una cazuela en el fuego y encendió el quemador. Mientras lo hacía se acordó de su propio apartamento, de su padre y de su madre. La sopa empezó a calentarse. Jimmy esperó entre los gruñidos de su estómago, pero una parte de él era vagamente consciente de que no había nada que pudiese aplacar la verdadera comezón que sentía, el misterioso y permanente impulso de gritar con toda la fuerza de sus pulmones o dejarse caer al suelo y echarse a llorar. Mientras esperaba a que la sopa empezase a hervir, inspeccionó las hojas de papel del tamaño de pequeñas sábanas que colgaban de la pared. Parecía que las hubieran puesto a secar, y lo primero que pensó fue que los gruesos libros que había visto debían de hacerse doblándolas o cortándolas. Pero ya estaban impresas y los dibujos que contenían eran correlativos. Pasó las manos por el suave papel y estudió los detalles de un diagrama, una serie de círculos llenos de finas líneas, con etiquetas por todas partes. Había números sobre los círculos. Tres de ellos estaban tachados con tinta roja. En todos ellos decía «silo», pero eso no tenía el menor sentido. Tras él, algo siseaba igual que la radio, como si alguien lo estuviera llamando; el susurro de los fantasmas. Dio la espalda a los extraños diagramas y se encontró con que la sopa escupía burbujas, que resbalaban por el borde de la cazuela y se consumían echando humo al entrar en contacto con el quemador. Dejó el extraño y enorme dibujo. 71 Los días se sucedieron hasta formar una semana, y Jimmy empezó a imaginarse que las semanas acabarían por hacer lo mismo con los meses. Al otro lado de la puerta de acero, en la sala de arriba, los hombres seguían tratando de entrar. Gritaban y discutían por la radio. A veces los escuchaba, pero sólo hablaban de muertes y de cosas agonizantes y prohibidas, como el gran exterior. En las pantallas se sucedían escenas de quietud y vasta vaciedad. A veces, un estallido de actividad y violencia las interrumpía. Vio a un hombre inmovilizado en el suelo y golpeado por otros. Vio a una mujer que pataleaba mientras la arrastraban por un pasillo. Vio a un hombre que atacaba a un niño por una barra de pan. Tuvo que apagar el monitor. Su corazón se negó a calmarse el resto del día y decidió no volver a mirar las cámaras. Aquella noche, solo en el barracón, apenas pudo dormir. Pero lo poco que durmió lo pasó soñando con su madre. Así serían todos sus días, pensó a la mañana siguiente. Cada uno de ellos se prolongaría una eternidad, pero no habría muchos. Pronto se le agotarían. Sus días estaban numerados y se iban desgranando uno a uno; podía sentirlo. Trasladó uno de los colchones a la sala del ordenador y de la radio. Allí sentía algo parecido a un poco de compañía. Las voces enfurecidas y las escenas de violencia eran preferibles a los camastros vacíos. Olvidó la promesa que se había hecho y tomó una sopa caliente delante de las cámaras, en busca de gente. Oyó cómo discutían sus voces en la radio. Y aquella noche, cuando soñó, sus sueños estuvieron llenos de pequeñas imágenes cuadradas, escenas de un pasado lejano. Aparecía una versión más joven de él en aquellas ventanas, mirándolo. En sus excursiones a la sala de arriba, se acercaba subrepticiamente a la puerta de acero y oía discutir a los hombres al otro lado. Probaban con tres contraseñas, tres secuencias de pitidos a las que seguían tres zumbidos furiosos. Jimmy acariciaba la puerta de acero y le daba las gracias por permanecer cerrada. Se alejaba sigilosamente y exploraba la cuadrícula formada por las máquinas. Emitían zumbidos y chasquidos mientras abrían y cerraban sus ojos parpadeantes, pero no decían nada. No se movían. Su presencia lo hacía sentir aún más solo, como si fuesen un aula entera de chicos mayores que optaran por ignorarlo. Al cabo de pocos días así, Jimmy descubrió otra de las Reglas del mundo: el hombre no está hecho para vivir solo. Esto era lo que descubría día tras día. Lo descubría y, tan pronto como lo había hecho, lo olvidaba, porque no había nadie allí para recordárselo. Así que empezó a hablar con las máquinas. Y ellas le respondían, con secos chasquidos y siseos emitidos desde el interior de sus gargantas metálicas, que el hombre no debía vivir solo. Así parecían creerlo también las voces de la radio. Hablaban sobre muertes y se la prometían unas a otras. Algunas de ellas tenían las armas de las oficinas de los ayudantes. En el noventa y tantos había un hombre que quería asegurarse de que todos los demás tenían una arma. Jimmy sintió el impulso de hablarle del almacén que había abierto con su llave detrás del barracón. Había allí filas y más filas de armas como la que había usado su padre para matar a Yani. E incontables cajas de balas. Tenía ganas de contarle al silo entero que tenía más armas que nadie, y que tenía la llave del silo, así que era mejor que lo dejasen en paz, pero algo le decía que si aquellos hombres se enteraban sólo conseguiría que se esforzasen más aún por llegar hasta él. Así que se guardó sus secretos. La sexta noche de soledad, incapaz de dormir, trató de adormecerse hojeando el libro titulado Orden que había sobre el escritorio. Era una lectura extraña, en la que cada página hacía referencia a otras y estaba repleta de terribles premoniciones sobre cosas que podían suceder y remedios para impedirlas o para mitigar los inevitables desastres. Jimmy buscó algo sobre lo que se debía hacer cuando uno estaba total e irremediablemente solo. El índice no decía nada al respecto. Y entonces se acordó de lo que contenían los centenares de cajas de metal de la estantería, junto a la mesa. Puede que en aquellos libros encontrase algo que pudiese ayudarlo. Revisó la etiqueta que tenía cada caja en la parte inferior y cogió la que contenía el volumen «se-so» de «soledad». El contenedor emitió un leve suspiro cuando lo abrió, como una lata de sopa que succiona el aire al perforarla. Sacó el volumen y lo abrió para buscar la palabra. Se encontró frente a la imagen de una enorme máquina con un rodillo dentado delante, parecido a uno de los aperos que utilizaban los granjeros en sus campos. La máquina, imponente, aterradora con aquella enorme rueda delante, se encontraba junto a un hombrecillo diminuto, tan pequeño que resultaba imposible de creer que fuese cierto. Jimmy creía que el hombre iba a moverse, pero al tocar la hoja descubrió que era una fotografía, como la de la tarjeta de identificación de su padre, pero tan brillante y de tan vívidos colores que parecía real. «Segadora», leyó. Conocía la palabra, pero no tenía sentido. Las segadoras que él había visto no eran así. Estudió la fotografía y se preguntó qué absurdas razones habrían llevado a alguien a confeccionar una imagen como aquélla. Volvió con cuidado la página, lleno de curiosidad por aquella extraña máquina… Soltó un grito y dejó caer el libro. Retrocedió de un salto mientras se daba palmadas por todo el cuerpo con las dos manos, temiendo que el bicho se le metiese bajo la camisa o lo mordiese. Se subió al colchón mientras esperaba a que se le calmase el corazón. Miró el volumen, que había caído abierto al suelo, creyendo que iba a salir un enjambre de su interior como los de los parásitos de las granjas, pero no se movió nada. Se aproximó al libro y pasó la página con el pie. El maldito bicho no era más que otra fotografía, que encima se había doblado y arrugado al caer. Mientras la alisaba y tocaba la fotografía del insecto se preguntó qué clase de libro era aquél. No se parecía en nada a los libros infantiles con los que se había criado, ni el papel de sus hojas al de pasta como el que utilizaban en la escuela. Al cerrarlo vio que era distinto al libro que había sobre la mesa, el que tenía la palabra «Orden» grabada en la portada. En éste decía «Legado». Lo hojeó pasando varias páginas cada vez y vio que todas ellas contenían imágenes brillantes, párrafos de texto y descripciones, una vasta ficción poblada de cosas imposibles contenida en un solo libro. Ni siquiera eso, se dijo. Levantó la mirada hacia los enormes estantes con sus cajas de metal etiquetadas y ordenadas alfabéticamente. Volvió a buscar la segadora, una máquina mecánica que hacía parecer enano a un hombre adulto, cuando la encontró, regresó a su camastro de sábanas desordenadas. La semana de soledad se aproximaba a su final, pero ahora no parecía muy probable que Jimmy pudiera conciliar el sueño. Al menos durante mucho tiempo. 72 2345 Silo 1 Donald esperaba en la sala de comunicaciones a que comenzara su primera reunión con el jefe del Dieciocho. Para matar el tiempo se dedicó a jugar con los interruptores y diales que permitían controlar las cámaras del silo. Desde su asiento podía ver a todos sus habitantes. Si quería, podía incluso cambiar su destino. Habría podido acabar con todos ellos con sólo pulsar un botón. Mientras él prolongaba su existencia a través de una sucesión de congelaciones y descongelaciones, aquellos mortales seguían con sus rutinas, vivían y morían, sin saber siquiera que él podía verlos. —Es como el más allá —murmuró. El operador del puesto siguiente se volvió y lo miró en silencio, y Donald se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Miró al individuo, cuyo cabello negro y poblado parecía llevar un siglo sin peinarse. —Lo que quiero decir es… es que es como una vista desde el cielo —le explicó mientras señalaba el monitor. —Es una vista de algo, eso desde luego —asintió el operador antes de dar un bocado a su sándwich. En la pantalla, una mujer parecía estar gritándole a otra mientras la apuntaba a la cara con el dedo. Era como una comedia de televisión, sólo que sin las risas enlatadas. Donald procuró mantener la boca cerrada. Pasó a la imagen de la cafetería del silo Dieciocho y vio cómo se agolpaban sus moradores alrededor de la pantalla de la pared. Era una pequeña multitud. Estaban contemplando fijamente las colinas sin vida, quién sabe si esperando el regreso de la limpiadora desaparecida o soñando en silencio con lo que podía haber más allá de aquellas laderas silenciosas. Donald habría querido decirles que no volvería, que no había nada detrás de la loma, a pesar de que en secreto compartía sus sueños. Había pensado en enviar uno de los drones a investigar, pero Eren le había explicado que no eran exploradores… Eran máquinas de guerra. Su alcance era limitado, le dijo. La atmósfera del exterior los haría trizas. Donald sintió el impulso de mostrarle su mano, moteada y rosa, y decirle que había estado en aquella colina y había vuelto. Quería preguntarle si de verdad era tan peligroso el aire del exterior. Esperanza. Eso era. Peligrosa esperanza. Al ver a la gente de la cafetería con la mirada clavada en la pantalla de la pared sintió una especie de vínculo con ellos. Así era como se metían en líos los dioses de antaño, así era como se encaprichaban de los mortales y se entrometían en sus asuntos. Rió para sus adentros. Pensó en la limpiadora del grueso dossier y en lo que habría hecho por ella de haber tenido la ocasión. Puede que le hubiera dado el don de la vida de haber podido. Apolo encaprichado de Dafne. El operador de comunicaciones miró de reojo el monitor de Donald, aquella imagen de la pantalla de la pared, y Donald se sintió espiado. Cambió a otra cámara. Era el pasillo de algo que parecía una escuela. A ambos lados había taquillas. Una niña se puso de puntillas y abrió una de las de arriba, sacó una pequeña mochila, se volvió y le dijo algo a alguien que no se veía en la pantalla. La vida continuaba de manera habitual. —Vamos a establecer la comunicación —dijo un operador que estaba tras ellos. El hombre del sándwich lo dejó a un lado y se inclinó hacia adelante. Se sacudió las migas del pecho y sustituyó la imagen de las dos mujeres enfrascadas en su discusión por otra de una sala llena de máquinas de color negro parecidas a armarios. Donald cogió unos cascos y las dos carpetas que había sobre su mesa. La de arriba tenía casi cinco centímetros de grosor. Era la de la limpiadora desaparecida. Debajo había una mucho más fina, con el nombre de un aspirante a sombra. Una voz masculina habló por los auriculares: —¿Hola? Donald levantó la mirada hacia el monitor. Había una figura detrás de una de las máquinas negras. Era un hombre, rollizo y de baja estatura, a menos que se tratara de una distorsión provocada por las lentes de la cámara. —Informe… —dijo Donald. Abrió la carpeta correspondiente a Lukas Kyle. Sabía desde el primer turno que el sistema eliminaría la entonación de su voz para que sonase idéntica a cualquiera otra que transmitiese desde allí. —He escogido sombra conforme a sus instrucciones, señor. Un buen chico. Ha trabajado antes en los servidores, así que su acceso ya está autorizado. Qué sumiso parecía. Donald supuso que también él actuaría así de saber que su mundo podía ser destruido con sólo pulsar un botón. El miedo ejerce un efecto represor sobre el ego de los hombres. El operador que se sentaba junto a Donald se inclinó hacia él y sacó la primera página de la carpeta. Clavó el dedo varias veces sobre algo que había unas cuantas hojas más abajo. Donald lo leyó. —Ya consideró al señor Kyle como posible reemplazo hace un par de años. —Levantó la mirada y vio que el hombre que había detrás del servidor de comunicaciones se secaba la nuca. —Es cierto —confirmó el jefe del Dieciocho—. Decidimos que no estaba listo. —Su oficina envió un informe sobre el señor Kyle en el que se lo señalaba como un posible soñador. Aquí dice que se ha pasado varios cientos de horas delante de la pantalla de la cafetería. ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión? —Era un informe preliminar, señor. Lo elaboró otro… posible candidato. Con cierto exceso de celo, me temo, un individuo al que consideramos más capacitado para el equipo de seguridad. Le aseguro que el señor Kyle no sueña con el mundo exterior. Sólo sube de noche… —El hombre se aclaró la garganta y vaciló un instante—. A mirar las estrellas, señor. —Las estrellas. —Eso es. Donald miró de reojo al operador que se sentaba a su lado, que se terminó el sándwich y se encogió de hombros. El jefe del silo rompió el silencio: —Es el hombre más capacitado para el puesto, señor. Conocí a su padre. Un cabrón muy severo. Ya saben lo que dicen sobre los peldaños y las barandillas, señor. Donald no sabía lo que decían sobre los peldaños y las barandillas. Con aquellos silos todo eran analogías sobre escaleras. Se preguntó lo que diría el tal Bernard si alguna vez llegaba a ver un ascensor. La idea estuvo a punto de provocarle una risilla. —Su elección de sombra ha sido aprobada —dijo Donald—. Muéstrele el Legado lo antes posible. —Ya lo está estudiando, señor. —Bien. Ahora, ¿qué noticias tenemos sobre ese levantamiento? — Donald tenía ganas de que se apresurara, acabar cuanto antes con las tareas rutinarias para seguir investigando los asuntos que más le importaban. El jefe del silo volvió la cabeza hacia la cámara. Aquel mortal sabía perfectamente dónde estaban escondidos los ojos de los dioses. —Se han atrincherado en Mecánica. Intentaron ofrecer resistencia en su retirada, pero los dispersamos. Hay… una especie de barricada, pero… la atravesaremos en cualquier momento. El operador se inclinó hacia adelante y llamó la atención de Donald. Se señaló los ojos con dos dedos y luego indicó una de las pantallas en negro de la fila superior, que correspondía a una de las cámaras que se habían desactivado durante el levantamiento. Donald sabía a qué se refería. —¿Alguna idea sobre cómo pudieron saber lo de las cámaras? — preguntó—. Sabe que nos hemos quedado ciegos del ciento cuarenta para abajo, ¿verdad? —Sí, señor. Sólo podemos… sólo puedo suponer que lo sabían hace tiempo. Allí abajo se encargan ellos mismos del cableado. Lo he visto en persona. Es una maraña de tuberías y cables eléctricos. No creemos que les haya informado nadie. —No lo creen. —No, señor. Pero estamos trabajando para infiltrar a alguien entre sus filas. Tengo un sacerdote que podemos enviar para bendecir a sus muertos. Un buen hombre. Fue sombra en Seguridad. Le prometo que ya no durarán mucho. —Bien. Asegúrese de que es así. Nosotros estaremos aquí arreglando los desperfectos que han provocado, así que procure tener su propia casa en orden. —Sí, señor, así será. Los tres hombres de la sala de comunicaciones vieron cómo se quitaba los cascos y los devolvía al interior de la máquina. Luego se limpió la frente con un trapo. Mientras los demás estaban distraídos, Donald hizo lo mismo. Se secó la frente con un pañuelo que se había guardado en el bolsillo. Recogió las dos carpetas y estudió al operador situado a su lado, que tenía una nueva hilera de migas sobre el mono. —Manténgalo vigilado —dijo. —Desde luego. Devolvió los cascos al estante y se levantó para marcharse. Al llegar a la puerta se detuvo un momento, volvió la mirada y vio que la pantalla del operador se había dividido en cuatro. Una de las ventanas mostraba una sala entera de torres negras como silenciosos centinelas. En otra discutían dos mujeres. 73 Donald cogió sus notas y subió en el ascensor hasta la cafetería. Al llegar se encontró con que era demasiado temprano para desayunar, pero aún quedaba café de la noche pasada en el dispensador. Eligió una taza desportillada del escurreplatos y la llenó. El individuo que se encargaba de atender la fila de los comensales levantó la palanca de un lavaplatos industrial y el cajón de acero inoxidable se abrió y soltó un chorro de vapor. El hombre agitó un trapo para dispersarlo y luego lo utilizó para sacar unas bandejas que pronto contendrían huevos en polvo reconstituidos y rebanadas de pan seco y congelado. Donald probó el café. Estaba frío y era muy flojo, pero no le importó. Es más, le pareció apropiado. Saludó con la cabeza al hombre que preparaba el desayuno, quien inclinó la suya a modo de respuesta. Donald se volvió y estudió la imagen de la pantalla de la pared. Allí estaba el verdadero misterio. Los documentos que contenían las carpetas no eran nada comparado con eso. Se acercó a la polvorienta vista, en la que el sol que se alzaba invisible por detrás de las colinas comenzaba a iluminar unas nubes arremolinadas. Se preguntó qué habría allí fuera. La gente moría cuando los enviaban a limpiar. Morían en las colinas cuando abandonaban los silos. Pero él había sobrevivido. Y por lo que sabía, también los hombres que lo habían arrastrado de vuelta. Se miró la mano a la tenue luz que emitía la pantalla. Tenía la palma un poco rosada, un poco en carne viva. Pero claro, se la había rascado varias docenas de veces durante las últimas noches y lo hacía también todas las mañanas. No podía quitarse de la cabeza la sensación de que se había contaminado. Se sacó el pañuelo del bolsillo y se lo puso sobre la boca para toser. —Las patatas estarán listas dentro de pocos minutos —dijo el hombre de detrás del mostrador alzando la voz. Otro trabajador con un mono idéntico salió de la parte de atrás, anudándose un delantal alrededor de la cintura. Donald sintió el deseo de saber quiénes eran aquellas personas, cómo eran sus vidas, lo que pensaban. Durante seis meses servían tres comidas al día y luego hibernaban durante décadas. Y después volvían a hacerlo. Debían de creer que aquello tenía algún sentido. ¿O es que no les importaba? ¿Se trataba sólo de transitar por los mismos caminos abiertos ayer? Un paso tras otro, un paso tras otro, una vez tras otra. ¿Se veían como marineros a bordo de una gran arca con un noble propósito? ¿O caminaban en círculos por la sencilla razón de que conocían el camino? Donald recordaba haberse presentado al Congreso, haber creído que iba a hacer grandes cosas por el futuro de todos. Y entonces se encontró con aquel cargo, rodeado por una mareante tormenta de normas, memorandos y mensajes, y al poco tiempo simplemente rezaba para que llegase el final de la jornada. Pasó de pensar que iba a salvar el mundo a dejar que pasase el tiempo hasta… hasta que el tiempo se terminó. Se sentó en una de las sillas de plástico descolorido y estudió la carpeta que tenía en la mano. Cinco centímetros de grosor. «Nichols, Juliette», decía la pestaña, seguida por un número de identificación a fines internos. Aún podía oler el tóner de las páginas recién impresas. Parecía un derroche imprimir tantas tonterías. En alguna parte, dentro de un gigantesco almacén, los suministros estaban menguando. Y en algún otro lugar, en el pasillo de su propio despacho, alguien llevaba la cuenta de todo y se aseguraba de que hubiera suficientes patatas, suficiente tóner, suficientes bombillas para llegar hasta el final. Miró de reojo los informes. Los colocó sobre la mesa vacía y, al hacerlo, se acordó de Anna y de su último turno, de cómo habían sembrado de pistas aquella sala de guerra. Sintió una punzada de pesar y remordimientos al pensar con qué frecuencia entraba Anna en sus pensamientos antes que Helen. Los informes le proporcionaron un pasatiempo que agradeció mientras esperaba la salida del sol y la comida. Contaban la historia de una limpiadora que había sido comisaria, aunque no por mucho tiempo. Uno de los primeros informes de la carpeta era del actual jefe del Dieciocho, un memorando sobre la falta de cualificación de aquella limpiadora. Donald leyó una lista de razones por las que no debían darle una posición de poder y le pareció estar leyendo sobre sí mismo. Parecía que la alcaldesa del Dieciocho —una anciana llamada Jahns, política como Turman— había forzado las cosas para colocarla en el puesto; la había reclutado a despecho de todas las objeciones. Ni siquiera estaba muy claro que la tal Nichols, una mecánica de los niveles inferiores, quisiera el puesto. En otro informe del jefe del silo se hablaba de su actitud desafiante, que culminó cuando se negó a limpiar y se alejó hasta perderse de vista. Una vez más, a Donald le resultó demasiado familiar. ¿O acaso estaba buscando él las similitudes? ¿No era eso lo que hacía la gente? ¿Ver en los demás lo que temían o esperaban encontrar en sí mismos? Las colinas del exterior se iban iluminando paulatinamente. Donald apartó la mirada de los informes y estudió los montículos de tierra. Recordaba las imágenes que le habían mostrado, en las que se veía desaparecer a la limpiadora tras una duna de la misma tonalidad grisácea. Ahora, lo que más temían sus colegas era que entre los habitantes del Dieciocho se propagase una especie de peligrosa esperanza, la clase de esperanza que desemboca en violencia. Pero el mayor peligro era, por supuesto, que la limpiadora hubiera logrado llegar hasta otra instalación y que los habitantes de ésta se hubieran dado cuenta de que no estaban solos. Donald no lo creía probable. No podía haber durado mucho tiempo, y, además, había poco que descubrir en la dirección por la que se había alejado. Cogió la otra carpeta, la del silo Diecisiete. Su colapso se había producido sin previo aviso, sin aumento alguno de la violencia. Las gráficas de población parecían normales. Hojeó las páginas de documentos impresos, elaborados por los jefes de los diferentes departamentos de los pisos inferiores. Cada uno de ellos tenía su propia teoría y, cómo no, interpretaba el colapso en función de sus propios conocimientos, o lo atribuía a la incompetencia de otro departamento. Control de población culpaba a la lasitud de Informática. Informática, a un fallo de hardware. Ingeniería a Programación. Y el oficial de comunicaciones que entonces estaba al mando, que se comunicaba con Informática y con los jefes de todos los silos, pensaba que era un sabotaje, un intento de impedir una limpieza. Donald percibía algo familiar en la destrucción del silo Diecisiete, algo que era incapaz de localizar. Las cámaras se habían apagado, pero no antes de ofrecerles una breve imagen de gente que salía en tropel por la esclusa. Se había producido un éxodo, un pánico, un episodio de histeria masiva. Y luego un apagón. Comunicaciones había llamado varias veces. La primera había respondido la sombra del jefe de Informática, el segundo en el mando del Diecisiete. Hubo una breve conversación con él, un tal Russ, las dos partes intercambiaron preguntas y entonces Russ cortó la conexión. Sus siguientes llamadas no tuvieron respuesta durante horas. En este lapso, las cámaras y la radio dejaron de transmitir. Y entonces respondió otra persona. Donald tosió sobre el pañuelo mientras leía la transcripción de aquella extraña conversación. El oficial de guardia aseguraba que el que había respondido parecía muy joven. Era un hombre, no una sombra ni un jefe, y había hecho un montón de preguntas. Una le llamó la atención especialmente. La persona del Diecisiete, a la que apenas le quedaban unos minutos de vida, había preguntado lo que pasaba en el nivel cuarenta. El cuarenta. Donald no necesitaba un plano del silo para saber lo que había allí. Había diseñado las instalaciones. Se conocía cada plano como la palma de su mano. El piso cuarenta era un nivel de uso mixto, con una mitad dedicada al alojamiento, una cuarta parte a usos agrarios y otra de naturaleza comercial. ¿Qué podía haber pasado allí? ¿Y por qué a aquella persona, que debía de estar al límite de la supervivencia, le importaba? Volvió a leer la transcripción. Casi sonaba como si el último contacto del joven hubiera sido con el piso cuarenta, como si acabase de hablar con ellos. ¿Vendría de allí abajo? Sólo estaba a seis pisos de distancia. Se imaginó a un muchacho aterrorizado que subía por la escalera con millares de personas más. Rumores sobre una esclusa que se había abierto, muertes procedentes de abajo, gente que escapaba hacia arriba… El joven llegaba al piso cuarenta y cuatro y la presión de la gente se hacía excesiva. Informática ya estaba vacía. Se abría paso hasta la sala de servidores… No. Negó con la cabeza. No podía ser. No sonaba bien. Había algo que no encajaba. El apagón. Donald sintió un escalofrío a lo largo de la columna vertebral. El número cuarenta. Era el silo, no el piso. El informe comenzó a temblar en su mano. Estuvo a punto de levantarse de un salto y recorrer de un lado a otro la cafetería, pero lo único que tenía era el germen de una conexión, el atisbo de una explicación. Luchó por conectar los puntos antes de que las ideas se disolviesen en su cabeza, arrastradas por un torrente de adrenalina. Con quien había hablado era con el silo Cuarenta. El muchacho se había encontrado sin quererlo detrás de la estación de comunicaciones del Diecisiete. No sabía que era otro silo el que llamaba. Por eso había dicho que era un piso y había preguntado lo que estaba sucediendo allí abajo. Aquel apagón, aquella ausencia de contacto, era como lo que había pasado en los silos en los que estuvo trabajando Anna. Anna… Se acordó de la nota que había dejado a Turman para pedirle que la despertase. Estaba dormida allí abajo. Anna sabría lo que tenían que hacer. Tendrían que haberla despertado a ella para ponerla al mando, no a él. Recogió los informes y documentos y volvió a meterlos en sus carpetas. Los trabajadores comenzaban a llegar en los ascensores. El olor de los huevos reconstituidos llegaba flotando desde la cocina. Las puertas giratorias de la cocina bombeaban el aroma al compás del tráfico que las atravesaba, pero Donald había perdido el apetito. Desvió la mirada hacia la pantalla de la pared. ¿Sabría alguien del turno actual lo del silo Cuarenta? Puede que no. No habrían llegado a la misma conclusión que él. Turman y los demás habían mantenido lo sucedido en secreto para no provocar el pánico. Pero ¿y si el silo Cuarenta seguía ahí? ¿Y si se habían puesto en contacto con el Diecisiete? Anna decía que habían conseguido piratear el sistema principal. Habían aislado varias instalaciones con respecto al silo Uno antes de que despertaran a Anna y a Turman para que acabasen con ellas. Pero ¿y si no lo habían hecho? ¿Y si el silo Cuarenta no había sido destruido? ¿Y si el Diecisiete tampoco? ¿Y si seguían allí y la limpiadora, al salir de la cuenca, se había encontrado con que…? Donald sintió el repentino impulso de ir a comprobarlo por sí mismo, de salir al exterior y correr hasta lo alto de la colina, sin preocuparse por el traje. Se apartó de la pantalla de la pared y se encaminó a la esclusa. Puede que tuviese que despertar a Anna, igual que había hecho Turman. Podía instalarla en la armería. Ya lo habían hecho en su último turno, sólo que ahora no contaba con nadie de confianza que pudiera ayudarlo. No sabía cómo despertar a la gente. Pero estaba al mando, ¿no? Podía ordenarles que se lo enseñaran. Salió de la cafetería y se acercó a la esclusa del silo, la gran puerta amarilla al mundo abierto que se extendía al otro lado. El exterior no era tan peligroso como le habían hecho creer. Salvo que él fuese inmune, simplemente. Había máquinas en su organismo que lo mantenían de una pieza cuando lo congelaban. Puede que esas mismas máquinas lo hubieran mantenido vivo allí fuera. Se acercó a la compuerta interior y miró por la pequeña portilla. El recuerdo de cuando estuvo allí dentro lo asaltó con repentina violencia. Se metió las dos carpetas bajo el brazo y se lo frotó en el mismo punto donde, mucho tiempo atrás, le habían clavado la aguja para hacerlo dormir. ¿Qué había allí fuera? La luz que llegaba desde la pantalla parpadeó al pasar una nube de polvo por delante de los sensores, y Donald comprendió lo raro que era que tuviesen una pantalla en el silo Uno. Allí todos sabían lo que le habían hecho al mundo. ¿Qué necesidad tenían de ver la ruina que habían dejado atrás? Salvo que… Salvo que tuviese el mismo sentido que en los demás silos. Salvo que estuviera allí para que no quisieran salir, un pavoroso recuerdo de que el planeta no era seguro para ellos. Pero ¿qué sabían realmente del mundo más allá de los silos? ¿Y cómo no iba a tener la gente la esperanza de verlo con sus propios ojos? 74 Tardó varios días en reunir el valor necesario para hacer la solicitud, y el doctor Wilson necesitó unos cuantos más para organizar una cita. Durante este tiempo le contó a Eren sus sospechas con relación a la implicación del silo Cuarenta. El vendaval de actividad desencadenado por esta sencilla sospecha no tardó en extenderse por todo el silo. Donald firmó una petición para un bombardeo, aun sin saber muy bien qué era lo que firmaba. Algunos niveles del silo que se usaban poco —niveles que Donald conocía de antes— fueron reactivados de nuevo. A los pocos días, no sintió temblar la tierra, pero otros aseguraron haberlo sentido. Lo único que vio fue una nueva capa de polvo caída desde el techo que se había posado sobre las cosas. El día de su reunión con el doctor Wilson, bajó hasta el piso principal de la cámara criogénica para probar su contraseña. Aún no se fiaba demasiado del disfraz que constituía un mono de otra talla y la placa con el nombre de otro. El día antes había visto en el gimnasio a alguien que creía reconocer del primer turno. Por ello decidió limitar al máximo sus movimientos. Así que bajó hasta la sala criogénica e introdujo cautelosamente su contraseña en el panel. Creía que se encenderían unas luces rojas y saltarían alarmas de todas clases, pero lo que sucedió fue que una luz verde se encendió sobre una placa que decía «Personal de emergencia» y la cerradura se abrió con un chasquido. Donald se volvió para ver si alguien presenciaba cómo abría la puerta, y entró. La cámara criogénica, apenas utilizada, era mucho más pequeña que las demás y sólo tenía un piso. Al pasar al otro lado de la puerta, Donald se detuvo y se imaginó la sala principal de congelación profunda extendida alrededor de aquella pequeña cámara. Aquello era sólo un granito de arena dentro de unas estancias inmensas que se extendían en todas direcciones hasta perderse de vista. Y sin embargo contenía algo mucho más importante. Al menos para él. Mientras caminaba entre las cápsulas fue examinando los rostros congelados. Le costaba recordar tanto el hecho de que había estado allí con Turman en su anterior turno como el lugar exacto que habían visitado, pero finalmente la encontró. Al mismo tiempo que consultaba la pantalla se acordó de que no importaba el nombre que dijese. Sin embargo, en este caso no tenía ninguno asignado. Sólo un número. —Hola, hermanita. Sus dedos volvieron a chirriar contra el cristal al rascar la escarcha. Recordó a sus padres con tristeza. Se preguntó cuánto sabría Charlotte de aquel lugar y de los planes de Turman antes de que la llevaran allí. Esperaba que nada. Le gustaba pensar que era menos culpable que él. Al verla se acordó de su visita a la capital. Había derrochado uno de sus escasos permisos haciendo campaña para Turman y visitando a su hermano. Charlotte lo había reñido muy seriamente al enterarse de que llevaba dos años viviendo en la capital y no había visitado ninguno de los grandes museos. No importaba lo atareado que estuviese, le había dicho. Era imperdonable. —Son gratis —le recordó, como si eso fuese razón suficiente. Así que habían ido juntos al museo del Aire y el Espacio. Donald recordaba la cola que habían hecho para entrar. Había un modelo a escala del sistema solar en la acera, junto a la entrada. Los planetas interiores estaban a pocos pasos de distancia, mientras que Plutón se encontraba a varias manzanas de allí, más allá del museo Hirshhorn, tan lejos que parecía imposible. En aquel momento, al ver el cuerpo congelado de su hermana, se sintió exactamente igual. Imposiblemente distante. Como un puntito en la lejanía. La misma tarde lo había arrastrado hasta el museo del Holocausto. Donald lo había estado esquivando desde su llegada a Washington. Puede que por esa razón evitase completamente el National Mall. Todo el mundo le decía que era algo que tenía que ver. —Tienes que ir —le decían—. Es importante. —Utilizaban palabras como «intenso» y «estremecedor». Decían que le cambiaría la vida. Decían eso… pero sus ojos lo ponían sobre aviso. Su hermana lo había arrastrado por la escalinata y aún se acordaba de que tenía el corazón encogido de miedo. El edificio era un recuerdo, pero Donald no quería que le recordasen aquello. Por aquel entonces estaba bajo tratamiento médico para olvidar lo que estaba leyendo en la Orden, para no pensar que el mundo podía acabarse en cualquier momento. Los actos de barbarie que contenía aquel edificio eran cosa del pasado, se decía, y nunca debían ser desenterrados ni repetidos. Aún quedaban algunos vestigios del sexagésimo aniversario del museo, sombríos carteles y banderolas. Habían construido una nueva ala. Había arbolillos jóvenes sujetos con cuerdas y estacas y el aire olía a mantillo. Recordaba haber visto un grupo de turistas que salía en fila, protegiéndose los ojos del sol. Sintió deseos de dar la vuelta y echar a correr, pero su hermana lo llevaba cogido de la mano y el hombre de la taquilla le había sonreído. Al menos ya era tarde, así que no podrían quedarse mucho. Donald apoyó las manos en la cápsula con forma de ataúd y se acordó del olor a mantillo. Habían visto escenas de tortura y hambre. Una sala llena con incontables zapatos. Paredes con imágenes de cuerpos desnudos entrelazados, ojos sin vida abiertos de par en par, costillas y genitales a la vista, zanjas donde amontonaban cadáveres, agujeros abiertos en la tierra. Donald no podía mirarlo. Había tratado de centrarse en la excavadora, mirar al hombre que conducía la máquina, aquel rostro sereno con un cigarrillo entre los labios y una mirada de firme concentración. Un trabajo. En aquella escena era imposible encontrar solaz alguno. El hombre que manejaba la excavadora era la parte más espantosa. Se había apartado de aquellas atroces exhibiciones dejando a su hermana en la oscuridad. Era un museo de horrores que no debían repetirse nunca. Enterramientos masivos realizados con lo opuesto a la ceremonia, con completa apatía. Gente acompañada con toda tranquilidad a las duchas. Se había refugiado en una nueva exposición llamada «Arquitectos de la muerte», atraído por los planos, por la promesa de algo familiar, algo ordenado. Se había encontrado en un espacio agobiante, con las paredes cubiertas de diagramas de matanzas. La exposición no había sido más soportable. En una de las paredes se explicaba el movimiento que trataba de negar el Holocausto incluso después de que hubiera sucedido. Los planos estaban allí como prueba. Aquél era el propósito de aquella sala. Planos que habían sobrevivido a la frenética destrucción llevada a cabo al acercarse los rusos, con la firma de Himmler estampada en muchos de ellos. El plano de Auschwitz, los diagramas de las cámaras de gas, todo claramente etiquetado. Donald había creído que los planos le ofrecerían un cierto alivio con respecto a todo lo demás que contenía el museo, pero entonces se había enterado de que habían obligado a participar a delineantes judíos en su creación. Sus plumas habían trazado lo que contenían aquellas paredes. Los habían forzado a crear los bocetos del escenario de su futuro genocidio. Donald recordaba haber buscado con mano torpe sus pastillas mientras la sala empezaba a dar vueltas a su alrededor. Recordaba haberse preguntado cómo podían haberse prestado, cómo podían haber dibujado aquello sin saber lo que hacían. ¿Cómo podían haberlo ignorado, no darse cuenta de para qué se iba a utilizar? Parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos y vio dónde se encontraba. Las cápsulas, ordenadas en pulcras filas, le resultaban ajenas, pero los suelos y las paredes le eran bien conocidos. Había contribuido a diseñar aquel lugar. Existía por su causa. Y cuando trató de salir, de escapar, lo habían obligado a regresar, gritando y dando patadas, prisionero dentro de sus propios muros. Los pitidos del panel del exterior se llevaron tan perturbadores pensamientos. Donald se volvió mientras la gran compuerta se abría, impulsada por unos goznes tan grandes como los brazos de un hombre. El doctor Wilson, médico del turno, entró. Al ver a Donald frunció el ceño. —¿Señor? —lo llamó en voz alta. Donald sintió que un reguero de sudor descendía por su sien. Seguía teniendo el pulso acelerado por el recuerdo de la exposición. Sentía calor, a pesar de que veía las nubes de vaho delante de su cara. —¿Ha olvidado nuestra cita? —preguntó el doctor Wilson. Donald se limpió la frente con la mano y se secó las palmas en la tela del mono. —No, no —respondió tratando de impedir que le temblara la voz—. Es que he perdido la noción del tiempo. El doctor Wilson asintió. —Lo he visto en el monitor y me lo he figurado. —Miró un momento la cápsula que había junto a Donald y frunció el ceño—. ¿Algún conocido? —¿Mmm? No. —Donald retiró la mano, que se le había enfriado en contacto con la cápsula—. Alguien con quien trabajaba. —Bueno, ¿está listo? —Sí —asintió Donald—. Le agradezco que me refresque la memoria. Llevaba mucho tiempo sin repasar los protocolos. El doctor Wilson sonrió. —Claro. Además, tengo que ponerlo al día con los avances tecnológicos de los últimos turnos. Lo estamos esperando. —Hizo un ademán en dirección al pasillo. Donald dio unas palmaditas en la cápsula de su hermana y sonrió. Había esperado varios siglos. No le pasaría nada por hacerlo un par de días más. Y entonces verían qué era exactamente lo que había contribuido a construir. Lo descubrirían juntos. 75 2313 Segundo año Silo 17 Jimmy era incapaz de escribir nada sobre el papel. Se estaba ahogando en papel, pero no se atrevía a utilizar ni siquiera los márgenes para escribir notas. Las páginas eran sacrosantas. Aquellos libros eran demasiado valiosos. Así que contaba los días utilizando la llave que llevaba alrededor del cuello y los paneles negros del servidor marcado con «17». Aquél era su silo, había descubierto. Era el número estampado en el interior de su copia de la Orden. Era la etiqueta que había en los planos de los silos que colgaban de las paredes. Ahora sabía lo que significaba. Puede que estuviera solo en su mundo, pero el suyo no era el único que existía. Todas las noches, antes de irse a la cama, dejaba otra marca plateada en la pintura negra del enorme servidor. Marcaba el final de los días al llegar la noche. Le parecía prematuro hacerlo por las mañanas. El proyecto comenzó con desgana. No creía que llegase a haber muchas marcas, así que había empezado a dejarlas en el centro de la máquina y las había hecho demasiado grandes. A los dos meses de aquella pesadilla, cuando empezó a quedarse sin sitio, se dio cuenta de que tendría que añadir otras por encima, así que había tachado las que ya llevaba y le dio la vuelta al servidor para empezar desde cero. Ahora las hacía pequeñas y todas idénticas. Cuatro marcas y luego una raya transversal, como hacía su madre para tener constancia de los días en que se portaba bien. Seis de estas marcas combinadas indicaban un mes para él. Doce grupos de seis y cinco marcas más, un año. Trazó la última marca del último grupo y retrocedió un paso. Un año ocupaba la mitad de un servidor. Costaba creer que hubiera pasado un año entero, un año en el nivel intermedio situado entre los servidores. Sabía que aquello no podía durar. No soportaba pensar en los demás servidores cubiertos de marcas. Su padre le había dicho que había comida suficiente para diez años y dos o cuatro personas, no recordaba la cantidad exacta. Eso significaba al menos veinte años para él solo. Veinte años. Dio la vuelta al servidor y recorrió con la mirada el pasillo que separaba dos hileras de máquinas. Al final se encontraba la enorme puerta de acero. Sabía que tendría que salir en algún momento. Si no lo hacía se volvería loco. Ya estaba volviéndose loco. Los días se parecían demasiado. Se acercó a la puerta y aguzó el oído, por si había algo al otro lado. Estaba en silencio, como otras veces, pero aún podía oír en su recuerdo el eco de unas detonaciones amortiguadas. Pensó en introducir los cuatro números y salir a echar un vistazo. No saber lo que había al otro lado era la peor sensación imaginable. Cuando las pantallas dejaron de funcionar, tuvo la sensación de que le habían arrebatado uno de sus sentidos primarios. Esto le provocó un intenso deseo de abrir la puerta, de separar unos párpados que llevaban demasiado tiempo unidos. Un año contando días. Contando minutos dentro de aquellos días. Un niño no podía contar tanto tiempo. Se apartó del panel. Aún no. Había gente mala fuera, gente que quería entrar, que quería saber lo que había allí dentro, por qué seguía habiendo luz en aquel piso y quién era él. —No soy nadie —les decía cuando reunía el valor necesario para hablar —. Nadie. No lo hacía muchas veces. Sólo sentía el valor suficiente para escuchar cómo luchaban los hombres de las demás radios, para dejar que sus discusiones invadieran su mundo y su cabeza, y oírlos pelear y relatar quién había matado a quién. Un grupo trabajaba en las granjas y otro estaba tratando de impedir que la inundación de las minas se propagara a Mecánica. Uno tenía armas y se apoderaba de lo poco que conseguían reunir los demás. Una mujer solitaria llamó una vez y le pidió ayuda a gritos, pero ¿qué podía hacer Jimmy? Según sus cálculos, habría un centenar de personas, más o menos, en pequeños grupos, luchando y matándose entre sí. Pero pronto acabarían. No podía ser de otro modo. Otro día. Un año. No podían seguir luchando eternamente, ¿verdad? Puede que sí. El tiempo se había vuelto extraño. No es que lo hubiera visto, pero lo creía así. Tenía que convencerse a sí mismo de que pasaba realmente. Ya no contaba con la atenuación de la luz de la escalera para anunciar la llegada de la noche. No había excursiones al primer piso para ver los rayos de sol y saber así que era de día. Sólo tenía los números de una pantalla, en sucesión, tan lentos que daban ganas de gritar. Unos números que parecían iguales día y noche. Había que contar con mucho cuidado para darse cuenta de que había pasado un día. Contar le permitía saber que seguía vivo. Jimmy pensó en jugar al escondite entre los servidores antes de irse a la cama, pero eso ya lo había hecho el día antes. Pensó en organizar las latas en el orden en el que iba a comérselas, pero ya tenía tres meses de comida programados con antelación. Podía hacer prácticas de tiro, tenía libros para leer, un ordenador con el que jugar y tareas que hacer, pero no le apetecía ninguna de estas cosas. Probablemente no hiciese más que meterse en la cama y quedarse mirando el techo hasta que los números le dijesen que ya era el día siguiente. Ya pensaría entonces qué hacer. 76 Pasaron las semanas, la acumulación de las marcas, y la punta de la llave que Jimmy llevaba al cuello fue volviéndose más y más pesada. Una mañana de tantas, al despertar, se encontró con los ojos legañosos como si hubiera estado llorando hasta quedarse dormido, y se llevó el desayuno — una lata de piña y otra de melocotón— junto a la gran puerta de acero para tomarlo allí. Dejó el arma en el suelo y se sentó con la espalda apoyada en el servidor número ocho. Resultaba agradable sentir el calor de la atareada maquinaria en la columna vertebral. Había tardado algún tiempo en aprender a manejar el arma. Su padre había desaparecido con la que estaba cargada, y cuando Jimmy descubrió los cajones de armas y municiones, tuvo que resolver un rompecabezas: cómo introducir los brillantes cargadores en el arma. Convirtió la tarea en un proyecto, como hacía su padre con sus deberes y pasatiempos. Desde que era pequeño, Jimmy había visto a su padre desmontar ordenadores y otros equipos electrónicos. Sabía que ordenaba todas las piezas —cada tornillo, cada perno, cada tuerca— con la máxima pulcritud para no olvidar dónde iban. Jimmy había hecho lo mismo con uno de los fusiles. Y luego con un segundo, porque desperdigó accidentalmente las piezas del primero de una patada. Con este segundo descubrió dónde iba la munición y cómo entraba allí. El resorte del depósito de munición era rígido, por lo que resultaba difícil de cargar. Más tarde descubrió que aquello se llamaba «cargador», tras leer la entrada de «pistola» en el libro de la caja de metal correspondiente a la «P». Cosa que había sucedido semanas después de que dedujese su funcionamiento por sí mismo, como demostraba un agujero que había quedado en el techo. Se apoyó el arma sobre el regazo, encima de los muslos, y depositó las latas de fruta sobre la parte ancha de la culata. La piña era la que más le gustaba. Tomaba un poco cada día y se había entristecido al ver que el suministro de las estanterías iba menguando. Nunca había oído hablar de aquella fruta. Había tenido que buscar el nombre en el mismo libro. Las piñas habían provocado un vertiginoso recorrido por los libros. «Playa» lo había llevado a «Pla» y «Océano» a «Oc». Este último concepto lo había confundido por sus dimensiones. Y de ahí, «Pez» lo había llevado a «Pe». Aquel día, mientras exploraba, se había olvidado de comer, y la sala de la radio y el pequeño colchón habían terminado llenos de latas vacías y libros abiertos. Había tardado una semana en volver a ordenar las cosas. Desde entonces se había perdido un sinfín de veces en excursiones similares. Tras sacar el oxidado abrelatas y su tenedor preferido del bolsillo del pecho, abrió los melocotones. La primera perforación provocó un pequeño sonido de succión. Había descubierto que era mejor no comerse lo que contenía la lata si no hacía aquel ruido. Por suerte, los lavabos aún funcionaban cuando aprendió aquella lección. Echaba muchísimo de menos los lavabos. Se comió los melocotones disfrutando de cada bocado antes de beberse el líquido. No sabía si debía hacerlo, beberse el líquido —la etiqueta no decía nada al respecto—, pero a él era la parte que más le gustaba. Cogió la piña y el abrelatas y, cuando estaba aguzando el oído en busca del sonido de succión, oyó un pitido procedente del panel de la puerta. —Un poco temprano —susurró a los visitantes. Dejó la lata a un lado, chupó el tenedor y volvió a guardárselo en el bolsillo del pecho. Apoyó la culata del arma en la axila, se sentó y apuntó a la puerta. Si se abría, aunque fuese un centímetro, dispararía. Pero sonaron cuatro pitidos, cuatro números introducidos en el panel, y luego el zumbido furioso que indicaba que la contraseña no era correcta. Jimmy apretó el arma con más fuerza mientras, al otro lado de la puerta, el visitante volvía a intentarlo. La pantalla del panel sólo tenía espacio para cuatro dígitos. Eso quería decir diez mil combinaciones posibles si se incluían los ceros. La puerta únicamente admitía tres intentos antes de bloquearse hasta el día siguiente. Jimmy había aprendido aquella lección mucho antes. Tenía la sensación de que se la había enseñado su madre, pero sabía que era imposible. Salvo que lo hubiera hecho en un sueño. El panel emitió los pitidos de un nuevo intento y la puerta volvió a rechazarlo con un zumbido. Un número menos, lo que quería decir que el tiempo se estaba agotando. La contraseña era doce dieciocho. Jimmy se maldijo por pensar el número siquiera; su dedo se apoyó en el gatillo, expectante. Pero los pensamientos no se podían oír. Tenías que decirlos en voz alta para ello. Solía olvidarlo porque se oía pensar a sí mismo constantemente. El tercer y último intento del día comenzó. Jimmy estaba impaciente por comerse la piña. Aquellas personas y él tenían sus rutinas, aquellos tres intentos cada mañana. Y aunque aterradora, aquella experiencia era su única dosis de contacto humano, así que había acabado por depender de su regularidad. Había hecho los cálculos en uno de los servidores que tenía detrás. Suponía que habían comenzado por el 0000 y estaban subiendo. Con tres intentos al día, esto quería decir que darían con la contraseña correcta el día 406, al segundo intento. Faltaba menos de un mes. Pero sus cálculos no podían tenerlo todo en cuenta. Siempre estaba la aterradora posibilidad de que se hubieran saltado algún número, de que hubiesen empezado con otros dígitos, o de que estuvieran introduciendo códigos al azar y tuviesen un golpe de suerte. Además, Jimmy no sabía si había más de una contraseña capaz de abrir la puerta. Y como no había estado prestando atención cuando su padre modificó la contraseña, tampoco podía cambiarla por un número más alto. Aparte de que, ¿y si así les facilitaba las cosas? Puede que hubieran empezado por el 9999. Podía cambiarla por otra más baja, claro está, con la esperanza de que ya hubieran dejado atrás ese número, pero ¿y si aún no lo habían probado? Hacer accidentalmente algo que les franquease la entrada sería peor que no hacer nada y morir. Y Jimmy no quería morir. No quería morir y no quería matar a nadie. Todos estos pensamientos pasaron arremolinados por su mente mientras al otro lado introducían los cuatro dígitos siguientes. Al oír que el panel volvía a zumbar por tercera y última vez aquel día, sus manos se relajaron alrededor del arma. Se secó las sudorosas palmas de las manos en los muslos y cogió la lata de piña. —Hola, piña —susurró. Bajó la cabeza hacia el regazo y escuchó con atención mientras perforaba la lata. La piña respondió con un susurro. Un susurro que decía que podía comérsela sin peligro. 77 La vida, había descubierto Jimmy, era en esencia una sucesión de comidas y contracciones intestinales. También había momentos de sueño, pero eso no requería demasiado esfuerzo. No aprendió esta gran Regla del mundo hasta que se cortó el agua. Nadie piensa mucho en sus contracciones intestinales hasta que deja de tener agua. Pero entonces no puede pensar en otra cosa. Comenzó a usar la esquina de la sala de servidores, la más alejada de la puerta. Utilizó el lavabo para orinar hasta que se agotó el agua del grifo y empezó a oler mal. Una vez que sucedió esto, recurrió a la cisterna. En la Orden se indicaba en qué página debía buscar y lo que tenía que hacer. Era un libro espantosamente aburrido, pero a veces resultaba útil. Jimmy suponía que se trataba de eso, precisamente. Sin embargo, el agua de la cisterna no duraría eternamente, así que empezó a beberse todo lo que encontraba en las latas. Detestaba la sopa de tomate, pero se tomaba una lata entera cada día. Su orina se volvió naranja. Una mañana, mientras se bebía las últimas gotas de una lata de manzanas, llegaron los hombres para probar sus códigos. Sucedió muy deprisa. Metieron cuatro números y el panel pitó. No zumbó. No ladró, ni chilló ni respondió con furia. Pitó. Y una luz roja y prolongada —la más prolongada que Jimmy hubiera visto nunca— se tiñó de repente de un verde aterrador. Jimmy dio un respingo. La lata de melocotones abierta que tenía sobre las rodillas salió despedida y cayó al suelo esparciendo el líquido por todas partes. Eran dos días antes de lo previsto. Dos días antes de lo previsto. La gran puerta de acero comenzó a hacer ruido. Jimmy soltó el tenedor y buscó el arma a tientas. El seguro. Un movimiento de su pulgar al mismo tiempo que un ruido procedente de la puerta. Voces, voces. Excitación a un lado, miedo al otro. Jimmy se apoyó el arma en el hombro. Ay, ojalá hubiera practicado el día antes. Mañana. Mañana era cuando se iba a preparar. Llegaban dos días antes de lo previsto. Mientras la puerta hacía sus ruidos, Jimmy se preguntó si se habría saltado un día o dos. Había enfermado y había tenido fiebre una vez. Luego hubo un día en que se quedó dormido leyendo y al despertar no podía recordar qué día era. Puede que se hubiera saltado un día. Puede que la gente del pasillo se hubiera saltado un número. Apareció una ranura en un extremo de la puerta. Jimmy no estaba preparado. Tenía las palmas de las manos resbaladizas y el corazón desbocado. Aquélla era una de esas cosas que esperas y esperas, las esperas con ganas, con fervor y concentración, como cuando llenas un globo de aire una vez tras otra y lo ves hincharse y deshincharse frente a tus ojos, sabiendo que tendrá que reventar en algún momento, sabiéndolo, sabiéndolo con tanta certeza que cuando sucede te asusta como si nunca lo hubieras sabido. Era una de aquellas cosas. La puerta se abrió un poco más. Había una persona al otro lado. Una persona. Y durante un instante, durante la más fugaz de las pausas, Jimmy reconsideró un año de planificación, un calendario de temor. Allí había alguien a quien podía hablarle y a quien podía escuchar. Alguien con quien turnarse en el uso del destornillador y el martillo, ahora que se había roto el abrelatas. Alguien que, incluso, podía tener otro abrelatas. Allí había un colaborador para sus proyectos, como cuando su padre… Un rostro. Un hombre con una sonrisa de cólera. Un año planificando, disparando contra latas de tomate vacías, soportando el zumbido que dejaban las detonaciones en los oídos, recargando, engrasando cañones y preparando el arma… y ahora un rostro humano en una rendija. Jimmy apretó el gatillo. El cañón salió disparado hacia arriba. Y la sonrisa colérica se transformó en otra cosa: sorpresa, mezclada con tristeza. El hombre cayó, pero otro se abrió paso empujándolo e irrumpió en la sala con algo negro en la mano. El cañón volvió a saltar, saltó y saltó, y Jimmy sintió que le parpadeaban los ojos al compás de las detonaciones. Tres disparos. Tres balas. El hombre siguió avanzando hacia él, pero tenía la misma expresión de tristeza en la cara, una expresión que desapareció cuando se desplomó a escasos pasos de distancia. Jimmy esperó al siguiente. Lo oyó allí fuera, maldiciendo a gritos. Y el primer hombre al que había disparado seguía moviéndose, como las latas vacías con las que practicaba, que bailaban y bailaban mucho después de haber recibido el impacto. La puerta estaba abierta. El interior y el exterior estaban conectados. El hombre que había abierto la puerta levantó la cara, con algo peor que tristeza en el rostro, y de repente fue su padre el que estaba ahí fuera. Su padre, tendido al otro lado de la puerta, agonizando en el pasillo. Y Jimmy no comprendía por qué. Las maldiciones se hicieron más débiles. El hombre del pasillo estaba alejándose y Jimmy pudo respirar por primera vez desde que se abriese la puerta y la luz se volviera verde. No tenía pulso. Simplemente, su corazón era un largo latido que no se detenía. Un zumbido como el del interior de un servidor. Oyó cómo escapaba a hurtadillas el último de los hombres y supo que era su ocasión de cerrar la puerta. Se levantó y pasó corriendo por delante del muerto que había caído dentro de la sala de servidores, con una pistola negra en su mano sin vida. Jimmy bajó la suya. Estaba preparándose para empujar la puerta con el hombro cuando pensó en el día siguiente, o en la próxima hora. El hombre que se retiraba ya conocía el número. Se lo llevaba consigo. —Doce dieciocho —susurró Jimmy. Asomó la cabeza un instante. El hombre desapareció en un despacho. Sólo un atisbo fugaz de un mono verde y luego un pasillo vacío, absurdamente largo y brillante. El hombre agonizante que estaba al otro lado de la puerta gimoteaba y se retorcía. Jimmy lo ignoró. Se apoyó el arma en el brazo y apuntó, tal como había practicado. Las pequeñas ranuras del cañón se alinearon en dirección a la puerta del despacho. Jimmy se imaginó una lata de sopa allí, flotando en el pasillo. Respiró y esperó. Los gemidos del hombre que había al otro lado del umbral se acercaban mientras unas palmas ensangrentadas dejaban su huella sobre el suelo. Había una punzada en el centro del cráneo de Jimmy, una antigua cicatriz grabada en sus recuerdos. Apuntó contra el vacío del pasillo y pensó en su padre y su madre. Una parte de él sabía que ya no estaban, que se habían marchado a alguna parte y nunca regresarían. El cañón empezó a temblar y las ranuras del arma dejaron de estar alineadas. El hombre del suelo se aproximaba. Sus gimoteos se habían transformado en susurros. Jimmy bajó la mirada un instante y vio que tenía burbujas rojizas en los labios. Su barba era más larga que la de Jimmy y estaba manchada de sangre. Jimmy apartó la mirada. Centró la vista en el punto al que apuntaba su fusil y comenzó a contar. Al llegar a treinta y dos, sintió que unos dedos arañaban débilmente sus botas. Al llegar al cincuenta y uno asomó una cabeza, como una furtiva lata de sopa. El dedo de Jimmy apretó. Sintió un golpe contra su hombro y vio un destello rojizo al final del pasillo. Esperó un momento, aspiró hondo y entonces apartó la bota de la mano que ascendía por su tobillo. Apoyó el hombro contra una puerta que permanecía peligrosamente abierta y empujó. Los cierres chirriaron y se adentraron en las paredes con fuertes crujidos. Apenas los oyó. Soltó el arma y se tapó la cara con las manos mientras, cerca de él, un hombre yacía agonizante en la sala de servidores. Jimmy se echó a llorar y el teclado emitió un alegre trino antes de quedar en silencio y prepararse pacientemente para esperar otro día. 78 2345 Silo 1 De la pared de la oficina del doctor Wilson colgaba una fila de portapapeles que le resultaban conocidos. Donald recordó haber estampado su nombre en ellos con fingida ceremonia. Recordó haber firmado en una ocasión para autorizar su propia congelación profunda. La idea de firmar aquellos formularios le hizo sentir una punzada de inquietud. ¿Qué iba a escribir? Le temblaría la mano al poner el nombre de otro. En medio de la oficina descansaba una camilla vacía que también le traía malos recuerdos. Estaba cubierta por una sábana limpia, doblada con precisión militar, dispuesta para el próximo al que tuvieran que enviar a las cápsulas. El doctor Wilson buscó en el ordenador el nombre de la siguiente persona a la que tenían que despertar mientras sus dos ayudantes preparaban el procedimiento. Uno de ellos revolvió dos cucharadas de un polvo verde en un contenedor de agua tibia. Donald captó el olor del brebaje desde el otro lado de la habitación. Sintió un estremecimiento, pero tomó nota cuidadosamente del armario del que había salido y la cantidad que utilizaban e hizo todas las preguntas que se le ocurrieron. El otro ayudante dobló una manta limpia y la colocó pulcramente sobre el respaldo de una silla de ruedas. Había también un camisón de papel. Desempaquetaron y volvieron a empaquetar un equipo médico de emergencia: guantes, fármacos, vendas y cinta adhesiva. Todo se hizo con silenciosa eficiencia. A Donald le recordó a la meticulosidad con la que preparaban el desayuno los hombres al otro lado del mostrador de la cafetería. Leyeron un número en voz alta para confirmar que se referían al mismo individuo. Aquel técnico del reactor, al igual que la hermana de Donald, había sido reducido a un número, a un espacio dentro de una rejilla, a una casilla en una hoja de cálculo. Tampoco es que los nombres inventados fuesen mejores. De repente, Donald constató lo fácil que era hacer lo que habían hecho con él. Ante su atenta mirada, cumplimentaron la documentación —sin que tuviese que firmar nada— y la guardaron en una caja. Era una parte del proceso que podía ignorar. De lo que él tenía pensado hacer no quedaría ni rastro. El doctor Wilson se dirigió a la puerta. Los ayudantes lo siguieron con la silla de ruedas llena de equipo médico y Donald fue tras ellos. El técnico al que estaban despertando se encontraba dos pisos más abajo, lo que significaba que tenían que coger el ascensor. Uno de los ayudantes mencionó de pasada que sólo le quedaban tres días de turno. —Qué suerte —dijo el otro. —Sí, así que ten cuidado con mi catéter —bromeó, y hasta el doctor Wilson se echo a reír. Donald no. Estaba ocupado preguntándose cómo sería el turno final. Nadie parecía pensar mucho más allá del turno siguiente. Parecían contemplar con impaciencia el final del siguiente y con temor la llegada del posterior. Eso le recordaba a Washington, donde las personas con las que trabajaba esperaban llegar al siguiente mandato al mismo tiempo que aborrecían la idea de tener que presentarse. Donald había caído en la misma trampa. Las puertas del ascensor se abrieron en otra sala helada. Había estancias llenas de trabajadores, la mayoría de la población del silo, hibernada en dos pisos idénticos. El doctor Wilson los condujo por el pasillo y abrió la tercera puerta de la derecha con la contraseña. Una sala llena de cuerpos dormidos se extendía en la distancia hasta llegar a la piel de hormigón del silo. —Veinte adelante y cuatro más allá —dijo mientras señalaba con un dedo en aquella dirección. Llegaron a la cápsula. Era la primera vez que Donald presenciaba aquella parte del proceso. Pensaba que dormiría a otros, pero nunca había creído que despertaría a nadie. El almacenamiento del cuerpo de Victor había sido algo totalmente distinto. Un funeral. Los ayudantes empezaron a trabajar alrededor de la cápsula. El doctor Wilson se arrodilló junto al panel, hizo una pausa y levantó una mirada expectante hacia Donald. —Bien —dijo. Se arrodilló y observó por encima del hombro del médico. —La mayoría del proceso está automatizado —admitió éste con cierto tono avergonzado—. La verdad es que podrían reemplazarme por un mono entrenado y nadie notaría la diferencia. —Miró un momento a Donald mientras introducía su contraseña y pulsaba un botón rojo—. Soy como usted, Pastor. Sólo vengo cuando algo sale mal. Sonrió. Donald no. —La compuerta tardará unos minutos en abrirse. —Tocó varias veces la pantalla—. La temperatura subirá hasta los treinta y un grados Celsius. Cuando parpadea esta luz es que el torrente sanguíneo está recibiendo una inyección. La luz estaba parpadeando. —¿Una inyección de qué? —preguntó Donald. —Nanos. El proceso de congelación mataría a un ser humano normal, razón por la que, supongo, lo prohibieron en su día. Un ser humano normal. Donald se preguntó en qué demonios lo convertía eso. Levantó la mano y estudió las manchas rojizas que la cubrían. Recordó un guante que bajaba rodando por una ladera. —Veintiocho —anunció el doctor Wilson—. Cuando llegue a treinta se abrirá la tapa. En este momento es cuando me gusta adelantarme y reiniciar el dial, en lugar de esperar hasta el final. Para no olvidarme. —Movió el dial que había debajo de la lectura de temperatura—. Eso no detiene el proceso. Una vez que comienza, sólo avanza en una dirección. —¿Y si algo sale mal? —preguntó Donald. El doctor Wilson frunció el ceño. —Ya se lo he dicho. Para eso estoy aquí. —Pero ¿y si le pasase algo a usted? ¿O estuviera ocupado en otra parte? El médico se tironeó del lóbulo de la oreja mientras lo pensaba. —Mi consejo sería que volvieran a congelarlo hasta que yo pudiera acudir. —Se echó a reír—. Pero claro, los nanos arreglarían cualquier problema antes que yo. Mientras pusiera a cero el temporizador, lo único que tendría que hacer es cerrar la tapa. Pero no se me ocurre cómo podría pasar algo así. A Donald sí se le ocurría. Bajo su atenta mirada, la temperatura fue subiendo poco a poco hasta llegar a veintinueve. Los dos ayudantes realizaron los necesarios preparativos mientras esperaban a que se abriese la cápsula. Uno de ellos había colocado una toalla junto a la manta y el camisón de papel. La caja con el equipo médico descansaba sobre la silla de ruedas, con la tapa abierta. Los dos hombres llevaban guantes de plástico. Uno de ellos cortó un poco de cinta aislante y la colgó del brazo de la silla de ruedas. Abrieron preventivamente un paquete de gasas y le dieron una vigorosa sacudida al brebaje amargo. —¿Mi contraseña activaría el proceso? —preguntó Donald, Trataba de anticiparse a cualquier cosa que se le pudiera estar escapando. El doctor Wilson soltó una risilla. Colocó las manos sobre las rodillas y se levantó con lentitud. —Supongo que su contraseña abriría hasta la escotilla exterior. ¿Hay algo a lo que no tenga acceso? Uno de los ayudantes estiró el guante que acababa de ponerse con un chasquido del plástico. La compuerta siseó mientras se abrían las cerraduras. «A la verdad», habría querido decir Donald. Pero tenía la intención de obtenerla dentro de poco. Una rendija apareció en la tapa y uno de los ayudantes terminó de abrirla. En el interior de la cápsula había un joven apuesto cuyas mejillas temblaban mientras volvía en sí. Los ayudantes se pusieron a trabajar y Donald trató de grabar en la memoria todos los detalles del procedimiento. Pensó en su hermana en el piso de arriba, dormida, esperando. —Cuando lo llevemos arriba, a la consulta —explicó el doctor Wilson —, comprobaremos sus signos vitales y tomaremos muestras para analizarlas. Si tiene cosas en su taquilla, envío a uno de los chicos a por ellas. —¿Taquilla? —Donald observó cómo le sacaban un catéter y le extraían una aguja del brazo. Aplicaron la cinta aislante y las gasas mientras el hombre sorbía de una pajita con un gesto de desagrado por la amargura del brebaje. —Efectos personales. Cualquier cosa procedente del turno anterior. Se las traemos. Los ayudantes ayudaron al hombre a meterse en el camisón de papel y, con cierto esfuerzo, lo ayudaron a salir de la humeante cápsula. Donald apartó la caja con el equipo médico y sujetó la silla de ruedas. La manta ya estaba sobre el asiento. Mientras lo ayudaban a sentarse, Donald se acordó de la bolsa con la palabra «Turno» que se había encontrado sobre la cama, la que contenía los efectos personales de Turman. Tenía además un número, similar al del mensaje de Anna. No era una fecha. Y entonces se dio cuenta. Lo del medallón era una errata. Intentó recordar la ubicación de las letras del teclado para ver si era posible que se tratase de un error. ¿Habría querido poner «taquilla»? La confluencia de los indicios se abrió paso por el frío de la sala y, por un momento, la idea de despertar a su hermana cayó en el olvido. Otros fantasmas durmientes le susurraban con palabras que le nublaban la mente. 79 Donald los ayudó a escoltar al aturdido joven hasta la consulta, mientras uno de los ayudantes se quedaba atrás para limpiar la cápsula. Como no le interesaba ver cómo tomaba las muestras el doctor Wilson, se ofreció a ir a buscar los objetos personales del técnico. El ayudante le dio las indicaciones para llegar a uno de los pisos de almacenamiento, situado en el corazón del silo. Había dieciséis en total, sin contar la armería. Donald entró en el ascensor y pulsó el desgastado botón del cincuenta y siete. Llevaba el número de identificación del técnico apuntado en un trozo de papel. El número del mensaje de Anna Turman seguía fresco en su mente. Había asumido que era una fecha: 2 de noviembre de 2039. Así, los números eran más fáciles de recordar. El ascensor se detuvo y Donald salió a la oscuridad. Pasó la mano sobre los interruptores de la pared. Las luces del techo cobraron vida al compás de los lejanos y amortiguados crujidos de una serie de transformadores y relés que entraban en acción. A medida que se iban encendiendo por fases (primero lejos, luego más cerca, luego a la derecha, como un mosaico desvelado pieza a pieza), fue apareciendo un laberinto de altos estantes. Las taquillas estaban al fondo, más allá de los estantes. Donald comenzó el largo paseo mientras las últimas bombillas parpadeaban y se encendían. Los acantilados de estantes de acero, repletos de tubos de plástico sellados, se lo tragaron. Los contenedores parecían inclinarse sobre su cabeza. Cuando levantaba la mirada, casi le parecía que los estantes iban a tocarse en lo más alto, como viaductos. Había enormes extensiones de tubos vacíos y sin etiquetar, esperando a que las llenaran futuros turnos. Todas las notas que Anna y él habían generado en su último turno estarían en tubos como aquéllos. Preservarían el relato del silo Cuarenta y las desafortunadas instalaciones que lo rodeaban. Hablarían de los habitantes del silo Dieciocho y de los esfuerzos de Donald por salvarlos. Puede que no los hubiera hecho. ¿Y si su debacle actual, la existencia de aquella limpiadora vagabunda, era de algún modo obra suya? Pasó frente a cajones ordenados por fechas, por silos, por nombres. Había pasillos transversales entre los estantes, angostos corredores del tamaño justo para que pasaran los carros que se llevaban el papel en blanco y los cuadernos y devolvían otros ligeramente más pesados, a causa de su contenido en tinta. Donald sintió que su claustrofobia remitía un poco al salir de entre los estantes y encontrarse en el otro extremo de la instalación. Volvió la mirada en la misma dirección por la que había venido y pensó que si se apagaban todas las luces a la vez le sería imposible encontrar el camino de vuelta al ascensor. Puede que vagara en círculos por allí hasta morir de sed. Al levantar la mirada hacia las luces, se dio cuenta de lo frágil que era en realidad, de lo mucho que dependía de la electricidad y la luz. Una oleada de temor que ya conocía lo recorrió: el pánico a acabar enterrado en la oscuridad. Se apoyó en una de las taquillas un momento para recobrar el aliento. Tosió sobre el pañuelo y se acordó de que la muerte no era el peor de los destinos posibles. Una vez que hubieron pasado el pánico y el impulso de volver corriendo al ascensor, entró en uno de los pasillos que separaban las taquillas. Debían de ser miles. Muchas eran pequeñas, como apartados de correos, de unos quince centímetros de altura y tan profundas como su brazo, a juzgar por la anchura de las unidades. Mientras avanzaba, iba murmurando el número que había encontrado en el mensaje de Anna. También la taquilla de Erskine estaría allí abajo, y la de Victor. Se preguntó si aquellos hombres habrían escondido algún secreto en las taquillas, y se dijo que volvería para comprobarlo. El número de las taquillas ascendía mientras él bajaba por uno de los pasillos. Los dos primeros dígitos estaban muy lejos del número de Anna. Había pasado a una de las perpendiculares para buscar la fila correcta cuando se encontró con un grupo que comenzaba por 44. Puede que su propia taquilla estuviese cerca de allí. Suponía que estaría vacía, pero aun así la buscó. Nunca se había llevado nada de un turno a otro. Los números siguieron avanzando de manera predecible hasta que se encontró frente a una pequeña puerta de metal con su número de identificación, el de Troy. No había picaporte, sólo un botón. Lo pulsó con el nudillo por temor a que tuviera un escáner de huellas dactilares o cualquier otra de las cosas que podía imaginar su paranoia. ¿Qué pensarían si veían a Turman husmeando en la taquilla de otro? Era muy fácil olvidarse del engaño. Era como el instante de demora que transcurría entre que oía el nombre del senador y comprendía que se referían a él. La taquilla se abrió con un suave siseo, seguido por el chirrido de unas viejas bisagras que llevaban mucho tiempo en desuso. El siseo recordó a Donald que allí abajo todo —los contenedores, los tubos y las taquillas— estaba protegido del ambiente exterior. El aire puro y normal. Incluso el aire que respiraban era cáustico y estaba lleno de cosas invisibles, como oxígeno corrosivo y otras moléculas voraces. La única diferencia entre el aire bueno y el malo era la velocidad a la que hacían su trabajo. La gente vivía y moría demasiado deprisa como para darse cuenta de que, en realidad, no había diferencia. «O al menos antes era así», pensó Donald mientras miraba dentro de la taquilla. Sorprendentemente, no estaba vacía. Contenía una bolsa de plástico, arrugada y cerrada al vacío como la de Turman. Sólo que en aquella ponía «Legado» en lugar de «Turno». Dentro se veían un par de pantalones marrones y una camisa roja que reconoció. La visión de aquellas prendas lo golpeó con una serie de recuerdos. Recuerdos sobre el hombre que había sido antes y sobre el mundo en el que vivía. Estrujó la bolsa, comprimida por la falta de aire, y desvió la mirada hacia los dos lados del pasillo vacío. ¿Para qué conservaban todo aquello? ¿Para que pudiera salir de las profundidades subterráneas vestido exactamente igual que como había entrado? ¿Como un recluso al que le llega el final de la condena y sale tambaleándose, parpadeando y protegiéndose los ojos, vestido con ropa pasada de moda? ¿O porque allí almacenar las cosas era lo mismo que destruirlas? Había dos pisos enteros sobre aquel donde compactaban la basura no reciclable hasta formar cubos tan densos como el hierro, que luego almacenaban hasta el techo. ¿Dónde si no iban a meter su basura? ¿En un agujero del suelo? Ya vivían en un agujero del suelo. Donald pensó todo esto mientras buscaba con mano torpe la cremallera de plástico de la parte superior de la bolsa y la abría. De su interior salió un tenue olor a barro y a hierba, un vestigio de días pasados. Siguió abriéndola y, al penetrar el aire en la bolsa, fue como si la ropa cobrase vida. Sintió el impulso de volver a ponérsela, de fingir que su mundo no había desaparecido. Pero lo que hizo fue volver a guardarla en la taquilla. Entonces vio un destello en su interior, un destello de color amarillo. Metió la mano entre la ropa y la alargó hacia su alianza de boda. Al sacarla notó que había un objeto sólido dentro de los pantalones. Tras coger el anillo volvió a meter la mano y palpó los pliegues de la ropa. ¿Qué llevaba consigo aquel día? Las pastillas no. Las había perdido al caer. Las llaves del todoterreno tampoco, se las había quitado Anna. Sus llaves y su cartera estaban en la chaqueta, que no había llegado hasta la orientación, ya bajo tierra… El teléfono. Lo encontró en el bolsillo del pantalón. La curva de plástico de la carcasa, por donde se cogía, tenía casi la forma exacta de su mano. Volvió a meter la bolsa en la taquilla, se guardó el anillo de compromiso en el bolsillo del mono y pulsó el botón de encendido del viejo teléfono. Pero no funcionaba, claro. Hacía tantísimo tiempo… Ni siquiera había funcionado bien el día que había perdido a Helen. Por costumbre, volvió a guardárselo en el bolsillo, una de esas costumbres que el tiempo no es capaz de borrar. Notó el anillo en el bolsillo y lo sacó. Se lo probó para asegurarse de que aún podía ponérselo, y al hacerlo se acordó de su esposa. Pero pensar en Helen lo llevó a pensar en Mick y en los hijos que habían tenido juntos. La tristeza y el mareo se entremezclaron. Dejó la ropa en la taquilla y cerró la puerta. Se sacó el anillo y se lo guardó en el bolsillo junto con el viejo teléfono. Se dio la vuelta y fue en busca de la taquilla de Anna. Y también tenía que recoger los objetos personales del técnico. Mientras caminaba entre las taquillas, había algo que lo carcomía por dentro, una especie de conexión, pero no terminaba de verla. A un lado había una parte del almacén que seguía a oscuras por culpa de una bombilla que se había fundido, y al verlo se acordó del silo Cuarenta y de la oscuridad que se había propagado entre varios de ellos durante su último turno. Eren había terminado con lo que fuese que pasaba allí. Una bomba había desencadenado una lluvia de polvo desde las tuberías. En aquel momento, los engranajes de su mente se pusieron en marcha y establecieron una conexión más profunda. Algo relacionado con Anna. La razón que lo había arrastrado hasta su propia taquilla. Apretó el teléfono dentro del bolsillo y recordó por qué la habían despertado la última vez. Recordó que era una experta en sistemas inalámbricos y en piratearlos. En la distancia, una luz se apagó con un pop y Donald sintió que la oscuridad se cerraba sobre él. Allí abajo no había nada para él, nada salvo recuerdos espantosos y verdades horribles. El corazón se le aceleraba al ir juntando todas las piezas, al comprender una cosa que quería no creer con todas sus fuerzas. Su teléfono no había funcionado bien el día que cayeron las bombas. No había sido capaz de ponerse en contacto con Helen. Y luego estaban todas las veces que no había conseguido contactar con Mick, aquellas noches en las que Anna y él se encontraban a solas. Y ahora volvían a estar a solas, en aquel silo. Mick le había cambiado el puesto en el último momento. Donald recordaba una conversación en un pequeño apartamento. Mick le había enseñado el lugar, lo había llevado hasta un pequeño cuarto y le había dicho que se acordara de él allí, que se acordara de que aquello era lo que él quería. Golpeó una de las taquillas con la palma de la mano y el estrépito se tragó su imprecación. Tendría que haber sido Mick el que estuviera allí, congelado y descongelado sucesivamente, enloqueciendo de manera inexorable. En cambio, Mick le había arrebatado la misma vida cotidiana por la que muchas veces se había burlado de él. Y él mismo lo había ayudado a hacerlo. Se apoyó en las taquillas. Sacó el pañuelo y tosió sobre él mientras se imaginaba a su amigo consolando a Helen. Pensó en los hijos y nietos que habían tenido juntos. Una rabia homicida burbujeaba en su interior. Siempre se había culpado por no haber encontrado a Helen. Siempre había culpado a Helen y a Mick por la vida que él no había podido llevar. Y había sido Anna, la ingeniera. Había sido Anna quien había pirateado su vida. Ella le había hecho aquello. Ella lo había llevado allí. 80 Donald sacó los objetos de las otras dos taquillas como sumido en un sueño. Regresó en estado de aturdimiento al despacho del doctor Wilson, donde dejó los efectos personales del técnico del reactor. Le pidió algo que lo ayudara a dormir aquella noche y se fijó muy bien en el sitio del que sacaba las pastillas. Cuando Wilson se marchó al laboratorio con sus muestras, Donald cogió unas cuantas más. Las pulverizó dentro de un recipiente y luego añadió dos cucharadas del polvo con el que preparaban el amargo brebaje. No tenía plan concreto. Sus acciones se sucedían de manera robótica. Su vida estaba impregnada de una crueldad a la que quería poner fin. Bajó hasta la zona de congelación profunda. Llevaba una silla de ruedas cargada de cosas, pero no le costó mucho encontrar la cápsula. Deslizó un dedo sobre la superficie de la máquina. Tocó con cautela su suave superficie, como si temiese cortarse con ella. Recordaba haber tocado su cuerpo de aquel modo, siempre asustado, incapaz de sucumbir del todo, de dejarse ir. Cuanto más agradable resultaba, más le dolía. Cada caricia había sido una afrenta para Helen. Levantó el dedo y se lo agarró con la otra mano para contener una hemorragia imaginaria. Era peligroso estar allí. La desnudez de Anna se encontraba al otro lado de aquel cascarón acorazado y estaba a punto de abrirlo. Se volvió para contemplar la inmensidad de las salas de congelación profunda. Abarrotadas y al mismo tiempo solitarias. El doctor Wilson aún estaría algún tiempo en el laboratorio. Se arrodilló a un lado de la cápsula y tecleó su contraseña. Una pequeña parte de él confiaba en que no funcionase. La capacidad de dar la vida o quitarla era un poder excesivo. Pero el panel pitó dando validez a su acción. Donald se agarró la mano para que no temblase y giró el dial tal como le habían enseñado. Ya sólo quedaba esperar. A medida que la temperatura ascendía, su cólera se fue fundiendo. Cogió la bebida y la agitó. Se aseguró de que todo estuviera como debía. En cuanto empezó a abrirse la tapa, Donald introdujo los dedos por la ranura y la empujó hasta el otro lado. Metió los brazos y extrajo con cuidado los tubos conectados a la aguja que Anna tenía en el brazo. De la aguja chorreó un líquido viscoso. Examinó el funcionamiento de la válvula de plástico que tenía a un lado y la giró hasta que cesó el goteo. Cogió la manta del respaldo de la silla, la desplegó y le rodeó los hombros con ella. El cuerpo de Anna ya empezaba a subir de temperatura. La escarcha resbalaba por la superficie interior de la cápsula y se congregaba en los pequeños canales que hacían las veces de desagües. La manta, comprendió Donald, era más que nada para él. Anna se removió. Donald le retiró el pelo de la frente y vio que pestañeaba. Sus labios se abrieron y dejaron escapar un suave gemido, impregnado con décadas de sueño. Donald conocía bien la rigidez que la atenazaba, aquel frío profundo que se te metía hasta el fondo de las articulaciones. Detestaba lo que le habían hecho. —Calma —dijo mientras ella empezaba a palpar el aire con miembros temblorosos. Ladeaba débilmente la cabeza de un lado a otro mientras murmuraba algo. Donald la ayudó a sentarse y luego volvió a ponerle la manta de manera que le tapase el cuerpo. La silla de ruedas descansaba en silencio a su lado, con una bolsa médica y un termo encima. Donald no hizo ademán de trasladarla allí. Los ojos de Anna parpadearon varias veces y miraron en diferentes direcciones antes de posarse sobre Donald. Se entornaron ligeramente al reconocerlo. —Donny… Más que oír su nombre, Donald lo leyó en sus labios. —Has venido a buscarme —susurró ella. Donald veía cómo temblaba. Contuvo el impulso de acariciarle la espalda o rodearla con los brazos. —¿Qué año es? —preguntó ella mientras se pasaba la lengua por los labios—. ¿Ha llegado el día? —Tenía los ojos muy abiertos y cubiertos por una pátina de húmedo temor. La escarcha a medio fundir resbalaba por sus mejillas. Donald recordaba haberse despertado así, con sus últimos sueños aún prendidos de los pensamientos. —Es el día de la verdad —respondió—. Eres la responsable de que yo esté aquí, ¿verdad? Anna lo miró con expresión vacía. Su mente seguía nublada. Donald se dio cuenta por el parpadeo de sus ojos, por la manera en que mantenía abiertos sus labios resecos, por la lentitud de los procesos mentales, que tan bien recordaba por todas las veces que le habían hecho aquello mismo, todas las veces que lo habían despertado. —Sí —asintió ella con un gesto casi imperceptible—. Papá no pensaba despertarnos nunca. La congelación profunda… —Su voz era un susurro—. Me alegro de que hayas venido. Sabía que lo harías. Una de sus manos salió de debajo de la manta y se agarró al borde de la cápsula, como si quisiera incorporarse. Donald le puso una de las suyas en el hombro. Se volvió y cogió el termo de la silla de ruedas. Agarró la mano de Anna, la separó de la cápsula y puso la bebida en ella. Anna sacó la otra mano y dejó el termo sobre sus rodillas. —Quiero saber por qué —dijo él—. ¿Por qué me trajiste aquí, a este sitio? —Miró las cápsulas que los rodeaban, aquellas tumbas antinaturales que mantenían la muerte a raya. Anna lo miró fijamente. Estudió el termo y la pajita. Donald le soltó el brazo y metió la mano en el bolsillo. Sacó el teléfono. Anna desvió la mirada hacia allí. —¿Qué hiciste aquel día? —le preguntó—. Tú me impediste hablar con ella, ¿verdad? Y la noche que nos encontramos para ultimar los planes…, todas las veces que Mick se saltó una reunión… también fuiste tú. Una sombra pasó sobre el rostro de Anna. Algo profundo y oscuro apareció en él. Donald había esperado un desafío violento, una resolución acerada, una negación. Pero Anna sólo parecía triste. —Hace tanto tiempo… —respondió negando con la cabeza—. Lo siento, Donny, pero fue hace mucho. —Sus ojos volaron un momento hacia la puerta, a su espalda, como si temiese algún peligro. Donald volvió la cabeza hacia allí y no dijo nada—. Tenemos que salir de aquí —continuó con voz débil y lejana—. Donny… Mi padre… Hicieron un pacto… —Quiero saber lo que hiciste —la interrumpió él—. Cuéntamelo. Anna negó de nuevo con la cabeza. —Lo que hicimos Mick y yo… Donny, en aquel momento nos pareció lo correcto. Lo siento. Pero tengo que decirte otra cosa. Algo más importante. —Hablaba en voz baja, sigilosa. Se pasó la lengua por los labios y miró la pajita, pero Donald no apartó la mano de su brazo—. Papá me despertó otra vez mientras tú estabas en sueño profundo. —Levantó la cabeza y le clavó los ojos. Sus dientes castañeteaban mientras ordenaba sus pensamientos—. Y descubrí algo… —Basta —la cortó Donald—. Basta de historias. Basta de mentiras. Sólo la verdad. Anna apartó la mirada. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, un gran escalofrío. Su cabello despedía vapor y la condensación resbalaba por la superficie de la cápsula en espasmos repentinos. —Tenía que ser así —dijo ella. El reconocimiento estaba en su manera de decirlo, en su empeño en esquivar la mirada de Donald—. Tenía que ser así. Tú y yo juntos. Nosotros construimos esto. Donald sintió que hervía de rabia renovada. Sus manos temblaban aún más que las de ella. Anna se inclinó hacia él. —No soportaba la idea de que murieras allí, solo. —No habría estado solo —replicó él con los dientes apretados—. Y no tenías derecho a tomar aquella decisión. —Se agarró al borde de la cápsula con las dos manos y apretó hasta que se le tiñeron los nudillos de blanco. —Tienes que oír lo que quiero contarte —dijo Anna. Donald esperó. ¿Qué explicación o disculpa podía ofrecerle? Ella le había arrebatado lo poco que su padre le había dejado. Turman había destruido el mundo y Anna el mundo de Donald. Esperó para oír lo que tenía que decirle. —Mi padre hizo un pacto —continuó ella. Su voz iba ganando fuerza por momentos—. No nos habrían despertado nunca. Tenemos que salir de aquí. Necesito tu ayuda… Otra vez eso. No le importaba haberlo destruido. Donald sintió que su rabia remitía. Se desperdigó por todo su cuerpo un poderoso torrente que iba y venía como una ola que, incapaz de sostenerse por sí sola, rompía y se deshacía con un suspiro y un siseo. —Bebe —le dijo mientras levantaba su brazo con delicadeza—. Luego podrás contármelo. Podrás contarme cómo puedo ayudarte. Anna parpadeó. Donald estiró el brazo hacia la pajita y se la acercó a los labios. Unos labios que dirían cualquiera cosa para mantenerlo confundido, que lo utilizarían para que ella se sintiese menos vacía, menos sola. Ya estaba harto de sus mentiras, de su veneno. Prestar atención a sus palabras era prestarse a ingerirlo. Los labios de Anna se cerraron alrededor de la pajita y sus mejillas se hundieron al sorber. Una columna de feo líquido verde ascendió por la pajita. —Qué amargo —murmuró tras el primer trago. —Shhh —susurró Donald—. Bebe. Tienes que tomártelo. Lo hizo mientras él le sostenía el termo. Anna hacía una pausa entre sorbo y sorbo para decirle que tenían que salir de allí, que no estaban a salvo. Él asentía y volvía a acercarle la pajita a los labios. El peligro era ella. Aún quedaba algo de líquido en el frasco cuando Anna lo miró con expresión confusa. —¿Por qué me está… entrando sueño? —preguntó. Parpadeó lentamente, luchando por mantener los ojos abiertos. —No deberías haberme traído aquí —dijo él—. No tendríamos que haber vivido así. Anna levantó un brazo, lo estiró y agarró el hombro de Donald. De repente pareció comprender. Donald se sentó en el borde de la cápsula y le rodeó el brazo con uno de los suyos. El cuerpo de Anna se venció sobre el suyo mientras él recordaba la noche de su primer beso. Allá en la universidad, ella un poco borracha, medio dormida en el sofá de su fraternidad, con la cabeza apoyada en el hombro de Donald. Y él se quedó así el resto de la noche, con el brazo atrapado y cada vez más entumecido, mientras la fiesta seguía atronando a su alrededor y por último se apagaba. Habían despertado en la misma postura a la mañana siguiente, Anna antes que él. Había sonreído, le había dado las gracias y entonces, después de decirle que era su ángel guardián, le había dado un beso. Parecía que hacía siglos de aquello. Eones. Las vidas no deberían prolongarse tanto. Pero Donald recordaba como si fuese ayer el sonido de la respiración de Anna aquella noche. Recordaba su último turno, mientras compartían un camastro, con la cabeza de ella apoyada en su pecho, dormida. Y entonces la oyó, en aquel mismo momento oyó el sonido de su última, repentina y temblorosa inhalación. Un jadeo. Su cuerpo se tensó durante un instante y sus dedos fríos y temblorosos se clavaron en el hombro de Donald. Y éste la abrazó mientras, poco a poco, sus brazos se relajaban, mientas Anna Turman exhalaba su último aliento. 81 2318 Séptimo año Silo 17 Algo malo les estaba pasando a las latas. Al principio Jimmy no estaba seguro. Meses atrás había encontrado unas pequeñas motitas marrones en una de remolacha, aunque no le había dado la menor importancia. Pero ahora cada vez se encontraba con más latas así. Y en algunas de ellas el contenido sabía distinto. Puede que esto último fuese fruto de su imaginación, pero lo cierto es que cada vez sufría del estómago con más frecuencia, lo que había provocado que el olor en la sala de servidores se tornase insoportable. Detestaba acercarse al rincón que utilizaba cono letrina —donde las moscas empezaban a ser un problema—, lo que quería decir que cada vez tenía que alejarse más para defecar. Acabaría por quedarse sin sitio para hacerlo, y las moscas no acababan con el hedor tan deprisa como él lo generaba. Sabía que tenía que salir. En los últimos tiempos no había oído nada al otro lado de la puerta y nadie había tratado de entrar. Pero la sala que una vez le había parecido una prisión ahora se le antojaba el único lugar seguro. Y la idea de salir, que una vez le había parecido deseable, ahora bastaba para que se le aflojaran las tripas. Lo único que conocía eran sus rutinas. Hacer otra cosa le parecía una locura. Decidió postergarlo un par de días convirtiendo la preparación en un proyecto. Cogió su fusil preferido, lo desmontó y engrasó todas las piezas antes de volver a montarlo. Tenía su caja de munición de la suerte, que casi nunca fallaba o se atascaba cuando jugaba al tiro a la lata, así que vació dos cargadores y los llenó con aquellas balas mágicas. Cogió un mono y lo transformó en una mochila anudando los brazos a las piernas y abrochando las correas del cuello. El bolsillo con cremallera de la parte delantera era perfecto para guardar cosas. Lo llenó con dos latas de salchichas, otras dos de piña y dos más de zumo de tomate. No creía que estuviese mucho tiempo fuera, pero nunca se sabía. Se dio unas palmaditas en el pecho y se aseguró de que llevaba la llave colgada del cuello. Nunca se separaba de ella, pero aun así tenía la costumbre de hacer aquel gesto para mayor seguridad. Se metió un tenedor y un destornillador oxidado en el bolsillo del pecho, este último para abrir las latas. Tenía que encontrar un abrelatas como fuese. Junto a la batería para la linterna, constituía su principal prioridad. La luz sólo se había ido un par de veces en los últimos años, pero en ambas ocasiones lo había dejado sumido en la oscuridad y completamente aterrorizado. Y las frecuentes comprobaciones que realizaba para asegurarse de que la linterna aún funcionaba estaban acabando con la batería. Se rascó la barba mientras pensaba qué más podía necesitar. No quedaba demasiada agua en la cisterna. Puede que encontrase más ahí fuera, así que metió dos botellas vacías de años anteriores. No le había sido fácil encontrarlas. Tuvo que hurgar en la montaña de latas cuyo contenido ya había consumido que ocupaba un rincón del almacén, mientras las moscas se agolpaban a su alrededor y le zumbaban que las dejase en paz. —Os veo, os veo —les dijo—. Largaos zumbando. Se rió de su propio chiste. En la cocina cogió el cuchillo grande, el que aún conservaba la punta, y se lo guardó también en la mochila. Al llegar el segundo día, cuando por fin logró reunir el valor necesario para salir, ya era demasiado tarde para ponerse en camino. Así que cogió el arma, volvió a engrasarla y se prometió a sí mismo que por la mañana se pondría en marcha. No durmió bien aquella noche. Dejó la radio encendida por si se oía algo, y el siseo le hizo soñar con que el aire del exterior se filtraba por la gran compuerta de acero. En más de una ocasión despertó creyendo que se asfixiaba y tuvo dificultades para volver a conciliar el sueño. Al llegar la mañana volvió a revisar las cámaras, pero seguían sin funcionar. Le habría gustado tener una en el pasillo. Pero todas las pantallas estaban en negro. Se dijo que no había nadie fuera. Pero pronto lo habría. Iba a salir. A salir. —No pasa nada —se dijo. Agarró el fusil, que apestaba a aceite, y levantó su improvisada mochila. De repente se dio cuenta de que, si le hacía falta, siempre podía servirle como muda. Volvió a reírse mientras se encaminaba a la escalera—. Venga, venga —se animó en la escalerilla. Intentó silbar, que era algo que normalmente se le daba muy bien, pero tenía la boca demasiado seca. Así que empezó a tararear una canción que sus padres solían cantarle. La mochila y el arma le resultaban muy pesadas. Como las llevaba colgadas del codo, no le fue fácil abrir la escotilla que había al final. Pero finalmente lo logró. Sacó la cabeza y se detuvo un momento para escuchar el delicado zumbido de las máquinas. Algunas de ellas emitían pequeños chasquidos, como si sus entrañas estuviesen atareadas. A lo largo de los años, les había ido sacando la tapa trasera para comprobar si alguna de ellas contenía algún secreto, pero eran todas muy similares a los ordenadores que montaba su padre en su día. El hedor de sus propias deyecciones lo asaltó al avanzar entre las torres. «No era así como se daba la bienvenida a alguien», pensó. Y encima, las cajas negras irradiaban un calor tremendo, lo que empeoraba el olor. Al llegar frente a la gran puerta de acero se detuvo y vaciló. Su mundo había ido menguando un poco más a cada día que pasaba. Primero se había acostumbrado a aquellos dos pisos, la sala de las máquinas negras y el laberinto que había debajo. Luego había dejado de subir. Y más tarde, hasta el pasillo oscuro y la escalerilla habían empezado a darle miedo. Al poco tiempo, apenas salía del pequeño cuarto con las camas y los almacenes, con sus extraños olores. Hasta que el fin, el único sitio que le parecía seguro era su improvisado camastro junto al ordenador, con el crujido de la radio como sonido de fondo. Y ahora se encontraba frente a la puerta por la que lo había metido su padre, el mismo sitio en el que había matado a tres hombres, a punto de ampliar su mundo. Tenía las palmas de las manos secas cuando las acercó al teclado. Una parte de él temía que el aire del exterior fuese tóxico, pero probablemente fuera el mismo que respiraba, y la gente había sobrevivido allí durante años, como demostraban las voces que aún oía de vez en cuando en la radio. Introdujo los dos primeros dígitos, piso doce, y luego se paró y pensó en los otros dos. Dieciocho. Imaginó que iba a su casa, se cambiaba de ropa y usaba el baño. Imaginó a su madre sentada en la cama de matrimonio, esperándolo. La vio con la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados, convertida en un esqueleto. La mano le temblaba tanto que al tratar de pulsar el 1 pulsó el 4. Se la secó en la pernera del mono mientras esperaba a que el teclado emitiese el zumbido. —No hay nadie al otro lado —se dijo—. Nadie. Estoy solo. Estoy solo. Por alguna razón, esto lo reconfortó. Volvió a introducir los dos dígitos de la escuela y luego los de su casa. El panel pitó. La puerta comenzó a sonar. Y Jimmy Parker retrocedió un paso. Se acordó del colegio y de sus amigos y se preguntó si alguno de ellos seguiría con vida. Si habría alguien vivo. Metió dos dedos por debajo de la correa del fusil, lo descolgó y apoyó el arma en el hombro. Con un chasquido, la puerta se entreabrió. Sólo tenía que tirar de ella. 82 En el pasillo lo esperaban signos de vida y de muerte. Un círculo ennegrecido sobre el suelo, rodeado de cenizas, indicaba el lugar donde se había encendido una antigua fogata. La cara exterior de la puerta de acero estaba recubierta de arañazos y abolladuras. Las últimas le recordaban a lo que pasaba cuando fallaba en el tiro a la lata, el ineficiente beso de las balas contra el acero macizo. Junto a sus pies había una mancha —el dibujo de un charco marrón moteado—, y al verla se acordó de que allí había agonizado un hombre. Apartó la mirada de aquellos signos de vida y de muerte y salió al pasillo. Cuando se disponía a cerrar la puerta, algo lo hizo detenerse. Se preguntó si la contraseña funcionaría desde el exterior. ¿Y si, una vez que se cerrara la puerta, no podía volver a abrirla? Examinó el panel y vio que la carcasa de acero mostraba unas abolladuras en los sitios donde habían intentado arrancarlo. Esto le recordó la desesperación con la que los de fuera habían tratado de abrir durante años. Y al acordarse de esto, se sintió como un loco por haberse atrevido a salir. Para no seguir mortificándose, empujó la puerta hasta cerrarla. Al oír el chirrido de los engranajes que accionaban la cerradura, sintió que el corazón le daba un vuelco. Hubo un ruido sordo y seco, el sonido espantoso de algo para lo que no había vuelta atrás. Regresó junto al panel con el corazón violentamente alborotado. Tenía la sensación de que unos hombres iban a abalanzarse sobre él desde los tres pasillos, profiriendo gritos espantosos que helaban la sangre y blandiendo armas romas sobre la cabeza… Introdujo la contraseña y la puerta, con un chirrido, volvió a abrirse. Se apoyó en el picaporte, inhaló profundamente la atmósfera de su hogar… y estuvo a punto de vomitar por la pestilencia de sus propios desechos recalentados por los servidores. Nadie se acercaba corriendo por los pasillos. Necesitaba un nuevo abrelatas. Tenía que encontrar un lavabo que funcionase. Necesitaba un mono que no estuviera andrajoso. Tenía que respirar y encontrar otro depósito de comida y agua. Volvió a cerrar la puerta a regañadientes. Y aunque acababa de probar el panel, el miedo a no poder entrar nunca más reapareció al instante. ¿Y si los engranajes estaban viejos? ¿Y si la contraseña sólo funcionaba desde fuera una vez al día, o una vez al año? Una parte de él —la parte obsesiva— sabía que podía verificar la contraseña un centenar de veces y aun así seguiría temiendo que no funcionase la siguiente. Podía pasarse el resto de su vida probando sin estar satisfecho. Sintió los latidos de su corazón en los oídos cuando se apartó de la puerta. El pasillo estaba bien iluminado. Con el arma empuñada, Jimmy pasó sin hacer ruido por delante de varias oficinas saqueadas. Todo era silencio, salvo el ruido que hacía una bombilla que estaba en las últimas y el aleteo de un trocito de papel sobre una mesa, debajo de una salida de aire acondicionado. No había nadie en el puesto de seguridad. Al pasar por encima del torno se acordó de Yani y se imaginó la escalera exterior rebosante de gente y a un hombre con un traje de limpiador que se zambullía en la masa, pero cuando abrió la puerta y asomó la cabeza al exterior, el rellano estaba vacío. Y en penumbra. Sólo las luces de emergencia, de color verde, estaban encendidas. Cerró la puerta tan lentamente que las oxidadas bisagras, más que chirriar, gruñeron. Había un objeto en el suelo, a sus pies. Jimmy lo empujó con la bota y vio que era un cilindro blanco, del tamaño de su antebrazo, con dos extremos protuberantes. Un hueso. Lo reconoció porque había visto uno igual entre los restos del individuo que se había descompuesto junto a los servidores, después de que lo arrastrase hasta su mierda amontonada. En ese momento, sintió con aplastante certeza que sus propios huesos estarían igualmente blanqueados algún día. Puede que aquel mismo día. Nunca volvería a su pequeño e inexpugnable hogar bajo los servidores. Y esto lo asustó menos de lo que esperaba. La vertiginosa sensación de estar fuera, rodeado de aire fresco y bajo la luz verde de la escalera, incluso con la presencia de los restos de otro ser humano, suponían un alivio repentino e inesperado con respecto a la claustrofobia de su cautiverio. Lo que antaño había sido una prisión —los pisos y niveles del silo— era ahora un vasto mundo exterior. Ante él se extendía una tierra repleta de infinita muerte y de infinitas oportunidades. 83 No tenía un plan preconcebido, ni sabía adónde se dirigía, pero sentía el impulso de ascender. Se le estaba agotando la batería de la linterna, así que sabía que debía ser cauteloso al explorar los pisos. En un apartamento a oscuras había encontrado un cuarto de baño, donde se alivió como es debido y descubrió con pesadumbre que la cisterna no funcionaba. Ni el lavabo. Ni tampoco el bidet que había junto a éste, por lo que no le quedó más remedio que utilizar una toalla en medio de la oscuridad. Comenzó a ascender. Había una tienda en el piso diecinueve, justo debajo de su casa. Allí buscaría una batería, aunque imaginaba que la mayoría de las cosas útiles ya habrían desaparecido hacía mucho. No obstante, en la zona de confección habría monos. De eso estaba seguro. Empezaba a formarse un plan en su cabeza. Hasta que lo sobresaltó una vibración en los escalones. Se detuvo para escuchar el repiqueteo metálico. Venía desde arriba. Veía el rellano siguiente sobre su cabeza, una vuelta después del poste central. Estaba más cerca que el de abajo. Así que echó a correr hacia allí. El fusil rebotaba contra las botellas que llevaba atadas a la improvisada mochila y sus zancadas resonaban con fuerza sobre los peldaños, mientas él corría embargado por una extraña mezcla de esperanza y miedo a no estar solo. Abrió la puerta del rellano, la traspasó y volvió a cerrarla sin dejar más que una pequeña rendija. Pegó la mejilla a la puerta, miró por la abertura y aguzó el oído. El fragor metálico se hacía cada vez más fuerte. Jimmy contuvo el aliento. Una figura pasó volando por delante, con un chirrido provocado por la mano que deslizaba por la barandilla, seguida de cerca por otra que profería amenazas. Apenas alcanzó a verlas. Permaneció en la oscuridad, en la entrada de un pasillo desconocido y silencioso, hasta que el ruido se apagó y empezó a sentir cosas que reptaban sobre el suelo hacia él, manos con garras que se tendían en vueltas en la negra oscuridad para enroscarse en su largo y descuidado cabello. Casi sin pretenderlo, volvió a salir al rellano, bajo la luz tenue y verdosa de la iluminación de emergencia, con la respiración entrecortada y sin saber qué creer. Estaba solo, de un modo u otro. Aunque hubiera supervivientes a su alrededor, la única compañía que podría encontrar era la de gente decidida a matarlo. Volvió a subir, esta vez más atento al ruido de pisadas y con la mano apoyada en la barandilla por si captaba alguna vibración. Su trayectoria en espiral lo llevó más allá de la depuradora del piso treinta y dos, de las granjas del treinta y uno, de la zona de saneamiento del veintiséis, siempre bajo la luz verde, en dirección a la tienda. Los músculos de sus piernas comenzaron a calentarse por el esfuerzo, pero era una sensación agradable. Pasó por delante de cosas que conocía, pisos procedentes de otra vida, con su acumulación de desgaste y sus marañas de tuberías y cables. El mundo estaba tan oxidado como el recuerdo que guardaba de él. Al llegar a la tienda se la encontró prácticamente vacía, con la sola excepción de los restos de alguien atrapado bajo un montón de estanterías caídas. Las botas que asomaban por debajo eran de pequeño tamaño, de mujer o de niño. Unos tobillos de blanco hueso asomaban en el espacio que separaba las botas de las perneras del pantalón. Había algunas cosas atrapadas bajo los estantes, junto al cadáver, pero Jimmy no tenía ganas de investigar. Rebuscó entre lo poco que quedaba en los demás estantes en busca de baterías o abrelatas. Había juguetes, trastos inútiles y otras bagatelas. Tuvo la sensación de que aquel lugar había sido saqueado muchas veces. Ahorró batería moviéndose en la oscuridad. Tampoco el registro de su antiguo apartamento justificó el gasto de electricidad. Ya no parecía su casa. Sólo albergaba una tristeza a la que fue incapaz de poner nombre, una sensación de haberle fallado a sus padres, un dolor agudo en el centro de su cabeza, como el que le producía chupar hielo. Salió del apartamento y siguió subiendo. Algo seguía llamándolo desde arriba. Y hasta encontrarse a media espiral del colegio no comprendió lo que era. El pasado lejano estiraba los brazos hacia él. El día que había empezado todo. Su aula, el último lugar donde recordaba haber visto a su madre, donde en su mente desordenada aún seguían sentados sus amigos, el sitio en el que, si se hubiese quedado, si hubiera podido volver al pasado para repetir de nuevo las cosas, todo habría salido de manera diferente. 84 Jimmy mantuvo la linterna encendida todo el camino hasta el aula. Nada más llegar se dio cuenta de que no había vuelta posible al pasado. Allí, en mitad de la sala, se encontraba su antigua mochila. Algunos de los pupitres estaban volcados y las pulcras hileras que formaban, rotas como huesos viejos. Jimmy pudo imaginarse a sus amigos saliendo en desbandada, pudo ver las trayectorias que seguían, pudo verlos desperdigarse camino a la puerta. Se habían llevado sus mochilas consigo. La de Jimmy se había quedado y seguía allí, como un cadáver. Al adentrarse un paso, con la sala iluminada por su linterna, sintió que la señorita Pearson levantaba la mirada del libro que estaba leyendo, sonreía y no decía nada. Bárbara estaba sentada al lado de la puerta, junto a la mesa. Jimmy recordó que le había cogido la mano durante una excursión que había hecho la clase a los corrales del ganado. Fue en el camino de vuelta, después de sentir los extraños olores de todos esos animales, después de estirar las manos entre los barrotes del cercado para acariciarles el pelaje, y contemplar rollizos cerdos de piel sonrosada. Jimmy tenía catorce años por entonces y algo de lo que había visto allí lo había excitado o transformado. Así que cuando Bárbara se quedó esperando al final de la espiral de compañeros que ascendía por la escalera y le cogió la mano, no se apartó. El recuerdo de aquel prolongado contacto fue como saborear lo que podría haber pasado. Pasó las yemas de los dedos por la mesa de Bárbara y dejó unas huellas sobre el polvo. La mesa de Paul —su mejor amigo— era una de las que se habían caído. Pasó por el hueco que había dejado y vio que todos salían a la vez, siguiéndolo a él, a quien su madre le había dado unos momentos de ventaja. Entonces llegó al centro de la sala y se paró junto a su mochila, totalmente solo. —Estoy solo —dijo—. Soy la soledad. Tenía los labios resecos y pegados. Se le agrietaron al separarlos para hablar, como si fuese la primera vez que los abría en mucho tiempo. Al examinar su mochila se dio cuenta de que la habían saqueado. Se arrodilló y abrió la solapa. Había un plástico que su madre reutilizaba una y otra vez para envolverle el almuerzo, pero éste había desaparecido. Dos barritas de maíz y un bizcocho de avena. Era asombroso cómo recordaba algunas cosas y había olvidado otras. Miró dentro para ver si habían dejado algo. La calculadora que le había fabricado su padre seguía allí, así como el soldadito de cristal que le había regalado su tía en su decimotercer cumpleaños. Se dedicó a trasladar todo el contenido de su improvisada bolsa al interior de la vieja mochila. La cremallera estaba un poco dura, pero aún funcionaba. Examinó el mono anudado y decidió que estaba en peor estado aún que el que llevaba, así que lo dejó allí. Se levantó y recorrió el caos de la sala con el haz de la linterna. Alguien había dejado su marca en la pizarra. Pasó la luz sobre la escena y vio la palabra «joder» repetida una vez tras otra. Parecía una cadena de letras: «joderjoderjoderjoderjoder». Encontró el trapo de borrar detrás de la mesa de la señorita Pearson. Estaba tieso y rígido, pero aun así las palabras desaparecieron. Sólo quedó un rastro de ellas, y Jimmy se acordó de los tiempos felices de escribir en la pizarra delante de todos sus compañeros. Recordó los deberes de escritura. La señorita Pearson lo había felicitado una vez por sus poemas, aunque seguramente sólo fue por amabilidad. Se pasó la lengua por los labios, cogió un trocito de tiza de la bandeja y pensó en algo para escribir. Esta vez no sintió el nerviosismo de estar de pie delante de toda la clase. Nadie lo miraba. Estaba verdadera y completamente solo. «Soy Jimmy», escribió sobre la pizarra. La luz de la linterna generaba un extraño halo mientras lo hacía, un anillo de luz tenue. El trozo de tiza chasqueaba al escribir, y gemía y chirriaba al dibujar cada palabra. El ruido era como tener compañía, pero aun así escribió un poema sobre la soledad, un acto mecánico fruto de días pasados: Los fantasmas están mirando. Los fantasmas están mirando. Me miran caminar solo. Los fantasmas se están riendo. Los fantasmas se están riendo. Se callan cuando los piso. Mis padres no están. Mis padres no están. Esperan a que llegue, en casa. No estaba muy seguro del último verso. Pasó la luz sobre lo que había escrito, que no le parecía demasiado bueno. No mejoraría por mucho que siguiera escribiendo, pero aun así lo hizo: El silo está vacío. El silo está vacío. Está lleno de muerte desde el pozo al borde. Me llamaba Jimmy, me llamaba Jimmy. Pero ya nadie me llama. Estoy solo, los fantasmas me vigilan y la soledad me hace más fuerte. El último verso era mentira y él lo sabía, pero era poesía, así que no importaba. Se apartó de la pizarra y estudió lo que había escrito a la luz vacilante de la linterna. Las palabras estaban inclinadas hacia un lado y hacia abajo, cada línea un poco más que la anterior, y se hacían más pequeñas al final de cada frase. Era algo que le pasaba siempre con la pizarra. Empezaba en grande e iba menguando a medida que avanzaba. Se rascó la barba mientras se preguntaba lo que revelaba eso sobre él, lo que anunciaba. «Había muchas cosas equivocadas en lo que había escrito», pensó. El quinto verso, el que decía que se llamaba Jimmy, era mentira. Sobre el poema había escrito que se llamaba Jimmy. Aún pensaba en sí mismo como Jimmy. Cogió el trapo de borrar, que había dejado en la bandeja de las tizas, se plantó frente a su poema y empezó a borrar la línea que estaba mal. Pero algo lo detuvo. Era el miedo a empeorar el poema al tratar de arreglarlo, el miedo a borrar una línea sin tener nada mejor para reemplazarla. Aquello era su voz y era algo demasiado precioso como para destruirlo. Sintió sobre él los ojos de la señorita Pearson. Sintió los ojos de sus compañeros de clase. Los fantasmas lo estaban vigilando y los cadáveres se reían de él mientras estudiaba el problema de la pizarra. Cuando se presentó la solución, lo hizo acompañada por una emoción que ya había sentido otras veces, la de haber llegado al sitio correcto, haber conectado los puntos de una imagen. Estiró el brazo y borró con el trapo lo primero que había escrito. Las palabras «Soy Jimmy» desaparecieron en medio de una mancha blanca y una arremolinada nubecilla de polvo. Dejó el trapo a un lado y comenzó a escribir una verdad en su lugar. «Soy Soledad», quería escribir. Le gustaba cómo sonaba. Resultaba poético y lleno de sentido. Pero al igual que la poesía era caprichosa, las palabras tenían voluntad propia; sus pensamientos más profundos intervinieron y escribió algo distinto. Abrevió la última palabra reduciéndola a dos pulcros círculos, un serpenteo y un trazo. Cogió la mochila y salió del aula dejando tras de sí a sus viejos amigos. Lo único que quedó fue un poema y una proclama para que lo recordaran, la marca que demostraba que había estado allí. «Soy Solo». Y una nubecilla de tiza, que caía por el aire como el fantasma de las palabras que habían quedado sin escribir. 85 2345 Silo 1 Donald empujó la silla de ruedas vacía de regreso al despacho del doctor Wilson. La manta húmeda, colgada de los brazos, arrastraba un extremo sobre el suelo. Se sentía entumecido. Aquella mañana había soñado con dar vida, no con quitarla. La irreversibilidad de lo que había hecho comenzaba a asentarse en su interior y a Donald le resultaba difícil tragar, respirar. Se detuvo en el pasillo y pensó en qué se había convertido. Arquitecto inconsciente. Prisionero. Títere. Verdugo. Llevaba la ropa de otro hombre. Su transformación lo horrorizó. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secó con furia. Lo único que necesitaba era pensar en Helen y Mick, en la vida que le habían arrebatado. Todo cuanto desembocaba en aquel momento en el tiempo, en su despertar en aquel silo, había sido obra de otros. Podía sentir los hilos sueltos que colgaban de sus codos y sus rodillas. Era un títere que empujaba una silla de ruedas vacía de regreso al lugar donde debía estar. Dejó la silla en su sitio y le puso el freno. Sacó el recipiente de plástico de su bolsillo y barajó la posibilidad de robar una o dos dosis más. Tenía la sensación de que iba a costarle dormir. El recipiente volvió al armarito donde se guardaban los vacíos. Al volverse, Donald vio una nota en mitad de la camilla: Se ha olvidado de esto. Wilson La nota estaba pegada a una carpeta fina. Donald se acordó de que se la había dejado al doctor Wilson junto con las pertenencias del técnico del reactor. El viaje a las otras dos taquillas estaba borroso en su mente. Lo único que recordaba era que había recogido su teléfono, que había hecho las conexiones en su mente, que se había dado cuenta de que, en el último momento, Anna había conseguido convencer a Mick y a Turman de que hiciesen un cambio que no tenía sentido, algo que sólo era posible por la influencia que ejercía una hija sobre su padre. Y así, le habían arrebatado la vida. La carpeta estaba en la taquilla que Anna mencionaba en el mensaje enviado a su padre. Ahora parecía intrascendente. Cogió la nota del doctor Wilson y la tiró a la papelera. Recogió la carpeta con la intención de volver al camastro y tratar de dormir un poco. Pero, casi sin darse cuenta, la abrió. Sólo contenía un documento. Una vieja hoja de papel. Estaba amarilleada y arrugada por los bordes, parte de los cuales se había desprendido con el paso de los años. Bajo un texto de interlineado simple había cinco firmas, algunas más floridas y otras más discretas. La cabecera del documento rezaba, en gruesas letras: «RE: El PACTO». Donald dirigió una mirada de reojo hacia la puerta. Se volvió, se acercó a la mesa del ordenador, colocó la carpeta junto al teclado y se sentó. El mensaje de Anna a su padre tenía el mismo encabezado y estaba marcado como urgente. Lo había leído un par de veces para tratar de adivinar su significado. Y el número que contenía lo había llevado hasta aquella carpeta. Estaba familiarizado con el Pacto de los silos, el documento de gobierno que establecía las bases de su existencia y el control de las poblaciones mediante la lotería, y dictaba los distintos castigos, de las multas a las limpiezas. Pero aquella hoja era demasiado breve para ser el Pacto. Parecía uno de los memorandos de los viejos tiempos en Capitol Hill. Donald leyó: A todos: Ya habíamos comentado anteriormente que con diez instalaciones bastaría para nuestros fines y que con un lapso de un siglo sería suficiente para realizar una limpieza adecuada. Como todos los miembros de este Pacto están familiarizados con las realidades de la práctica presupuestaria y saben perfectamente que los planes de batalla resultan infructuosos una vez que se dispara la primera bala, supongo que nadie se sorprenderá al saber que los hechos han alterado nuestras previsiones. Ahora se nos piden treinta instalaciones y un lapso de dos siglos. El equipo técnico me ha asegurado que sus avances permiten que sea factible. No obstante, puede que haya que revisar de nuevo las cifras. En la última reunión se mencionó también la posibilidad de permitir que lleguen dos instalaciones al día, a efectos de redundancia (o al menos, la de mantener una segunda en reserva). No se ha considerado aconsejable. Es preferible mantener todos los huevos en la misma cesta que arriesgarse a que eclosionen dos o más de ellos. Puesto que es una fuente de creciente controversia, esta enmienda al Pacto original deberá quedar firmada por todos los miembros fundadores y pasará a tener fuerza de ley. Yo mismo asumiré la responsabilidad de trabajar en el turno y apretar el botón, por decirlo así. Las probabilidades de supervivencia a largo plazo alcanzan un 42 por ciento en las últimas simulaciones. Quiero aprovechar para felicitarlos a todos por su extraordinario trabajo. V. Donald volvió a examinar las firmas. Estaba el sencillo trazo de Turman, que había visto infinitas veces en memorandos y leyes en Capitol Hill. Otra podía ser la de Erskine. Luego había una que parecía la de Charles Rhodes, el presuntuoso gobernador de Oklahoma. Las demás eran ilegibles. El documento no estaba fechado. Volvió a leerlo. La comprensión llegó lentamente, plena de dudas al principio, pero cada vez más firme. Había una lista que recordaba haber visto en un turno anterior, una clasificación de silos. El número Dieciocho estaba muy arriba. Por eso Victor había luchado tanto por salvar la instalación. La decisión que mencionaba en el mensaje, la de apretar el botón… ¿Había dicho algo sobre eso en la nota que le había dejado a Turman? ¿En la confesión que había escrito antes de quitarse la vida? Decía que no sabía si sería capaz de tomar una decisión. «Todos los huevos en la misma cesta». Era un dicho popular. Donald se recostó en el asiento al mismo tiempo que una de las bombillas de la lámpara que el doctor Wilson tenía en la mesilla comenzaba a parpadear. Las bombillas no estaban hechas para durar tanto. Se apagaban, pero había redundancias. «Un solo huevo». Porque ¿qué se harían unos a otros si se permitía que eclosionase más de uno? La lista. La razón de que le fuese tan fácil unir las piezas es que ya lo sabía. Siempre lo había sabido. ¿Cómo podía ser de otro modo? Los muy cabrones no tenían la menor intención de permitir que los hombres y las mujeres de los silos fuesen libres. No. Sólo podía quedar uno. Porque ¿qué se harían unos a otros si se encontraban, al cabo de cientos de años, en las colinas del exterior? Donald había diseñado aquel lugar. Tendría que haberlo sabido desde el comienzo. Era un arquitecto de la muerte. Pensó en la lista, en la clasificación de los silos. El primero era el único que importaba. Pero ¿en qué se basaban para elaborarla? ¿Hasta qué punto era arbitraria la decisión? Todos los huevos sacrificados menos uno. ¿Con qué esperanza? ¿Qué plan? ¿El de que las diferencias y luchas entre los habitantes de un silo se podían superar mientras que las que separaban a los silos no? Donald tosió sobre su mano temblorosa. Comprendió lo que Anna había querido decirle. Y ahora era demasiado tarde. Demasiado tarde para obtener respuestas. Así era la vida y la muerte, y en un lugar que las ignoraba a ambas, él se había olvidado. No habría despertar para nadie. Sólo confusión y pesar. Su única aliada había desaparecido. Pero había otra persona a la que podía despertar, la persona que había sido su objetivo original. Era un gran poder el suyo, el de despertar a los muertos. Se estremeció al comprender lo que significaba el Pacto en realidad, aquel pacto de locos que habían conspirado para destruir el mundo. —Es un pacto suicida —susurró, y sintió que las paredes de hormigón del silo se cerraban a su alrededor, lo envolvían como la cáscara de un huevo. Un huevo que nunca eclosionaría. Porque ellos, aquel pozo de víboras, eran los más peligrosos de todos, y nadie estaría a salvo si sobrevivían. Los niños y las mujeres sólo estaban en los botes salvavidas para que los hombres del silo Uno no desesperaran y siguieran trabajando en sus turnos. Pero estaban condenados a ahogarse. Todos y cada uno de ellos. 86 2323 Duodécimo año Silo 17 Solo no tomó la decisión de partir un día a sondear las profundidades del silo. Sucedió sin más. Con el paso de los años había explorado bastante en ambas direcciones, se había ocultado al oír los ruidos de las luchas de los demás y había encontrado los mensajes que dejaban, pero estos encuentros se habían vuelto cada vez más raros, así que sus exploraciones se habían vuelto cada vez más audaces. Fue la curiosidad, tanto como la desesperación, lo que lo impulsó hacia abajo. Fueron estas cosas las que acabaron con sus días de soledad. Iba saqueando a medida que avanzaba. En el piso ciento veinte descubrió las granjas inferiores y las señales que dejaron quienes habían vivido allí. Nunca había estado tan abajo. Los que habían sobrevivido a los primeros días instalaron sistemas improvisados de cables y tuberías por todas las granjas. Sólo encontró zanahorias y remolachas entre la maleza y se marchó de allí con la sensación de que lo seguía la mirada de los fantasmas. Al salir se dio cuenta de lo cerca que estaba de la fabulosa Suministros —objeto de muchas de las conversaciones que había oído por la radio—, así que siguió descendiendo en espiral. Suministros era la tierra de la abundancia, según decían. La promesa de una batería y un abrelatas lo empujó hacia allí. La puerta de Suministros estaba cerrada. Solo sintió que unos ojos se clavaban en él mientras se acurrucaba junto a la entrada y pegaba la oreja al frío acero. Había como una palpitación que, más que oír, se sentía. Parecía muy lejana, como si los pulmones del silo resollaran y silbaran en algún lugar remoto. Volvió a probar con la puerta. No cedía. No había cerraduras visibles en el exterior, sólo las mismas manijas verticales de todas las entradas, con el tamaño justo para una mano. Retrocedió hasta la escalera. Se agarró a la barandilla con las dos manos y escuchó. Escuchó con mucha atención. Al cabo de un rato, empezó a oír los latidos de su propio corazón. Entonces supo que había escuchado bien. No había fantasmas. No se percibía ningún temblor en la barandilla. Revisó el fusil, se aseguró de que no tuviese el seguro puesto y se lo apoyó contra el hombro. Apuntó al espacio intermedio entre las dos hojas, donde se encontraban las manijas. Se imaginó una lata colocada en aquel punto, imaginó que le daba una patada, trató de no ver el pecho de un hombre. Apretó el gatillo tan lenta y gradualmente que cuando el cañón escupió la bala, lo sobresaltó. La detonación del disparo reverberó arriba y abajo del silo. Un fuerte estallido seguido por una docena de ecos. Solo volvió a apuntar y disparó de nuevo. Y por tercera vez. BUM. BUM. Por todas partes, los fantasmas estarían corriendo a ocultarse, supuso. Era Solo, pero su fusil era un compañero estruendoso. Se colgó la correa del arma del hombro y volvió a acercarse a las puertas. Una de ellas se movía un poco. Solo retrocedió un paso y le propinó un puntapié, a pesar de que se abría hacia fuera, para intentar quebrar lo que fuera que la mantenía cerrada. Cuando volvió a tirar, la puerta se abrió con un fuerte chirrido. Una lluvia de escombros cayó sobre el rellano desde el interior. Los agujeros abiertos por los proyectiles del interior de la puerta eran mucho más grandes que los del exterior y el metal estaba levantado en varios sitios. Impactos brillantes cuyos bordes cortaban, como descubrió Solo al rozarlos con el dedo. El silencio del interior de Suministros resultaba imponente tras el estruendo del fusil. Solo se acercó a un mostrador que se extendía de pared a pared. No era macizo en toda su extensión, así que podía meterse por debajo, reptando. Entonces vio que tenía unas bisagras de metal en los mismos puntos que permitían levantarlo para pasar. Tras el mostrador había estantes elevados y pasillos repletos de cosas de todas clases. Creyó oír el chirrido de unos arañazos, pero sólo era una de las puertas, que volvía a cerrarse impulsada por unos goznes con un sistema de resorte. Mientras echaba a andar de puntillas entre los escombros se descolgó el fusil de la espalda. Por si acaso. Habían registrado a conciencia las cajas de los estantes. Muchas se las habían llevado enteras. Algunas estaban volcadas y su contenido esparcido por el suelo. A Solo, Suministros le parecía una ferretería y poco más. Había cajas y más cajas de pequeñas piezas de metal: remaches, tuercas, tornillos, arandelas, alcayatas y bisagras. Metió la mano en un cubo de arandelas, sacó un puñado y dejó que le resbalaran entre los dedos. Llovieron sobre el suelo con estrépito. Pasillo adentro las piezas eran más grandes. Había bombas y tramos de tubería enteros, cubos llenos de empalmes, codos y tapas para aquéllas. Anotó mentalmente la posición de todo. Pensó en los increíbles proyectos que podía abordar. Más allá de los pasillos se extendía un corredor en las dos direcciones, con puertas a ambos lados. Estaba a oscuras. Sacó la linterna del bolsillo del pecho y apuntó el haz hacia la negrura. Tenía que registrar las estanterías en busca de baterías, pero algo lo llamaba desde aquel corredor. Había algo extraño. Basura en el suelo. Olía a tomates. Un olor dulzón como el del jugo de las latas, no el de los naturales. Se inclinó y recogió una lata. Aún tenía algo de pasta de tomate pegada a la tapa. La tocó con el dedo y descubrió que no estaba dura, como siempre sucedía al cabo de pocos días, sino todavía líquida. Se llevó el dedo a la lengua y el sabor fue como una descarga eléctrica en sus sentidos, un estremecimiento fruto de lo que significaba. Empuñó el fusil, se pasó la correa por encima de la cabeza y apoyó la culata en el hombro. Sujetó la linterna y la empuñadura del arma con la misma mano y apoyó el cañón sobre la luz. La boca del arma dividió el haz en dos a la altura del techo y dejó una zona de sombra sobre él. Solo apuntó hacia el interior del pasillo y esperó. La linterna temblaba. Avanzó por un pasillo que parecía estar conteniendo el aliento. Todas las puertas que comprobó estaban abiertas. Entraba, con el dedo apoyado en el gatillo, y se encontraba salas llenas de sombras. Había máquinas apagadas. Equipos para cortar y soldar, para dar forma y fundir, todos ellos recubiertos de óxido. Sólo revelaban su presencia cuando la luz de la linterna bailaba sobre ellos. Durante un breve segundo, cada una de las máquinas aparecía en medio de la oscuridad como un hombre con los brazos alzados y a punto de saltar. Había más puertas en las paredes de aquellas salas. Un laberinto de almacenes. Se veían escombros esparcidos por todas partes. Las evidencias del éxodo original se habían perdido desde entonces entre la pugna por sobrevivir. Una de las salas olía de manera rara, como a electricidad, como su fusil cuando despedía un casquillo usado después de disparar. Sus paredes parecían carbonizadas. La oscuridad se tragó la luz de su linterna. Avanzó hasta la siguiente puerta, más lejos aún de las luces verdes de emergencia que llegaban desde la escalera y se filtraban entre los altos estantes de tornillos y tuercas. Un brillo ominoso emanaba del final del pasillo. Una puerta abierta. Solo creyó oír algo. Contuvo la respiración y esperó. Ni un susurro, solamente los latidos de su corazón. Posiblemente no hubiera sido nada. Pensó en los miles de personas que vivían antes en el silo. ¿Cuántas habrían sobrevivido como él? ¿Cuántos trabajaban aún los restos de las granjas, rebañaban el interior de las latas con la parte plana del cuchillo en busca de las calorías que quedaban en el fondo, atentos también a las manchas de óxido? Puede que únicamente él, ya. Únicamente Solo. Por la siguiente puerta salía algo de luz. Se aproximó a ella con cautela, enfadado con sus propias botas por los chirridos delatores que hacían, y la abrió con el extremo del cañón. Recordó lo que se sentía al disparar a un hombre desde lejos, al ver cómo salía escupida la sangre de su pecho. La linterna parpadeó un par de veces; otra broma de la batería. Soltó el fusil y le dio un par de golpes contra el muslo hasta que volvió a encenderse. Se asomó a la habitación para averiguar qué había allí dentro. Un triángulo de luz cortaba el suelo, un triángulo de luz procedente de un círculo. Era otra linterna. Solo tragó saliva, sobresaltado por aquel descubrimiento fortuito. Avanzó con paso firme esparciendo latas y restos de basura y se arrodilló junto a la linterna. Apagó la suya, se la guardó en el bolsillo y recogió la otra. Su luz era muy potente. Recorrió la habitación con el haz, emocionado. Aquello era lo que había ido a buscar. No sólo una batería nueva, sino una linterna. La batería de su descubrimiento le duraría años si tenía cuidado, si la administraba bien. Pero no más de unos días si se la dejaba encendida por accidente. Unos días. Sintió como si le hubieran echado un cubo de agua fría sobre la columna vertebral. La oscuridad se cerró a su alrededor. Empezó a oír susurros imaginarios procedentes de las sombras y se dio cuenta de que la linterna estaba caliente. ¿Lo estaba cuando la había recogido? Se levantó. Una lata vacía resonó estruendosamente al recibir un golpe de su bota. Solo comprendió que estaba haciendo muchísimo ruido, que había llevado una cantidad enorme de luz y vida a un espacio de oscuridad y muerte. Retrocedió hacia la puerta con el arma apoyada en el hombro, asaltado por la sensación de que se le acercaban manos desde todas direcciones, uñas largas de gente perdida, decididas a hundirse en su carne. Estuvo a punto de soltar la linterna al volverse hacia la salida. El fusil golpeó contra la jamba de la puerta y le presionó el dedo. Hubo un destello cegador en medio de un pasillo negro como el carbón, un estruendo que parecía anunciar el fin del mundo, una sacudida del arma. Y entonces Solo echó a correr. Corrió hacia los estantes, donde todavía llegaba un poco de luz de la escalera. Corrió perseguido por cosas imaginarias, sin sitio en su mente aterrorizada para la verdad de que había llevado el terror a quienes vivían allí, de que al llevarse la nueva y flamante linterna había dejado a alguien sumido en el estruendo del disparo y en la misma negrura absoluta que él acababa de abandonar. 87 Huyó de Suministros hacia abajo, con una linterna nueva como botín por aquel momento de pavor. Al llegar al piso ciento veintiocho se detuvo en un apartamento para vaciar la vejiga, que parecía llenarse siempre que le entraba el miedo. Pensó en echar una cabezada, pero sospechaba que aún no era de noche. Sólo era la desaparición de la adrenalina de su organismo lo que le provocaba aquella sensación de sueño. Una vez en el rellano, consideró sus opciones. Ya había visto casi todo el silo. Sólo quedaban los fantasmas y él. Había memorizado la posición de casi todas las cosas, había descubierto una segunda granja llena de comida, había encontrado el depósito de agua del ciento doce y había utilizado su arma para abrir una puerta. No tenía abrelatas, pero podía arreglárselas con un destornillador y un martillo. Las cosas parecían mejorar cuanto más exploraba hacia abajo, así que decidió continuar en aquella dirección. Una docena de pisos después, la temperatura empezó a descender de verdad. El aire se volvió frío y húmedo y cuando exhalaba formaba nubes de vaho. Alguien había dejado una manguera contra incendios abandonada en el ciento treinta y seis, al pie del armarito oxidado donde se guardaba. Estaba enredada en la barandilla. La boquilla goteaba agua y Solo oía el impacto de las gotitas que caían al vacío como diminutas campanadas procedentes de abajo. Casi había llegado abajo. Las Profundidades. Nunca había estado en las Profundidades. Rellenó la cantimplora con la manguera. Normalmente bastaba con abrir un poco el grifo para que saliese un potente chorro. Solo lo abrió del todo e incluso entonces tuvo que levantar la manguera y estrujarla para llenar el recipiente. Tomó un par de sorbos, hizo una mueca al notar el sabor amargo dejado por el tejido de la manguera y luego volvió a cerrar la cantimplora. Se la colgó de la mochila, donde tintineaba todo el botín que había recogido desde que saliera de casa el día antes. Junto al fusil, era mucho peso. Se asomó sobre la barandilla y contempló la base del silo: el primer piso de las Profundidades, brillante y resbaladizo. Lo único que sabía de Mecánica —los pisos que se extendían tras la última vuelta de la escalera— era que la energía y el aire provenían de allí. Como seguía habiendo ambas cosas, puede que hubiese gente. Empuñó el arma con cautela. No sabía si quería volver a ver a alguien. Descendió unos cuantos pisos más. El ruido de sus botas era estruendoso. Cualquiera que tuviera la oreja pegada a la barandilla lo oiría avanzar. La idea le provocó escalofríos. Se imaginó a diez mil personas junto a la barandilla, con la nariz pegada a la coronilla de quienes las predecían, oyéndolo bajar, una espiral ininterrumpida de espías sin cuerpo, pendientes de todos y cada uno de sus movimientos. —Largaos, fantasmas —susurró. Se agarró a la barandilla interior, por si acaso. Sus pasos hacían menos ruido cerca del poste. Volvió a acordarse de aquel día, muchos años atrás, cuando no había espacio en las escaleras, cuando costaba respirar entre la gente aterrada que lo rodeaba y su madre le había gritado que siguiera sin ella. Volvió a sentir que tenía dieciséis años, sólo que sus lágrimas se perdieron en su barba antes de que pudiera secárselas. Volvía a tener dieciséis años. Siempre los tendría. Su bota se hundió en agua fría. Solo dio un respingo y soltó la barandilla sin querer. Resbaló hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó sobre una rodilla. Se empapó hasta la entrepierna, se le resbaló el fusil del hombro y se le mojó la mochila. Soltó una imprecación mientras volvía a ponerse en pie. El cañón de su arma desprendía agua, un torrente de balas líquidas. El mono estaba helado y se le pegaba a la piel en los sitios donde se había mojado. Solo se secó los ojos, que seguían llenos de lágrimas, y se preguntó por un momento si toda el agua que había a sus pies sería fruto de sus muchos años de llanto. —Idiota —dijo. Era un pensamiento idiota. Probablemente el agua había salido de los baños que no funcionaban. O puede que fluyese siempre hacia allí, sólo que ahora no estaban los mecánicos para filtrarla y bombearla de regreso a los pisos superiores. Retrocedió un paso y observó cómo se calmaba la agitada superficie del agua. Aquél era el suelo brillante que había visto desde arriba. Más allá de su turbia superficie —una película formada por todos los colores que existían— vio que las escaleras descendían en espiral hasta perderse de vista en la negra oscuridad de las aguas. El silo estaba inundado. Fijó la vista en el punto donde las aguas se juntaban con la barandilla y esperó para ver si subía de nivel. Si lo hacía, era tan despacio que él no podía apreciarlo. Una de las puertas del piso ciento treinta y siete se balanceaba adelante y atrás, desplazada por las olas que había generado al chapotear. El agua estaba más de medio metro por encima del nivel del rellano. Y en el interior de la puerta, también. «El silo estaba inundándose», pensó. El agua habría tardado años en llegar hasta allí. ¿Seguiría eternamente? ¿Cuánto tardaría en alcanzar su hogar, en el treinta y cuatro? ¿Y en llegar al final? La idea de ahogarse lentamente hizo brotar un extraño ruido de la boca de Solo, un sonido similar a un gimoteo triste. Su ropa devolvía gota a gota el agua que había recogido. Al cabo de un momento, volvió a oír el gimoteo. No procedía de él. Se puso en cuclillas, clavó la mirada en el piso inundado y escuchó. Allí. El ruido de alguien que lloraba. Venía del interior de la zona inundada, y al oírlo, Solo supo que no estaba solo. 88 Sonaba como un niño. Solo bajó la mirada hacia el agua. Tendría que sumergir los pies para entrar allí. La tenue luz verde del techo prestaba un fulgor espectral a su mundo. El aire estaba frío y el agua más fría aún. Subió unos escalones y dejó la pesada mochila en los peldaños secos, más cerca de la parte exterior, donde eran más anchos. Sus pasos hicieron repicar la escalera al volver a bajar. Tenía empapadas las perneras del mono. Se las enrolló por encima de las pantorrillas y luego empezó a desatarse los cordones de las botas. Aguzó de nuevo el oído, por si volvía a oír el llanto. No lo oyó. Se preguntó si se dispondría a arrostrar el frío y la humedad por un producto de su imaginación, por otro fantasma que desaparecería en cuanto le prestase la menor atención. Sacó el agua de las botas antes de dejarlas a un lado. Se quitó los calcetines, uno de los cuales tenía un agujero por el que asomaba el dedo gordo. Los estrujó y estiró, antes de colgarlos de la barandilla para que se secaran. Dejó la bolsa cuatro escalones por encima del borde del agua. Seguramente no subiría tan deprisa. No parecía haberse movido desde su llegada. Volvió a mirar la puerta, se fijó en la altura del agua y se imaginó que se producía una inundación mientras él estaba atrapado dentro. Sintió un nuevo escalofrío, en esta ocasión no de frío. Creyó oír de nuevo el llanto del niño. «Era lo bastante mayor para tener un niño», pensó. Hizo los cálculos. Raras veces los hacía. ¿Tenía veintiséis años? ¿Veintisiete? Había pasado otro cumpleaños sin que nadie se lo recordase. Sin pastel, sin la vela encendida y apagada en un suspiro. «Sopla rápido», solía decir su madre. Su padre apenas acababa de encender la vela cuando Jimmy se adelantaba para apagarla. Tras un breve instante de fuego, tiempo apenas suficiente para calentar la cera, volvían a guardar la vela de la familia para su padre, cuyo cumpleaños era el siguiente. «Una tradición tonta», pensó. Pero supuestamente cada familia tenía tantos cumpleaños como cera consumía. La vela de los Parker tenía varias generaciones de antigüedad y todavía no había llegado a la mitad. Antes, Jimmy solía pensar que si soplaba lo bastante deprisa viviría para siempre. Sus padres y él vivirían para siempre. Pero no era verdad. Estaría solo hasta el día de su muerte, así que lo de la vela era mentira. Entró en el agua y comenzó a avanzar hacia la puerta, con los pies medio entumecidos por el frío. La película multicolor que cubría la superficie se revolvió, se mezcló con el líquido y fluyó alrededor de los puntales que sostenían la barandilla del rellano. Solo se detuvo y miró más allá de éste. Parecía raro estar tan lejos aún del fondo del silo y ver cómo se extendía aquel fluido hasta los muros de hormigón. Si cayese, ¿amortiguaría el agua su descenso hasta el fondo? ¿O flotaría en la superficie dando tumbos, como el trozo de basura que había un poco más allá? Él creía que se hundiría. La mayor cantidad de agua que había visto junta alguna vez había sido en la bañera, y allí se sentaba en el fondo. A esas alturas ya estaba sumergido hasta las espinillas. El miedo a meterse por alguna grieta invisible y hundirse hasta morir lo hacía avanzar moviéndose con cautela. Procuraba mantener el suelo de metal bajo sus pies, a pesar de que cada vez los tenía más helados. Parecía que brillaba algo plateado bajo las planchas, pero Solo pensó que no era más que su reflejo o el baile de la pátina metálica que cubría la superficie. —Será mejor que merezcas la pena —le dijo al fantasma del bebé que había al final del pasillo. Aguzó el oído en busca de la voz del fantasma, pero había dejado de llorar. La luz procedente del otro lado de las puertas se disolvió en la negrura, así que sacó la linterna del bolsillo del pecho y la encendió. El agua en movimiento captó el haz luminoso y lo devolvió magnificado. La luz empezó a bailar formando ondas sobre el techo, tan hipnótica y hermosa que Solo se olvidó hasta del agua helada. O puede que sus pies hubieran perdido toda sensibilidad. —¿Hola? —llamó. El eco de su voz volvió débilmente hasta él. Recorrió con la luz el pasillo, que se bifurcaba en tres direcciones. Dos de ellas describían una curva, como si fuesen a encontrarse al otro lado de la escalera. Era uno de esos pisos de red radial. Solo se echó a reír. «Bi de bicicletas». Al pensar en esa entrada recordó de dónde venían las palabras «de red radial». Eran descubrimientos mágicos, la manera en que se formaban las palabras de antaño… Un llanto. Esta vez estaba seguro de haberlo oído, o es que realmente estaba perdiendo la cordura. Se revolvió y apuntó con la linterna el otro lado del corredor curvo. Esperó. Silencio. El susurro de las ondas al chocar con la pared del pasillo. Se dirigió hacia el sonido, levantando nuevas olas con el movimiento de las pantorrillas. Flotaba como un fantasma. No sentía los pies. Era un piso de viviendas. Pero ¿para qué iba a vivir nadie en un sitio inundado por las aguas? Se detuvo en la entrada de una sala de ocio comunitaria y dispersó la oscuridad con la linterna. En el centro de la estancia había una mesa de ping-pong. El óxido cubría la parte de las patas de acero hasta la que había llegado el agua. Las palas seguían sobre la superficie arrugada y verde de la mesa. «Verde hierba», pensó Solo. Los libros del Legado hacían que su propio mundo le pareciese distinto. Algo lo tocó en la pantorrilla y Solo dio un respingo. Bajó la linterna y vio que un cojín de gomaespuma flotaba junto a sus pies. Lo apartó antes de continuar hacia la puerta siguiente. Una cocina comunitaria. Reconoció la disposición de las amplias mesas y las sillas. La mayoría de estas últimas estaban caídas de lado, sumergidas en parte. Algunas habían volcado del todo y únicamente asomaban las patas por encima del agua. Había dos fogones en una esquina y unos armaritos. La sala estaba a oscuras. La luz de la escalera no llegaba hasta tan lejos. Solo pensó que si se quedaba sin batería tendría que encontrar la salida a tientas. Debería haberse traído la linterna nueva, no la antigua. Un llanto. Esta vez más fuerte. Más cerca. En la misma habitación. Movió la linterna a su alrededor, pero no podía ver todos los rincones a la vez. Armarios y encimeras. «Algo que se movía», pensó. Retrocedió un poco con la luz y detectó movimiento sobre una de las encimeras. La criatura se enderezó, se agarró con las zarpas a un armarito abierto que había sobre la encimera y luego sacudió una cola peluda antes de desaparecer en la oscuridad. 89 ¡Un gato! Una criatura viviente. Un ser vivo al que no tenía que temer, que no le haría daño. Solo entró a grandes zancadas en la sala. —¡Gatito, gatito, gatito! —exclamó. Recordaba a sus vecinos tratando de acorralar al animal sin cola que vivía en el mismo pasillo de su antiguo apartamento, un poco más allá. Algo hurgaba entre los armaritos. Una de las puertas se abrió de repente y volvió a cerrarse violentamente. Jimmy sólo alcanzaba a ver un punto a la vez, aquello que iluminaba con su linterna. Sus pantorrillas chocaron con algo. Al bajar el haz vio que el agua estaba llena de basura y de restos. Hubo un chillido y un chapoteo. Solo movió la linterna y vio un círculo de ondas por detrás de algo que parecía una rata. No quería seguir en aquel lugar. Sintió un escalofrío y se frotó el brazo con la mano libre. El gato seguía haciendo ruido dentro del armarito. —Aquí, gatito —llamó, esta vez con menos entusiasmo. Metió una mano en el bolsillo del pecho, sacó una de sus barritas de maíz y le arrancó el envoltorio con los dientes. Después de tomar un bocado del rancio alimento, extendió el brazo con el resto por delante de él mientras masticaba. El silo llevaba doce años muerto. Se preguntó cuánto vivirían los gatos y cómo habría conseguido sobrevivir tanto tiempo aquél. ¿Qué comería? ¿O sería que los gatos viejos tenían otros nuevos? ¿Sería ése un gato nuevo? Sus pies descalzos rozaron algo bajo el agua. Con el reflejo de la luz era difícil ver, pero entonces un hueso blanco atravesó por un momento la superficie antes de volver a hundirse. Un trozo suelto de los restos de alguien flotaba alrededor de sus tobillos. Solo optó por fingir que era basura. Alargó la mano hacia el armarito del que salía el ruido, cogió uno de los tiradores y abrió la puerta bruscamente. Hubo un siseo en las sombras. El gato removió latas y cajas descompuestas al retroceder tratando de ponerse fuera de su alcance. Solo cortó un trozo de la barrita rancia y lo dejó sobre el estante. Esperó. Un chillido como el de antes volvió a sonar en un rincón de la sala, seguido por el roce del agua contra un mueble. Dentro del armarito se hizo el silencio. Solo mantuvo la linterna baja para no asustar al animal. Dos ojos como linternas se le acercaron. Se clavaron en él durante una pequeña eternidad. Solo empezó a preguntarse seriamente si se le podían caer los pies por culpa del frío. Los ojos se aproximaron y luego miraron hacia abajo. Era un gato negro, del color de una sombra, oleoso como el aceite. El trozo de la barrita crujió cuando empezó a masticarla. —Gatito bueno —susurró Solo, sin prestar atención a los huesos desperdigados que flotaban entre sus pies. Cortó otro trozo de la barrita y lo sostuvo en alto. El gato retrocedió un paso. Solo dejó la comida en el borde del estante y vio que, esta vez, el animal se acercaba sin tantas precauciones. El trozo siguiente lo cogió directamente de su mano. Le ofreció el último pedazo y, cuando el gato se acercó para aceptarlo, trató de cogerlo con las dos manos. Y aquella criatura, aquel acompañante al que no tenía miedo, se abalanzó sobre su brazo y le clavó las uñas en la carne. Solo chilló y sacudió los brazos. La linterna salió despedida dando vueltas. Con un chapoteo, el gato desapareció en medio de un chillido, un siseo y un ruido violento. Solo buscó bajo las aguas la tenue luz, que parpadeó una, dos veces, y finalmente se apagó, dejándolo sumido en una oscuridad total. Tanteó a ciegas hasta encontrar un cilindro macizo, pero entonces vio que tenía en un extremo la articulación de la pierna que se encaja en la cadera. Asqueado, soltó el hueso. Topó con otros dos antes de dar con la linterna, que ya había dejado de funcionar. Aun así la cogió, mientras oía cómo se le acercaba el ruido de un chapoteo frenético. Le ardían las manos; antes de que se apagara la luz había visto que estaban sangrando. Y entonces algo se le subió a la pierna, empezó a trepar por su pantorrilla y le clavó unas garras en el muslo. El condenado gato que parecía haberlo tomado por la pata de una mesa. Solo alargó las manos hacia el pobre animal para desclavar las garras de su carne. El gato estaba empapado y apenas parecía más grande que la linterna. Temblaba y se frotaba contra la única parte del mono que seguía seca al tiempo que expresaba su protesta con débiles maullidos. Comenzó a olisquearle el bolsillo del pecho. Solo sujetó al animal con un brazo sobre el pecho, colocándolo de tal modo que le sirviese como apoyo, y luego metió la otra mano en el bolsillo para sacar la segunda barrita. La oscuridad en la sala era completa, tan completa que hacía que le doliesen los oídos. Le quitó el envoltorio a la barrita y la sostuvo en alto. Unas patas diminutas se posaron alrededor de su mano y entonces sonaron unos crujidos. Jimmy sonrió. Comenzó a avanzar en la dirección en la que creía que podía estar la puerta, entre muebles y viejos huesos. Ya no estaba Solo. 90 2345 Silo 1 El apartamento de Donald se había transformado en una cueva, una cueva sembrada de notas como huesos blanqueados, con las paredes decoradas por las cubiertas de las carpetas, a la que llegaban cajas de notas desde los archivos, como presas recientes. Habían transcurrido semanas. Las pisadas en los pasillos habían remitido. Donald convivía sólo con fantasmas, mientras juntaba lentamente las piezas de aquello que había contribuido a crear. Estaba empezando a verlo, la imagen entera, como si alejase la visión de la sección de un plano hasta ver la totalidad del diseño. Tosió sobre un trapo rosa y reanudó el examen de su último hallazgo. Era un mapa con el que se había topado en la armería, un mapa de todos los silos. Una línea salía de cada uno de ellos y convergía en un único punto. Era uno de los muchos misterios que aún restaban. El documento estaba etiquetado como «Semilla», pero no había encontrado nada más sobre él. Donald podía oír cómo Anna le susurraba. Había tratado de decirle algo. El mensaje que había encontrado en el ordenador de Turman, intentaba decirle, era para él. Ahora resultaba evidente. A ella no podían despertarla, era una mujer. Lo necesitaba, necesitaba su ayuda. Donald se la imaginó juntando todas las piezas en un turno más reciente, sola y aterrada, asustada de su propio padre, sin nadie más a quien recurrir. Así que había quitado el poder a su padre y se lo había entregado a Donald, lo había sustituido por otro hombre por segunda vez, y le había dejado un mensaje para que la despertara. ¿Y qué había hecho Donald? Llamaron a su puerta. —¿Quién es? —preguntó Donald con una voz que no sonaba como la suya. La puerta se entreabrió. —Eren, señor. Tenemos una llamada del Dieciocho. La sombra está lista. —Deme un segundo. Donald volvió a toser sobre el pañuelo. Se levantó poco a poco y se dirigió al baño pasando sobre dos bandejas de platos usados. Orinó, se lavó las manos y se miró en el espejo. Agarrado al borde del mueble, contempló con horror su propio reflejo, aquel hombre de pelo desaliñado y barba incipiente. Parecía medio loco, pero aun así la gente confiaba en él. Es decir, que estaban aún más locos. Esbozó una sonrisa ligeramente amarillenta mientras meditaba sobre el largo historial de dementes que habían ocupado posiciones de poder a lo largo de la historia por la sencilla razón de que nadie los había desafiado. Los goznes chirriaron y Eren asomó la cabeza por la puerta. —Ya voy —dijo Donald. Caminó sobre los informes dejando un rastro de pisadas y una mancha sanguinolenta con forma de mano en el borde del mueble del baño. —Están llamando a la sombra en este momento, señor —lo informó Eren desde el pasillo—. ¿Quiere refrescarse un poco? —No —rehusó Donald—. Estoy bien. —Se detuvo en el umbral y trató de recordar el objeto de aquella reunión. Un ritual de iniciación. Lo recordaba, pero sabía que Gable podía encargarse de algo como eso—. ¿Para qué me necesitan? —preguntó—. ¿No debería ocuparse el jefe? — Recordaba haberse encargado de uno de aquellos ritos en su primer turno. Eren se metió algo en la boca y masticó. Negó con la cabeza. —Oiga, con todo lo que está leyendo ahí dentro, también podría ponerse al día con la Orden. Creo que ha cambiado un poco desde la última vez que la consultó. El oficial de mayor rango del turno es quien se encarga de completar el rito. En condiciones normales sería yo… —Pero como estoy despierto, me toca a mí. —Donald cerró la puerta. Echaron a andar pasillo abajo. —Exacto. Aquí los jefes tienen menos responsabilidades a cada turno que pasa. Ha habido… problemas. Pero estaré a su lado y lo ayudaré con el guión. Ah, y quería saber cuándo termina el turno de los pilotos. El último se está preparando para dormir ahora mismo. Están ocupándose de ello abajo. Donald se animó al oírlo. Por fin. Lo que estaba esperando. —¿Así que la armería está vacía? —preguntó, incapaz de disimular su alegría. —Sí, señor. No más vuelos de momento. Sé que no le gusta arriesgar los pájaros. —Exacto, exacto. —Agitó la mano en el aire mientras doblaban la esquina—. Cuando terminen, restrinja el acceso a la armería. Que nadie entre allí salvo yo. Eren aminoró el paso. —¿Salvo usted, señor? —Mientras dure mi turno —precisó Donald. En el pasillo se cruzaron con Gable, que llevaba tres tazas de café atrapadas en una telaraña de dedos. Gable sonrió y los saludó con un asentimiento de la cabeza. Donald recordaba haber ido a buscar café para otros cuando era el jefe del silo. Ahora, eso era prácticamente lo único que hacía su sucesor. No podía evitar la sensación de que parte de la culpa era del primer turno. Eren bajó la voz. —Conoce su historia, ¿no? —Le dio un mordisco a algo y siguió masticando. Donald miró hacia atrás. —¿A quién se refiere, a Gable? —Sí. Estuvo en Operaciones hasta hace unos pocos turnos. Se vino abajo. Pidió congelación profunda. El médico que estaba por entonces de guardia le ofreció la posibilidad de una degradación. Estábamos perdiendo demasiada gente y los turnos estaban empezando a solaparse. —Hizo una pausa y tomó otro bocado. Olía a algo que Donald conocía. Al ver que lo estaba mirando, el otro se lo ofreció—. ¿Un poco de bagel? —preguntó—. Están recién hechos. Donald podía notarlo por el olor. Eren le cortó un trozo. Seguía caliente. —No sabía que pudiéramos preparar algo así —comentó Donald mientras se metía el trozo en la boca. —El nuevo chef acaba de empezar el turno. Está experimentando con toda clase de cosas. Ha hecho… Donald no escuchó el resto. Estaba recordando. Un día frío, Helen fue a visitarlo a DC con la perra. Había venido en coche desde Savannah. Pasearon alrededor del Lincoln Memorial y aunque todavía faltaba una semana para que florecieran los cerezos, ya asomaban puntitos de color aquí y allá. Pararon para comprar bagels recién hechos, que aún estaban calientes. Y el olor a café… —Acabe con eso —dijo señalando el resto del bollo de Eren. —¿Señor? Se encontraban casi en la esquina que precedía a la sala de comunicaciones. —No quiero que el chef siga haciendo experimentos. Dígale que se ciña a lo habitual. Eren parecía confuso. Tras un momento de vacilación, asintió. —Sí, señor. —No puede salir nada bueno de eso —le explicó Donald. Y mientras Eren asentía, esta vez con más energía, Donald se dio cuenta de que había empezado a pensar como aquella gente a la que aborrecía. Un velo de decepción cubrió el rostro de Eren y Donald sintió el repentino impulso de levantarlo, de agarrar al hombre por los hombros y preguntarle qué demonios esperaban conseguir con toda esa miseria y todo ese pesar. Tendrían que comer cosas que les trajeran recuerdos, claro que sí, y hablar sobre los días que habían dejado atrás. Pero en lugar de decir nada, continuó por el pasillo, sumido en el silencio y la incomodidad. —Bastantes de los jefes salen de Operaciones —dijo Eren al cabo de un rato, volviendo al tema de Gable—. Yo fui oficial de comunicaciones durante mis dos primeros turnos, ¿sabe? El tipo al que he reemplazado, el jefe de Operaciones del último turno, era del departamento médico. —¿O sea, que no es usted un loquero? —preguntó Donald. Eren se echó a reír y Donald se acordó de Victor, que se había saltado la tapa de los sesos. Aquel lugar no duraría mucho. Había baldosas agrietadas en el centro de la sala. No tenían repuestos para las baldosas. Las de los lados estaban en mucho mejor estado. Se detuvo a la entrada de la sala de comunicaciones y examinó el desgaste que había sufrido aquel espacio centenario. Las paredes tenían marcas de roces en la parte baja, sobre todo a la altura de las manos y los hombros, pero menos en los demás sitios. Los patrones de desgaste en los suelos de la instalación mostraban por dónde discurría el tráfico humano. En aquel lugar, lo mismo que en la gente que lo habitaba, el desgaste no estaba distribuido con regularidad. —¿Se encuentra usted bien, señor? —preguntó Eren. Donald levantó la mano. Era consciente de que lo esperaba mucha gente en la sala de comunicaciones. Pero estaba reflexionando sobre cómo diseñan los arquitectos una estructura para que dure. Utilizaban ciertos cálculos, un promedio de fuerzas y desgastes sobre una estructura entera, de manera que cada viga y cada puntal sustentase la parte de la carga que le toca. En conjunto, el edificio resultante podría soportar la fuerza de un huracán o un terremoto, pues contaba con redundancias en cantidad más que de sobra. Pero el estrés y el desgaste reales no eran tan amables como los huracanes de las simulaciones creadas por los ordenadores. Ocultos en aquellos vientos simulados había mortíferos fragmentos de acero. Y cuando chocaban contra algo eran como bombas. Del mismo modo que el centro de una sala podía recibir una carga de desgaste mayor de la que le correspondía, había gente dentro de un turno que se llevaría lo peor. —Creo que nos están esperando, señor. Donald apartó los ojos de las marcas de desgaste para mirar a Eren, aquel joven de ojos brillantes, olor a bagel en el aliento y cabellera espléndida. Las comisuras de sus labios se doblaban hacia arriba formando una sonrisa cálida que era como una cicatriz de esperanza. —Bien —dijo. Invitó a Eren a pasar y lo siguió caminando por el centro, como todo el mundo. 91 Donald se familiarizó con el guión mientras Eren tomaba asiento en la silla de al lado y se ponía unos cascos. El software disfrazaría sus voces, las despojaría de todo rasgo distintivo hasta transformarlas en la misma de siempre. Los jefes del silo no necesitaban saber cuándo terminaba el turno de un hombre y lo reemplazaba otro. Para ellos era siempre la misma voz, la misma persona. El operador de guardia levantó una taza y tomó un trago. Donald vio que la taza tenía algo escrito con rotulador. Decía: «Somos el n.º 1». Se preguntó si se referiría al silo. El operador dejó la taza y levantó un dedo en el aire para indicarle que podía comenzar. Donald tapó el micrófono y se aclaró la garganta. Cuando los cascos se activaron al otro lado de la línea, oyó la voz de alguien. La primera parte de la ceremonia estaba formada por un guión predefinido. Donald la recordaba en su mayor parte. Eren se volvió hacia un lado y se acabó el bagel con cierto aire de culpabilidad. Al ver que el operador levantaba los pulgares, le indicó a Donald que hiciese los honores. Éste sólo podía pensar en acabar con aquello cuanto antes para volver a bajar a la armería vacía. —Nombre —dijo al micrófono. —Lukas Kyle —fue la respuesta. Donald observó cómo saltaban las gráficas con las lecturas tomadas por el casco. Lo sentía por aquella persona, destinada a convertirse en jefe de uno de los silos que no encabezaban la lista. No había esperanza para él, y sin embargo Donald estaba sometiéndose a todo el proceso. —Has sido sombra en Informática. Hubo una pausa. —Sí, señor. La temperatura del muchacho estaba subiendo. Donald podía leerlo en la pantalla. El operador y Eren comparaban notas y señalaban cosas. Donald releyó el guión. Contenía preguntas sencillas cuyas respuestas conocía todo el mundo. —¿Cuál es tu principal deber para con el silo? —preguntó leyendo una de ellas. —Mantener la Orden. Eren levantó una mano mientras las lecturas subían. Una vez que volvieron a bajar, indicó a Donald que continuase. —¿Qué debes proteger por encima de todo? —A pesar de contar con la ayuda del software, trató de mantener la voz controlada. Hubo un salto en una de las gráficas. Los pensamientos de Donald flotaron hasta los pilotos que estaban abandonando su espacio, un espacio que ya sentía de su propiedad. Después de acabar con aquello iría a poner la alarma. Esa noche. Esa misma noche. —La vida y el Legado —recitó la sombra. Donald se había extraviado. Tardó un momento en encontrar la línea siguiente. —¿Qué hace falta para proteger estas cosas que nos son tan queridas? —Sacrificios —respondió la sombra al cabo de una breve pausa. El jefe de comunicaciones les hizo una seña a Donald y a Eren. Las lecturas formales habían terminado. Ahora tenían que pasar a la línea de referencia, para la que no había guión. Donald no sabía muy bien qué decir. Le hizo un gesto de cabeza a Eren, con la esperanza de que continuara él. Eren tapó el micrófono durante un instante, como si fuese a replicar, pero finalmente se encogió de hombros. —¿Cuánto tiempo has pasado en el laboratorio de trajes? —preguntó a la sombra mientras estudiaba el monitor que tenía delante. —No mucho, señor. Bernar… bueno, mi jefe, había pensado que pasara algún tiempo allí después de… ya sabe. —Sí. Ya sé. —Eren asintió—. ¿Cómo marcha el problema de los pisos inferiores? —Mmm, bien, sólo estoy al corriente del estado general de las cosas y no suena mal. —Donald oyó que la sombra se aclaraba la garganta—. Parece que estamos haciendo progresos y que ya no durará mucho más. Una pausa prolongada. Una inhalación profunda. Las formas de onda se relajaron. Eren miró a Donald de reojo. El operador les indicó que continuaran haciéndoles señas con un dedo. Donald tenía una pregunta, una pregunta que nacía de sus propios remordimientos. —¿Habría hecho algo diferente, Lukas? —preguntó—. ¿Desde el principio? En los monitores aparecieron picos de color rojo y Donald sintió que su propia temperatura subía. Puede que hubiera dado cerca de la diana. —No, señor —respondió la joven sombra—. Se ha hecho todo conforme a la Orden, señor. Todo está bajo control. El jefe de comunicaciones alargó la mano hacia los controles y silenció todos los micrófonos. —Tenemos lecturas de la línea de referencia —les dijo—. Tiene los nervios a flor de piel. ¿Pueden presionarlo un poco más? Eren asintió. El operador que se sentaba al otro lado se encogió de hombros y tomó un sorbo de la taza del n.º 1. —Pero primero intenten que se tranquilice —sugirió el jefe de comunicaciones. Eren se volvió hacia Donald. —Felicítelo e intente apelar a sus emociones. Cálmelo y luego manipúlelo. Donald titubeó. Era todo artificial y retorcido. Se obligó a tragar saliva. Volvieron a activar los micrófonos. —Eres el segundo en la jerarquía de control y operaciones del silo Dieciocho —dijo con voz tensa. Sentía tristeza por el destino al que estaba condenando a aquella pobre alma. —Gracias, señor. —La sombra parecía aliviada. Las formas de onda se hundieron como olas al llegar a una escollera. Donald pensó en algún modo de presionar al joven. La insistencia del jefe de comunicaciones, que lo instaba a continuar con sus gestos, no lo ayudaba demasiado. Desvió la mirada hacia el mapa de los silos, colgado de la pared. Se levantó, se acercó todo lo que le permitió el cable de los cascos y estudió los silos tachados, entre ellos el Doce. Pensaba en la gravedad de la responsabilidad que acababa de aceptar aquel joven, en lo que entrañaba su trabajo, en toda la gente que había muerto en otros sitios porque sus líderes les habían fallado. —¿Sabe cuál es la peor parte de mi trabajo? —preguntó. Se dio cuenta de que todos los presentes en la sala de comunicaciones lo miraban. Volvía a estar en su primer turno, con la ceremonia de iniciación de aquel otro joven. Volvía a estar en su primer turno, ordenando la destrucción de un silo. —¿Cuál, señor? —preguntó la sombra. —Estar aquí, mirando un silo en este mapa y tacharlo con una cruz roja. ¿Es capaz de imaginar lo que se siente? —No, señor. Donald asintió. Agradecía la sinceridad de la respuesta. Recordaba lo que había sentido él al ver el torrente humano que salía del Doce y perecía en medio de la colina. Parpadeó para aclararse la visión. —Es como si un padre perdiese miles de hijos a la vez —dijo. El mundo permaneció en suspenso durante un instante o dos. Tanto el operador como el jefe de comunicaciones tenían la vista clavada en los monitores, en busca de grietas. Eren observó a Donald. —Tendrá que ser cruel con sus hijos para no perderlos —continuó éste. —Sí, señor. Las formas de onda comenzaron a moverse como un suave oleaje. El jefe de comunicaciones levantó los pulgares en dirección a Donald. Había visto suficiente. El muchacho había aprobado y ahora el ritual había terminado de verdad. —Bienvenido a la operación Cincuenta del Orden Mundial, Lukas Kyle —recitó Eren tomando el lugar de Donald. Eran las últimas palabras del guión—. Ahora, si quieres hacer alguna pregunta, tengo tiempo de responder, pero date prisa. Donald recordaba aquella parte. Era cosa suya, en parte. Se recostó en su asiento, agotado de repente. —Sólo una, señor. Me han dicho que no es importante y comprendo el porqué, pero creo que saberlo haría que mi trabajo aquí fuese más fácil. — El joven hizo una pausa—. ¿Hay…? —Un nuevo pico rojo volvió a aparecer en su gráfica—. ¿Cómo empezó todo? Donald contuvo el aliento. Miró a su alrededor, pero todos los demás estaban concentrados en sus monitores, como si fuese una pregunta tan válida como cualquier otra. Donald respondió antes de que Eren pudiera hacerlo. —¿Hasta qué punto desea saberlo? —preguntó. La sombra aspiró hondo. —No es crucial —respondió—, pero estaría bien saber lo que hemos conseguido, a qué hemos sobrevivido. Es como si eso me diese… nos diese un propósito, ¿sabe? —La razón es el propósito —le respondió Donald. Eso era lo que estaba empezando a aprender de sus estudios—. Antes de que se lo diga, quisiera saber lo que piensa. Creyó oír cómo el joven tragaba saliva. —¿Lo que pienso? —repitió Lukas. —Todo el mundo tiene ideas —dijo Donald—. ¿Pretende convencerme de que usted no? —Creo que fue algo que vimos venir. Donald estaba impresionado. Tenía la sensación de que aquel joven conocía la respuesta y simplemente deseaba una confirmación. —Ésa es una posibilidad —reconoció—. Piense en esto… —Consideró la mejor manera de expresarlo—. ¿Y si le dijese que sólo hay cincuenta silos en todo el mundo y que estamos en un rincón infinitamente pequeño de él? En el monitor podía seguir prácticamente los pensamientos del joven, cuyas lecturas oscilaban arriba y abajo, como la versión cerebral de unos latidos. —Yo diría que éramos los únicos… —Un pico en el monitor—. Yo diría que éramos los únicos que lo sabíamos. —Muy bien. ¿Y por qué razón? A Donald le habría gustado poder grabar la violenta oscilación de las lecturas de la pantalla. Ver cómo se debatía otro ser humano tras perder la cordura, tras esfumarse sus dudas, le provocaba una extraña serenidad. —Porque… No porque lo supiéramos —al otro lado de la línea sonó un débil jadeo—, sino porque lo hicimos nosotros. —Sí —asintió Donald—. Y ahora ya lo sabe. Eren se volvió hacia Donald y tapó el micrófono con la mano. —Ya tenemos más que suficiente. El chico ha aprobado. Donald asintió. —Se acabó el tiempo, Lukas Kyle. Felicidades por el nombramiento. —Gracias, señor. —Hubo un último pico de actividad en los monitores. —Ah, Lukas —prosiguió Donald al acordarse de la predilección del joven por contemplar las estrellas, por soñar, por llenarse de peligrosa esperanza. —¿Sí, señor? —En adelante, le sugiero que se concentre en lo que tiene bajo los pies. Se acabó lo de mirar las estrellas. ¿De acuerdo, hijo? Ya sabemos dónde están la mayoría de ellas. 92 2327 Decimoséptimo año Silo 17 Jimmy no sabía muy bien cómo funcionaba el álgebra, pero había descubierto que alimentar dos bocas costaba más del doble de trabajo. Y al mismo tiempo… le parecía menos de la mitad. Sospechaba que tenía que ver con lo agradable que resultaba cubrir unas necesidades que no eran sólo las suyas. La satisfacción que le provocaba ver crecer al gato y comprobar cómo se iba aproximando a él lo hacía disfrutar más de las comidas y salir de su guarida con más frecuencia. Pero al principio había sido duro. El gato se mostró voluble después de su rescate. Jimmy se había secado con una toalla que encontró dos pisos más arriba y el gato se portó como si estuviera loco mientras intentaba hacer lo propio con él. Era como si aborreciese y adorase el proceso a la vez. Tan pronto rodaba sobre sí mismo con entusiasmo como empezaba a lanzar zarpazos contra las manos de Jimmy. Una vez seco, multiplicó su tamaño por dos, aunque sin dejar de parecer patético y famélico. Jimmy encontró una lata de judías debajo de un colchón. No estaba demasiado oxidada. La abrió con el destornillador y alimentó al gato con su viscoso contenido, judía a judía, mientras se le deshelaban los pies con un hormigueo que parecía formado por descargas eléctricas. Después de las judías, el gato empezó a seguirlo para ver qué más encontraba. Su presencia convertía la búsqueda de comida en un proceso divertido, en lugar de una interminable guerra contra los gruñidos de sus propias tripas. Divertido pero también muy trabajoso. Volvió a subir, de nuevo con las botas puestas, a veces seguido y otras precedido por el sigiloso gato. Había aprendido en seguida a confiar en el equilibrio del felino. Las primeras veces que lo había visto frotarse contra los puntales exteriores (e incluso meterse entre ellos y también por detrás de ellos al subir por la escalera) creyó que le daba un infarto. Era como si el gato tuviese ganas de morir, o simplemente ignorase las consecuencias de una caída. Pero pronto aprendió a confiar en el minino, al mismo tiempo que el animal aprendía a confiar en él. Y aquella primera noche, mientras yacía acurrucado bajo una lona en las granjas interiores, oyendo los chasquidos de las bombas y otros ruidos que tomaba por los sonidos de otros viajeros ocultos como él, el gato se metió bajo su brazo, se hizo un ovillo en el rincón que formaban su vientre y sus piernas dobladas, y comenzó a hacer un ruido como el de una bomba con algún elemento suelto. —Estabas muy solo, ¿eh? —le había susurrado Jimmy. Aunque la posición era incómoda, no quería moverse. Se le formó un calambre en el cuello al mismo tiempo que una tensión de otra naturaleza desaparecía en el fondo de sus tripas, una tensión de la que no había sido consciente hasta que dejó de estar allí—. Yo también —le dijo al gato en voz baja, fascinado por lo mucho que hablaba cuando el animal estaba allí. Era mucho mejor que hablarle a su sombra y fingir que era una persona—. Ése es un buen nombre —había susurrado. No sabía cómo llamaba la gente a los gatos, pero Sombra le gustaba. Como las sombras en las que había encontrado a la criatura, una mancha de negrura que lo seguía. Y aquella noche, años atrás, se habían quedado dormidos juntos, entre los clics de las bombas, el goteo del agua, el zumbido de los insectos y todos los extraños ruidos del interior de las granjas a los que Jimmy prefería no poner nombre. Eso había sucedido años atrás. Ahora, los volúmenes del Legado estaban llenándose de pelos de barba y de gato. Jimmy se la recortaba mientras leía sobre las serpientes. Cogió un mechón de pelo de la barbilla, lo estiró y lo cortó con un crujido de las desafiladas tijeras. Tiró la mayor parte en una lata vacía. El resto cayó flotando sobre las páginas, como enormes signos de puntuación entremezclados con los pelos del gato, que no dejaba de pasear de un lado a otro, con la espalda arqueada, bajo los brazos de Jimmy y por encima de las frases. —Estoy intentando leer —se quejó Jimmy. Pero aun así bajó las tijeras y acarició obedientemente al animal del cuello a la cola. Al sentir su contacto, Sombra arqueó la columna vertebral para pegarla a su mano. Maulló y emitió esos extraños ruidos, como si fuese a reventarle el corazón, mientras suplicaba más. Unas garras, contraídas como diminutos puños, perforaron la foto de una culebra del maíz, y Jimmy bajó al animal al suelo. Sombra se tendió de espaldas y, con las patas en alto, lo observó detenidamente. Era una trampa. A veces pasaba que Jimmy empezaba a rascarle la tripa y, de repente, el gato decidía que aquello no le gustaba nada y la emprendía con su muñeca. Jimmy no entendía demasiado bien a los gatos, pero había leído una docena de veces todo lo que había sobre ellos. Algo que había descubierto con horror era que vivían mucho menos que los humanos. Intentaba no pensar en ese día. El día en que volvería a ser Solo. Prefería mil veces ser Jimmy. Jimmy hablaba más. Solo era el de las ideas extrañas, el que se asomaba por encima de las barandillas, el que escupía hacia las profundidades y veía cómo temblaba y se deshacía el escupitajo a causa de la tremenda velocidad de su caída. —¿Te aburres? —le preguntó a Sombra. El gato lo miró con expresión de aburrimiento. Era muy parecida a la que se le ponía cuando tenía hambre. —¿Quieres ir a explorar? El gato sacudió las orejas, lo que era respuesta más que suficiente. Jimmy decidió volver a probar arriba. Desde la llegada de la oscuridad, sólo había estado una vez en el tercio superior y la visita había sido muy corta. Si quedaba un abrelatas en el silo, estaría allí. Era la ocasión de librarse de los destornilladores oxidados y de dejar de cortarse las manos con latas mal abiertas. Salieron después del almuerzo, con una breve parada en las granjas. Al llegar a la cafetería se la encontraron sumida en un completo silencio y teñida de verde por la luz que se colaba desde la escalera. Sombra subió los últimos peldaños por delante, con su intrepidez habitual. Jimmy se encaminó directamente hacia la cocina, que estaba totalmente saqueada. —¿Quién se habrá llevado todos los abrelatas? —le preguntó a Sombra alzando la voz. Pero el gato ya no estaba allí. Se había acercado a la puerta de la pared opuesta y parecía nervioso. Jimmy se había colocado detrás del mostrador de servicio y estaba hurgando entre los tenedores para sustituir el que solía utilizar, cuando oyó el maullido. Dirigió la mirada hacia el otro lado de la amplia cafetería y vio que Sombra se frotaba contra una puerta cerrada. —Calla —le gritó al gato. ¿Es que no sabía que tanto revuelo sólo podía traerles problemas? Pero Sombra no le hizo ni caso. Siguió maullando y maullando, arañando la puerta con las zarpas y estirándose frente a ella hasta que Jimmy se rindió. Se acercó atravesando el laberinto de sillas volcadas y mesas deformadas para ver a qué venía todo aquello. —¿Es comida? —preguntó. Cuando Sombra se ponía así, casi siempre era por la comida. La comida atraía a su compañero como si fuese un imán, cosa que resultaba bastante práctica, había descubierto Jimmy. Al acercarse a la puerta vio que el picaporte tenía atados a su alrededor los restos de una cuerda, convertidos en jirones por el paso de los años. Probó a girar el picaporte y se encontró con que no estaba cerrado. Abrió lentamente la puerta. Al otro lado sólo había oscuridad, porque la luz de emergencia de la escalera no llegaba hasta allí. Jimmy buscó la linterna a tientas mientras Sombra se perdía en la negrura meneando la cola. Hubo una muda exclamación de sorpresa cuando se encendió la linterna. Jimmy se detuvo, con un pie al otro lado de la puerta. El haz de luz había caído sobre un rostro que lo miraba con ojos abiertos y sin vida. Había varios cuerpos amontonados junto a la puerta. Un brazo rozaba el pie de Jimmy. Lanzó un grito y retrocedió de un salto. Dio un puntapié a la mano pálida y carnosa y llamó a Sombra, quien salió de la habitación con un bufido y el pelaje erizado. Jimmy sintió un regusto metálico en la lengua y una descarga de adrenalina al tirar de la puerta para cerrarla. Empujó la flácida extremidad con el pie y volvió a introducirla dentro del cuarto. La tela se desintegró bajo su contacto, pero la carne que había debajo estaba hinchada y esponjosa. Lo último que vio antes de cerrar fueron bocas abiertas y dedos extendidos. Cuerpos amontonados, tan frescos como si hubieran muerto aquella misma mañana, inmóviles donde habían caído, unos sobre otros, con las manos estiradas en dirección a la puerta. Tras oír el chasquido que hacía la puerta al cerrarse, Jimmy comenzó a amontonar sillas y mesas contra ella. Siguió haciéndolo, arrojando más y más sillas, hasta crear una auténtica maraña de ellas, incapaz de dejar de temblar y maldecir entredientes ni un momento. Y mientras lo hacía, Sombra daba vueltas y vueltas a su alrededor. —Qué asco, qué asco, qué asco —masculló dirigiéndose al gato, que aún tenía el pelaje erizado. Estudió la barricada que había erigido contra los muertos. Esperaba que fuese suficiente y no dejase pasar demasiados fantasmas. Los restos de la vieja cuerda se balanceaban de un lado a otro, colgados del picaporte, y Jimmy dio gracias en silencio a quienquiera que hubiera mantenido a aquella gente a raya—. Vámonos —dijo, y Sombra se frotó contra su pierna en busca de consuelo. No había imágenes en la pantalla de la pared, ni comida ni herramientas que le sirvieran de nada. Ya había visto más que suficiente del tercio superior, que de pronto se le antojaba un cementerio. 93 Sombra no sólo tenía olfato para la comida, sino también para los problemas. Para causarlos. Una mañana, un chillido espantoso y un siseo lastimero y quejumbroso procedente del pasillo despertaron a Jimmy. Subió por la escalerilla medio dormido y, al llegar arriba, se encontró a Sombra atrapado cerca del último peldaño. No tenía ni idea de cómo se había metido allí y el gato no sabía cómo bajar. Abrió la escotilla por encima de sus cabezas y la apartó. Sombra se encaramó al suelo de metal agarrándose con las zarpas a la rejilla y pegando el lomo a los escalones, y desapareció al otro lado. La situación se reprodujo dos días más tarde, y entonces Jimmy decidió dejar la escotilla abierta de forma permanente. Estaba harto de tener que abrirla y cerrarla para ir y volver y a Sombra le gustaba explorar a su antojo la sala de servidores. Hacía mucho que no había aparentemente ningún peligro y las luces de la puerta seguían en rojo. A Sombra le encantaban los servidores. La mayoría de las veces, Jimmy se lo encontraba subido al del número cuarenta, donde el metal estaba tan caliente que apenas podía tocarlo. Pero a Sombra no le importaba. Dormía allí arriba o contemplaba el suelo asomado por encima del borde, en busca de bichos sobre los que abalanzarse. Otras veces se lo encontraba de pie en la esquina donde se había descompuesto el hombre al que había abatido a tiros años atrás. Al gato le gustaba olisquear las manchas de óxido y pasaba la lengua sobre la rejilla del suelo. Para cosas como éstas mantenía la escotilla abierta. Y así fue como, el día que se fue la luz, pudieron entrar aquellos hombres. Así fue como una mañana, al despertar, Jimmy se encontró con un desconocido de pie junto a la cama. El ruido lo despertó en mitad de la noche. Jimmy dormía con las luces encendidas para mantener los fantasmas a raya. Incluso había llegado a cogerle gusto al siseo de la radio, que impedía que oyese susurro alguno. Cuando, en medio de la noche, el silencio y la oscuridad aparecieron a la vez, precedidos por un fuerte impacto, Jimmy despertó bruscamente. Se levantó para buscar la linterna y al hacerlo le pisó la cola a Sombra. Esperó un momento a que volviese la luz, pero no lo hizo. Demasiado cansado para pensar, volvió a quedarse dormido, con las dos manos alrededor de la linterna y Sombra hecho un ovillo alrededor de su cuello. El ruido de alguien que bajaba por la escalerilla fue lo que lo despertó. De pronto, comprendió vagamente que había alguien allí. Era una sensación que lo asaltaba a veces, pero en esta ocasión la presencia parecía alterar el silencio a su alrededor, e incluso el eco de su respiración. Jimmy abrió los ojos y se encontró con que una linterna lo apuntaba y había un hombre al pie de su cama. Soltó un grito y el hombre avanzó hacia él como para silenciarlo. La mueca de una dentadura amarillenta, por debajo de una barba poblada, apareció por un instante bajo el haz de luz y fue seguida al instante por el arco trazado por una barra de acero. Un destello de dolor estalló en el hombro de Jimmy. El hombre volvió a levantar la tubería para golpearlo de nuevo. Jimmy alzó los brazos para protegerse la cabeza. La tubería impactó contra sus muñecas. Hubo un bufido y un siseo furioso junto a su cabeza y luego una forma negra saltó como una flecha entre las sombras. El hombre de la tubería gritó y soltó la linterna, que se introdujo entre las sábanas. Jimmy retrocedió a gatas, incapaz aún de asimilar la idea de que hubiera una persona en su casa. Una persona en su casa. El miedo de años y años se hizo real en un instante. Se había relajado con las precauciones. Todas esas excursiones de exploración… «Irresponsable, irresponsable», se dijo mientras se alejaba a cuatro patas. Sombra soltó un bufido horrible, como solía hacer cuando le pisaban la cola, Al que siguió un aullido de dolor. Jimmy sintió un acceso de rabia entremezclado con el miedo. Retrocedió hasta el rincón, chocó contra la mesa y levantó los brazos hacia el sitio donde lo había dejado apoyado… Sus manos se cerraron alrededor del fusil. Llevaba años sin utilizarlo. Ni siquiera recordaba si estaba cargado. Pero, si era necesario, podía enarbolarlo como un garrote. Apoyó la culata en el hombro y movió el cañón en medio de la negrura. Sombra volvió a bufar. En la oscuridad sonó el impacto de un pequeño cuerpo contra algo duro. Jimmy no podía respirar ni tragar saliva. No veía nada salvo la tenue luz que salía de entre los pliegues de su cama. Apuntó con el cañón hacia una negrura que parecía moverse y apretó el gatillo. El cañón escupió un destello cegador y un bramido que llenó hasta rebosar el pequeño espacio. Aquella luz momentánea iluminó la figura de un hombre que se abalanzaba sobre él. Otro disparo a ciegas. Otro atisbo de aquel desconocido que había invadido su espacio, un hombre delgado de barba larga y ojos blancos. Y ahora que Jimmy sabía dónde estaba, el tercer disparo no rebotó contra las paredes. El ruido del impacto se perdió entre gritos. La oscuridad se llenó de ellos, pero un último disparo los cortó en seco. Los ojos de Sombra brillaban bajo la mesa. El felino observaba cautelosamente a Jimmy y su nueva linterna. —¿Estás bien? —preguntó Jimmy. El gato parpadeó. —No te muevas de ahí —le susurró. Sujetó la linterna entre la mejilla y el hombro y revisó el cargador. Antes de marcharse, apartó con el pie al hombre que se estaba desangrando sobre sus sábanas. El hecho de ver a alguien allí, aunque estuviese muerto, le provocaba una extraña sensación de aturdimiento. Buscó más intrusos con el oído mientras avanzaba paso a paso hacia la escalerilla. «El apagón y el ataque no eran ninguna coincidencia», se dijo. Alguien había conseguido abrir la puerta. Habían logrado piratear el panel o habían traído algo para forzarla. Jimmy esperaba que todo fuera cosa del mismo hombre. La cara no le sonaba, pero habían pasado muchos años. Las barbas crecían y se teñían de gris. El mono plateado inducía a pensar en alguien que podía saber cómo entrar. El dolor de su hombro y su muñeca indicaba que no eran amigos. En la escalerilla no había nadie más. Jimmy se colgó el fusil del hombro y apagó la linterna para que nadie lo viese acercarse. Sus manos provocaban un tintineo casi imperceptible al tocar los peldaños metálicos. Había subido la mitad del camino cuando sintió que Sombra empezaba a ascender entre la escalerilla y la pared. Le susurró que se estuviera quieto, pero el animal desapareció delante de él. Al llegar arriba, Jimmy descolgó el fusil del hombro y apuntó al vacío con una sola mano. Con la otra, apoyó la linterna sobre su barriga y la encendió. La separó ligeramente del mono, para disponer de la luz justa para moverse entre los servidores. Algo se movía delante de él, Sombra u otra persona, no había forma de saberlo. Titubeó antes de continuar. Tardó una eternidad en atravesar la amplia sala, con las máquinas a oscuras. Seguía oyendo sus chasquidos y chirridos y notando el calor que emitían. Pero al acercarse a la puerta, vio que el panel ya no tenía el piloto parpadeante. Y había un vacío detrás de la reluciente puerta… una puerta que estaba entreabierta. Más ruidos en el exterior. El roce de una tela, una persona que se movía. Jimmy apagó la linterna y apuntó. Sentía el sabor del miedo en la boca. Quería gritarles a aquellas personas que lo dejasen en paz. Quería decirles lo que les había hecho a todos los que los habían precedido. Quería soltar el arma, echarse a llorar y no tener que volver a hacerlo nunca más. Se asomó al pasillo e intentó ver algo en la oscuridad, con la esperanza de que el otro no lo viese a él. Al otro lado de la puerta no había más que el sonido de las respiraciones de dos personas. Jimmy sentía cada vez con mayor claridad que compartía el espacio oscuro con otra persona. —¿Hank? —susurró alguien. Jimmy salió y apretó el gatillo. Hubo un destello. El retroceso lo golpeó en el hombro. Volvió a esconderse en la sala de servidores y esperó a que llegasen los gritos y el ruido de las botas en estampida. Aguardó lo que le pareció una eternidad. Algo lo tocó en la bota y Jimmy gritó. Era Sombra, que ronroneaba mientras se frotaba contra él. Se arriesgó a sacar la linterna y volvió a asomarse, esta vez con un poco de luz. Había una figura en el suelo, una persona tendida boca arriba. Recorrió con los ojos los oscuros pasillos y no vio nada más. —¡Dejadme en paz! —les gritó a los fantasmas y a otras cosas más sólidas. Ni siquiera su eco le respondió. Se acercó al segundo hombre y entonces descubrió que no era tal. Era una mujer. Por suerte, tenía los ojos cerrados. Un hombre y una mujer que venían a por su comida, que venían a robarle. La idea lo puso furioso. Y entonces reparó en el vientre hinchado y distendido de la mujer y se enfureció todavía más. «Saltaba a la vista que no les hacía ninguna falta la comida», pensó. 94 Encontró el circuito que habían manipulado los hombres que lo asaltaron y consiguió que volviese la luz, pero la puerta era irreparable. Estuvo dos días peleándose con los cables del panel sin obtener ningún resultado. En aquellas condiciones, conciliar el sueño durante una noche entera era imposible, incluso después de poner la rejilla en su sitio. Sombra subía hasta arriba y maullaba sin parar, así que tampoco podía continuar así. De modo que Jimmy decidió que tenían que marcharse. La situación le dio la excusa que necesitaba para hacer una de las cosas que más gustaban a su compañero. Sombra y él se fueron de pesca. Se sentaron en el último rellano seco mientras Jimmy veía pasar los plateados destellos por debajo de sus pies, los peces que nadaban entre las escaleras inundadas. Parecían focos orientados hacia arriba desde las profundidades, reflectores que apuntaban hacia el cielo, hacia la cara de Sombra y la suya propia, asomadas por encima del borde del rellano. La negra cola de Sombra azotaba el aire de lado a lado. Sus zarpas aferraban el borde de las rejillas de acero oxidado mientras meneaba los bigotes. Pero a pesar de sus desvelos, el corcho de Jimmy permanecía inmóvil. —Hoy parece que no hay hambre —dijo Jimmy. Empezó a silbarles a los peces la melodía de una canción de pescadores, y Sombra lo observó con rostro crítico y velado. A Jimmy le sonaron las tripas—. No me refiero a nosotros —le aclaró a su compañero—. Nosotros sí que tenemos hambre. Me refiero a los peces. Estaba hambriento después de una mañana entera buscando gusanos. No eran fáciles de encontrar entre la maleza de las granjas. Cuando las luces estaban encendidas era un trabajo agotador, pero al menos le impedía pensar en la gente a la que había disparado. Estaba tan concentrado en el trabajo y en la promesa del botín de un día de pesca que ni siquiera se había comido las verduras que había encontrado mientras cavaba con su paleta. Pescar era muy laborioso. ¡Antes había que coger los gusanos! Jimmy se dijo que, ya que les gustaban tanto a los peces, por qué no se ahorraban esfuerzos y se comían directamente los gusanos. Pero cuando le ofreció uno a Sombra, el gato lo miró como si se hubiera vuelto loco. —No estoy loco —le aseguró. Era algo que cada vez repetía con más frecuencia. Mientras Jimmy le explicaba que eran los peces los que no tenían hambre aquel día, Sombra volvió a fijar la vista en los veloces nadadores que pasaban bajo ellos. Jimmy lo imitó. Le recordaban al mercurio que se le había salido a un termómetro roto unos años antes. Cambiaban de dirección y se movían velozmente. Cogió la caña, sacó el corcho del agua y revisó el anzuelo. El gusano seguía allí. Bien. No le quedaban demasiados y la tierra más próxima estaba más de diez pisos por encima. Volvió a meter la caña en el agua y la bola de ping-pong quedó flotando sobre la superficie. Había aprendido a pescar en el Legado. Los libros le habían explicado cómo hacer los nudos, cómo preparar el corcho y la plomada, qué clase de cebo debía utilizar; un conjunto de instrucciones que le habían resultado muy útiles. Era como si la gente que había escrito aquellos libros hubiera sabido que todas esas cosas serían importantes algún día. Al observar el movimiento de los peces se preguntó cómo habrían llegado hasta el agua. Los tanques estaban varios pisos por encima de las granjas y ahora ya no quedaban peces en ellos. Jimmy lo había comprobado. Lo único que contenían era unas algas que tenían un aspecto horrible pero daban un sabor bastante bueno al agua. En el lugar había jarras y tazas e incluso el comienzo de una manguera para transportar el líquido a otros pisos, un proyecto que alguien había abandonado hacía años. Jimmy se preguntó si habrían tirado los peces por encima de la barandilla y por eso estaban ahora allí abajo. Pero al margen de cuál hubiera sido la razón, se alegraba de que fuese así. Sólo quedaba una docena de ellos, más o menos. Se reproducían más lentamente de lo que él los pescaba. Pero los que quedaban eran los más esquivos. Sabían lo que pasaba. Lo habían visto. Eran como Jimmy los primeros días, después de que hubiera visto subir a la gente por la escalera de caracol en dirección a su muerte. Sabían, al igual que su madre entonces, que no había que ir hacia allí. Así que se limitaban a dar diminutos mordiscos a los gusanos. Sólo que a veces no eran capaces de contenerse. En ocasiones, cuando los probaban, no les quedaba más remedio que darles un bocado, en lugar de un mordisquito, y entonces Jimmy tiraba de la caña y los sacaba del agua, goteando y sacudiendo la cola, y luego los dejaba sobre el suelo oxidado hasta que dejaban de moverse y podía agarrar la piel resbaladiza con las manos y quitarles el anzuelo. «Pero antes —pensó— había que esperar». Su corcho permanecía inmóvil en el agua color arcoíris. Sombra maulló con impaciencia. —Escúchate —dijo Jimmy—. Hace dos años ni siquiera sabías a qué sabe el pescado. Sombra se acurrucó sobre su barriga y agitó una zarpa en el aire, entre el rellano y el agua, como para decir: «Yo antes me pasaba todo el tiempo pescando». —Ya, seguro que sí —repuso Jimmy mientras ponía los ojos en blanco. Miró el agua, que había subido un poco desde su primera visita. El piso del que había rescatado a Sombra estaba ahora sumergido por completo. Probablemente hubiese peces en la habitación donde había encontrado al gato. Miró a su felino amigo con una idea nueva en la cabeza. —¿Por eso estabas ahí abajo? —preguntó. Sombra lo miró con cara de inocencia. —Pequeño diablo… El gato se lamió una pata, dio una vuelta sobre sí mismo y siguió esperando a que se moviese el corcho. Se movió. Jimmy dio un tirón a la caña y sintió resistencia, el peso de un pez en el anzuelo. Con un chillido de alegría, levantó la caña y alargó el brazo sobre la barandilla para recoger hilo. Sombra maulló y trató de ayudarlo, agitando las zarpas en el aire y meneando la cola. —Calma, calma —dijo Jimmy. Recogió hilo, apoyó la caña en la barandilla, estiró los brazos y siguió recogiendo a pesar de que las sacudidas del pez hacían que se le clavara el sedal en los dedos—. Ahora calma. —Apretó los labios. Nunca estaba seguro de haber pescado a uno de aquellos cabroncetes hasta tenerlo al otro lado de la barandilla, sobre el suelo de metal del rellano. A veces lograban escupir el anzuelo y se reían de él mientras volvían a casa con un gusano gratis en la boca—. Vamos allá — le dijo a Sombra. Dejó el pez en el suelo de metal y le pisó la cola con la bota. Detestaba esta parte. El pez parecía ofendido. En esos momentos le entraban ganas de cambiar de idea y echarlos de nuevo al agua, pero Sombra ya estaba dando vueltas entre sus piernas meneando la cola. Jimmy lo mantuvo inmóvil con el pie mientras le sacaba el improvisado anzuelo. No era fácil extraer la pequeña punta (que había fabricado doblando una aguja a martillazos), pero Jimmy ya había aprendido que debía hacerlo con cuidado. Sombra lo apremiaba. Jimmy arrojó el anzuelo y el hilo por encima de la barandilla. El pez aún dio unos cuantos saltos sobre el suelo. Lo miró con un ojo muy abierto mientras boqueaba frenéticamente. Jimmy sacó el cuchillo. —Lo siento —dijo—. Lo siento mucho. Se lo clavó en la cabeza para acabar rápidamente con su agonía. Lo hizo sin mirarlo. Cuánta muerte… Vidas enteras matando. Pero Sombra parecía muy feliz. La vida se escapaba gota a gota del pez y caía en el agua. Los pocos peces que aún quedaban se congregaron alrededor de la sangre mientras Jimmy se preguntaba por qué lo hacía. No había nada en todo el proceso que le gustara, ni buscar los gusanos, ni la larga caminata hasta abajo, ni la preparación de los anzuelos, ni el sacrificio de los peces, ni su limpieza… pero aun así lo hacía. Limpió el pez tal como decía el Legado, con una incisión detrás de las agallas y luego un corte a lo largo de la espina hasta la cola. Repitió la operación dos veces para extraer dos filetes enteros. Le dejó las escamas, porque Sombra nunca las tocaba. La carne fue a parar a un plato abollado que había cerca de la escalera. Sombra dio varias vueltas a su alrededor, con aquel ronroneo que le salía de las tripas, y luego empezó a arrancar la carne con los colmillos. Jimmy se retiró al otro lado de la barandilla. Allí había dejado una toalla. Se limpió la sustancia viscosa y repugnante de las manos, con la espalda apoyada en las puertas cerradas del piso ciento treinta y uno, y observó al gato mientras comía. Las formas plateadas seguían moviéndose como flechas por debajo. El rellano y todo lo demás parecían en calma bajo el fulgor verde y apagado de las luces de emergencia de la escalera. En cuestión de poco tiempo se acabarían los peces. Según los cálculos de Jimmy, a ese ritmo no quedaría ni uno en menos de un año. —Pero ése no era el último —se dijo mientras veía comer a Sombra. Él nunca había probado el pescado y no creía que pudiera llegar a hacerlo. Bastante tenía con pescarlos. El proceso era muy laborioso, un poco aburrido y bastante repugnante. Y pensó que el día que bajase hasta allí con la caña y el tarro de tierra y gusanos y viera que sólo quedaba uno, lo dejaría en paz. «Sólo a ése», decidió. Bastante asustado estaría ya, allí solo. Qué necesidad había de sacarlo de un tirón al aire aterrador. Simplemente, dejaría vivir a la pobre criatura. 95 2345 Silo 1 Donald programó la alarma para las tres de la mañana, pero de todos modos habría sido casi imposible que se quedara dormido. Llevaba semanas esperando aquel momento. La ocasión de dar vida en lugar de quitarla. Una oportunidad para la redención y para la paz, para satisfacer sus crecientes sospechas. Se quedó mirando el techo mientras pensaba en lo que iba a hacer. No era lo que habrían esperado Erskine o Victor de alguien como él, si hubiera estado al mando, pero es que se habían equivocado en muchísimas cosas, él entre ellas. Aquello no era el final del fin del mundo. Era el comienzo de otra cosa. Y el final de no saber lo que había fuera. Se miró la mano a la débil luz que entraba desde el baño y pensó en el exterior. A las dos y media decidió que ya había esperado bastante. Se levantó, se duchó y se afeitó, se puso un mono limpio y se calzó las botas. Agarró la placa, se la colgó del cuello y salió del apartamento con la cabeza alta y los hombros erguidos. Avanzó a largas zancadas por un pasillo donde aún había algunas luces encendidas, entre el lejano tableteo de un teclado, alguien que seguía trabajando hasta tarde. La puerta del despacho de Eren estaba cerrada. Llamó al ascensor y esperó. Antes de bajar, pasó la placa por el lector y pulsó el destellante botón del piso cuarenta y cuatro para asegurarse que no estaba perdiendo el tiempo. La luz parpadeó y el ascensor se puso en marcha. De momento, todo bien. No se detuvo hasta llegar hasta la armería. Las puertas se abrieron a una oscuridad conocida, jalonada de altas sombras, negros acantilados formados por estantes y contenedores. Donald dejó la mano en el borde de la puerta para impedir que se cerrase y entró en el cuarto. De algún modo, la vastedad de aquel espacio era algo que se podía sentir, como si la distancia se tragase los ecos de su pulso acelerado. Por un instante tuvo la sensación de que se iba a encender una luz al otro extremo, de que iba a aparecer Anna cepillándose el pelo o con una botella de whisky en la mano, pero en aquella sala no se movía nada. Todo estaba inmóvil y en silencio. Los pilotos y la actividad temporal habían cesado. Volvió a entrar en el ascensor y pulsó otro botón. El aparato reanudó el descenso. Las puertas se abrieron en la zona médica. Donald podía sentir las decenas de miles de cuerpos que lo rodeaban, todos tumbados boca arriba, con los ojos cerrados. «Algunos de ellos estaban realmente muertos», pensó. A uno de ellos estaban a punto de despertarlo. Se dirigió al despacho del médico y llamó con los nudillos sobre la jamba. El ayudante que estaba de guardia asomó la cabeza por encima de un monitor. Se frotó los ojos por debajo de las gafas, luego se las ajustó sobre el puente de la nariz y miró a Donald con un pestañeo. —¿Cómo va todo? —le preguntó éste. —¿Mmmm? Bien, bien. —El joven giró la muñeca y consultó su reloj, una reliquia del pasado—. ¿Hay alguien para congelación profunda? No me han llamado. ¿Se ha levantado Wilson? —No, no. Estaba desvelado. —Donald señaló el techo—. He subido a ver si había alguien en la cafetería y luego he pensado que, ya que no podía dormir, podría terminar el turno por ti. Puedo sentarme y ver una película tan bien como el que más. El ayudante miró de reojo su monitor y soltó una risilla culpable. —Ya. —Volvió a consultar el reloj, como si por alguna razón hubiera olvidado lo que acababa de ver en él—. Aún me quedan dos horas. No me importaría irme a la cama. ¿Me despertará si sucede algo? —Se levantó y bostezó tapándose la boca con una mano. —Claro. El ayudante médico salió de detrás de la mesa con paso tambaleante. Donald se acercó, retiró la silla, se sentó y apoyó los pies en la mesa como si pensara quedarse allí durante horas. —Le debo una —dijo el joven mientras recogía su abrigo de detrás de la puerta. —Oh, estamos en paz —murmuró Donald en cuanto desapareció. Esperó a que sonara la campanilla del ascensor antes de entrar en acción. Había un contenedor de plástico en el escurreplatos del fregadero. Lo cogió y lo llenó de agua. A medida que subía el agua sonaba un ruido cada vez más impaciente, como si el recipiente experimentara una inquietud creciente. Donald destapó el recipiente del polvo. Dos cucharadas. Removió el líquido con una larga espátula bucal de plástico y volvió a taparlo, antes de guardar el polvo de nuevo en la nevera. Al principio, la silla de ruedas se negaba a moverse. Vio que tenía el freno puesto y los pequeños ángulos de metal presionaban la blanda superficie de goma. Los liberó, cogió una de las mantas del armarito alto, junto con un camisón de papel, y los dejó en el asiento. Como antes. Sólo que esta vez lo haría bien. Recogió el equipo médico y se aseguró de que tenía también un par de guantes nuevos. La silla de ruedas traqueteó al salir por la puerta y avanzar por el pasillo. Donald sentía las palmas sudorosas alrededor de las empuñaduras. Para que las ruedas delanteras no hiciesen ruido, levantó la silla apoyándola sobre las de atrás, más grandes. Las pequeñas giraron perezosamente en el aire mientras él seguía empujando. Mientras introducía su contraseña en el panel tenía la sensación de que se iba a encontrar con una luz roja, un impedimento, algo que le bloquearía el paso. La luz parpadeó y se puso verde. Donald abrió la puerta y avanzó entre las cápsulas en dirección a la de su hermana. Sentía una mezcla de impaciencia y culpabilidad. Lo que estaba haciendo era una temeridad tan grande como cuando salió con el traje a aquella colina. Y se jugaba aún más, porque esta vez implicaba a su familia, porque iba a despertarla en aquel mundo implacable, porque se disponía a imponerle la misma realidad brutal que Anna le había impuesto a él, que Turman le había impuesto a ella, y así sucesivamente en una interminable sucesión de turnos miserables. Dejó la silla de ruedas y se arrodilló junto al panel de control. Tras un momento de vacilación, se puso en pie y miró por la portilla de cristal, por si acaso. Su hermana era la viva imagen de la serenidad, posiblemente porque no la atormentaban las pesadillas, como a él. Sus dudas empezaron a crecer. Y entonces se la imaginó despertando sola. Se la imaginó golpeando el cristal, consciente de pronto, gritando que la dejaran salir. Conocía su espíritu indomable y la oyó exigir que la dejaran salir. Y supo que si estaba allí con él, es lo que le pediría. Preferiría saber y sufrir a seguir sumida en el sueño de la ignorancia. Se arrodilló junto al panel e introdujo la contraseña. La máquina emitió un pitido alegre cuando pulsó el botón rojo. En el interior de la cápsula sonó un clic, como si se abriese una válvula. Donald giró el dial y, con los ojos clavados en el indicador, se preparó para que empezara a subir. Se puso en pie junto a la cápsula mientras el tiempo parecía ralentizarse de manera desesperante. Creía que iban a encontrarlo allí antes de que se completara el proceso. Pero entonces sonó otro chasquido y la tapa emitió un siseo. Donald preparó la gasa y la cinta aislante. Cogió de la silla los dos guantes de goma y comenzó a ponérselos. Una nubecilla de talco se formó en el aire al estirarlos. Abrió la tapa hasta el otro lado. Su hermana yacía boca arriba, con los brazos a los lados. Aún no se había movido. Donald sintió un instante de pánico mientras volvía a repasar el procedimiento. ¿Se habría olvidado de algo? Dios, ¿la había matado? Charlotte tosió. El agua de la escarcha fundida de sus pestañas le resbaló por las mejillas. Y entonces sus párpados aletearon varias veces antes de volver a entornarse para protegerse de la luz. —No te muevas —le ordenó Donald. Le puso en el brazo la gasa y extrajo la aguja. Pudo sentir cómo se deslizaba el acero bajo el tejido al sacarlo del brazo de su hermana. Sin levantar la gasa, cogió la cinta aislante que había dejado colgada de la silla y la aplicó sobre ella para sujetarla. Lo último era el catéter. Tapó a su hermana con la toalla, aplicó un poco de presión y sacó lentamente el tubo. Y entonces ella, libre al fin de la máquina, cruzó los brazos, tiritando. La ayudó a ponerse el camisón de papel sin anudárselo a la espalda. —Voy a sacarte de ahí —le dijo. Los dientes de su hermana castañetearon a modo de respuesta. Donald la ayudó a doblar las rodillas y acercar los pies a las nalgas. Introdujo un brazo por debajo de sus axilas —y al hacerlo notó lo fría que estaba su carne—, otro por debajo de sus piernas, y la levantó sin dificultades. Le pareció que pesaba poquísimo. Su carne despedía aún el desagradable olor de la congelación. Charlotte murmuró algo mientras la colocaba en la silla de ruedas. Donald había extendido la manta sobre el asiento para que se sentara sobre la tela y no sobre el plástico. En cuanto estuvo acomodada, la cubrió con el resto de la manta. Ella se mantuvo hecha un ovillo, con los brazos alrededor de las rodillas, en lugar de apoyar los pies en los estribos. —¿Dónde estoy? —preguntó con una voz que parecía una capa de hielo agrietado. —Calma —la tranquilizó Donald. Mientras cerraba la tapa de la cápsula trató de recordar si se tenía que hacer algo más, y miró a su alrededor por si se había dejado algo—. Estás conmigo —dijo mientras la empujaba hacia la entrada. Así es como estaban ambos: uno con el otro. Ya no había hogar, no había ningún sitio en la Tierra para recibirlos, sólo una pesadilla infernal a la que arrastrar a los demás en busca del triste consuelo de la compañía. 96 Lo peor fue hacerla esperar para comer. Donald sabía el hambre que se sentía al despertar. La sometió a la misma rutina que había sufrido él varias veces: darle de beber el brebaje amargo, obligarla a utilizar el cuarto de baño para reactivar el organismo, sentarla al borde de la bañera para darle una ducha caliente y luego ponerle una muda nueva y otra manta. La observó mientras ella se terminaba la bebida. El tono rosado de sus labios se había transformado gradualmente en un azul pálido. Tenía la piel blanquísima. Donald era incapaz de recordar si era tan pálida antes de la orientación. Puede que se le hubiera quedado así cuando estaba destinada en el extranjero, sentada en el interior de aquellos remolques a oscuras, sin más luz que la poca que emitía su monitor. —Tengo que hacer acto de presencia —le dijo—. Todo el mundo debe de estar levantándose. Cuando vuelva te traeré el desayuno. Charlotte permaneció sin decir nada, sentada en cuclillas en una de las sillas de cuero que rodeaban la antigua mesa de la sala de guerra. Se agarraba el cuello del mono como si le picase. —Mamá y papá ya no están —repetía, algo que él le había dicho antes. Donald no sabía con certeza lo que recordaría y lo que no. No había tomado la medicación contra el estrés durante tanto tiempo como él, y cuando sucedió todo llevaba algún tiempo sin hacerlo. Pero eso no importaba. Él podía contarle la verdad. Decírsela y detestarse a sí mismo por hacerlo. —Volveré en seguida. Tú quédate aquí e intenta descansar un poco. No salgas de este cuarto, ¿de acuerdo? El eco de sus palabras resonó mientras cruzaba el almacén en dirección al ascensor. Recordaba haber oído a otros decirle, cuando lo despertaron, que debía descansar. Charlotte llevaba tres siglos dormida. Donald pasó la placa por el escáner y, mientras esperaba a que llegase el ascensor, pensó en la gran cantidad de tiempo que había pasado y lo poco que habían cambiado las cosas. El mundo seguía en el mismo estado de devastación. Y si no era así, estaban a punto de averiguarlo. Subió hasta el piso de Operaciones y fue a ver a Eren. El director del departamento estaba detrás de su mesa, rodeado de archivos, con una mano en el pelo y el codo sobre una montaña de documentación. No salía humo de su taza de café. Llevaba un buen rato sentado allí. —Turman —lo saludó al tiempo que levantaba la mirada. Donald se sobresaltó y recorrió la sala con la mirada, buscando a otra persona. —¿Algún progreso en el Dieciocho? —Eh, pues… —Trató de recordar—. Lo último que he sabido es que habían atravesado la barrera de los pisos inferiores. El jefe del silo cree que la lucha habrá cesado dentro de un par de días, como mucho. —Bien. Me alegro de que lo de la sombra haya salido bien. Da miedo que no la haya. Hubo una vez, en mi tercer turno, creo recordar, en que perdimos a un jefe de silo cuando aún no tenía sombra. Fue una pesadilla reemplazarlo. —Se recostó en su asiento—. El alcalde no podía ser. El jefe de Seguridad era tan inteligente como un pedrusco. Así que tuvimos que… —Siento interrumpirlo —lo cortó Donald señalando al pasillo—. Tengo que volver a… —Oh, claro. —Eren hizo un ademán como disculpándose, avergonzado —. Claro. Y yo. —Esta mañana tengo mucho que hacer. Voy a por algo de desayunar y me vuelvo a mi cuarto. —Señaló con la cabeza en dirección al despacho vacío que había al otro lado del pasillo—. Dígale a Gable que estoy ocupado. No quiero que me molesten. —Claro, claro —asintió Eren mientras hacía un gesto tranquilizador con la mano. Donald volvió al ascensor para subir a la cafetería. Las tripas le gruñeron para expresar su conformidad. Había estado toda la noche despierto sin comer nada. Llevaba demasiado tiempo en pie y se sentía vacío por dentro. 97 Donald sabía que estaba forzando el horario al dejarla comer una hora antes de tiempo, pero era difícil decirle que no. Le dijo que comiese a bocados pequeños, que fuese más despacio. Y la puso al día mientras comía. Su hermana recordaba lo de los silos, por la orientación. Le habló de las pantallas de las paredes y de los limpiadores, y le contó que lo habían despertado porque había desaparecido alguien. A Charlotte le costaba asimilar aquello. Tuvo que repetirlo tanto que al final empezó a parecerle raro. —¿Dejan que los vean desde dentro los demás habitantes de los silos? —preguntó ella mientras masticaba un pequeño trozo de bizcocho. —Sí. Una vez le pregunté a Turman por qué lo hacíamos. ¿Sabes qué me respondió? Charlotte se encogió de hombros y tomó un sorbo de agua. —Para que los demás no quieran salir. Tenemos que enseñarles la muerte para mantenerlos ahí dentro. De lo contrario, siempre querrían saber lo que hay más allá de las colinas. Según Turman, es la naturaleza humana. —Pero algunos de ellos quieren salir de todos modos. —Se limpió la boca con la servilleta, cogió el tenedor con mano temblorosa y se acercó el plato con el desayuno a medio comer de Donald. —Sí, algunos de ellos quieren salir de todos modos —asintió su hermano—. Y tú tienes que tomártelo con tranquilidad. —Mientras la veía atacar los huevos, pensó en su intento de escapada por el ascensor de los drones. Él era uno de los que habían querido salir de todos modos. No era algo que necesitase saber su hermana. —Tenemos una de esas pantallas —dijo Charlotte—. Recuerdo haber visto las nubes de polvo arremolinado. —Miró a Donald—. ¿Para qué la tenemos nosotros? Donald alargó la mano hacia el pañuelo y tosió en él. —Porque somos humanos —respondió mientras guardaba el pañuelo—. Si pensamos que no tiene sentido salir, que moriremos si lo intentamos, nos quedaremos y haremos lo que nos digan. Pero yo conozco una manera de averiguar lo que hay ahí fuera. —¿Ah, sí? —Charlotte recogió el resto de los huevos con el tenedor y se lo llevó a la boca. Esperó. —Y voy a necesitar tu ayuda. Quitaron la lona que cubría uno de los drones. Charlotte pasó una mano temblorosa por el ala y rodeó la máquina con paso poco firme. Cogió el flap trasero y lo movió arriba y abajo. Hizo lo mismo con el timón de cola. El dron tenía una cúpula negra y un morro que, en conjunto, parecían una especie de cara. Permaneció inmóvil, en silencio, mientras Charlotte lo inspeccionaba. Donald había reparado en que faltaban otros tres. El suelo estaba más limpio en la zona que antes cubrían las lonas. Y a las pulcras pirámides de bombas de los estantes de las municiones les faltaban algunas de las de arriba. Indicios del uso que habían hecho de la armería durante las últimas semanas. Se acercó a la puerta del hangar y la abrió. —¿No le ponemos nada? —preguntó Charlotte. Miró bajo las alas, donde se podían acoplar herramientas de destrucción. —No —dijo Donald—. En este caso no. —Corrió hasta la parte de atrás y la ayudó a empujar. Llevaron el dron hacia las fauces abiertas del ascensor. Las alas encajaban a duras apenas. —Tiene que haber una correa o un enganche —comentó Charlotte. Se inclinó cautelosamente y se arrastró por debajo del dron hasta colocarse bajo el ala. —Hay algo en el suelo —apuntó Donald acordándose de la pieza que se movía a lo largo del riel—. Voy a buscar una luz. Cogió una linterna de una de las cajas y, tras asegurarse de que estaba cargada, se la llevó. Por su parte, Charlotte enganchó el dron en el mecanismo de lanzamiento y salió arrastrándose. Al levantarse tuvo algunas dificultades y Donald la cogió de una mano para ayudarla. —¿Estás seguro de que el ascensor funciona? —Se apartó el pelo, aún húmedo tras la ducha, de la cara. —Muy seguro —respondió Donald. La condujo por el pasillo, más allá de los barracones y los cuartos de baño. Charlotte se puso tensa al ver que llegaban a la sala de pilotos y su hermano retiraba los plásticos. Donald pulsó el botón de los controles del ascensor. Se quedó mirando uno de los puestos, con sus palancas, instrumentos y pantallas, impasible. —Sabes manejarlos, ¿no? —preguntó él. Charlotte salió de su trance y asintió. —Si tienen electricidad… —La tendrán. Observó el parpadeo de la luz que había sobre los controles del ascensor mientras Charlotte se sentaba delante de uno de los puestos. Con los demás ocultos debajo de los plásticos, la sala parecía extrañamente vacía y en silencio. Donald se fijó en que ya no se veía polvo. Hacía poco que había albergado gente. Pensó en las autorizaciones para los vuelos que había firmado, en el elevado precio de cada una de las operaciones. Pensó en el riesgo de que los avistaran desde alguna de las pantallas de las cafeterías, en la necesidad de volar ocultos por las nubes. Eren había subrayado que cada dron se podía utilizar una sola vez. La atmósfera del exterior era dañina para ellos, afirmó. Su alcance era limitado. Donald había reflexionado sobre ello mientras hurgaba entre los archivos de Turman. Charlotte pulsó varios interruptores. Con unos nítidos chasquidos que rompieron el silencio, el puesto de control cobró vida. —El despegue tarda un rato —le explicó Donald. No le contó cómo lo sabía pero se acordó de su excursión, años atrás. Recordaba cómo el aliento le había empañado el cristal del visor del casco mientras se dirigía hacia lo que él creía una muerte segura. Ahora albergaba una esperanza distinta. Pensó en lo que le había dicho Erskine sobre purificar la Tierra. Pensó en la nota de suicidio que le había dejado Victor a Turman. El objetivo de su proyecto era reiniciar la vida. Y Donald, por demencia o por puro raciocinio, había terminado por convencerse de que tenía más sentido del que nadie podía imaginar. Charlotte ajustó la pantalla. Pulsó un interruptor y en el monitor apareció una luz. Era el reflejo transmitido por las cámaras del reflector del dron sobre la puerta de acero del ascensor. —Cuánto hacía… —murmuró ella. Donald bajó la mirada y vio que a su hermana le temblaban las manos. Se las frotó antes de devolverlas a los controles. Se removió en el asiento, localizó los pedales con los pies y ajustó el brillo del monitor para que no la deslumbrase. —¿Puedo ayudar con algo? —preguntó Donald. Charlotte se echó a reír y negó con la cabeza. —No. Me siento rara no teniendo que rellenar un plan de vuelo ni nada parecido. Normalmente tengo un objetivo, ¿sabes? —Volvió la mirada hacia Donald y esbozó una sonrisa. Donald le apretó el hombro. Era muy agradable volver a estar con ella. Era lo único que le quedaba. —Tu plan de vuelo es llegar tan lejos y tan deprisa como puedas —le dijo. Confiaba en que, sin bombas, el dron pudiese cubrir una distancia mayor. Tenía la esperanza de que no tuviesen un alcance máximo programado. Una luz empezó a parpadear en los controles del ascensor. Donald corrió hacia allí para ver de qué se trataba. —La puerta se está abriendo —le advirtió Charlotte—. Creo que es de día. Donald regresó a su lado. Por un momento, dirigió la mirada hacia la puerta del pasillo. Creía haber oído algo. —Motor comprobado —confirmó Charlotte—. Tenemos ignición. Volvió a removerse en el asiento. El mono que Donald había robado para ella le estaba grande y se le arrugaba en los brazos. Donald se colocó a su espalda y observó el monitor, en el que había aparecido un cielo rebosante de nubes arremolinadas y una rampa ascendente. Recordaba aquella vista. Sintió que le costaba respirar. El sistema de despegue sacó el dron del ascensor y lo colocó sobre la rampa. Charlotte pulsó otro interruptor. —Frenos activados —comunicó mientras estiraba una pierna—. Voy a aplicar aceleración. Su mano empujó una palanca hacia adelante. La visión de la cámara se inclinó mientras el dron pugnaba contra los frenos. —Hace mucho que no hago esto sin la ayuda de un lanzador —dijo Charlotte con nerviosismo. Donald se disponía a preguntar si había algún problema cuando ella levantó el pie y la imagen de la pantalla se elevó. El hueco metálico empezó a vibrar y pasó frente a sus ojos. Unas nubes hinchadas llenaron la pantalla por completo, hasta borrarlo todo. —Despegue —confirmó Charlotte mientras controlaba el timón con la mano derecha. Donald, sin darse cuenta, se inclinó hacia un lado siguiendo el movimiento del dron. El suelo apareció durante un instante y a continuación las densas nubes volvieron a tragárselo. —¿Por dónde? —preguntó ella. Pulsó un interruptor y apareció un diagrama del terreno trazado por el radar, que sí era capaz de perforar las nubes. —No creo que importe mucho —respondió él—. En línea recta. —Se inclinó hacia adelante para observar el paso del paisaje, desconocido pero familiar a un tiempo. Allí estaban los grandes complejos que había contribuido a crear. Allí, otra torre en medio de una depresión. Los restos de la convención, con sus tiendas, escenarios y pabellones, habían desaparecido hacía mucho, devorados por las máquinas microscópicas que infestaban la atmósfera—. Tú sigue en línea recta —dijo mientras señalaba hacia adelante. Era una teoría absurda, una idea loca, pero tenía que comprobarla con sus propios ojos antes de atreverse a decir nada. El patrón formado por la sucesión de depresiones continuaba. De pronto, las nubes se abrieron un instante y les dejaron ver el suelo real. Donald aguzó la vista tratando de ver más allá de las cuencas, pero en ese momento Charlotte soltó la palanca de aceleración y alargó la mano hacia una serie de diales e indicadores. —Eh… tenemos un problema. —Movió un interruptor de un lado a otro varias veces—. Estoy perdiendo presión de aceite. —No. —Donald siguió observando la pantalla, donde las nubes se arremolinaban mientras el terreno parecía inclinarse hacia arriba. Era demasiado pronto. Salvo que hubiera errado en algún paso, se hubiera olvidado de alguna precaución—. Sigue —les susurró tanto a la máquina como a su piloto. —No lo controlo bien —replicó Charlotte—. Es como si lo tuviera todo suelto. Donald pensó en los demás drones. Podían lanzar otro. Pero el resultado sería el mismo. Puede que él fuese inmune a lo que quiera que hubiese en la atmósfera exterior, pero las máquinas no. Pensó en los trajes de los limpiadores, concebidos para fallar en un momento y un lugar determinados. Unos destructores invisibles tan precisos que podían desencadenar su venganza tan pronto como alguien coronase una colina, alcanzase una altitud concreta, tan pronto como se atreviesen a ascender. Alargó la mano hacia el pañuelo y se tapó la boca con él para toser, mientras en su cabeza aparecía el vago recuerdo de unos trabajadores que restregaban la escotilla después de haberlo arrastrado al interior. —Ya casi estás —dijo señalando el último de los silos detectado por el radar. La depresión desapareció detrás de la cámara del dron—. Sólo un poco más. Pero la verdad es que no tenía ni la menor idea de lo que podía tardar. Tal vez no bastase ni aunque el dron diese la vuelta al mundo hasta volver al sitio del que había salido. —Pierdo capacidad de sustentación —avisó Charlotte. Sus manos se movían tan deprisa que costaba verlas. Saltaban de los interruptores a los controles y viceversa—. El motor dos ha fallado —continuó—. Estoy planeando. Altitud cero dos cien. En la pantalla, el suelo parecía más cerca. Ya habían dejado atrás las colinas. Las nubes estaban desapareciendo. Había una cicatriz en la tierra, una trinchera que podía ser un río, y unos palos negros como huesos carbonizados acabados en puntas afiladas como lápices. Los restos de antiguos árboles. O las vigas de acero de una verja de seguridad devorada por el paso del tiempo. —Sigue, sigue —susurró Donald. Cada segundo que seguían en vuelo era una nueva imagen, una nueva vista. Aquello era un hálito de libertad. Una salida del infierno. —La cámara está fallando. Altitud cero uno cincuenta. Hubo un destello brillante en la pantalla, como la descarga que emite un sistema eléctrico antes de apagarse. Lo siguió una luz morada emitida por el fallo de los sensores, un color azul donde hasta entonces no había otra cosa que marrón y gris. —Cincuenta pies. Vamos a chocar con fuerza. Donald parpadeó para limpiarse las lágrimas mientras el dron caía en picado y la tierra se alzaba para salir a su encuentro. Parpadeó para limpiarse las lágrimas que habían brotado al ver la imagen del monitor, que no era un error de la cámara. —Azul… —susurró. Fue la confirmación verbal del hecho, justo antes de que un vívido paisaje verde se tragara el dron agonizante. La pantalla del monitor dio paso a la negrura. Charlotte soltó los mandos al mismo tiempo que una maldición. Dio una palmada furiosa sobre la consola. Pero cuando se volvió para disculparse con su hermano, éste la abrazó, la estrechó con fuerza y le dio un beso en la mejilla. —¿Lo has visto? —preguntó con un susurro—. ¿Lo has visto? —¿El qué? —Charlotte se apartó de él con una dura máscara de desaprobación en el rostro—. Todos los instrumentos estaban fritos. Me imagino que habrá estado demasiado tiempo parado… —No, no —dijo Donald. Señaló la pantalla, apagada e inútil ahora—. Lo has conseguido —afirmó—. Lo he visto. ¡Ahí fuera hay cielos azules y campos de hierba verde, Charla! ¡Los he visto! 98 2331 Vigésimo año Silo 17 Sin pretenderlo, Solo se había convertido en un experto en la erosión de las cosas. Cada día presenciaba cómo se desmoronaban el hierro y el acero, carcomidos por el óxido, cómo se caía la pintura y se desprendían escamas anaranjadas en su lugar, cómo se formaba un polvillo negro por la erosión del metal. Descubrió lo que les pasaba a las mangueras de goma cuando se endurecían, se resecaban y se agrietaban. Descubrió que los adhesivos fallaban, que aparecían cosas en el suelo que antes habían estado clavadas al techo, que los dioses gemelos de la gravedad y el envejecimiento movían los objetos repentina y violentamente. Y por encima de todo, aprendió cómo se pudrían los cuerpos. No siempre se iban en un parpadeo, como una madre empujada hacia arriba por una multitud, o un padre arrastrado hacia las sombras de un corredor en penumbra. No, la mayoría de las veces los devoraban poco a poco, llevados lejos en fragmentos invisibles. Al tiempo y a los gusanos les salían alas; volaban y volaban y se llevaban cosas consigo. Arrancó una página de uno de los aburridos artículos del volumen Ri-Roy y la plegó para formar una especie de tienda. «En muchos sentidos —pensó—, el silo pertenecía a los insectos». Allí donde aparecían cuerpos se congregaban los insectos formando nubes negras. Había leído sobre ellos en los libros. De alguna manera, los gusanos se transformaban en moscas. Lo blanco y tembloroso se volvía negro y zumbador. Las cosas se rompían y cambiaban. Introdujo un tramo de hilo en el papel plegado para tener algo donde colgar el peso. Normalmente, en ese momento era cuando Sombra se metía en medio, cuando se acercaba, arqueaba la espalda contra el brazo de Solo, se entrometía en lo que estuviera haciendo y hacía que se enfadase y se riese al mismo tiempo. Pero Sombra no lo interrumpió. Solo hizo unos pequeños nudos con el hilo para evitar que pasase al otro lado. El papel tenía unos dobleces en los agujeros para impedir que se rompiera. Solo sabía muy bien cómo se rompían las cosas. Era un experto en conocimientos que habría preferido olvidar. De un solo vistazo podía determinar cuánto hacía que había muerto alguien. Las personas a las que había matado años antes estaban tiesas cuando las movió para quitarlas de en medio, pero ese estado sólo duraba un tiempo. Al poco empezaban a hincharse y a apestar. Los cuerpos emitían gases y acudían las moscas. Las moscas revoloteaban a su alrededor mientras los gusanos se daban un festín. La peste se hacía tan intensa que a Solo le lloraban los ojos y le quemaba la garganta. Y al poco tiempo los cuerpos se volvían blandos. En una ocasión había tenido que mover unos cadáveres en la escalera, donde estaban amontonados y dificultaban el paso, y al hacerlo se les había desprendido la carne. Era como el queso cuando aún quedaban leche y cabras que ordeñar. La carne se desprendía cuando la persona ya no estaba dentro para mantener la integridad del cuerpo. Solo se concentraba en mantener la suya. Ató el otro extremo de los hilos a una de las pequeñas arandelas de metal que había sacado de Suministros. Ayudándose con los dientes, hizo un finísimo nudo. Los hilos y tejidos tampoco duraban para siempre, pero la ropa aguantaba más que la carne. En cuestión de un año no quedaba de un cuerpo más que la ropa y los huesos. Y el pelo. El pelo parecía ser lo último. Se adhería a los huesos y a veces colgaba sobre cuencas vacías y permanentemente abiertas. El pelo lo empeoraba. Otorgaba identidad a los huesos. Barbas en la mayoría de los casos, aunque no en los jóvenes ni en las mujeres. Al cabo de cinco años, incluso la ropa se deshacía. Al cabo de diez sólo quedaban los huesos. En los últimos tiempos, ahora que todo estaba a oscuras y en silencio —más de veinte años después de que lo hubieran llevado hasta el escondrijo bajo los servidores— sólo veía huesos. Salvo arriba, en la cafetería. La presencia de la podredumbre por todas partes aumentaba aún más el misterio de los cuerpos que había detrás de aquella puerta. Levantó su paracaídas, una tienda de papel con pequeños hilos atados a una minúscula arandela. Tenía decenas y decenas de trozos de hilo sobre el libro abierto. Aún conservaba un puñado de arandelas. Dio un tirón a uno de los hilitos del paracaídas y pensó en los cuerpos de la cafetería. Tras aquella puerta había gente muerta que no se descomponía como los demás. La primera vez que Sombra y él los habían visto, asumió que llevaban poco tiempo muertos. Eran docenas, amontonados como si los hubieran arrojado allí o estuvieran subiéndose unos encima de otros cuando los alcanzó la muerte. La compuerta que daba al prohibido exterior estaba justo detrás de ellos, Solo lo sabía. Pero no había llegado tan lejos. Cerró y huyó corriendo, asustado por los ojos sin vida y la extraña sensación de ver una cara que no era la suya mirándolo de aquel modo. Dejó allí los cuerpos y no regresó en mucho tiempo. Esperó a que se convirtiesen en huesos. No lo hicieron. Se acercó a la barandilla, se asomó y se aseguró de que el papel estaba bien extendido, listo para atrapar el aire. Una brisa fría ascendía desde las profundidades anegadas. Solo se inclinó sobre el rellano del tercer piso con el papel en una mano y la arandela apoyada sobre la palma de la otra. Se preguntaba por qué algunos se descomponían y otros no. ¿Qué provocaba su destrucción? —Destrucción —exclamó en voz alta. A veces le gustaba oír el sonido de su voz. Era un experto en la destrucción de las cosas. Sombra ya tendría que estar allí, frotándose contra sus tobillos, pero no estaba—. Soy un experto —se dijo—. Destrucción, destrucción. —Estiró los brazos, soltó el paracaídas y lo vio caer en picado un momento antes de que los hilos se pusieran tensos. Y entonces comenzó a columpiarse y balancearse en el aire mientras descendía hacia las lejanas profundidades—. Abajo, abajo, abajo —le canturreó al paracaídas. Hasta el fondo. Hasta desaparecer en el agua o quedar atrapado de camino allí. Solo sabía bien cómo se pudrían los cuerpos. Se rascó la barba mientras, con la mirada entornada, observaba la oscuridad en la que había desaparecido el paracaídas. Luego se sentó con las piernas cruzadas. Las rodillas del mono estaban totalmente desgastadas. Murmuró para sus adentros y, en lugar de hacer lo que tenía que hacer, su proyecto del día, arrancó otra página del cada vez más exiguo volumen, para no pensar en otro cuerpo al que devoraría el tiempo dentro de poco. 99 Había objetos concretos que Solo se había pasado días y semanas buscando. Había algunas cosas que necesitaba y que habían ocupado sus búsquedas durante años. A menudo encontraba las cosas mucho más tarde, cuando ya no las necesitaba. Como cuando se encontró con un montón de navajas. Una enorme cantidad de ellas en la consulta de un médico. Todas las cosas importantes —las vendas, los medicamentos, la cinta adhesiva— se las habían llevado mucho antes quienes luchaban por los despojos. Pero se había encontrado con un cubo de navajas de afeitar nuevas, muchas de ellas con las cuchillas aún relucientes. Hacía mucho que se había resignado a la barba, pero en el pasado hubo momentos en que habría matado por una navaja de afeitar. Otras veces encontraba algo antes incluso de saber que lo necesitaba. Como el machete. Una hoja de gran tamaño que encontró debajo del cuerpo de un hombre que había muerto poco tiempo antes. Se lo había llevado para que nadie más tuviera el arma en su poder. Se había pasado tres días atrincherado en la sala de los servidores, aterrado por el hallazgo de un cuerpo todavía caliente. Hacía muchos años de ello. Bastante antes de que la multiplicación de la maleza en las granjas convirtiese el machete en una necesidad. Para entonces se había acostumbrado a no llevar el fusil —ya no le hacía falta—, así que el machete, algo que había encontrado antes de saber que lo necesitaba, se convirtió en su compañero permanente. Soltó el último de los paracaídas y vio cómo pasaba a poca distancia del rellano del piso nueve. El papel se perdió de vista. Solo pensó en todas las cosas que Sombra lo había ayudado a encontrar a lo largo de los años, sobre todo comida. Pero hubo una vez en que el gato salió corriendo solo. Fue en una excursión a Suministros. En un momento determinado, salió disparado y se perdió más allá de un rellano. Solo lo siguió con una linterna. El gato se puso a maullar y maullar delante de una puerta. A Solo le daba miedo encontrarse con otro montón de cuerpos, pero el apartamento estaba vacío. Saltó sobre la encimera de la cocina, corrió como una centella por ella y comenzó a golpear con la zarpa un armarito lleno de pequeñas latas. Viejas y cubiertas de óxido, pero en las que aún se veían dibujos de gatos. Sombra estaba como loco, y allí, colgado de la pared por medio de un pequeño cordel, Solo encontró un maltrecho artilugio: un abrelatas mecánico. Sonrió y se asomó de nuevo por encima de la barandilla mientras pensaba en las cosas que había encontrado y perdido a lo largo de los años. Recordaba el momento en que pulsó el botón del aparato por primera vez y Sombra se puso a dar frenéticos brincos, y recordaba también con qué facilidad había salido la tapa de la primera lata. Recordaba que la comida que contenía no le había parecido nada especial, todo lo contrario que a su gato. Se volvió y estudio el libro al que le había arrancado las páginas, embargado por una sensación de tristeza. Se había quedado sin arandelas, así que lo dejó ahí y, de mala gana, se encaminó a las granjas. Tenía que hacer lo que tenía que hacer. Mientras se abría paso entre la maleza con el machete, Solo pensaba que era asombroso que las granjas no se hubieran desmoronado hacía tiempo sin nadie que se ocupara de ellas. Pero las luces tenían los ciclos de funcionamiento programados y más de la mitad de ellas aún cumplían con sus rutinas. Los sistemas de goteo todavía funcionaban. Las bombas se ponían en marcha y se apagaban con zumbidos furiosos y fuertes gruñidos. La electricidad robada de los reinos inferiores ascendía por cables que serpenteaban a lo largo de las paredes de la escalera. Nada funcionaba a la perfección, pero Solo se había dado cuenta de que la relación del hombre con las cosechas consistía más que nada en devorarlas. Y ahora sólo quedaba él para hacerlo. Él, las ratas y los gusanos. Transportó su carga por las zonas de vegetación más densa, pues quería llegar a los confines más alejados de la granja, donde ya no funcionaban las luces y en la tierra, fría y húmeda, no crecía nada. Un lugar especial. Lejos de sus excursiones semanales en busca de comida. Un lugar al que acudir como destino y no un sitio que visitar por la sencilla razón de que le pillaba de paso. Tras salir del calor de las luces llegó a un lugar oscuro. Aquello le gustaba. Le recordaba a la sala que había bajo los servidores, un sitio privado y seguro donde podía ocultarse sin que nadie lo molestara. Y allí oculta, entre otras herramientas abandonadas y olvidadas, había una pala. Una cosa que encontró justo cuando la necesitaba. Era la otra forma de encontrar cosas. Lo que ocurría cuando el silo se sentía generoso. Cosa que no sucedía con mucha frecuencia. Se arrodilló y dejó su carga al borde de los tres barrotes de la verja. El cuerpo, dentro de la bolsa, había llegado a la fase de rigidez. No tardaría en ablandarse. Y luego… No quería pensar en lo que venía luego. Era un experto en cosas que prefería no saber. Cogió la pala y trepó por encima de la verja. Estaba demasiado oscuro para encontrar la puerta. La pala se hundió en la tierra con una especie de suspiro y luego Solo la echó hacia atrás por encima de su hombro. Suaves suspiros y pequeños terrones arrancados del suelo. Algunas cosas las encontrabas justo cuando las necesitabas. Solo pensó en los años que tan rápidamente había pasado en compañía de su amigo. Ya echaba de menos la caricia de Sombra en las espinillas mientras trabajaba, aquella capacidad de meterse siempre por medio sin que llegara a pisarlo, la celeridad con la que acudía cuando Solo silbaba, sin un instante de tardanza. Una cosa que había encontrado antes incluso de saber que la necesitaba. 100 2345 Silo 1 El eco de las botas de Donald resonaba por la cámara de almacenamiento del último piso, donde las cápsulas se extendían por millares como piedras preciosas. Se detuvo para comprobar otro nombre. Había perdido la cuenta de su posición en el pasillo y temía tener que empezar desde cero. Se llevó el pañuelo a la boca y volvió a toser. Después de limpiarse los labios siguió adelante. Llevaba algo pesado y frío en un bolsillo, pegado al muslo. Algo pesado y frío ocupaba también el interior de su pecho. Finalmente encontró la cápsula marcada con el nombre de Troy. Pasó la mano por la ventanilla y miró el interior. Había un hombre allí, más viejo de lo que aparentaba. Más viejo de lo que Donald recordaba. Una luz azulada cubría su carne pálida. Las cejas y la cabellera blancas despedían reflejos de color celeste. Donald lo miró, vaciló, reconsideró su plan. Había acudido allí sin silla de ruedas ni equipo médico. Solamente con una fría gravedad. Con un fragmento de la verdad y el deseo de saber más. A veces había que abrir algo antes de cerrarlo para siempre. Se inclinó sobre el panel de control y repitió el proceso que había liberado a su hermana. Mientras introducía la contraseña pensó en Charlotte, allí arriba, en los barracones. No debía saber lo que iba a hacer. No podía saberlo. Turman había sido como un segundo padre para ambos. Movió el dial hacia la derecha. Los números parpadearon y subieron un grado. Donald se incorporó y empezó a caminar. Rodeó la cápsula con el nombre del individuo en el que lo habían convertido, el sarcófago que ahora contenía a su creador. El frío que sentía en el corazón se extendió a sus miembros mientras Turman se deshelaba. Donald tosió sobre el trapo y lo manchó de rosa. Volvió a guardárselo en el bolsillo y sacó la cuerda. Mientras estaba allí, en aquella inversión de papeles, descongelando al hombre del deshielo, se acordó de un informe que había encontrado en los archivos de Victor. Había escrito sobre antiguos experimentos en los que se reemplazaba a los guardias por sus prisioneros y, al poco tiempo, quienes habían sido objeto de abusos empezaban a abusar de los demás. La idea de que la gente pudiera cambiar tan deprisa le resultaba detestable. Es más, le parecía inverosímil. Pero había visto cambiar a hombres y mujeres buenos que llegaban a Capitol Hill con las mejores intenciones. Durante su primer turno le habían confiado un cierto poder y había podido sentir su atractivo. Su conclusión era que los sistemas perversos generaban hombres perversos y que todos los hombres tenían capacidad de perversión. Razón por la que había que acabar con algunos sistemas. La temperatura siguió subiendo y el sistema de la tapa se activó y la abrió con un suspiro. Donald alargó los brazos y acabó de levantarla. Casi esperaba que saliese una mano disparada de su interior y lo agarrara por la muñeca, pero allí dentro no había más que un hombre tendido, inmóvil, cubierto de vapor. Sólo un hombre, patético y desnudo, con un tubo metido en el brazo y otro entre las piernas. De musculatura flácida. Carne pálida congregada en los pliegues de las arrugas. Pelo apelmazado en mechones. Cogió las manos de Turman y las juntó. Le rodeó las muñecas con la cuerda y le dio varias vueltas. Luego cogió uno de los extremos y lo pasó entre las manos y las vueltas anteriores antes de sujetarlo todo con un fuerte nudo. Retrocedió y examinó las arrugadas pestañas del anciano en busca de signos de vida. Los labios de Turman se movieron. Se separaron y parecieron soltar un primer y experimental jadeo. Era como ver la resurrección de un muerto, y Donald sintió por primera vez toda la admiración que merecían aquellas máquinas. Tosió sobre su puño mientras Turman empezaba a moverse. El anciano pestañeó y la escarcha que aún quedaba en el rabillo de sus ojos se fundió y resbaló hacia abajo, en un remedo de humanidad. Donald vio que sus arrugadas manos se levantaban hacia su cara y recordó lo que se sentía, se acordó de unos párpados que no se decidían a separarse, que parecían haberse quedado pegados con el paso del tiempo. Turman emitió un gruñido al reparar en las ataduras. A medida que recobraba la conciencia, empezaba a darse cuenta de que algo no iba bien. —Quédese quieto —le dijo Donald. Colocó una mano sobre la frente del anciano y pudo sentir el frío que aún albergaba su carne—. Calma. —Anna… —susurró Turman. Se pasó la lengua por los labios y Donald, al verlo, se dio cuenta de que ni siquiera había traído un poco de agua. Ni tampoco la bebida amarga. Era obvio lo que había ido a hacer allí. —¿Me oye? —preguntó. Turman volvió a pestañear y por fin abrió los ojos; sus pupilas se dilataron. Centró la mirada en la cara de Donald y sus ojos se movieron sobre su rostro como si su capacidad de reconocimiento se hubiera atrofiado. —¿Hijo…? —preguntó con voz ronca. —No se mueva —le dijo Donald mientras Turman se volvía hacia un lado y se cubría la boca con las manos atadas para toser. Al ver la cuerda que llevaba alrededor de las muñecas, su expresión se tornó confusa. Donald volvió la mirada hacia la lejana puerta—. Necesito que me escuche. —¿Qué está pasando aquí? —Turman se agarró al borde de la cápsula y trató de incorporarse. Donald metió la mano en el bolsillo para buscar la pistola. Turman se quedó boquiabierto al ver que el cañón de acero negro lo apuntaba. Su conciencia terminó de deshelarse al instante. Permaneció completamente inmóvil, sin mover más que los ojos para mirar a Donald—. ¿Qué año es? —preguntó. —Doscientos años antes de que nos asesine a todos —respondió éste. Su odio hacía temblar el cañón. Empuñó el arma con las dos manos y retrocedió un paso. Turman estaba maniatado y débil, pero Donald no quería correr riesgos. El viejo era como una víbora dormida en una mañana de frío. Donald no podía sino pensar en lo que podía hacer cuando se caldeara el día. Turman se pasó la lengua por los labios y lo estudió. Los hombros del anciano despedían vapor. —Anna te lo ha contado —dijo al fin. Donald sintió el sádico impulso de decirle que Anna había muerto. Y también otro, fruto de la arrogancia, el de contarle que lo había deducido todo por sí mismo. Pero lo que hizo fue limitarse a asentir. —Debes saber que es el único modo —susurró Turman. —Hay mil modos —replicó Donald. Agarró el arma con una sola mano mientras se secaba el sudor de la palma de la otra en el mono. Turman observó el arma un momento y luego recorrió con la mirada la parte de la sala que había detrás de Donald, tal vez en busca de ayuda. Después volvió a recostarse apoyándose en la cápsula. Del interior de la unidad salía vapor, pero Donald vio que el anciano empezaba a tiritar de frío. —Antes pensaba que lo que quería era vivir para siempre —dijo Donald. Turman se echó a reír. Inspeccionó una vez más la cuerda que llevaba alrededor de las muñecas y después miró la aguja y el tubo que colgaban de su brazo. —Sólo lo suficiente. —¿Lo suficiente para qué? ¿Para diezmar la humanidad hasta reducirla a la nada? ¿Para liberar uno de esos silos y luego sentarse aquí a ver cómo mueren los demás? Turman asintió. Dobló las rodillas y las rodeó con los brazos. Sin el mono, sin los hombros orgullosos estirados hacia atrás, parecía realmente frágil y flaco. —Salvó a toda esa gente solamente para matar a la mayoría de ellos. Y a nosotros. Turman susurró algo como respuesta. —Más alto —lo apremió Donald. El anciano hizo el gesto de llevarse un vaso imaginario a la boca. Donald le mostró la pistola. Era lo único que tenía. Turman se dio unas palmadas en el pecho y Donald se acercó un paso. —Explíqueme por qué —exigió—. Ahora soy yo el que manda. Yo. Explíquemelo o le juro que soltaré a todo el mundo ahora mismo. Turman entornó los ojos hasta cerrarlos casi del todo. —Idiota —susurró—. Se matarán unos a otros. Su voz era casi inaudible. Donald podía oír el zumbido de las cámaras criogénicas a su alrededor. Se acercó un paso más. A cada instante que pasaba estaba más convencido de que hacía lo correcto. —Sé lo que cree que va a pasar —le espetó Donald—. Estoy al corriente de esa gran purificación, ese reinicio. —Le clavó el cañón en el pecho—. Sé que usted ve los silos como astronaves que llevan a la gente a un mundo mejor. He leído todas las notas y los memorandos a los que tenía acceso. Pero quiero que me cuente una cosa antes de morir… Sintió que se le doblaban las piernas. Un ataque de tos se apoderó de él. Intentó sacar el pañuelo, pero la saliva rosada roció la cápsula plateada antes de que pudiera taparse la boca. Turman lo miraba. Donald se enderezó e intentó recordar lo que estaba diciendo. —Quiero saber para qué tanto dolor —continuó Donald con la voz ronca y la garganta ardiendo—. La sucesión de vidas miserables, toda la gente enterrada aquí abajo a la que pensaba asesinar, a la que nunca pensaba despertar. Su propia hija… —Escudriñó el rostro de Turman en busca de reacciones—. ¿Por qué no nos congelaron durante mil años y luego, una vez que hubiera terminado todo, nos despertaban? Ahora sé lo que le ayudé a construir. Quiero saber por qué no podíamos pasarlo todo durmiendo. Si quería un sitio mejor para nosotros, ¿por qué no llevarnos hasta allí? ¿Para qué tanto sufrimiento? Turman permaneció totalmente inmóvil. —Dígamelo —le exigió Donald. La voz se le quebró, pero fingió que no pasaba nada. Volvió a levantar el cañón, que había ido bajando por sí solo. —Porque nadie puede saberlo —respondió Turman al fin—. Debe morir con nosotros. —¿El qué debe morir? Turman se pasó la lengua por los labios. —El conocimiento. Las cosas que dejamos fuera del Legado. La capacidad de destruirlo todo con sólo pulsar un botón. Donald se echó a reír. —¿Cree que no volveremos a descubrirla? ¿La forma de destruirnos? Turman encogió los hombros desnudos. El vapor que emitían se había disipado. —Al cabo de mucho tiempo. Mucho más del que tenemos ahora. Donald señaló las cápsulas que lo rodeaban con el arma. —Así que todo esto debe desaparecer también. Se supone que debemos escoger una sola tribu, que sólo una de las astronaves aterrizará y todas las demás serán destruidas, ¿no? ¿Ése es el pacto que hicieron? Turman asintió. —Bueno, pues alguien lo quebrantó —le soltó Donald—. Alguien me puso aquí, en su lugar. Ahora el Pastor soy yo. Turman abrió los ojos de par en par. Su mirada pasó del arma a la placa que Donald llevaba junto al cuello. El castañeteo de sus dientes se interrumpió cuando apretó la mandíbula. —No —exclamó en voz baja. —Yo nunca pedí este trabajo —replicó Donald, más para sí mismo que para Turman. Volvió a levantar el cañón—. Ninguno de ellos. —Ni yo —respondió éste, y Donald volvió a acordarse de los prisioneros y los guardias de los experimentos. Podría haber sido él quien estuviera ahora en la cápsula. Y el que estaba fuera con el arma podría haber sido cualquiera. Era el sistema. Había cien cosas más que quería preguntar o decir. Quería contarle al anciano que había sido como un padre para él, pero ¿qué pasaba cuando un padre abusaba de aquellos a los que amaba? Quería reprenderlo a gritos por todo el daño que le había hecho al mundo, pero una parte de él sabía que el daño ya estaba hecho mucho antes y que era irreversible. Y por último, había una parte de él que quería suplicar ayuda, liberar al anciano de la cápsula; una parte que quería ocupar su lugar, acurrucarse allí dentro y volver a dormir, una parte que sabía que ser prisionero era mucho mejor que hacer de guardia. Pero su hermana estaba arriba, recuperándose. Los dos tenían más preguntas que requerían respuesta. Y en otro silo, no muy lejos de allí, estaba sucediendo una transformación, el fin de un levantamiento, y Donald quería saber cómo terminaba. Todas estas cosas y muchas otras pasaron volando por su mente. No pasaría mucho tiempo antes de que el doctor Wilson volviese a su mesa y lanzase una mirada casual a la pantalla en el momento justo en que apareciesen las imágenes de la cámara en la que se encontraba. Y al mismo tiempo que Turman abría los labios para decir algo, Donald se dio cuenta de que despertar al anciano para oír sus excusas había sido un error. No tenía nada que enseñarle. Turman se inclinó hacia adelante. —Donny —dijo. Alargó las muñecas atadas hacia la pistola que empuñaba Donald. Sus brazos se movían lenta y débilmente, no con la esperanza —pensaba Donald— de arrebatársela, sino para acercársela, para pegársela al pecho o a la boca, tal como había hecho Victor. Tal era la tristeza que había en sus ojos. La mano de Turman pasó sobre el borde de la cápsula y buscó el arma, y Donald estuvo a punto de entregársela, sólo para ver lo que hacía con ella. En vez de eso, apretó el gatillo. Lo hizo antes de que tuviera tiempo de lamentarlo. La detonación fue inconcebiblemente estruendosa. Hubo un brillante destello, un ruido espantoso cuyo eco resonó sobre un millar de almas dormidas, y entonces un hombre se desplomó en el interior de un ataúd. La mano de Donald temblaba. Recordó sus primeros días en el cargo, todo lo que había hecho aquel hombre por él, aquella primera reunión, al comienzo de todo. Lo habían contratado para hacer un trabajo para el que a duras penas estaba cualificado. Para hacer un trabajo que al principio ni siquiera podía concebir. Aquella primera mañana, al despertar como congresista y comprender que sólo él y un puñado de personas más se encontraban al timón de una poderosa nación, había sentido tanto miedo como orgullo. Pero desde el principio no había sido otra cosa que un demente al que se le había encargado levantar las paredes de su propio manicomio. Esta vez sería distinto. Esta vez aceptaría la responsabilidad y dirigiría sin miedo. Junto con su hermana, en secreto. Averiguarían qué le pasaba al mundo y lo arreglarían. Restaurarían el orden en todo lo que se había perdido. En otro silo se había iniciado un experimento, un cambio de papeles, y Donald tenía ganas de ver los resultados. Estiró el brazo y cerró la tapa de la cápsula. La brillante superficie estaba manchada de saliva rosa. Volvió a toser y se limpió la boca. Se guardó la pistola en el bolsillo y se alejó de allí con el corazón aún latiendo apresuradamente por lo que había hecho. Y la cápsula, con el muerto en su interior, continuó con su silencioso zumbido. 101 2345 Trigésimo cuarto año Silo 17 Solo pasó las cuerdas a través de las asas de las botellas de plástico vacías. Al chocar entre sí, los recipientes emitían una especie de repiqueteo musical. Recogió la bolsa de tela y se quedó allí un momento, rascándose la barba, consciente de que se había olvidado de algo. ¿De qué? Se palpó el pecho en busca de la llave. Era un viejo hábito, fruto de los años, que no había podido quitarse. La llave, por supuesto, no estaba allí. La había guardado en un cajón cuando dejó de ser necesario cerrar las cosas, cuando no quedó nadie a quien tenerle miedo. Se llevó dos bolsas de latas de sopa y verduras, una minúscula porción de la enorme montaña de basura. Luego, con las manos ocupadas y seguido por un repicar metálico a cada paso, acarreó las cosas por el pasillo oscuro hasta el pozo iluminado que había al otro extremo. Necesitó dos viajes para transportarlo todo. Pasó entre las máquinas negras, muchas de las cuales habían dejado de funcionar con el paso de los años. Tal vez hubieran sucumbido al calor. Para abrir la puerta tenía que mover el archivo. El silo ya no tenía cerraduras ni gente, pero aun así él seguía haciéndolo. Al tirar de la pesada puerta volvió a sentir la presencia de su padre, como siempre, y salió a un mundo enorme poblado sólo por fantasmas y cosas tan malas que no podía ni recordarlas. Los pasillos estaban iluminados y vacíos. Solo saludó a las cámaras al pasar. Muchas veces pensaba que algún día se vería a sí mismo en los monitores, pero las cámaras habían dejado de funcionar hacía una eternidad. Y además, para que pasara eso tendría que haber dos copias de él. Una que estaría allí de pie y otra junto a los monitores. Se rió al pensar lo tonto que era. Era Solo. Al salir al rellano notó el aire fresco y lo asaltó una preocupante sensación de altura. Pensó en el agua que subía. ¿Cuánto tardaría en llegar hasta él? «Demasiado», pensó. Para entonces ya se habría ido. Pero le daba pena pensar en su casita bajo los servidores, anegada un día. Todas las latas vacías que formaban el gran montón junto a los servidores flotarían hasta el techo. El ordenador y la radio echarían pequeñas burbujas de aire. Esta idea, la del gorgoteo de los equipos y las latas meciéndose en la superficie, le hizo sonreír y dejó de preocuparle que sucediera. Arrojó las dos bolsas de latas vacías sobre la barandilla y esperó a oír el ruido que hacían al estrellarse sobre el rellano del piso cuarenta y dos. Lo hicieron. Se volvió hacia la escalera. ¿Arriba o abajo? Arriba significaba tomates, pepinos y calabacines. Abajo, bayas, trigo y patatas, que había que desenterrar. Lo de abajo había que dedicarle más tiempo a cocinarlo. Partió hacia arriba. Empezó a contar los escalones mientras subía. —Ocho, nueve, diez —susurró. Cada una de las escaleras era distinta y había montones de ellas. Tenían mil compañeras, toda clase de escaleras hermanas, como amigas, a ambos lados. Más cosas como ellas—. Hola, peldaño —dijo. Ya se había olvidado de contar. El peldaño no respondió. Él no hablaba el idioma de los peldaños, el cantarín tintineo de las botas al subir y bajar. Un ruido. Solo oyó un ruido. Se detuvo y prestó atención, pero normalmente, cuando hacía esto, los ruidos se daban cuenta y les entraba la timidez. Aquél era otro de aquellos ruidos. Oía constantemente cosas que no existían. Por todas partes había bombas y luces conectadas que se encendían y se apagaban a su propio capricho. Una de las bombas había tenido una fuga unos años antes y Solo la había reparado. Necesitaba un nuevo proyecto. Ya repetía los mismos una vez tras otra, como recortarse la barba cuando le llegaba al pecho, y aquellos proyectos ya eran aburridos. Solo haría una pausa para beber y orinar antes de llegar a las granjas. Sus piernas estaban bien. Más fuertes aún que cuando era joven. Las cosas difíciles se volvían más sencillas cuantas más veces las hacías. Pero no más divertidas. Él habría preferido que fuesen fáciles desde el principio. Completó una última vuelta antes del rellano del piso doce, y se disponía a silbar una tonada de recolectores cuando vio que se había dejado la puerta abierta. No sabía cómo podía haber ocurrido. Nunca se dejaba las puertas abiertas. Nunca. Había algo encajado en la esquina, contra la barandilla. Parecía un trozo de metal de desecho de uno de sus proyectos. Era un fragmento de tubería de plástico. Lo cogió. Tenía agua dentro. Lo olisqueó. Olía raro, y Solo había empezado a tirar el agua por encima de la barandilla cuando le resbaló entre los dedos. Se quedó paralizado y esperó a que llegase el traqueteo lejano de la caída. No llegó. Torpe. Se reprendió por olvidadizo y torpe. Mira que dejarse una puerta abierta… Cuando se disponía a entrar vio lo que la mantenía abierta. Un mango negro. Alargó el brazo hacia él y vio que era un cuchillo, con la hoja clavada en la rejilla del suelo. Oyó un ruido dentro, en las profundidades de las granjas. Solo se quedó muy quieto un instante. El cuchillo no era suyo. No era tan despistado. Sacó la hoja y dejó que la puerta se cerrase mientras un millar de pensamientos revoloteaban por su cabeza, repentinamente alerta. Las ratas no podían hacer algo así. Sólo las personas. O un fantasma muy poderoso. Tenía que hacer algo. Atar los tiradores o encajar algo bajo la puerta, pero tenía demasiado miedo. Así que, en vez de ello, dio media vuelta y echó a correr. Bajó la escalera con el cuchillo de otra persona en la mano, entre el traqueteo de las botellas, mientras la mochila vacía rebotaba contra su espalda. Las botellas se engancharon en la barandilla, la cuerda se puso tensa y, después de dar dos tirones para tratar de soltarlas, lo logró. Su agujero. Tenía que llegar hasta su agujero. Corrió con la respiración entrecortada, mientras los ruidos y vibraciones del otro perturbaban su soledad. No tuvo que quedarse quieto y en silencio para oírlos. Era un fantasma muy estrepitoso. Y sólido. Pensó en el machete, que se le había partido en dos hacía años. Pero tenía aquel cuchillo. Aquel cuchillo. Bajó dando vueltas y vueltas por la escalera, sumido en un terror muy intenso, hasta llegar al rellano. ¡No era ése! El treinta y tres. Uno más. Dejó de contar, dejó de contar. Corría tan deprisa que estuvo a punto de tropezar. Sudaba. Llegó a casa. Cerró las puertas detrás de él y paró un momento para recobrar el aliento, con las manos en las rodillas. Cogió la escoba del suelo y la deslizó entre los tiradores de la puerta. La escoba siempre mantenía a los fantasmas a raya. Esperaba que funcionase también con uno tan ruidoso como ése. Atravesó la puerta de seguridad y corrió por el pasillo. Una de las bombillas del techo se había fundido. Un proyecto. Pero no tenía tiempo. Llegó a la puerta de metal. Entró corriendo. Se detuvo y volvió atrás. Se apoyó en la puerta y la cerró. Luego se agachó, apoyó el hombro en el archivador y lo empujó contra la puerta con un espantoso chirrido. Le pareció oír unos pasos fuera. Pasos rápidos. El sudor le caía a gotas de la nariz. Agarró el cuchillo y echó a correr entre los servidores. Hubo un chirrido detrás de él, el roce de metal contra metal. Solo ya no estaba solo. Habían venido a por él. Se acercaban, se acercaban. Notaba el sabor del miedo en la boca, metálico. Corrió hacia la rejilla. Habría tenido que dejarla abierta. Al menos la cerradura estaba rota. Se había oxidado. No, se equivocaba. Necesitaba la cerradura. Así que se metió en la escalerilla, cogió la rejilla del suelo y la colocó en su sitio, encima de su cabeza. Se escondería. Se escondería. Como en los primeros años. Alguien empezó a tirar de la rejilla para quitársela de la mano. Intentó pincharlo en los dedos. Hubo un chillido de sobresalto emitido por una voz femenina, una mujer que respiraba pesadamente y le decía que estuviese tranquilo desde allí arriba. Solo temblaba. Una de sus botas resbaló en la escalerilla. Pero aguantó. Se quedó muy quieto mientras aquella mujer le hablaba. Tenía los ojos muy grandes y muy llenos de vida. Sus labios se movían. Le había hecho daño, pero ella no quería hacérselo a él. Únicamente quería saber cómo se llamaba. Se alegraba de verlo. La humedad que veía en sus ojos era felicidad por haberlo encontrado. Solo pensó que —tal vez— él mismo fuese como una pala, un abrelatas o cualquier otra de esas cosas oxidadas que andaban tiradas por ahí. Algo que se podía encontrar. Que alguien podía encontrar. Y que había encontrado. Epílogo 2345 Silo 1 Donald estaba sentado a solas en la sala de comunicaciones. Tenía todos los puestos para sí. Había mandado a todo el mundo a comer y a quienes no tenían hambre les había ordenado que se tomaran un descanso. Le habían hecho caso. Lo llamaban Pastor y no sabían nada sobre él, salvo que estaba al mando. Entraban y salían de sus turnos y hacían lo que él les ordenaba. Una luz parpadeante en el puesto de comunicaciones adyacente anunció que el silo Seis estaba tratando de llamar. Tendrían que esperar. Donald permaneció sentado y oyó los pitidos en los auriculares mientras realizaba su propia llamada. El tono de conexión sonó una y otra vez. Donald revisó el cable hasta la clavija y se aseguró de que estuviera bien enchufado. Entre los dos puestos de comunicaciones descansaba una partida de cartas sin terminar. La había interrumpido él al echar a todo el mundo de la sala. El montón de los descartes tenía una reina de picas encima. Finalmente, oyó un chasquido en los auriculares. —¿Hola? —dijo. Le pareció oír que alguien respiraba al otro lado. —¿Lukas? —No —respondió la voz. Era una voz más suave. Y más dura, al mismo tiempo. —¿Quién es? —preguntó. Estaba acostumbrado a hablar con Lukas. —Eso no importa —dijo una mujer. Y Donald estaba de acuerdo. Volvió la cabeza para asegurarse de que estaba totalmente solo y se inclinó hacia adelante en la silla. —Normalmente no hablamos con los alcaldes —la informó. —Yo tampoco soy un alcalde normal. Donald tuvo la sensación de que podía ver la sonrisa de la mujer. —Yo no pedí este trabajo —le confió. —Y sin embargo, aquí estamos. —Aquí estamos. Hubo una pausa. —¿Sabe? —dijo Donald—, si hiciese bien mi trabajo, ahora mismo pulsaría un botón y apagaría su silo. —¿Y por qué no lo hace? Lo dijo sin entonación. Curioso. Realmente parecía una pregunta, más que un desafío. —Dudo que me creyese si se lo contara. —Póngame a prueba —respondió ella. Donald pensó que era una lástima que ya no tuviese el dossier sobre aquella mujer. La primera semana del turno lo llevaba consigo a todas partes. Y ahora, cuando más lo necesitaba… —Hace mucho salvé su silo —afirmó—. Sería una pena acabar ahora con él. —Tiene razón. No le creo. Sonó algo en el pasillo. Donald se quitó uno de los auriculares y volvió la cabeza hacia allí. El ingeniero de comunicaciones estaba al otro lado de la puerta, con un termo en una mano y una rebanada de pan en la otra. Donald levantó el dedo y le pidió que esperase. —Sé dónde ha estado —le dijo a aquella alcaldesa, aquella mujer a la que habían mandado a limpiar—. Sé lo que ha visto. Y quiero… —No sabe una mierda sobre lo que he visto —le espetó ella con palabras tan afiladas como navajas. Donald sintió que se acaloraba. No era ésa la conversación que quería mantener con aquella mujer. No estaba preparado. Rodeó el micrófono con una mano. Sentía que estaba quedándose sin tiempo y perdiéndola a ella. —Tenga cuidado —la advirtió—. Es lo único que le digo… —Escúcheme —lo interrumpió ella—. Estoy aquí sentada, en una sala llena de verdades. He visto los libros. Y no voy a parar hasta llegar al fondo de lo que han hecho. Donald oía su respiración. —Yo conozco la verdad que está buscando —le aseguró en voz baja—. Y puede que no le guste. —Puede que no les guste a ustedes, querrá decir. —Usted… tenga cuidado, nada más. —Donald bajó la voz—. Cuidado adónde va a buscar. Hubo una pausa. Donald volvió la cabeza hacia el ingeniero, que dio un trago a su termo. —Oh, tendremos cuidado —respondió al fin la tal Juliette—. No querría que nos oyesen cuando lleguemos. HUGH HOWEY. Es un escritor estadounidense. Ha sido capitán de barco, techador y técnico de sonido, tres profesiones que ha desarrollado al mismo tiempo que ha crecido su pasión por la literatura, convertida en su actividad principal desde que publicó su primera novela en 2010. Tras conseguir salir del anonimato y vender 800 000 ejemplares en todo el mundo, tanto en sus ediciones en papel como a través del soporte digital en Amazon, su exitosa novela Espejismo llega ahora a España. Tras vender por un dólar capítulos sueltos de su novela en Amazon, ha transformado aquellos breves textos en cinco novelas de una saga llamada «Wool», que a España llega en formato de trilogía y que Ridley Scott quiere llevar a la gran pantalla. Los derechos cinematográficos de la serie fueron vendidos a 20th Century Fox. Notas [1] «Tawman» en inglés significa, literalmente, hombre del deshielo. (N. del T.) <<